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Miércoles, 25 de febrero


Sigue esta lluvia interminable. Cae como si se desplomara un pedazo de cielo para volcar tristeza en la vida de acuario que prolifera debajo. Los niños, como rutilantes patitos de plástico con sus impermeables y sus botas de lluvia, graznan y chapotean en la plaza y parece que sus gritos rebotaran en las nubes bajas. Yo estoy trabajando en la cocina pero no pierdo de vista a los niños que juegan en la calle. Esta mañana he desmontado el escaparate, he retirado la bruja, la casa de pan de jengibre y todos los animales de chocolate apostados a su alrededor, que parecían contemplarlo todo con sus caritas relucientes y expectantes. Anouk y sus amigos se han repartido las figuras entre una y otra excursión a las aguas estancadas que la lluvia ha formado detrás de Les Marauds. Jeannot Drou me observaba en la cocina, con un trozo de dorado pain d’épices en cada mano y los ojos relucientes. Anouk estaba detrás de él y los demás detrás de ella, todo un muro de ojos y cuchicheos.

– ¿Y ahora qué pondrás? -su voz parece la de un chico con más años de los que tiene, su aire es descarado y lleva la barbilla sucia de chocolate-. ¿Qué vas a poner ahora? Quiero decir en el escaparate.

Me encojo de hombros.

– Es un secreto -digo mientras voy removiendo la crème de cacao en un cuenco esmaltado donde preparo la cobertura fundida.

– No, ahora en serio -insiste-. Ahora tendrías que hacer algo de Pascua. Ya sabes. Huevos y todas esas cosas. Gallinas y conejos de chocolate, cosas así. Como hacen en las tiendas de Agen.

Recuerdo escaparates de mi infancia, chocolateries de París con sus cestas de huevos envueltos en papel de aluminio, estantes llenos de conejitos y gallinas, campanas, frutas de mazapán y marrons glacés, amourettes y nidos de filigrana llenos de petits fours y caramelos y mil y una epifanías más de viajes en alfombras mágicas de algodón de azúcar, más propias de un harén arábigo que de las solemnidades de la Pasión.

– Recuerdo que mi madre me hablaba de los huevos de Pascua.

Nunca había dinero para comprar esas exquisiteces, pero a mí nunca me faltó mi cornet-surprise, un cucurucho de papel con regalos de Pascua, monedas, flores de papel, huevos duros pintados de vivos colores, una caja de gallinitas, conejitos, niños sonrientes que asomaban entre ranúnculos, todo en papier-mâché pintado de colores. Todos los años lo mismo, cuidadosamente guardado para el año siguiente y, entremezclado con todo, un minúsculo paquete de uvas pasas de chocolate envueltas en celofán, que yo saboreaba larga y despaciosamente en las horas perdidas de aquellas extrañas noches entre una ciudad y otra, con los destellos de neón de los nombres de los hoteles parpadeando entre las persianas y la pausada respiración de mi madre, en cierto modo eterna, en el umbroso silencio.

– Solía decirme que en la víspera de Viernes Santo, en lo más secreto de la noche, las campanas abandonan los chapiteles y campanarios de las iglesias y, con alas mágicas, salen volando hacia Roma.

El chico hace un gesto de asentimiento con esa cara de sabérselas todas y de incredulidad que es típica de los adolescentes.

– Todas las campanas se alinean delante del Papa, vestido de blanco y oro, con su mitra y su báculo dorado, las campanas grandes y las campanas pequeñas, las clochettes y los pesados bourdons, los carillones y los cimbalillos y los do-si-do-mi-soles, todas esperando pacientemente a que el Papa las bendiga.

Mi madre estaba inmersa en ese acervo popular infantil, todo aquel absurdo le ponía brillo en los ojos. Todos los cuentos la deleitaban por igual, tanto los que hacían referencia a Jesús como a Eostre o a Alí Babá, y trabajaba con denuedo el tejido casero del folklore hasta convertirlo una vez y otra en la rica tela del hecho histórico. La curación por medio del cristal, los viajes astrales, las abducciones por obra de alienígenas y las combustiones espontáneas eran cosas en las que mi madre creía o fingía creer.

