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30 de marzo

Domingo de Pascua


4 de la madrugada

Anoche apenas pude dormir. Ella tuvo luz en la ventana hasta las dos y ni siquiera entonces me atreví a moverme por si seguía despierta a pesar de la oscuridad. Estuve dormitando un par de horas en la butaca, aunque puse el despertador para no quedarme dormido del todo. Pero no había necesidad de preocuparse. Dormí de tal modo que sólo tuve algunos alfilerazos fugaces de sueños que, pese a despertarme, ni siquiera entonces logré recordar. Creo que soñé con Armande -una Armande joven, aunque como es lógico no la haya conocido de joven-, que corría a través de los campos que se extienden detrás de Les Marauds con un vestido rojo y los negros cabellos al viento. O quizás era Vianne y las confundí. Después soñé con el incendio de Les Marauds, soñé con la arpía y su hombre, soñé con las inhóspitas orillas rojas del Tannes y soñé con usted, père, y con mi madre en la cancillería… En mis sueños se filtró, entera, la amarga vendimia de aquel verano y, como un cerdo que hoza la tierra en busca de trufas, fui revolviendo una y otra vez las podridas exquisiteces y me atiborré de ellas hasta hartarme.


A las cuatro me levanté de la butaca. Había dormido vestido, así que me quité la sotana y el alzacuello. La Iglesia no tiene nada que ver con este asunto. He preparado café muy fuerte pero sin azúcar, aunque técnicamente ya han terminado mis privaciones. He dicho técnicamente. En el fondo de mi corazón sé que todavía no ha llegado la Pascua. Todavía no ha subido a los cielos. Si hoy tengo éxito en mis planes, entonces Él subirá a los cielos.

Descubro que estoy temblando. Como pan seco para infundirme valor. El café está caliente y amargo. Prometo resarcirme con una buena comida así que haya terminado la tarea: huevos, jamón, bollos azucarados de la tienda de Arnauld. Se me hace la boca agua sólo pensarlo. Pongo la radio y localizo una emisora que da música clásica. Que las ovejas puedan pacer en paz. Pero mis labios se tuercen en una mueca dura y seca de desdén. No es momento de pastorales. Ésta es la hora del cerdo, del cerdo taimado. Fuera música.

Faltan cinco minutos para las cinco de la madrugada. Me acerco a la ventana y contemplo la primera rendija de luz en el horizonte. Tengo tiempo sobrado. A las seis vendrá el coadjutor para hacer sonar el carillón de Pascua, me queda tiempo para realizar lo que me he propuesto. Me pongo el pasamontañas que he dejado aparte para ponérmelo en el momento de realizar mi plan. Me miro en el espejo y me veo diferente, doy miedo. Un terrorista. Sonrío de nuevo. La boca, debajo de la máscara, tiene una expresión dura y cínica. Casi me gustaría que ella me viese.


5.10 horas

La puerta no está cerrada con llave. Apenas puedo creer en mi suerte. Así hace ella gala de su confianza, de su insolencia al creer que nadie puede oponérsele. Desecho el grueso destornillador con el que me proponía hacer palanca para forzar la puerta y levanto con las dos manos el grueso madero, que no es otra cosa, père, que parte del dintel que se desprendió durante la guerra. La puerta se abre con sigilo. De la parte superior del vano de la puerta cuelga y se balancea otra de sus bolsitas rojas, tiro de ella y, tras arrancarla, la arrojo despreciativamente al suelo. Durante un breve instante me siento desorientado. Desde los tiempos en que era una panadería el establecimiento ha cambiado y, en cualquier caso, estoy menos familiarizado con la parte trasera de la casa. En las superficies embaldosadas brilla un levísimo reflejo de luz y me alegra haberme acordado de proveerme de una linterna. La enciendo y por un momento me ciega la blancura de las superficies esmaltadas, las repisas, las pilas y hornos viejos, todo centellea con un brillo lunar bajo el delgado haz de luz de la linterna. No se ven bombones en parte alguna. No podía ser de otro modo. Aquí se confeccionan. No sé muy bien por qué me sorprende tanto verlo todo tan limpio. Imaginaba que esa arpía tendría un montón de pucheros sucios y la pila llena de cacharros, y que habría largos cabellos enredados en la masa de hacer pasteles. En cambio, todo está escrupulosamente limpio, en las repisas se alinean los peroles por orden de tamaño, el cobre con el cobre, el esmalte con el esmalte, cuencos de porcelana al alcance de la mano además de utensilios -cucharas, cazos- colgados de las paredes encaladas. En la vieja mesa mellada hay varios recipientes de piedra para preparar el pan. En el centro, un jarrón con dalias amarillas despeinadas proyecta una masa de sombras. Por alguna razón, las flores me atacan los nervios. ¿Cómo se permite tener flores sabiendo que Armande Voizin está muerta? El cerdo que llevo dentro vuelca las flores sobre la mesa con risa sarcástica. Le dejo hacer. Necesito su ferocidad para llevar a cabo la tarea que tengo entre manos.


