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Viernes, 21 de marzo


El desván ya está casi terminado, el yeso todavía está húmedo en algunos sitios pero ya está instalada la nueva ventana, que es redonda y tiene un marco de latón como los ojos de buey de los barcos. Mañana Roux colocará las tablas del suelo y, una vez pulimentadas y barnizadas, trasladaremos la cama de Anouk a la nueva habitación. No tiene puerta. La única entrada es una trampilla en el suelo a la que se accede a través de una docena de escalones. Anouk está muy excitada. No para de asomar la cabeza por la trampilla, mirando y dando instrucciones precisas con respecto a todo lo que hay que hacer. El resto del tiempo lo pasa conmigo en la cocina, observando los preparativos de Pascua. Suele acompañarla Jeannot. Se sientan el uno al lado del otro junto a la puerta de la cocina y hablan los dos a un tiempo. Para conseguir que se vayan tengo que recurrir a sobornos. Desde la crisis de Armande parece como si Roux volviera a ser el de antes y hasta lo oigo silbar mientras da los toques finales a las paredes del cuarto de Anouk. Ha hecho un trabajo excelente a pesar de que se lamenta de la pérdida de sus herramientas. Según dice, las que utiliza, alquiladas en el almacén de Clairmont, no son ni la mitad de buenas que las suyas. Así que pueda, comprará herramientas nuevas.

– En Agen hay un sitio donde venden barcas viejas con las que se puede navegar por el río -me ha dicho hoy mientras se tomaba el chocolate y unos éclairs-. Podría comprarme un casco viejo y repararlo durante el invierno para adecentarlo y dejarlo habitable.

– ¿Cuánto dinero le haría falta?

Se ha encogido de hombros.

– Quizá cinco mil francos para empezar o quizá bastarían cuatro mil. Todo depende del estado en que esté.

– Armande se los prestaría.

– No -en este punto es inflexible-, bastante ha hecho por mí -con el índice ha trazado un círculo en torno al borde de la taza-. Narcisse me ha ofrecido trabajo -me ha dicho-. Trabajaré en el vivero, y después lo ayudaré en las vendanges cuando llegue la vendimia y seguidamente ya vendrán las patatas, las judías, los pepinos, las berenjenas… Hay trabajo hasta noviembre.

– Estupendo -he sentido una oleada de calor al ver su entusiasmo y comprobar que ha recuperado el buen humor. Tiene mejor aspecto, está más distendido y ya no tiene aquel semblante adusto, hostil y desconfiado, que infundía hermetismo a su expresión y la convertía en una especie de casa embrujada. Estas últimas noches ha dormido en casa de Armande a petición de ésta.

– Por si me da otro patatús -dijo Armande muy seria pero haciéndome una mueca muy cómica a espaldas de Roux. Comedia o no, me tranquiliza que Roux se quede con ella.

A Caro Clairmont, sin embargo, no le sucede lo mismo. El miércoles por la mañana vino a La Praline acompañada de Joline Drou, evidentemente para hablar de Anouk. Roux estaba sentado ante el mostrador tomando mocha. Joséphine, que todavía tiene miedo de Roux, estaba en la cocina empaquetando bombones. En cuanto a Anouk, terminaba de desayunar y tenía delante su tazón amarillo con chocolat au lait y medio croissant. Las dos mujeres no paraban de dedicar sonrisas dulzonas a Anouk y miradas desdeñosas a Roux. Éste se limitaba a echarles alguna que otra de sus ojeadas insolentes.

– Espero que no hayamos llegado en mal momento -dijo Joline con voz melosa, llena de solicitud y simpatía. Debajo de la actitud aparente, sin embargo, no había más que indiferencia.

– En absoluto. Estamos desayunando. ¿Quieren tomar algo?

– No, no. Yo no desayuno nunca.

Al mismo tiempo dirigió una sonrisa afectada a Anouk que, por tener la cara metida en el bol amarillo, no se dio por enterada.

– No sé si es momento para hablar con usted -me dijo Joline con voz afable-… pero en privado.

