Domingo, 23 de febrero
Bendígame, padre, porque he pecado. Sé que me oye, mon père, y no hay nadie más a quien quiera confesarme. Por supuesto que no me confesaría con el obispo, tan protegido en su remota diócesis de Burdeos. Y la iglesia me parece enormemente vacía. Me siento estúpido cuando me pongo al pie del altar y levanto los ojos para contemplar a Nuestro Señor sumido en su remordimiento y en su agonía -los dorados se han empañado con el humo de los cirios y las manchas oscuras le dan un aire taimado y de disimulo-, y la oración, que en otro tiempo fuera un consuelo tan grande, tal fuente de alegría, se ha transformado ahora en una carga, un grito al pie de una desolada montaña que en el momento más impensado podría desencadenar una avalancha sobre mí.
¿Es eso la duda, mon père? Ese silencio dentro de mí, esa incapacidad de rezar, de purificarme, de humillarme… ¿es culpa mía? Miro la iglesia, que es mi vida, e intento sentir amor por ella. Amar esas efigies con el amor que usted sentía por ellas: san Jerónimo con su nariz rota, la Virgen sonriente, Juana de Arco con su estandarte, san Francisco con sus palomas pintadas. Personalmente detesto los pájaros. Debo de cometer un pecado contra mi tocayo pero no lo puedo remediar. Esos graznidos que lanzan, toda esa porquería que dejan… en la misma puerta de la iglesia, las paredes encaladas recorridas por los regueros verdosos de sus excrementos. Y el alboroto que arman en el momento del sermón… Si enveneno a las ratas que infestan la sacristía y roen las vestiduras que allí se guardan, ¿por qué no puedo envenenar también a las palomas, que interfieren de esa forma en el cumplimiento de mis deberes? La verdad es que lo he intentado, mon père, aunque no sirve de nada. Quizá san Francisco las protege.
¡Si por lo menos mis méritos fueran mayores! Pero mi indignidad me desalienta, mi inteligencia -muy superior a la de mis feligreses- sólo me sirve para ver más claramente mi debilidad, lo endeble de la vasija que Dios ha elegido para que lo sirva. ¿Éste es mi destino? Yo había soñado cosas más grandes, sacrificios, el martirio y, en lugar de eso, malgasto el tiempo en angustias indignas de mí, indignas de usted.
Peco de mezquino, mon père. Por esto Dios guarda silencio en su casa. Lo sé, aunque no sepa curar al enfermo. He aumentado la austeridad de mis ayunos de cuaresma e incluso he optado por continuarlos cuando ya se permite una relajación de la disciplina. Hoy mismo, sin ir más lejos, he vertido en las hortensias la libación que me permito los domingos y he notado que se me elevaba el espíritu de forma evidente. A partir de ahora las únicas bebidas que acompañarán mis comidas serán el agua y el café y éste me lo tomaré solo y sin azúcar, para potenciar su sabor amargo. Hoy he comido una ensalada de zanahorias con aceitunas… raíces y bayas en tierras desiertas. La verdad es que se me va un poco la cabeza, pero no es una sensación desagradable. Siento un cierto remordimiento al pensar que hasta esa privación puede producirme placer, por lo que resuelvo ponerme a merced de la tentación. Me quedaré cinco minutos delante de la rôtisserie observando cómo se van asando los pollos ensartados en su espetón. Y si Arnauld me provoca, tanto mejor. Dicho sea de paso, tendría que cerrar en cuaresma.
En cuanto a Vianne Rocher… apenas he pensado en ella estos últimos días. Paso por delante de su tienda con la cabeza vuelta hacia el otro lado. Ha prosperado pese a la época y a la desaprobación de los elementos bienpensantes de Lansquenet, pero yo atribuyo el éxito a la novedad de la tienda. Con el tiempo declinará. ¿Cómo van a subvencionar nuestros feligreses una tienda como ésta, más propia de una gran ciudad, si a duras penas consiguen cubrir sus necesidades diarias más perentorias?
La Céleste Praline. Hasta el nombre parece un insulto premeditado. Pienso ir en autobús a Agen y presentar una queja en la agencia inmobiliaria. En primer lugar, no habrían debido autorizar a esa mujer a alquilar la tienda. Su situación estratégica es garantía de prosperidad, incita a la tentación. Habría que informar del asunto al obispo. Quizás él podría beneficiarse de una influencia que yo no tengo. Le escribiré hoy mismo.