– Y el Papa las bendice todas, una por una, hasta muy entrada la noche, mientras millares y millares de campanarios de Francia quedan vacíos esperando su regreso, silenciosos hasta la mañana de Pascua.

Y entretanto yo, su hija, escuchaba con ojos muy abiertos todas aquellas fascinantes historias apócrifas, además de las de Mitra y de Baldur el Hermoso, de Osiris y de Quetzacóatl, entrelazadas todas con cuentos de bombones voladores y de alfombras mágicas y de la Triple Diosa y de la cueva de cristal de Aladino y de aquella desde la cual se elevó Jesús a los tres días, amén, abracadabra, amén.

– Y las bendiciones se transforman en bombones de todas las formas y tipos posibles y las campanas se vuelven boca arriba para llevárselos con ellas y seguidamente se pasan la noche entera volando y el domingo de Pascua, cuando llegan a sus torres y campanarios, vuelven a ponerse boca abajo y comienzan a tocar y tocar y a cimbrearse locas de alegría…

Campanas de París, de Roma, de Colonia, de Praga. Campanas matutinas, campanas que doblan a muerto, campanas que van señalando los cambios que se producen a lo largo de los años que duró nuestro exilio. Campanas de Pascua cuyo tañido resuena con tal fuerza en la memoria que hasta duele oírlo.

– Y los bombones vuelan por encima de campos y ciudades. Y caen en el aire mientras suenan las campanas. Algunos van a dar en el suelo y se rompen en mil pedazos. Pero los niños construyen nidos y los colocan en lo alto de los árboles para recoger huevos, pralinés, gallinas y conejos, guimauves y almendras de chocolate…

Jeannot se vuelve hacia mí con entusiasmo y con una sonrisa que se va ensanchando por momentos.

– ¡Bien!

– Ésta es la historia que explica por qué hay tanto chocolate en Pascua

– ¡Anda, hazlo! ¡Hazlo, por favor! -me dice de pronto apremiándome, aunque también con respeto.

Me vuelvo rápidamente para rebozar una trufa con cacao en polvo.

– ¿Que haga qué?

– ¡Que hagas eso! Lo de la historia de Pascua. Sería estupendo… lo de las campanas y el Papa y todo… y podrías hacer un festival del chocolate… y que durase una semana… y nosotros pondríamos los nidos… y buscaríamos los huevos de Pascua… y… -se interrumpe muy excitado y me tira de la manga con gesto autoritario-. Madame Rocher… por favor…

Detrás de él Anouk me observa con atención. Una docena de caritas sucias profieren tímidas súplicas desde un segundo plano.

– Sería un Grand Festival du Chocolat.

Me quedo pensando en la idea. Dentro de un mes florecerán las lilas. Yo siempre hago un nido para Anouk, con un huevo y su nombre escrito en él con alcorza plateada. Podría ser nuestro carnaval particular, la celebración de vernos aceptadas en este pueblo. No es una idea nueva para mí, pero escucharla de boca de ese niño es casi verla convertida en realidad.

– Necesitaríamos hacer algunos carteles -digo fingiendo que titubeo.

– ¡Los haremos nosotros!

Anouk ha sido la primera en brindarse, su rostro resplandece de excitación.

– Y banderitas… colgaduras…

– Banderines…

– Y un Jesús de chocolate clavado en la cruz con…

– El Papa de chocolate blanco…

– Y corderos de chocolate…

– Concursos de huevos con sorpresas dentro, buscar huevos…

– Invitaremos a todo el mundo, será…

– ¡Fantástico!

– ¡Sí, superfantástico!

Tengo que hacerlos callar agitando los brazos, pero me río a carcajadas. Mis gestos han hecho en el aire un arabesco de amargo polvo de chocolate.

– Vosotros haréis los carteles -les digo-. De lo demás me encargo yo.