– Bueno, no es que sea imposible -le dije-, pero no lo encuentro necesario. ¿No puede decirme aquí lo que me tenga que decir? Estoy segura de que a Roux no le importará que hablemos delante de él.

Roux se rió disimuladamente y Joline puso cara de pocos amigos.

– Pues bien, la verdad es que es un asunto un poco delicado -dijo.

– ¿Está segura, entonces, de que es conmigo con quien tiene que hablar? ¿No sería más adecuado el curé Reynaud?

– No, quiero hablar con usted -dijo Joline frunciendo los labios.

– ¡Oh! -le dije, muy educada-. ¿De qué se trata?

– Tiene que ver con su hija -me dirigió una sonrisa irritada-. Como usted sabe, soy la encargada de su clase.

– Lo sé -serví otra mocha a Roux-. ¿Ocurre algo? ¿Está atrasada en los estudios? ¿Tiene algún problema?

Sé muy bien que Anouk no tiene el más mínimo problema escolar. Lee vorazmente desde que tenía cuatro años y medio. Habla inglés casi igual de bien que francés, legado de los tiempos de Nueva York.

– No, no, -me aseguró Joline-. Es una niña muy lista -disparó en dirección a Anouk una rápida mirada que mi hija, demasiado ocupada en terminarse el croissant, no recogió, aparte de que con disimulo y figurándose que yo no me daba cuenta acababa de coger un ratoncito de chocolate de los expuestos y lo introducía en la pasta que estaba comiendo seguramente con intención de hacerla más parecida al pain au chocolat.

– ¿Se trata entonces de su conducta? -inquirí con preocupación exagerada-. ¿Es díscola? ¿Desobediente? ¿Es maleducada?

– No, no. ¡Ni hablar! Nada de eso.

– Entonces, ¿qué pasa?

Caro me miró con cara avinagrada.

– El curé Reynaud ha estado varias veces en la escuela esta semana -me informó- para hablar con los niños sobre la Pascua y el significado de esa fiesta para la Iglesia y otras cuestiones relacionadas con el tema.

Moví la cabeza afirmativamente tratando de darle ánimos y Joline me dirigió otra de sus sonrisas comprensivas.

– No, lo que ocurre es que Anouk resulta que… -dirigió una mirada esquiva a Anouk-… no es que sea exactamente díscola, pero hace unas preguntas muy extrañas.

Su sonrisa se hizo más crispada, como si los labios se le hubieran quedado de pronto entre paréntesis o quisiera demostrar toda su desaprobación.

– Preguntas muy extrañas -repitió.

– Bueno -dije como quitando hierro al asunto-. Siempre ha sido una niña muy curiosa. No creo que usted quiera disuadir a ninguno de sus alumnos de que satisfagan su curiosidad. Y además… -añadí malévolamente-, no me diga que monsieur Reynaud no está bien pertrechado para responder a las preguntas que le hagan.

Joline me dedicó una sonrisa forzada, con lo que quería exteriorizar su actitud de protesta.

– Lo que pasa es que escandaliza a los demás niños, madame -dijo con voz cortante.

– ¿Ah, sí?

– Parece que Anouk les dijo que la Pascua no es, en realidad, una fiesta cristiana y que Nuestro Señor es… -se quedó en silencio como si lo que se disponía a decir fuera excesivo-… que la resurrección de Nuestro Señor es una especie de «atavismo» que se remonta a no sé qué dios de las mieses. Una deidad de la fertilidad de los tiempos paganos -soltó una risa forzada, aunque sonó glacial.

– Sí -dije acariciando fugazmente los rizos de Anouk-, esta pequeñaja lee mucho, ¿verdad, Nanou?

– Yo sólo pregunté por Eostre -dijo Anouk con firmeza-. Dice el curé Reynaud que ya no hay nadie que adore a ese dios y yo le dije que nosotras lo adorábamos.

Tuve que esconder una sonrisa con la mano.

