Sábado, 1 de marzo
He estado observando su establecimiento. Veo que no he hecho otra cosa desde que llegó, vigilo sus idas y venidas, sus reuniones furtivas. La vigilo igual que cuando, siendo joven, vigilaba los nidos de avispas, con una mezcla de asco y fascinación. Al principio lo hacían de manera solapada, entraban en la tienda en las horas secretas del anochecer o a primera hora de la mañana. Se las daban de clientes corrientes y molientes. Que si una taza de café, que si un paquete de pasas rebozadas de chocolate para los niños… pero ahora ya se han dejado de comedias. Los gitanos entran en el establecimiento como si nada, al tiempo que dirigen miradas desafiantes a la persiana de mi ventana. Todos lo mismo: el pelirrojo de mirada insolente, la chica flaca, la de cabellos desteñidos y el árabe de cabeza rapada. Ella los llama por su nombre: Roux, Zézette, Blanche, Ahmed. Ayer, a eso de las diez, se paró en su puerta la furgoneta de Clairmont y descargó diferentes materiales de construcción: madera, pintura y alquitrán para el tejado. El que conducía la furgoneta dejó la mercancía en la puerta sin decir palabra. Ella le extendió un cheque. Después vi a sus amigos, muy sonrientes, que se cargaban a la espalda las cajas, las viguetas y los embalajes y se los llevaban, entre risas, a Les Marauds. Esto es una añagaza, una comedia y nada más que eso. Por la razón que sea, se ha empeñado en protegerlos. Por supuesto que, si actúa de esa manera, es para fastidiarme. Yo no puedo hacer otra cosa que mantener un silencio digno y rezar para que esa mujer no tarde en estrellarse. ¡Pero es que me pone las cosas muy difíciles! Bastante tengo con Armande Voizin, que carga en su cuenta la comida de esa gente. Cuando quise intervenir, ya era demasiado tarde. Ahora los gitanos del río tienen comida como mínimo para quince días. Se traen el suministro diario -pan, leche…- río arriba desde Agen. La sola idea de que puedan quedarse más tiempo me revuelve el estómago, pero ¿qué se puede hacer, père, si hay gente que hace buenas migas con ellos? Sé que usted no se apartaría de sus deberes, por ingratos que fueran. ¡Si por lo menos pudiera decirme qué debo hacer! Bastaría con una ligerísima presión de los dedos, un parpadeo apenas… cualquier cosa. Por mínimo que fuera el gesto, bastaría para comunicarme que estoy perdonado. ¿No? No se mueve. Sólo este tedioso ruido de la máquina que respira por usted, este sssss-paf que insufla aire en sus pulmones atrofiados. Sé que un día usted despertará, curado y purificado, y que mi nombre será la primera palabra que pronunciarán sus labios. Ya lo verá, yo creo en los milagros. Yo he pasado a través del fuego. Creo en los milagros.
Hoy he decidido hablar con ella. De una manera razonable, sin recriminaciones, como haría un padre con una hija. Estaba seguro de que se avendría a razones. Comenzamos con mal pie, ella y yo, pero a lo mejor podríamos empezar de nuevo. Mire usted, père, yo estaba dispuesto a ser generoso con ella. Dispuesto a mostrarme comprensivo pero, cuando me acercaba a su establecimiento, he visto a través del escaparate que el hombre ese, Roux, estaba dentro con ella; el tipo ese ha clavado sus ojos en mí y me ha dirigido una mirada burlona de desdén, la misma con que me miran los de su calaña. Tenía en la mano un vaso de no sé qué cosa, y tenía un aspecto tan peligroso y violento, con su mono sucio y esa cabellera suelta que lleva, que hasta he sentido una punzada de inquietud por la mujer. ¿Acaso no se da cuenta de los peligros que arrostra frecuentando la compañía de esa gente? ¿No teme por ella, por su hija? Ya iba a dar media vuelta cuando me llamó la atención un letrero del escaparate. Hice como que lo estaba estudiando pero me dedicaba a observarla a ella disimuladamente -a ella y a ellos- desde la calle. Ella llevaba un vestido de un color de vino tinto y el cabello suelto. Desde fuera me llegaban sus risas.
