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Martes, 18 de febrero


Quince clientes ayer. Hoy, treinta y cuatro, Guillaume entre ellos. Ha comprado un cucurucho de florentinas y se ha tomado una taza de chocolate. Lo acompañaba Charly, obediente y acurrucado debajo de un taburete mientras Guillaume de vez en cuando le echaba un terroncito de azúcar moreno, que él recogía en sus mandíbulas expectantes e insaciables.

Guillaume me dice que no hay recién llegado a quien no le cueste que lo acepten en Lansquenet. Me dice que el domingo pasado el curé Reynaud hizo un sermón tan virulento sobre la abstinencia que la apertura de La Céleste Praline aquella misma mañana no podía parecer otra cosa que una afrenta directa a la iglesia. Caroline Clairmont, que ha empezado otro de sus regímenes, estuvo particularmente hiriente y manifestó con voz estentórea a sus compañeras de la congregación que aquello era «extremadamente desagradable, ni más ni menos que una de esas historias que se cuentan de la decadencia romana, amigas mías, y que si esa mujer se figura que va a meterse el pueblo en el bolsillo como si fuera la reina de Saba… porque no hay más que ver cómo se pavonea con esa hija ilegítima suya como si… ¿y los bombones? pues no son nada del otro jueves y encima, amigas, carísimos…». La conclusión general a la que habían llegado las señoras era que «aquello», lo que fuera, no iba a durar. Dentro de quince días habría desaparecido del pueblo. Sin embargo, desde ayer se ha doblado el número de mis clientes, entre ellos muchas amiguitas de madame Clairmont. Entraban con un brillo en los ojos, pero con cierta vergüenza, diciéndose mutuamente que lo hacían por curiosidad, por nada más, que lo único que querían era ver aquello con sus propios ojos.

Yo sé cuáles son sus apetencias. Se trata de un don especial, un secreto profesional como el arte de la quiromántica que lee en la palma de la mano. Mi madre se habría reído de mí viendo cómo desperdiciaba mis facultades, pero yo no quería sondear más allá en sus vidas. No quiero conocer sus secretos ni sus pensamientos más íntimos. Tampoco sus miedos ni su gratitud. Con cariñoso desprecio ella habría dicho de mí que era una alquimista civilizada y que practicaba una magia de andar por casa cuando habría podido hacer maravillas. Pero a mí me gusta esta gente. Me encantan sus pequeñas e íntimas inquietudes. ¡Es tan fácil leer en sus ojos y en sus bocas! Ésta, con esa pizca de amargura, se deleitará con mis roscos de piel de naranja. Esta otra, con su sonrisa dulce, sabrá apreciar mis corazones de albaricoque, de interior blando. A esa chica de cabellos volanderos le gustarían los mendiants. Esta mujer alegre y vivaracha sabría saborear los brasiles de chocolate. Para Guillaume las florentinas, que se comerá en un plato en su pulcra casa de soltero. La apetencia de Narcisse por las trufas de chocolate doble demuestran que, debajo de su apariencia de pocos amigos, late un gran corazón. Esta noche Caroline Clairmont soñará con cenizas de toffee y se despertará irritada y famélica. Y para los niños… virutas de chocolate, botones blancos con fideos de todos colores, pain d’épices de bordes dorados, frutas de mazapán en sus nidos de papel rizado, caramelos duros de cacahuete, racimos, galletas, todo un surtido de múltiples formas en cajas de medio kilo… Vendo sueños, pequeños consuelos, dulces e inofensivas tentaciones que provocan toda una multitud de santos machacamientos entre avellanas y turrones…

¿Qué tiene de malo?

Por lo visto el curé Reynaud cree que algo de malo tendrá.

– ¡Ven aquí, Charly! ¡Ven!