5.20 horas

Los bombones deben de estar en la tienda. Atravieso sigilosamente la cocina y abro la gruesa puerta de pino que da acceso a la parte delantera del edificio. A mi izquierda, una escalera conduce a la vivienda. A mi derecha, el mostrador, los estantes, los expositores, las cajas… El olor a chocolate, aunque esperado, me turba. La oscuridad parece hacerlo más intenso, si bien por un instante el olor es la propia oscuridad, que se disemina a mi alrededor como un precioso polvo oscuro que me sofoca los pensamientos. La luz de la linterna arranca haces de fulgores del papel metálico, de las cintas, de los centelleantes pelotones de celofán. Estoy en la cueva del tesoro. Siento un estremecimiento que me recorre el cuerpo. Pensar que estoy aquí, en la casa de la bruja, pensar que nadie me ve, que soy un intruso. Tocar sus cosas en secreto mientras ella duerme… Siento una compulsión al ver el escaparate, querría arrancar esa pantalla de papel que lo cela y ser así el primero. Un deseo absurdo, puesto que a lo único que aspiro es a destruirlo todo. Pero no puedo negarme a la compulsión. Camino sin que mis pisadas levanten ningún ruido, puesto que llevo zapatos con suela de goma, y sostengo en la mano el pesado artefacto de madera. Tengo tiempo sobrado. Tiempo suficiente para saciar mi curiosidad, si lo deseo. Por otra parte, este momento es demasiado precioso para dilapidarlo. Quiero saborearlo.


5.30 horas

Procurando no hacer ruido, levanto el papel que cubre el escaparate. Al retirarlo produce un leve ruido y no lo toco más, mientras me esfuerzo por captar cualquier indicio de movimiento del piso de arriba. No oigo ninguno. La luz de la linterna ilumina el escaparate y por un momento llego casi a olvidar qué he venido a hacer. Me quedo asombrado al contemplar esa profusión de exquisiteces, frutas glacé, flores de mazapán y montañas de bombones de todas las formas y tamaños posibles, además de conejos, patos, gallinas, polluelos, corderitos, muchos animales que me miran con sus ojillos de chocolate con expresión entre tristona y feliz, como esos ejércitos de soldados del Japón antiguo, esculpidos en barro cocido, y por encima de todo descuella una estatua de mujer, cuyos brazos morenos y gráciles sostienen una gavilla de trigo también de chocolate, el viento agita sus cabellos. Todo está realizado fielmente hasta los más mínimos detalles, los cabellos son de una tonalidad de chocolate más oscura, los ojos pintados de blanco. El olor a chocolate es agobiante, su aroma rico y sensual se introduce por la garganta y deja en ella un rastro dulce y exquisito. La mujer de la gavilla de trigo sonríe apenas, como si celara algún misterio.

«Pruébame. Saboréame. Cátame.»

Es una salmodia que suena con más fuerza que nunca, estoy en el cogollo mismo de la tentación. Podría tender una mano en cualquier dirección y coger uno de esos frutos prohibidos, paladear el secreto de su carne. Es una idea que me taladra por mil sitios distintos.

«Pruébame. Saboréame. Cátame.»

Nadie se daría cuenta.

«Pruébame. Saboréame. Cátame.»

¿Por qué no?


5.40 horas

Cogeré lo primero que caiga en mis manos. No debo extraviarme en devaneos. Sólo va a ser un bombón… no será un robo precisamente, sino una operación de salvamento, de entre todos sus hermanos será el único que sobrevivirá al naufragio. La mano vacila aún en contra de sí misma, titubeante libélula que planea sobre un montón de golosinas. Están en bandejas de plexiglás protegidas con una tapadera, sobre cada pieza figura su nombre en cuidada letra cursiva. los nombres son fascinantes: roscos de naranja amarga, bollos de mazapán de albaricoque, cerezas rusas, trufas blancas al ron, manón blanco, pezones de Venus. Siento que me ruborizo debajo de la máscara. ¿Cómo es posible que una persona compre una cosa que lleva ese nombre? Hay que reconocer, sin embargo, que tienen un aspecto maravilloso, tan blancos a la luz de la linterna, rematados con un topo de chocolate más oscuro. Cojo uno de lo alto de la bandeja. Me lo acerco a la nariz y lo retengo un momento: huele a crema y a vainilla. No va a saberlo nadie. Me hago la reflexión de que no he comido chocolate desde que era niño, tanto tiempo que ni la memoria lo alcanza, y aun entonces se trataba de un tipo barato de chocolat à croquer, con un quince por ciento de materias sólidas de cacao -un veinte por ciento en el caso del chocolate negro- que dejaban en la boca un regusto de grasa y azúcar. En una o dos ocasiones había comprado chocolate en el supermercado, pero se trataba de un lujo que raras veces podía permitirme. Pero esto no tiene nada que ver, esa efímera resistencia del caparazón de chocolate al tocar los labios y el encuentro de la suave trufa del interior… Son diferentes capas de gustos, el aroma del vino bueno, un ligero amargor, la riqueza del café molido, ese sabor a vida que me colma el olfato al revelarse con el calor, ese súcubo del paladar que me arranca un gemido.