– Me parece que él eso no lo entiende, cariño -dije a Anouk-. Quizá no habrías debido hacer tantas preguntas al ver que él se molestaba.

– Los que se molestan son los niños, madame -dijo Joline.

– No, no es verdad -replicó Anouk-. Jeannot dice que tendríamos que hacer una hoguera para celebrarlo y encender velas rojas y blancas y muchas cosas. Jeannot dice…

Caroline la interrumpió.

– Parece que Jeannot dice muchas cosas -observó.

– Seguramente se parece a su madre -tercié yo.

Joline pareció ofendida.

– Parece que usted no se toma muy en serio el asunto -dijo con una media sonrisa.

Me encogí de hombros.

– No lo veo un problema -le dije con voz tranquila-. Mi hija participa en los coloquios de la escuela. ¿Es eso lo que quiere decirme?

– Hay temas que no deben ser objeto de debate -intervino Caro y, por espacio de un momento fugaz, debajo de su dulzura acaramelada, vi a su madre en ella, imperiosa y dominante. Eso de que demostrara un poco de espíritu me gustó más que su actitud habitual-. Hay cosas que deben aceptarse a través de la fe y cuando un niño tiene los fundamentos morales adecuados… -se mordió los labios y dejó la frase en el aire, sumida en un mar de confusiones-. Nada más lejos de mis intenciones que decirle cómo debe educar a su hija -terminó con voz monocorde.

– Estupendo -dije con una sonrisa-, sentiría mucho tener que pelearme con usted en relación con este punto.

Las dos mujeres me miraron con la misma expresión de desconcierto.

– ¿Seguro que no quieren tomar un poco de chocolate?

Los ojos de Caro se pasearon con desdén por todo el surtido de pralinés, trufas, almendrados y turrón, éclairs, florentinas, cerezas de licor y almendras garrapiñadas.

– Me sorprende que la niña no tenga los dientes careados -comentó, muy tiesa.

Anouk se sonrió y mostró los dientes objeto de sospecha. Su blancura no hizo sino aumentar el descontento de Caro.

– Estamos perdiendo el tiempo -observó Caro con frialdad a Joline.

Yo no dije nada y Roux se rió disimuladamente. Desde la cocina llegaban los sones de la radio de Joséphine y por espacio de unos segundos no se oyó otra cosa que la voz metálica del locutor resonando en las baldosas.

– Vamos -dijo Caro a su amiga.

Joline parecía indecisa, insegura.

– ¡He dicho que nos vamos! -insistió con gesto irritado mientras salía de la tienda y Joline le seguía los pasos-. No se figure que no veo a qué está usted jugando -me escupió a modo de despedida, después de lo cual desaparecieron las dos y ya sólo oímos su taconeo sobre el empedrado al atravesar la plaza en dirección a Saint-Jérôme.


Al día siguiente encontramos el primero de los folletos. Estrujado y convertido en pelota que se impulsa a puntapiés por la calle, Joséphine lo recogió del suelo cuando barría la acera y lo entró en la tienda. Era una sola página mecanografiada y fotocopiada en papel rosa, doblada por la mitad. No llevaba firma, pero en su estilo había algo que indicaba quién podía ser su autor.

Su título era: LA P ASCUA Y EL RETORNO A LA FE.

Eché una rápida ojeada al papel, cuyo texto era en su mayor parte el que cabía esperar del título: regocijo y purificación, pecado y las alegrías de la absolución y la plegaria. Sin embargo, hacia la mitad de la página y con caracteres más destacados que el resto, había un aditamento que me llamó la atención.


Los Nuevos Predicadores o la Corrupción del Espíritu Pascual

Siempre habrá entre la gente una Pequeña Minoría que pretende Sacar Provecho de nuestras Santas Tradiciones por propio Beneficio: la industria de las Tarjetas de Felicitación, las cadenas de supermercados, etcétera. Más Siniestros aún son aquellos que Quieren Revivir Antiguas Tradiciones y que, con el pretexto de que los niños se diviertan, los involucran en Prácticas Paganas. Son muchos los que ven estos manejos como Actividades Inofensivas y los miran con Tolerancia. ¿Por qué ha tenido que permitir nuestra Comunidad un supuesto Festival del Chocolate fuera de nuestra Iglesia precisamente en la mañana misma del Domingo de Pascua? Esto cubre de Oprobio todo lo que constituye el fundamento de la Pascua. Le instamos, pues, a Sabotear dicho Festival y Celebraciones Similares como medida de protección de sus Hijos Inocentes.