Anouk ha saltado con los brazos abiertos para abrazarme. Huele a sal y a lluvia, ese olor a cobre que emana del heno y de la vegetación anegada. En sus cabellos enmarañados hay prendidas gotitas de agua.

– ¡Subid a mi cuarto! -dice gritándome la frase en el oído-. Pueden, ¿verdad, mamá? ¡Di que sí! Podemos empezar en seguida, arriba tengo papel y lápices de colores.

– Sí, pueden subir -consiento.

Al cabo de una hora el escaparate ha quedado embellecido con un enorme cartel: el dibujo de Anouk ejecutado por Jeannot. El texto, escrito en letras verdes, grandes y temblorosas, reza:


GRAN FESTIVAL DEL CHOCOLATE

EN L A C ÉLESTE P RALINE

DOMINGO DE P ASCUA PRIMER DÍA

TODO EL MUNDO ESTÁ INVITADO

¡¡¡COMPRE ANTES DE QUE SE AGOTE TODO!!!


Alrededor del texto hay varias criaturas de dibujo fantasioso haciendo cabriolas. Veo a una figura vestida con una túnica y que lleva en la cabeza una corona muy alta y me figuro que debe de ser el Papa. A sus pies tiene unos dibujos de campanas recortados y pegados. Todas las campanas sonríen.


Me he pasado casi toda la tarde amasando la nueva hornada de cobertura y trabajando en el escaparate. Una base gruesa de papel de seda verde simula la hierba. Flores de papel -dientes de león y margaritas, contribución de Anouk- sujetas al marco del escaparate. Latas recubiertas de verde que fueron en otro momento recipientes de cacao en polvo, amontonadas unas sobre otras para representar la ladera escabrosa de una montaña. Papel de crujiente celofán la recubre a la manera de una capa de hielo. Por ella, discurre hasta el valle la cinta sinuosa de seda azul de un río, sobre la cual se agrupan unas cuantas casas flotantes, tranquilas, sin reflejarse en sus aguas. Y más abajo, una procesión de figuras de chocolate -gatos, perros, conejos-, algunos con una pasa a modo de ojo, rosadas orejas de mazapán, rabos de regaliz y flores de azúcar entre los dientes… Y ratones. Ratones en todas las superficies disponibles. Ratones corriendo ladera arriba, acurrucándose en los rincones, también en las casas flotantes de los ríos. Ratones rosados y de coco envuelto en azúcar, ratones de chocolate de todos los colores, abigarrados ratones jaspeados con trufa y crema de marrasquino, ratones de delicadas tonalidades, ratones escarchados y moteados con azúcar. Y descollando por encima de todos ellos, el Flautista de Hamelín, resplandeciente de rojo y amarillo, con una flauta de azúcar cande en una mano y el sombrero en la otra. En mi cocina tengo centenares de moldes, unos finos de plástico para los huevos y las figuras y otros de cerámica para los camafeos y los bombones de licor. Gracias a ellos puedo reproducir cualquier expresión facial e imprimirla en una superficie hueca, a la que después incorporo cabellos y demás detalles con una manga de boca fina mientras que, aparte, hago el tronco y los miembros en piezas separadas y los pongo en su sitio con ayuda de alambres y chocolate fundido… Después viene el camuflaje: una capa roja de mazapán, una túnica, un sombrero del mismo material, una larga pluma que roza el suelo junto a sus pies calzados con botas. Mi Flautista de Hamelín se parece un poco a Roux, con sus cabellos rojos y su vestimenta abigarrada.