La voz de Guillaume adquiere un tono cálido cuando habla con su perro, pero también un matiz de tristeza. Se compró el perro cuando murió su padre, según me ha contado. Ocurrió hace dieciocho años. Pero la vida de un perro es más corta que la de un hombre, dice, y por esto han envejecido los dos a un tiempo.

– Lo tiene aquí -me indica una protuberancia debajo de la barbilla de Charly, más o menos del tamaño de un huevo de gallina-. Va creciendo -hace una pausa durante la cual el perro se despereza sensualmente mientras mueve una pata y deja que su amo le rasque la barriga-. El veterinario dice que no hay nada que hacer.

He empezado a comprender esa mirada de pena y de cariño que veo en los ojos de Guillaume.

– Uno no sacrificaría a un anciano -me dice lleno de excitación- si todavía tuviera… -lucha por encontrar las palabras justas-… una cierta calidad de vida. Charly no sufre. De veras que no -asiento con la cabeza, consciente de que quiere convencerme-. Los medicamentos mantienen a raya la enfermedad.

«De momento.» He oído las palabras aunque no las haya pronunciado.

– Cuando llegue la hora, sé qué tengo que hacer -su mirada es dulce pero se ha llenado de pánico-. Sabré qué debo hacer. No tendré miedo.

Le vuelvo a llenar el tazón de chocolate sin decir palabra y espolvoreo la espuma con cacao en polvo, pero Guillaume está tan absorto en el perro que no se da cuenta siquiera. Charly sigue retozando panza arriba y mueve la cabeza de un lado a otro.

– M’sieur le Curé dice que los animales no tienen alma -dice Guillaume con voz suave-. Dice que yo debería librar de penas a Charly.

– Todo tiene alma -le respondo-. Eso me decía mi madre. Todo.

Guillaume asiente con la cabeza, solo en su círculo de miedos y pesares.

– ¿Qué haría yo sin él? -pregunta con la cabeza vuelta hacia el perro, lo que hace que me percate de que se ha olvidado de mi presencia-. ¿Qué haría yo sin ti?

Detrás del mostrador, cierro el puño obedeciendo a un impulso de ira silenciosa. Conozco esa mirada -miedo, remordimiento, avidez-, la conozco muy bien. Es la mirada que vi aquella noche en el rostro de mi madre el día que habló con el Hombre Negro. Estas palabras de Guillaume -«¿Qué haría yo sin ti?»- son las mismas que ella estuvo murmurando en mi oído a todo lo largo de aquella noche de dolor. Y cuando me miro en el espejo, la última cosa que hago al final de cada día o cuando me despierto con el creciente temor… o el conocimiento… o la certidumbre de que mi hija se me escapa, de que la pierdo, de que voy a perderla como no encuentre El Lugar… también es esa mirada la que veo en mis ojos.

Echo los brazos al cuello de Guillaume. Su cuerpo se tensa un momento porque no está acostumbrado al contacto con mujeres, pero en seguida se distiende. Noto todo el poder de esa tristeza suya que se escapa a borbotones de su cuerpo.

– Vianne -murmura con voz queda-, Vianne.

– No le importe sentirse de esa manera -le digo con decisión-. Está en su derecho.

A nuestros pies, Charly ladra indignado.


Hoy hemos recaudado casi trescientos francos. Por vez primera, lo bastante para quedar a la par. Se lo he comunicado a Anouk cuando ha llegado de la escuela, pero me ha parecido que no me prestaba atención y que su expresión, normalmente animada, hoy estaba indiferente. Tenía los ojos cargados, oscuros como el cielo que anuncia tormenta.

Le he preguntado qué le pasaba.

– Es Jeannot -dice con voz monocorde-. Su madre no le deja jugar conmigo.

Me acuerdo de Jeannot, disfrazado de Lobo el Mardi Gras de carnaval, un arrapiezo flacucho de siete años, cabello hirsuto y expresión de desconfianza. Anoche, sin ir más lejos, él y Anouk habían estado jugando en la plaza, corriendo de aquí para allá y profiriendo arcanos gritos de guerra hasta que la luz comenzó a declinar. Su madre es Joline Drou, una maestra de primaria, compañera de Caroline Clairmont.