¡¡IGLESIA y no CHOCOLATE, éste es el VERDADERO MENSAJE DE LA P ASCUA!!


– Iglesia y no chocolate -dije riendo-. Dicho sea de paso, es una buena frase publicitaria. ¿No te parece?

Joséphine parecía ansiosa.

– No te entiendo -dijo-. Por lo visto esto no te preocupa.

– ¿Por qué tiene que preocuparme? -dije encogiéndome de hombros-. No es más que una hoja volandera. Y además, estoy casi segura de saber quién es su autor.

Asintió.

– Caro -dijo con tono enfático-. Caro y Joline. Es su estilo. Todas esas zarandajas de los niños inocentes -se le escapó un bufido de indignación-. Lo que pasa es que la gente les hace caso, Vianne, se lo pensarán dos veces antes de acudir a la fiesta. Joline es la maestra del pueblo y Caro pertenece al Comité de Residentes.

– ¡Vaya! -yo no sabía siquiera que hubiera un comité de residentes y lo imaginé formado por santurrones engreídos aficionados al cotilleo-. ¿Qué pueden hacer? ¿Detener a todo el mundo?

Joséphine movió negativamente la cabeza.

– Paul también forma parte del comité -dijo bajando la voz.

– ¿Y qué?

– Ya sabes de qué es capaz -dijo Joséphine con aire desesperado. He comprobado que, cuando se siente angustiada, recupera sus antiguos gestos y vuelve a presionarse el esternón con los pulgares como quien quiere practicar la Maniobra Heimlich-. Está loco, ya lo sabes. Es un…

Se interrumpió con expresión triste y con los puños cerrados. Volví a tener la impresión de que quería decirme algo, de que sabía algo. Le toqué la mano intentando penetrar en sus pensamientos, pero no percibí nada que no hubiera visto otras veces: humo, un humo gris y grasiento sobre un cielo purpúreo.

¡Humo! Le apreté la mano. ¡Humo! Ahora que reconocía lo que veía podía tratar de descubrir los detalles: el rostro del hombre era un borrón azulado en la oscuridad y en él destacaba su sonrisa fría y triunfante. Joséphine me miró en silencio, una mirada oscura que revelaba lo mucho que sabía.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -le pregunté por fin.

– No se puede demostrar -dijo Joséphine-. Yo no te he dicho nada.

– No es preciso. ¿Por eso tienes miedo de Roux? ¿Por lo que hizo Paul?

Levantó la barbilla con aire resuelto.

– A él no le tengo ningún miedo.

– Pero no hablarás con él. Ni siquiera estarías en la misma habitación que él. No puedes mirarlo a los ojos.

Joséphine se cruzó de brazos como quien no tiene más que decir.

– ¿Joséphine? -le cogí la cara y se la volví por la fuerza hacia mí, la forcé a que me mirara-. ¿Joséphine?

– De acuerdo -dijo con voz áspera y a la vez triste-. Yo lo sabía, de acuerdo. Sabía lo que pensaba hacer Paul. Le dije que, como intentara algo, lo diría, los avisaría. Y entonces fue cuando me pegó -me miró con los ojos turbios y la boca torcida debido a las lágrimas que reprimía-. O sea que soy cobarde -dijo gritando y con voz confusa-. Ahora ya sabes quién soy, no soy tan valiente como tú. Soy embustera y cobarde porque permití que lo hiciera. Podía haber muerto alguien… Roux o Zézette o su pequeño. ¡Y también habría sido por mi culpa! -lanzó un profundo suspiro, un suspiro áspero-. No se lo digas a Roux -me rogó-. No podría soportarlo.