A veces la veo por la calle. Lleva un impermeable amarillo con margaritas verdes, una prenda infantil salvo por la longitud, más bien indecente en una mujer adulta. Lleva la cabeza descubierta aunque llueva y los cabellos le relucen tan suavemente que parecen piel de foca. Y así que llega al toldo de su tienda se los escurre como si fueran de tela. Debajo del toldo siempre hay gente esperando, resguardándose de la lluvia interminable y observando el escaparate. Ahora ha puesto en la tienda un radiador eléctrico, lo bastante cerca del mostrador para caldear el ambiente pero no tanto que estropee la mercancía que vende; pero con los taburetes, las cloches de vidrio llenas de pasteles y tartas y las chocolateras de plata que tiene sobre las repisas, el sitio parece más un café que una tienda. Algunos días he visto a diez personas o más en el interior, algunas de pie, otras apoyadas en el mostrador de superficie almohadillada, enzarzadas en conversación. Los domingos y los miércoles por la tarde el olor de repostería inunda la humedad del aire mientras ella, asomada a la puerta, con los brazos enharinados hasta los codos, incita a entrar a los viandantes haciéndoles oportunas observaciones. Me sorprende que conozca a tantas personas por su nombre -yo tardé seis meses en conocer a todos mis feligreses- y parece que tenga siempre a flor de labios una pregunta o un comentario sobre sus vidas y sus problemas. Que si la artritis de Blaireau, que si el hijo soldado de Lambert, que si Narcisse y sus orquídeas galardonadas con premios. Incluso sabe cómo se llama el perro de Duplessis. ¡Es astuta! Es imposible no percatarse de su presencia. O reaccionas o pasas por grosero. Incluso yo debo sonreírle y saludarla con la cabeza aunque por dentro esté que eche chispas. Y su hija lleva el mismo camino que ella, siempre correteando como una loca por Les Marauds con una pandilla de chicos y chicas mayores que ella. La mayoría tienen ocho o nueve años y no digo que no la traten con afecto, es como si para ellos la niña fuera una hermanita más pequeña o una mascota. Siempre van juntos, corriendo, gritando, moviéndose de aquí para allá con los brazos abiertos como si fueran bombarderos que se disparasen entre sí, cantando y armando bulla. Jean Drou también se ha sumado a la panda, lo que despierta las preocupaciones de su madre. En una o dos ocasiones ha intentado prohibírselo, pero el chico está cada día más imposible y, si lo encierra en casa, incluso salta por la ventana. Pero a mí, mon père, me afectan preocupaciones más serias que las provocadas por el comportamiento levantisco de unos cuantos mocosos ingobernables. Hoy, al pasar por Les Marauds antes de la misa, he visto amarrada a un costado del Tannes una casa flotante del tipo que usted y yo conocemos tan bien. Se trata de un habitáculo verdaderamente miserable, pintado de verde pero muy descascarillado, con una pequeña chimenea que vomita unos humos negros y ponzoñosos y un tejadillo ondulado como esos de las chabolas de cartón que se ven en los bidonvillesde Marsella. Usted y yo sabemos de qué hablo. Y qué anuncia. En la franja de tierra húmeda que bordea la carretera ya asoman sus corolas los primeros dientes de león de la primavera. Cada año intentan lo mismo, remontan el río desde las ciudades o barrios de chabolas o, peor aún, desde lugares más lejanos, como Argelia o Marruecos. Buscan trabajo. Buscan un sitio donde instalarse y empezar a criar… Esta mañana he predicado un sermón contra ellos, pero sé que, pese a esto, algunos de mis feligreses -entre ellos Narcisse- los acogerán aunque sólo sea para desafiarme. Son vagabundos. No tienen ningún respeto a nadie ni tampoco disponen de valores morales. Son gitanos de río y no hacen más que propagar enfermedades, robar, engañar a la gente y hasta asesinar si se tercia. Como dejemos que se queden, arrumbarán todo lo que hemos conseguido, père. Incluso con la educación que nosotros impartimos. Y sus hijos corretearán con los nuestros hasta demoler todo cuanto hicimos por ellos. Les sacarán de la cabeza todo lo que les hemos inculcado. Les enseñarán a odiar y a faltar al respeto a la Iglesia. Harán de ellos unos vagos y unos irresponsables. Los convertirán en delincuentes y los iniciarán en los placeres de las drogas. ¿Se han olvidado ya de lo que ocurrió aquel verano? ¿Serán tan incautos que no vean que aquello puede repetirse?