No puedo evitarlo: el escaparate es tan incitante que no puedo resistir la tentación de adornarlo con algunos detalles dorados y, haciendo de tripas corazón, alegrar el conjunto con el dorado resplandor de la bienvenida. Pienso en un letrero imaginario que destella como un faro: VEN, dice. Tengo deseos de dar, de hacer feliz a la gente, seguro que esto no puede dañar a nadie. Me doy cuenta de que este saludo de bienvenida puede ser una reacción frente a la hostilidad que inspiran a Caroline los forasteros pero, arrastrada por la exaltación del momento, no veo en ello ningún mal. Yo quiero que vengan. Desde la última vez que hablé con ellos me los he encontrado en alguna ocasión, pero me han parecido desconfiados y furtivos, algo así como zorros urbanos, dispuestos a hacer de basureros pero inabordables. Al que más veo es a Roux, su embajador, cargado de cajas o de bolsas de plástico con comida, y a veces a Zézette, la chica delgada con la ceja perforada. Anoche dos niños quisieron vender tomillo en la puerta de la iglesia, pero Reynaud los ahuyentó. Los llamé para tratar de que volvieran, pero tenían mucho miedo y me miraron de reojo con marcada hostilidad antes de lanzarse a la carrera colina abajo en dirección a Les Marauds.

Estaba tan absorta en mis planes y en el arreglo del escaparate que me olvidé del paso del tiempo. Anouk preparó bocadillos en la cocina para sus amigos y seguidamente desaparecieron todos en dirección al río. Puse la radio y empecé a cantar mientras trabajaba e iba poniendo los bombones con mucho cuidado unos sobre otros para formar una pirámide. La montaña mágica se abre para mostrar a medias una embriagadora exhibición de riquezas, desde montones multicolores de cristales de azúcar, frutas almibaradas y dulces que relucen como gemas. Más atrás, protegidas de la luz por los estantes invisibles, están las mercancías en venta. Tendré que ponerme a trabajar en la repostería de Pascua casi inmediatamente y anticipar gastos extra. Menos mal que tengo espacio sobrante en el fresco sótano de la casa para almacenar la mercancía. Tengo que encargar cajas para regalo, cintas, papel de celofán y adornos.

Estaba tan absorta en mis pensamientos que casi no oí a Armande cuando entró por la puerta entreabierta.

– ¡Hola! ¿Cómo está? -dijo con sus modales bruscos-. Vengo a tomar uno de sus chocolates especiales, aunque veo que está muy ocupada.

Me las arreglé para salir del escaparate con todas las precauciones posibles.

– No, en absoluto -respondí-, la estaba esperando. Además, ya estaba terminando y la espalda me duele a morir.

– Bueno, si no es molestia… -hoy la noto diferente; en su voz había una especie de crispación, una naturalidad artificiosa que enmascaraba una profunda tensión. Llevaba un sombrero de paja negra adornado con una cinta y un abrigo, también negro, que parecía nuevo.

– Está muy elegante -observo.

Tiene un repentino acceso de risa.

– Hace tiempo que no me oía decir este cumplido, se lo aseguro -dijo, apoyando un dedo en uno de los taburetes-. ¿Cree que puedo encaramarme ahí arriba sin riesgo de romperme una pierna?

– Ahora mismo le traigo una silla de la cocina -hago un gesto, aunque me detengo ante el ademán imperioso de la anciana.

– ¡No me venga con pamemas! -exclama echando una ojeada al taburete-. En mi juventud me subía donde fuera -se levanta las faldas y deja ver unas botas gruesas y unas toscas medias grises-, especialmente a los árboles. Desde la copa arrojaba ramas a las cabezas de los que pasaban por debajo. ¡Ja, ja, ja! -profirió un gruñido de satisfacción al conseguir sentarse en el taburete, agarrándose al mostrador como asidero.

Vislumbré un alarmante remolino escarlata debajo de las faldas negras. Armande parecía absurdamente satisfecha, sentada en lo alto del taburete, y se alisó cuidadosamente las faldas sobre aquel relámpago de enaguas rojas.

– Las prendas íntimas de seda roja -dijo con una ligera sonrisa al ver mi mirada-. Seguramente me tendrá por una vieja loca, pero me gustan. He llevado luto tantos años que casi había llegado a figurarme que si me vestía decentemente de color alguien caería fulminado, por lo que ya había renunciado a llevar otro color que no fuera el negro -me dirigió una mirada rebosante de buen humor-. Pero la ropa interior ya es otro cantar -de pronto bajó la voz y me habló en tono de complicidad-. La encargo en París por correo. Me cuesta una fortuna -se balanceó en lo alto del taburete, sacudida por una carcajada silenciosa-. Bueno, ¿qué hay del chocolate?

