12 de febrero
Miércoles de Ceniza
Las que nos despiertan son las campanas. No sabía que estábamos tan cerca de la iglesia hasta que las he oído, un sonido bajo y resonante que se desmorona en vibrante carillón -dommm fladi-dadi dommmm- en los compases bajos. He mirado el reloj. Son las seis. Por las rotas persianas se filtra una luz entre grisácea y dorada que cae sobre la cama. Me he levantado y he contemplado la plaza, veo que relucen los cantos húmedos. La torre blanca y cuadrada de la iglesia resalta con fuerza a la luz del sol, perfilándose en el hueco de oscuridad que forman las tiendas: una panadería, una floristería, un comercio donde venden toda la parafernalia de los cementerios, lápidas, ángeles de piedra, siemprevivas de esmalte… Sobre las discretas fachadas sumidas en sombra, la blanca torre se recorta como un faro; los números romanos del reloj refulgen, rojos, e indican las seis y veinte como para engañar al demonio, mientras la Virgen, etérea y aturdida, observa la plaza como si acabara de darle un mareo. En la cúspide del breve chapitel gira una veleta -de oeste a oeste-noroeste-, es un hombre vestido con una túnica que empuña una guadaña. Desde el balcón con el muerto geranio he visto a las primeras personas que acuden a la misa. He reconocido a la mujer del abrigo escocés que viera en el carnaval. La he saludado con un ademán pero ella ha apretado el paso y no ha correspondido al gesto, al tiempo que se ceñía el cuerpo con el abrigo, como protegiéndose. Más atrás iba el hombre del sombrero de fieltro con el perro pardo y tristón siguiéndole los pasos, que me ha dirigido una tímida sonrisa. Lo he saludado gritando, pero seguramente la etiqueta rural no autoriza este tipo de expansiones porque no me ha correspondido y se ha apresurado a meterse en la iglesia, perro incluido.
Pese a que los he visto pasar a todos sin que nadie mirara a mi balcón y he contado más de sesenta cabezas -bufandas, boinas, sombreros fuertemente sujetos contra un invisible viento-, me he dado cuenta de su fingida y estudiada indiferencia. Sus encorvadas espaldas, sus cabezas gachas me han dicho que tenían asuntos de importancia en qué pensar. Arrastraban tristemente los pies por el empedrado como los niños que van remoloneando a la escuela. Éste se había propuesto dejar de fumar a partir de hoy, este otro pensaba renunciar a su visita semanal al café, el de más allá quería privarse de sus manjares favoritos. No es asunto mío, eso por supuesto, pero en aquel momento he pensado que si en el mundo hay un sitio necesitado de un poco de magia… Las costumbres no se abandonan nunca. Y cuando uno se ha metido en el asunto de complacer sus antojos puede decirse que el impulso ya no lo dejará nunca. Y además, persiste el viento, sigue soplando el mismo viento de carnaval y llega con él un leve olor a grasa, a algodón de azúcar y a pólvora, como llega también ese perfume intenso y caliente del cambio de estación que hace que te piquen las manos y acelera los latidos del corazón… Así pues, nos quedaremos un tiempo. Un tiempo. Hasta que cambie el viento.
Compramos pintura en esa tienda donde venden de todo; con ella compramos pinceles, rodillos, jabón y cubos. Comenzamos por el piso de arriba, arrancamos cortinas y molduras rotas, que van a engrosar el montón de trastos que va creciendo en el minúsculo jardín trasero, enjabonamos los suelos y formamos cascadas de espuma en la estrecha y renegrida escalera y más de una vez nos quedamos caladas hasta los huesos. La bruza de Anouk se convierte en submarino, la mía en buque cisterna que lanza ruidosos torpedos de jabón escaleras abajo en dirección a la entrada de la casa. En plena labor, oigo sonar de pronto el estridente timbre de la puerta y, con el jabón en una mano y el cepillo en la otra, levanto los ojos para recorrer con ellos la alta figura del cura.
Ya me había preguntado cuánto tiempo tardaría en venirme a visitar.
Se queda mirándonos un momento con una sonrisa en los labios. Una sonrisa que es precavida, autoritaria y benévola, todo a un tiempo: el amo de la finca da la bienvenida a los inoportunos visitantes. Me doy cuenta en seguida de que se hace cargo del mono sucio y mojado que llevo puesto, de mis cabellos recogidos con un pañuelo rojo, de mis pies calzados solamente con unas sandalias chorreantes.