Esta tarde he ido a visitar la casa flotante. Ya se le habían juntado otras dos, una roja y otra negra. No llovía y habían instalado una hilera de ropa tendida entre las dos embarcaciones recién llegadas; he visto ropa de niño colgada fláccidamente de la cuerda. En la cubierta de la embarcación negra un hombre sentado de espaldas a mí estaba ocupado en pescar. Llevaba la larga y roja cabellera atada con un trozo de tela y tenía tatuajes de henna a la altura de los hombros desnudos. Me he quedado mirando las barcas. Me maravillaba ser testigo de tanta miseria, esa pobreza desafiante. ¿Qué bien se procura esta gente? Este país es próspero. Somos una potencia europea. Seguro que tiene que haber trabajo para ellos, actividades útiles, viviendas decentes… ¿Por qué deciden, entonces, vivir de esta manera, hacer el vago, chapotear en la miseria? ¿Será posible que sean tan gandules? El pelirrojo que estaba sentado en la cubierta de la embarcación negra ha abierto los dedos a manera de signo protector contra mí y ha seguido pescando.
– No pueden quedarse aquí -le he gritado desde la orilla-. Esto es propiedad privada. Tienen que marcharse.
Oí sus risas y las burlas que salían del interior de las barcazas. Pese a que notaba un fuerte latido en las sienes, procuré conservar la calma.
– Podemos hablar -he insistido-. Soy sacerdote. Quizá podamos encontrar una solución.
En las puertas y ventanas de las tres barcazas asomaron varias caras. He visto cuatro niños, una mujer joven con un niño en brazos y tres o cuatro personas de edad, todos envueltos en esas ropas incoloras y grisáceas que los caracterizan y con esas caras de expresión aviesa y desconfiada. He visto cómo se volvían hacia el Pelirrojo, como si esperasen que les dijera lo que tenían que hacer. Me dirigí a él.
– ¡Eh, usted!
Adoptó una actitud de atención pero de irónica deferencia.
– ¿Por qué no se acerca y hablamos? Así podré explicarme mejor en lugar de tener que hablarle a gritos desde la orilla -le digo.
– Explíquese -me respondió. Hablaba con un acento marsellés tan marcado que a duras penas entendía sus palabras-. Yo le oigo muy bien.
Los que estaban en las demás barcazas se daban codazos y se reían. Esperé pacientemente a que se callaran.
– Esto es propiedad privada -repetí-. Siento decirles que aquí no se pueden quedar. Aquí viven otras personas -les indiqué las casas que bordean el río a lo largo de la Avenue des Marais. La verdad es que la mayor parte de estas casas actualmente están desocupadas, se encuentran muy deterioradas a causa de la humedad y del abandono, pero algunas todavía están habitadas.
El Pelirrojo me lanzó una mirada cargada de desdén.
– Estas barcas también están habitadas -me dijo señalando las embarcaciones.
– Lo comprendo, pero de todos modos… -él me interrumpió.
– No se preocupe, no vamos a quedarnos mucho tiempo -su tono era perentorio-. Necesitamos hacer reparaciones, recoger suministros. Y esto no lo podemos hacer en pleno campo. Vamos a quedarnos un par de semanas, quizá tres. Supongo que podrá soportarlo, ¿verdad?
– A lo mejor un pueblo más grande… -noto que su insolencia me saca de quicio, pero procuro conservar la calma-. Quizás una ciudad como Agen…
Me contestó muy seco:
– No, ese sitio no. Precisamente venimos de allí.
No me extraña. Sé que en Agen son muy duros con los vagabundos. Ojalá nosotros tuviéramos en Lansquenet un cuerpo de policía propio.
– Tengo el motor averiado. Llevo varios kilómetros perdiendo aceite. Tengo que hacer la reparación antes de seguir adelante.
Entonces me puse firme.
– No creo que encuentre aquí lo que busca -le dije.
– Cada uno que piense lo que quiera -respondió como dando la cuestión por zanjada, casi como si le divirtiera decirlo.
Una de las viejas soltó una risa cascada.
– Hasta los curas tienen derecho a pensar lo que quieran -comentó.
Más risas, pese a lo cual conservé la dignidad. Esa gente no se merece que sus palabras me ofendan.
Ya me había dado la vuelta dispuesto a marcharme cuando alguien me interpeló.
– ¡Vaya, vaya, M’sieur le curé! -la voz estaba detrás mismo de mí y, a mi pesar, retrocedí-. Nervioso, ¿verdad? -continuó en tono malévolo-. No es para menos. Aquí no está en su territorio, ¿verdad? ¿Qué misión tiene ahora? ¿Convertir a los paganos?
– Madame -pese a la insolencia, le dediqué un gesto de cortesía-, espero que se encuentre bien de salud.
– ¿Lo espera en serio? -dijo mientras en sus negros ojos chisporroteaba la risa-. Habría jurado que se moría de ganas de darme la extremaunción.
– En absoluto, madame -le respondí con fría dignidad.