Se lo he preparado fuerte y negro pero, acordándome de que es diabética, le pongo la menor cantidad de azúcar posible. Armande, percatándose de mis titubeos, señala la taza con dedo acusador.

– ¡Nada de racionamientos! -ordenó-. Tráteme como me merezco. Virutas de chocolate y una de estas cosas para remover el azúcar. Lo quiero todo. No empiece a hacer como los demás y a tratarme como si no estuviera en mi sano juicio y no supiera cuidarme. ¿Le parezco senil?

He admitido que no me lo parecía en absoluto.

– ¿Entonces? -ha tomado un sorbo de aquel preparado fuerte y dulce con visible satisfacción-. ¡Qué bueno! Mmmm… ¡Muy bueno! Parece que esto da energía, ¿no es así? Es… ¿cómo lo llaman?… ¿estimulante?

Asiento.

– Y también afrodisíaco, según he oído decir -ha añadido con picardía, atisbándome por encima del borde de la taza-. Ya pueden vigilar los viejos del bar. ¡Nunca es tarde para pasar un buen rato! -soltó una risa que más parecía un graznido y que sonó estridente y exagerada. Le temblaban las manos ásperas. Se llevó varias veces la mano al ala del sombrero, como para ajustárselo.

Disimuladamente, poniendo la mano debajo del mostrador, consulté el reloj, pero ella detectó el movimiento.

– No espere que venga -dijo lacónicamente-. Me refiero a mi nieto. En todo caso, yo no lo espero -sin embargo, hasta sus más mínimos gestos desmentían sus palabras. Se le marcaban los tendones del cuello, lo que le daba el aspecto de una bailarina vieja.

Estuvimos un rato hablando de cuestiones baladíes: la idea del festival del chocolate que se les ha ocurrido a los niños -Armande se mondaba de risa cuando le decía lo de Jesús y lo del Papa de chocolate blanco-, los gitanos del río… Parece que Armande se ha brindado a encargarles comida fingiendo que era para ella, lo que provocó las iras de Reynaud. Roux se había ofrecido a pagarle la cuenta con dinero contante, pero ella prefirió que se la pagase arreglándole el tejado, que tiene goteras. Con risa traviesa me comentó que esto pondría sobre ascuas a Georges Clairmont.

– Se figura que es el único que puede echarme una mano -dijo con aire satisfecho-. Mi hija y él están hechos el uno para el otro, son tal para cual, siempre cloqueando y amenazando con que aquello va a hundirse, siempre hablando de humedad. Querrían que dejase la casa, está claro. Querrían que abandonase la casa tan bonita que tengo y que me metiese en una podrida residencia de viejos, donde hasta hay que pedir permiso para ir al retrete -estaba indignada, parecía que de los negros ojos le saltaban chispas.

– Yo les enseñaré -declaró-. Antes de meterse en el río, Roux era albañil. Él y sus compañeros me dejarán la casa nueva. Y prefiero pagar y que me lo hagan ellos que permitir que aquel imbécil me lo haga gratis.

Se vuelve a ajustar el sombrero con manos inseguras.

– No espero que venga, ¿sabe usted?

Yo sabía que no se refería a la persona de la que acababa de hablar. Miré el reloj. Las cuatro y veinte. Ya estaba haciéndose de noche. Y yo que estaba tan segura… Eso me pasa por meterme donde no me llaman, me dije de forma tajante. ¡Qué fácil es hacer infeliz a la gente, hacerme infeliz a mí!

– Nunca he creído que viniera -continuó Armande con su voz estridente y decidida-. Ya se encargará ella de que no venga. Lo tiene bien enseñado -comenzó a moverse con esfuerzo para bajar del taburete-. Ya le he robado bastante tiempo. Tengo que…

– M-Mémée.