– ¿Por qué no? -digo con voz neutra-. ¿Ha dicho por qué?

– Dice que soy una mala compañía para él -y me dirige una mirada aviesa-, porque no vamos a la iglesia… y porque abres la tienda los domingos.

Abro la tienda los domingos.

La miro. Me entran ganas de abrazarla, pero la veo tan rígida y hostil que me siento alarmada. Trato de hablarle con calma.

– ¿Y qué dice Jeannot? -le pregunto con voz suave.

– Él no puede hacer nada, porque ella está siempre vigilándolo -Anouk levanta la voz, que adquiere un tono estridente, al borde de las lágrimas-. ¿Por qué tiene que ocurrir siempre lo mismo? -pregunta-. ¿Por qué nunca…? -pero se interrumpe con esfuerzo, su pecho plano y jadeante.

– Pero tienes otros amigos…

Es la verdad. Anoche la vi con cuatro o cinco compañeros más, la plaza resonaba con su alboroto y con sus risas.

– Son amigos de Jeannot.

Sé qué quiere decir. Eran Louis Clairmont, Lise Poitou… los amigos de Jeannot. Sin él, el grupo no tardará en dispersarse. Siento una súbita angustia por mi hija, la veo rodeada de amigos invisibles con los que pretenderá llenar el vacío a su alrededor. Es egoísmo por mi parte pensar que una madre puede colmar este espacio. Egoísmo y ceguera.

– Podríamos ir a la iglesia, si tú quieres -le digo con voz suave-, pero ya sabes que esto no cambiaría las cosas.

Y en tono acusador me increpa:

– ¿No? ¿Por qué? Ellos tampoco creen. A ellos Dios les importa un rábano. Van a la iglesia y sanseacabó.

Sonrío, no sin cierta amargura. No tiene más que seis años y ya consigue sorprenderme con certeros atisbos ocasionales.

– Quizá tengas razón -le digo-, pero ¿quieres ser como ellos?

Cínica e indiferente, se encoge de hombros. Desplaza el peso de su cuerpo de un pie al otro, como si temiera el sermón que se avecina. Intento encontrar las palabras apropiadas para explicarme, pero sólo acierto a ver el rostro torturado de mi madre que me acuna mientras va murmurando en tono de orgullo: «¿Qué haría yo sin ti? ¿Qué haría?».

Hace mucho tiempo que la puse al corriente de todas estas cosas: de la hipocresía de la Iglesia, de la caza de brujas, de la persecución de los pordioseros y de los practicantes de otras religiones. Ella lo entiende, aunque el hecho de entenderlo no es extrapolable a nuestra vida de todos los días, a la realidad de la soledad, a la pérdida de un amigo.

– No está bien -lo dice en tono rebelde, con una hostilidad atenuada, aunque no totalmente anulada.

Tampoco había estado bien el saqueo de Tierra Santa, ni que quemaran a Juana de Arco, ni lo que hizo la Inquisición española. Pero yo sabía que esto ahora no tenía nada que ver. Anouk tenía el rostro contraído, una expresión concentrada; de haber mostrado el más mínimo signo de oposición, se habría vuelto inmediatamente contra mí.

– Ya encontrarás otros amigos.

Es una respuesta que muestra mi debilidad y mi desconcierto. Anouk me observa con desdén.

– Pero yo quería éste.

El tono de su voz me parece curiosamente adulto, extrañamente cansado, cuando la veo apartarse de mi lado. Las lágrimas le hinchan los párpados, pero no intenta acercarse a mí en busca de consuelo. Con súbita y abrumadora claridad, la veo toda de pronto: niña, adolescente, adulta, esa desconocida en que acabará por convertirse un día, y estoy casi a punto de gritar a causa de la privación y el terror, ni más ni menos que si nos hubiéramos intercambiado los papeles y ella fuera la persona adulta y yo la niña.