– Buenos días.
Un riachuelo de agua jabonosa discurre rápido y directo hacia sus zapatos negros y relucientes. Veo que lo observa y que seguidamente desvía la mirada de nuevo hacia mí.
– Francis Reynaud -dice, desplazándose apenas a un lado-. Soy el curé de la parroquia.
No he podido por menos de echarme a reír ante la frase.
– ¡Ah, sí! -digo con aire malicioso-. Creo que le vi en el carnaval.
Una risita educada: je, je, je.
Le tiendo la mano enguantada de plástico amarillo.
– Vianne Rocher. Y la bombardera que tengo detrás es mi hija Anouk.
Ruidos explosivos de agua jabonosa y de Anouk peleándose con Pantoufle en lo alto de la escalera. Percibo la espera del cura ante más detalles referentes al señor Rocher. ¡Cuánto más fácil habría sido tenerlo todo consignado en un trozo de papel, todo oficial… Así nos habríamos evitado aquella conversación incómoda e inconexa…!
– Ya suponía que esta mañana estaría muy ocupada.
Me ha dado lástima de pronto ver que le costaba un esfuerzo tan grande establecer aquel contacto conmigo. Otra vez la sonrisa forzada.
– Sí, tenemos que poner la casa en condiciones lo antes posible. ¡Y va a llevarnos tiempo! De todos modos tampoco habríamos ido a la iglesia esta mañana, Monsieur le Curé. No la frecuentamos, ¿sabe usted?
He procurado decírselo con tono amable, sólo para informarle de cuál era el sitio de cada uno, para sacarle de dudas, pese a lo cual me ha parecido que se sobresaltaba, casi como si lo hubiera insultado.
– Ya comprendo.
He sido demasiado directa. Seguramente él habría preferido que nos anduviéramos un poco por las ramas, que nos observáramos dando vueltas uno en torno al otro como hacen los gatos precavidos.
– Pero ha sido muy amable viniendo a darnos la bienvenida -prosigo con viveza-. Quizás incluso pueda ayudarnos a hacer amigos.
Me doy cuenta de que se parece un poco a los gatos, tiene unos ojos huidizos y fríos que no sostienen nunca la mirada, una actitud alerta e inquieta, estudiada y distante.
– Haré lo que pueda -ahora que sabe que no pertenecemos a su rebaño se muestra indiferente, si bien la conciencia lo empuja a dar más de lo que querría-. ¿Puedo hacer algo por usted?
– Pues no nos iría mal un poco de ayuda -apunto-. No me refiero a usted, por supuesto -me apresuro a decir cuando ya se disponía a contestar-, pero quizá conozca a alguien a quien no le iría mal ganarse un dinerito. No sé, un yesero… o alguien que nos ayudara a pintar.
Es evidente que ahora pisamos terreno seguro.
– En este momento no se me ocurre -nunca había visto a una persona tan precavida como esta-. Preguntaré.
Sí, quizá lo haga. Conoce sus deberes con los forasteros. Pero sé también que no encontrará a nadie. No es de los que dispensan favores así como así. Su mirada observa con sobresalto el montoncito de pan y sal que hay junto a la puerta.
– Es para que nos traiga suerte -digo con una sonrisa, pese a que su cara se ha vuelto de piedra.
Se aparta de la ofrenda como de una ofensa.
– ¿Maman? -por el hueco de la puerta aparece la cabeza de Anouk, el cabello desgreñado y enloquecido-. Pantoufle quiere salir fuera a jugar. ¿Nos dejas salir?
Asiento con la cabeza.
– Quedaos en el jardín -le limpio la nariz, que tiene tiznada-. Estás hecha una golfilla -veo la mirada que echa al cura y la cojo a tiempo antes de que suelte una carcajada-. Este señor es monsieur Reynaud, Anouk. ¿No lo saludas?
– ¡Hola! -le grita Anouk, ya camino de la puerta-. ¡Adiós!
La mancha del jersey amarillo y de los pantalones rojos se desvanece súbitamente. No es la primera vez que podría jurar que he visto a Pantoufle desaparecer detrás de ella, una mancha más oscura destacando contra el oscuro dintel.
– Sólo tiene seis años -digo a modo de explicación.
Reynaud me responde con una sonrisa tensa y ácida, como si esa primera impresión que tiene de mi hija no hiciera sino confirmar todas y cada una de las sospechas que ya tenía sobre mí.