Armande se volvió tan bruscamente que por un momento temí que se cayera. El chico estaba de pie, muy quieto, junto a la puerta. Iba vestido con unos vaqueros, una camiseta azul marino y en la cabeza llevaba una gorra de béisbol mojada y un libro pequeño de tapas duras bastante ajadas. Habló en voz baja y comedida.

– He tenido que esperar a que mi ma-madre saliera. Está en la pe-peluquería. No volverá hasta las se-seis.

Armande lo mira. No se tocan, pero noto que entre los dos circula una especie de corriente eléctrica. Es algo demasiado complejo para que yo pueda analizarlo, pero hay calor y rabia, timidez y remordimiento y… detrás de todo, una promesa de algo muy dulce.

– Estás empapado. Voy a prepararte algo para beber -le digo yendo a la cocina.

Cuando salgo vuelvo a oír la voz del chico, baja y titubeante.

– Gracias por el li-libro -dice-. Lo he traído -y lo levanta como quien levanta una bandera blanca.

El libro está viejo, gastado como los libros que se han leído y releído muchas veces, con amor y durante mucho tiempo. Armande lo advierte y aquella mirada fija desaparece de su rostro.

– Léeme tu poema favorito -le dice.

Desde la cocina, mientras lleno de chocolate dos vasos largos, mientras remuevo la crema y la kahlua que les he añadido, mientras hago ruido con tarros y botellas para así infundirles la ilusión de intimidad, oigo que el niño lee en voz alta, primero de forma pomposa y después cada vez con más ritmo y mayor confianza. No distingo las palabras, pero a distancia suenan como una oración o una invectiva. Me fijo en que el niño no tartamudea cuando lee.


Dejo con todo cuidado los dos vasos sobre el mostrador. Cuando entro, el niño calla a media frase y me observa con cortés desconfianza, los cabellos caídos sobre los ojos como un caballito tímido que se los tapara con la melena. Me da las gracias con escrupulosa cortesía y toma un sorbo del vaso con más desconfianza que placer.

– A mí no me de-dejan tomar cho-chocolate -dice como dudando-. Mi madre di-dice que el cho-chocolate hace que me salgan gra-granos.

– Y a mí puede dejarme seca en el sitio -comenta Armande con presteza; a continuación se ríe de la frase-. Venga, chico, ¿no has dudado nunca de lo que dice tu madre? ¿O es que te ha barrido del cerebro el poco sentido común que heredaste de tu abuela?

Luc se queda desconcertado.

– Es lo que e-ella di-dice -repite no muy convencido.

Armande mueve negativamente la cabeza.

– Mira, si quiero saber qué dice Caro puedo quedar con ella -dice-. ¿Qué te parece? Tú eres un chico listo o por lo menos lo eras. ¿Qué me dices?

Luc toma otro sorbo.

– Me parece que mi madre exagera -dice con una ligera sonrisa-. Yo te ve-veo muy bien.

– Y no tengo granos -añade Armande.

La salida de su abuela arranca una carcajada a Luc. Me gusta más verlo así, con los ojos verdes centelleantes y su traviesa sonrisa parecida a la de su abuela. Aunque sigue en guardia, me doy cuenta de que detrás de su profunda reserva hay una inteligencia despierta y un agudo sentido del humor.

Luc ha terminado el chocolate, pero no quiere tarta pese a que Armande ya se ha comido dos trozos. Estuvieron media hora charlando mientras yo fingía estar ocupada con mis cosas. Le sorprendo una o dos veces mirándome con precavida curiosidad, pero el fugaz contacto entre nuestras miradas se rompía tan pronto como se establecía. He dejado que los dos siguieran con lo suyo.