5.45 horas

Después de aquel, pruebo otro porque me digo que no se notará. Vuelvo a titubear ante los nombres: crema de grosella, manojito de tres nueces. Elijo una pepita oscura de una bandeja rotulada con el nombre de «Viaje de Pascua». Es jengibre cristalizado y recubierto de un caparazón duro de azúcar que, al romperse, te llena la boca de licor que es como una concentración de especias, un hálito impregnado de aromas en que la madera de sándalo, el cinamomo y la lima contienden con el cedro y el tabasco pugnando por imponerse… Cojo otro de una bandeja que dice «Melocotón con miel de mil flores». Una tajada de melocotón empapada de miel y aguardiente, una pizca de melocotón cristalizado sobre la envoltura de chocolate. Miro el reloj. Todavía queda tiempo.

Sé que tengo que empezar a cumplir la misión que me ha llevado hasta aquí. Todo lo expuesto en la tienda, por mucho que me turbe, no basta para cubrir los centenares de pedidos que ha recibido. Tiene que haber otro lugar donde guarde las cajas para regalo, donde lo almacene todo, donde tenga el grueso del negocio. Aquí sólo hay las cosas que tiene expuestas. Cojo una amandine y me la meto en la boca para ayudarme a pensar. Después viene el fondant de caramelo. A continuación un Manon blanc, esponjado y con su crema fresca y sus almendras. Qué poco tiempo me queda y cuántas cosas todavía por probar… Seguramente no tardaré ni cinco minutos en hacer lo mío, bastante menos. Siempre que sepa dónde tengo que buscar, claro. Voy a tomar otro bombón antes de ponerme a buscar, aunque sólo sea para que me dé suerte. Uno más y basta.


5.55 horas

Como en uno de mis sueños, me revuelco en chocolate. Me imagino en un campo de bombones, en una playa de bombones, bronceándome-echando raíces-atiborrándome de comida. Ya no me doy tiempo a leer las etiquetas, me atraco de chocolates al azar. El cerdo se olvida de su inteligencia frente a tanto deleite, vuelve a convertirse en cerdo y, aunque algo en mí me grita que pare de una vez, no lo puedo remediar. Así que empiezo, no puedo terminar. Es algo que no tiene nada que ver con el hambre, una compulsión de tragar, tengo la boca a rebosar, las manos llenas. Durante un instante terrible me imagino que se me aparece Armande, que me maldice quizá con su debilidad peculiar, la muerte a causa del pecado de glotonería. Oigo los ruidos que emito mientras como, penetrantes exclamaciones de éxtasis y desesperación, como si el cerdo que llevo dentro hubiese acabado por encontrar voz.


6.00 horas

«¡Ya ha subido!» La voz de las campanas me arranca de ese hechizo que me posee. Me veo sentado en el suelo con todos los bombones desparramados a mi alrededor como si, en efecto, tal como vi en mi imaginación, me hubiera revolcado en ellos. El garrote ha quedado olvidado a mi lado. Me he quitado la molesta máscara. El escaparate, liberado de su envoltorio, muestra su desnudez bajo los primeros rayos de la mañana.

«¡Ya ha subido!» Embriagado, hago esfuerzos para ponerme de pie. Dentro de cinco minutos comenzarán a llegar los primeros feligreses para asistir a la misa. Seguro que ya me echan en falta. Con las manos embadurnadas de chocolate, cojo el garrote. He caído de pronto en la cuenta del lugar donde tiene guardadas sus provisiones de chocolate. Están en la vieja bodega, un lugar fresco y seco donde en otro tiempo se amontonaban los sacos de harina. Sé cómo se accede a la bodega. Lo sé.

«¡Ya ha subido!»

Me vuelvo y cojo el garrote, el tiempo se agota de forma desesperante, el tiempo…

Sin embargo, ella me espera, me está acechando desde el otro lado de la cortina de abalorios. No tengo forma de saber cuánto rato lleva espiándome. Sus labios dibujan una leve sonrisa. Con gran suavidad me quita el garrote de la mano. Sostiene entre los dedos algo que parece un trozo de cartulina chamuscada. Podría ser una carta.


… Así me han encontrado, père, agazapado junto a los destrozos del escaparate, la cara embadurnada de chocolate, ojeroso. No sé de dónde han salido tantas personas que acuden en su ayuda. Duplessis con la traílla del perro en una mano parece montar guardia en la puerta. La Rocher está junto a la puerta trasera de la casa con el garrote retorcido debajo del brazo. Arnauld viene del otro lado de la calle, se ha levantado temprano para cocer el pan y llama a los curiosos para que vean lo que ha pasado. Los Clairmont, como carpas fuera del agua, me observan con ojos desorbitados. Narcisse agita el puño. ¡Y las risas! ¡Oh, Dios! ¡Cómo se ríen! Y entretanto las campanas no han parado de tocar porque, en el otro lado de la plaza de Saint-Jérôme, «ya ha subido a los cielos».

¡Ya ha subido!

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