– No seré yo quien se lo diga a Roux -le dije con voz suave-. Se lo dirás tú misma.

Negó resueltamente con la cabeza.

– No, yo no. No puedo.

– De acuerdo, Joséphine -cedí-. Tú no tienes la culpa de nada. Y no murió nadie, ¿verdad?

Pero ella prosiguió con obstinación:

– No podría… no puedo.

– Roux no es como Paul -le dije-, se parece más a ti de lo que imaginas.

– Pero es que no sabría qué decirle -se retorció las manos-. Lo único que querría es que se marchase -dijo con furia-. Me gustaría que cobrase el dinero que se ha ganado y se marchase a otra parte.

– No, no lo hará -le dije-. No se irá a ninguna parte -entonces dije a Joséphine lo que Roux me había contado acerca de trabajar en casa de Narcisse y que quería comprarse una embarcación en Agen-. Lo mínimo que se merece es saber quién tuvo la culpa -insistí-. Así sabrá que el único responsable de lo que pasó es Muscat y que a él aquí no lo odia nadie. Tiene que comprenderlo, Joséphine. Imagina cómo se siente.

Joséphine suspiró.

– Hoy no -dijo-. Se lo diré, pero otro día. ¿De acuerdo?

– Otro día no será más fácil que hoy -le advertí-. ¿Quieres que te acompañe?

Me miró fijamente.

– Dentro de un rato va a tomarse un descanso -le expliqué-. Podrías servirle una taza de chocolate y hablar después con él.

Silencio. Su expresión era ausente, estaba pálida. Sus manos, rápidas como las de los pistoleros, le colgaban temblorosas a ambos lados del cuerpo. Cogí un rocher noir de un montón que tenía a mi lado y se lo metí en la boca entreabierta sin darle tiempo a decir palabra.

– Esto es para animarte -le expliqué mientras me volvía para llenar un tazón de chocolate-. ¡Venga, vamos! ¡Mastica!

Oí que profería un sonido leve y vi que esbozaba una media sonrisa. Le di la taza.

– ¿Preparada?

– Supongo que sí -dijo con voz pastosa a causa del chocolate-. Probaré.


Los dejé a solas. Entonces aproveché la ocasión para volver a leer el folleto que Joséphine había encontrado en la calle. «Iglesia y no chocolate.» La cosa tiene gracia. Hay que reconocer que el Hombre Negro demuestra tener un cierto sentido del humor.

A pesar del viento, en la calle hacía calor. Les Marauds refulgían al sol. Bajé lentamente hacia el Tannes, disfrutando del calor del sol que me daba en la espalda. Había llegado la primavera sin apenas preludio, tan bruscamente como cuando tras doblar un ángulo rocoso uno se encuentra delante de un valle. De pronto habían florecido los jardines y los márgenes y ahora eran toda una exuberancia de narcisos, lirios y tulipanes. Hasta las casas ruinosas de Les Marauds se habían teñido de vivos colores, aunque aquí los ordenados jardines habían cedido el paso a la más desenfrenada excentricidad: en el balcón de una casa que daba al río crecía un saúco florido, un tejado se había cubierto de una alfombra de narcisos, por las grietas de la fachada desportillada de una casa surgían matas de violetas. Plantas que ahora se cultivaban habían retrocedido a su anterior estadio silvestre, pequeños geranios pugnaban por asomar entre umbelas de cicuta, las amapolas crecían autónomas, diseminadas al azar y bastardeaban su rojo originario transformándolo en color naranja o en lila pálido. Bastan unos días de sol para sacudirles el sueño de encima; después de la lluvia se desperezan y yerguen sus corolas buscando la luz. Si arrancas un puñado de supuestos hierbajos arrancas salvias y lirios, clavellinas y espliego, escondidos debajo de la romaza y de la hierba cana. Estuve vagando junto al río el tiempo suficiente para que Joséphine y Roux ventilasen sus diferencias y seguidamente me abrí camino lentamente a través de los callejones secundarios, subí por la Ruelle des Frères de la Révolution y por la Avenue des Poètes, con sus muros cerrados y oscuros, casi sin ventanas, engalanados tan sólo por cuerdas de las que cuelga la colada, tendidas con toda naturalidad de un balcón a otro, o por algún que otro macetero aislado con las verdes guirnaldas suspendidas de los convulvulus.