– Pues me parece muy bien, porque esta oveja descarriada y vieja no piensa volver al redil -declaró-. O sea que usted tendría mucho trabajo. Recuerdo que su madre decía…
La corté con más brusquedad de la que era mi intención.
– Lamento no tener tiempo para charlar, madame. Esas personas… -hice un gesto en dirección a los gitanos del río-… esas personas deben resolver su situación antes de que el asunto se nos escape de las manos. Tengo que proteger los intereses de mi rebaño.
– ¡Qué cosas dice usted! -observó Armande hablando muy lentamente-. ¡Los intereses de su rebaño! Todavía me acuerdo de cuando usted era niño y jugaba a indios en Les Marauds. ¿Le enseñaron alguna otra cosa en la ciudad que no sean todos estos remilgos y a tanto darse importancia?
La miré fijamente. Es la única persona de Lansquenet que se regodea recordándome cosas que prefiero olvidar. Supongo que, cuando muera, esos recuerdos morirán con ella, lo que no deja de complacerme.
– Tal vez a usted no le importe ver que los vagabundos invaden Les Marauds -le dije con viveza-, pero hay algunas personas… entre ellas la hija de usted, que piensan que, como se les deje poner un pie en la puerta…
Armande tuvo un acceso de risa.
– Sí, claro, ella habla como usted -repuso-. Son esas tonterías que se oyen en el púlpito y demás estupideces nacionalistas. Yo no veo que esta gente nos haga ningún daño. ¿Por qué tenemos, pues, que emprender una cruzada y echarlos si, por otra parte, no tardarán en marcharse por propia voluntad?
Me encogí de hombros.
– Veo claramente que no entiende el asunto -la corté.
– Yo ya se lo he dicho a Roux, aquí presente -hizo un gesto vago con la mano en dirección al hombre de la barcaza negra-. Le he dicho que tanto él como sus amigos eran bienvenidos siempre que sólo se quedasen el tiempo necesario para reparar el motor y aprovisionarse de comida -me lanzó una mirada disimulada y triunfante-. O sea que no puede decir que se hayan propasado. Están aquí, delante de mi casa, y en lo que a mí toca estoy encantada.
Puso un énfasis especial en la última palabra, como si quisiera burlarse de mí.
– Y también con sus amigos cuando vengan -me dedicó otra de sus miradas insolentes-, todos sus amigos.
Bueno, habría debido esperármelo. Que lo haría aunque sólo fuera por despecho. Esa mujer disfruta con la notoriedad que esto le proporciona, sabiendo como sabe que el hecho de ser la habitante más vieja del barrio la autoriza a permitirse ciertas licencias. De nada serviría discutir con ella, mon père. Eso ya lo sabemos. Disfrutaría si nos peleásemos, de la misma manera que disfruta del contacto que tiene con esta gente, con sus historias, con sus vidas. No es extraño que ya sepa sus nombres. No voy a darle la satisfacción de tenerle que pedir las cosas por favor. No, tengo que enfocar el asunto de otra manera.
Gracias a Armande Voizin me he enterado de una cosa: vendrán más con seguridad. Tenemos que esperar para ver cuántos. Pero es lo que yo me temía. Hoy han llegado tres. ¿Cuántos vendrán mañana?
Al venir hacia aquí he pasado por casa de Clairmont. Él se encargará de propagar las noticias. Espero que se produzca alguna resistencia, aunque Armande sigue teniendo amigos y es posible que Narcisse necesite que ejerzan sobre él cierta labor de persuasión. Pero en términos generales espero cooperación. En este pueblo sigo siendo alguien. Mi buena opinión tiene cierto peso. También he visto a Muscat. Él ve a mucha gente en su café. Es el jefe del Comité de Residentes. Un hombre recto, pese a sus fallos, y un buen feligrés. Y si hiciera falta actuar con mano dura, por mucho que yo deplore la violencia, como no puede ser de otra manera por otra parte, no se sabe nunca qué hacer cuando uno tiene que habérselas con esta gente… Bueno, en cualquier caso estoy seguro de que podría contar con Muscat.
Armande lo llamó cruzada y su intención era insultarme, lo sé de sobra, pero aun así… siento como un arrebato de exaltación al pensar en este conflicto. ¿Será posible que esta sea la tarea para la que Dios me ha elegido?
Para eso vine a Lansquenet, mon père. Para luchar por mi gente. Para salvarlos de la tentación. Y cuando Vianne Rocher vea el poder de la Iglesia, la influencia que tengo sobre todas y cada una de las almas de esta comunidad, sabrá que ha perdido la partida. Cualesquiera que sean sus esperanzas, sus ambiciones, comprenderá que no puede quedarse. Que no puede luchar y esperar ganar.
Porque seré yo quien gane.