A las cinco y media se despidieron. No hablaron de volverse a encontrar, pero me pareció que la naturalidad con la que se han dicho adiós parecía apuntar a que no tenían otra idea en la cabeza. Me ha sorprendido un poco verlos tan iguales, girando uno en derredor del otro con esa cortedad que se muestran los amigos que no se ven desde hace muchos años. Tienen los mismos gestos, la misma manera directa de mirar, los pómulos sesgados, la barbilla recortada. Cuando la expresión del niño es neutra, el parecido con su abuela no es tan evidente, pero en cuanto se anima va pareciéndose cada vez más a ella al borrarse ese aire de sumisa cortesía que ella tanto deplora. Los ojos de Armande brillan debajo del ala del sombrero. Luc se mueve ahora con más naturalidad y el tartamudeo cede paso a un ligero titubeo que apenas se advierte. Veo que se para en la puerta, tal vez preguntándose si debe besarla o no. La renuencia al contacto físico propia del adolescente es fuerte y se hace patente. Levanta una mano en un tímido gesto de despedida y a continuación desaparece.

Armande se vuelve hacia mí, el rostro arrebolado por el triunfo. Por espacio de un segundo su rostro se inunda con un enorme sentimiento de amor, de esperanza, de orgullo. Pero después recupera esa reserva que comparte con su nieto, una actitud de naturalidad impuesta, una sombra de rudeza en la voz cuando dice:

– Me ha gustado, Vianne. Quizá vuelva otra vez -después de lo cual me dirige una de sus miradas francas y tiende una mano para tocarme el brazo-. Gracias a usted he podido ver a mi nieto. Yo no habría sabido cómo conseguirlo.

Me encojo de hombros.

– Tarde o temprano tenía que ocurrir -le digo-. Luc ya no es un niño. Tiene que aprender a hacer las cosas por decisión propia.

Armande movió negativamente la cabeza.

– No, ha sido usted -se empeña en insistir. La tenía tan cerca que olí el perfume a lirios que llevaba-. Desde que usted está aquí el viento ha cambiado. Todavía lo noto. Lo nota todo el mundo. Es como si de pronto se hubiera puesto todo en marcha. ¡Yupi! -y ha soltado una especie de graznido con el que quiere manifestar su felicidad.

– ¡Pero si yo no hago nada! -protesté riéndome con ella-. Me limito a ocuparme de mis asuntos, a llevar la tienda, a ser yo misma.

Pese a que río, me siento insegura.

– ¡Y eso qué importa! -me replica Armande-. Quien lo hace todo es usted. Fíjese en todos los cambios que ha habido: yo, Luc, Caro, la gente del río… -hace un gesto brusco de la cabeza en dirección a Les Marauds-, incluso aquel que vive en su torre de marfil al otro lado de la plaza. Todos hemos cambiado, todos nos hemos acelerado. Como un reloj viejo al que acabaran de dar cuerda después de años de estar parado.

Había dicho algo que estaba demasiado cerca de lo que yo misma pensaba la semana anterior. Negué solemnemente con la cabeza.

– No soy yo -protesto-. Es él. Es Reynaud, no yo.

De pronto ha surgido una imagen en el fondo de mis pensamientos, como si acabara de dar la vuelta a una carta. El Hombre Negro metido en el campanario moviendo los mecanismos del reloj para hacer que funcionase cada vez más aprisa, precipitando los cambios, haciendo sonar la alarma, ahuyentándonos de la ciudad… Y junto a tan perturbadora imagen surge otra: un viejo tendido en una cama, tubos en la nariz y en los brazos, el Hombre Negro de pie a su lado en actitud de pesar o de triunfo, mientras a su espalda crepitan las llamas…

– ¿Es su padre? -dije las primeras palabras que me vinieron a las mientes-. Me refiero al… viejo al que visita en el hospital. ¿Quién es?

– ¿Y usted cómo sabe eso?

– A veces tengo… sensaciones… en relación con las personas.

Por alguna razón soy reacia a admitir que lo había visto en el chocolate, me resisto a emplear aquella terminología con la que mi madre me había familiarizado.

– ¿Sensaciones?

Armande me mira llena de curiosidad, pero no me hace más preguntas.

– ¿O sea que hay un viejo?

No pude evitarlo; sentí que acababa de tropezar con algo importante. Tal vez un arma que podría esgrimir en mi guerra secreta contra Reynaud.

– ¿Quién es? -insisto.

Armande encogió de hombros.

– Otro cura -dijo con profundo desdén, sin añadir nada más.

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