– «¡Por favor! ¿Qué haría yo sin ti?»

Pero dejo que se vaya sin decir palabra, muriéndome de ganas de retenerla, pero consciente de ese muro que se levanta entre las dos y que preserva nuestra respectiva intimidad. Los hijos nacen rebeldes, lo sé. Lo único que puedo esperar es un poco de ternura, una docilidad aparente. Pero debajo de la superficie subsiste la rebeldía, fuerte, salvaje, ajena.


Se quedó prácticamente en silencio el resto de la tarde. Cuando la he acostado se negó a escuchar el cuento con el que suelo despedirme de ella y, después de haber apagado la luz de mi cuarto, permaneció horas despierta. Desde la oscuridad de mi habitación podía oírla moviéndose de aquí para allá, hablando sola -o con Pantoufle- de vez en cuando, en furiosas explosiones entrecortadas pero musitadas en voz demasiado baja para poder oír lo que decía. Más tarde, cuando ya estaba segura de que se había dormido, me he deslizado a hurtadillas en su habitación para apagarle la luz y la he encontrado acurrucada en un extremo de la cama, con un brazo totalmente extendido y la cabeza vuelta formando un ángulo extraño pero tan absurdamente conmovedor que he sentido que se me desgarraba el corazón. Tenía fuertemente apretada en una mano una figura de plastilina, que le retiré al tiempo que le alisaba la ropa de la cama y me disponía a guardársela en la caja donde tiene sus juguetes. La figurilla todavía conservaba el calor de su mano y emanaba ese olor inconfundible que despiden las cosas de la escuela, la misma de los secretos dichos a media voz, de las pinturas de los carteles y periódicos, y de los amigos medio olvidados.

Una figura de unos quince centímetros de longitud, torpemente moldeada, los ojos y la boca trazados con una aguja, un hilo rojo atado en torno a la cintura y algo así como unas ramitas o unas briznas de hierba seca hincadas en el cráneo para representar el cabello castaño y estropajoso… En el cuerpo del muñeco de plastilina una letra incisa: una J mayúscula. Y debajo de ella, tan cerca que casi estaba superpuesta, la letra A.

He vuelto a dejar el muñeco en la almohada sin hacer ruido, junto a la cabeza de Anouk, y he salido después de apagar la luz. Poco antes de que amaneciera, se ha deslizado en mi cama como solía hacer cuando era pequeña y he oído su voz que, atravesando múltiples capas de sueño, murmuraba:

– Está bien, maman, yo no te abandonaré nunca.

En la oscuridad que nos envolvía, he notado su olor a sal y a jabón de bebé en su abrazo caliente y apasionado. La he acunado al tiempo que me acunaba yo también, dulcemente, las dos abrazadas con una sensación tan fuerte de alivio que era casi dolor.

– Te quiero, maman, te querré siempre. No llores.

Pero yo no lloraba. No lloro nunca.

He dormido muy mal, metida en un caleidoscopio de sueños, y me he despertado de madrugada con el brazo de Anouk sobre mi cara y la sensación urgente y aterrada de que había que huir, de que debía coger a Anouk y salir a todo correr y sin parar. ¿Cómo íbamos a poder vivir aquí? ¿Cómo habíamos sido tan estúpidas para creer que aquí no iba a encontrarnos? El Hombre Negro tiene muchas caras, todas implacables, duras y extrañamente envidiosas. «Corre, Vianne. Corre, Anouk. Olvidad vuestros dulces sueños y salid corriendo.»

Pero no, esta vez no. Ya hemos huido demasiadas veces, Anouk y yo, mi madre y yo, ya hemos huido demasiado lejos de nosotras.

No era más que un sueño al que intento aferrarme.

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