Los encontré todavía en la tienda, tenían la chocolatera colocada sobre el mostrador entre los dos, ya medio vacía. Joséphine tenía los ojos enrojecidos, pero daba la impresión de que se había sacado un peso de encima, casi parecía feliz. Roux se reía de algún comentario que ella le había hecho, sonido que a mí hubo de parecerme extraño por lo poco familiar y hasta exótico, porque rara vez se lo había oído. Por espacio de un momento se apoderó de mí un sentimiento que era casi de envidia y pensé: «Son el uno para el otro».


Más tarde hablé del asunto con Roux, aprovechando que Joséphine había salido a hacer unas compras. Se mostró muy cauteloso, procurando no manifestarse al hablar de ella, pero sus ojos brillaban, como si tuviera una sonrisa a flor de labios. Al parecer, sus sospechas ya se habían centrado en Muscat.

– Hizo muy bien abandonando a aquel hijo de puta -dijo con voz que destilaba veneno-. Lo que llegó a hacer… -por un momento pareció cohibido, se movió, desplazó la taza en el mostrador sin razón alguna, volvió a dejarla en su sitio-. Un hombre de esa calaña no se merece una mujer -farfulló-. ¡Menuda suerte la suya!

– ¿Y usted qué piensa hacer? -le pregunté.

Se encogió de hombros.

– No se puede hacer nada -me dijo como sin darle importancia-. Lo negará todo. Son cosas que no interesan a la policía. Además, prefiero que la policía no se meta en esto.

No me dio detalles. Supuse que en su pasado había ciertas cosas que no habrían resistido un escrutinio minucioso.

Desde entonces, sin embargo, Joséphine y él han hablado muchas veces. Ella le sirve chocolate y bizcochos cuando él interrumpe su trabajo y a menudo los oigo reír. Joséphine ya no tiene aquella mirada asustada y ausente. Me he dado cuenta de que ahora pone más atención en su aspecto. Esta mañana, sin ir más lejos, me ha anunciado que quería ir al bar a recoger algunas de sus pertenencias.

– Te acompañaré -le digo.

Pero Joséphine movió negativamente la cabeza.

– Puedo ir sola -parecía feliz, satisfecha de haber hecho acopio de tanta decisión-. Además, Roux dice que si no me enfrento con Paul… -se ha interrumpido como si se sintiera cohibida-. En fin, que he decidido ir, eso es todo -declara, muy colorada pero muy decidida-. Tengo que recoger libros, ropa… antes de que Paul lo tire todo, quiero llevarme lo que es mío.

Asentí.

– ¿Y cuándo piensas ir?

Y ya, sin vacilación alguna, dice:

– El domingo. Cuando él esté en la iglesia. Con un poco de suerte podré entrar y salir del café sin encontrármelo. No necesito mucho tiempo.

La miro.

– ¿Seguro que no quieres que te acompañe?

Vuelve a decirme que no con un gesto.

– Además, no estaría bien.

Aquella expresión decorosa suya me ha hecho sonreír, pese a lo cual sabía a qué se refería. Aquél era su territorio, un territorio que pertenecía a ella y a su marido, marcado de forma indeleble por el rastro de la vida que habían compartido. Yo allí no tenía nada que hacer.

– Todo irá bien -dice con una sonrisa-. Sé cómo hay que manejarlo, Vianne. No es la primera vez.

– Espero que no haya necesidad de manejarlo.

– No la habrá -con un gesto que tenía algo de absurdo, tiende la mano y roza la mía, como si quisiera tranquilizarme-. Te prometo que no será necesario.

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