He vuelto a fijar los ojos en el cartel. Estaba escrito con una caligrafía infantil muy primitiva.
GRAN F ESTIVAL DEL C HOCOLATE
EN L A C ÉLESTE P RALINE
DOMINGO DE P ASCUA PRIMER DÍA
TODO EL MUNDO ESTÁ INVITADO
Lo leí de nuevo al tiempo que notaba que dentro de mí iba creciendo la indignación. En el interior de la tienda su voz dominaba el tintineo de vasos. Estaba tan enfrascada en la conversación que no advirtió mi presencia; se encontraba de espaldas a la puerta, con un pie más retirado, en una actitud parecida a la de una bailarina. Iba calzada con unas chinelas sin tacón y adornadas con lazos, no llevaba medias.
DOMINGO DE P ASCUA PRIMER DÍA
Ahora lo veía claro.
Su malicia, su condenada malicia. Seguramente había planeado este festival del chocolate desde el principio para hacerlo coincidir con una de las ceremonias más sagradas de la Iglesia. A buen seguro que no tenía otra cosa en la cabeza desde el día de carnaval. Todo para socavar mi autoridad, para burlarse de mis enseñanzas. Ella y sus amigos del río.
Demasiado furioso para irme, que habría sido lo que hubiera debido hacer, empujé la puerta y entré. El carillón, que sonó de manera burlona, fue el heraldo de mi entrada y ella se volvió sonriente hacia mí. Si en ese momento no hubiera contado con una prueba irrefutable de sus intenciones vengativas, habría podido jurar que aquella sonrisa era sincera.
– ¡Monsieur Reynaud! -exclamó.
El ambiente, dentro de la tienda, era cálido y estaba impregnado de un intenso aroma de chocolate. Nada que ver con aquel polvo aguado de chocolate que yo tomaba de niño, que tiene una intensidad que se te introduce en la garganta, como esos granos perfumados de los puestos de café que hay en el mercado, con una cierta fragancia de amaretto y de tiramisú, un olor a cosa tostada que te entra en la boca y te la hace agua. Sobre el mostrador tiene un recipiente de plata con el mejunje ese, que es de donde sale ese vapor. Recordé entonces que esta mañana no había desayunado.
– Mademoiselle… -le dije con voz que procuré que sonase autoritaria. La indignación me atenazaba la garganta y, en lugar de las palabras estentóreas que esperaba pronunciar, me salió poco más que un graznido, delator de la furia que me embargaba, como el grito de una rana educada-. Mademoiselle Rocher -me miró con aire interrogativo-, he visto el letrero.
– ¿Ah, sí? Gracias -me dijo-. ¿Quiere tomar algo con nosotros?
– ¡No!
Y como queriendo engatusarme, continuó:
– Mi chococcino es delicioso, si es que tiene la garganta delicada -añadió.
– ¡No tengo la garganta delicada!
– ¿Ah, no? -se expresaba con falsa solicitud-. Me había parecido que estaba algo ronco. ¿Un grand crème, entonces? ¿O un mocha?
Haciendo un gran esfuerzo, recuperé la compostura.
– No quiero que se moleste, gracias.
A su lado el pelirrojo soltó una risa por lo bajo y farfulló unas palabras en su repugnante patois. Me he fijado que tenía las manos manchadas de pintura, restos de color claro introducidos en las grietas de las palmas y nudillos. ¿Estará trabajando?, me he preguntado con desazón. Y de ser así, ¿para quién? Si esto fuera Marsella, la policía no tardaría en detenerlo por trabajar ilegalmente. Un registro de su embarcación aportaría las pruebas suficientes -drogas, objetos robados, pornografía, armas- para encerrarlo para siempre. Pero esto es Lansquenet y aquí, como no se trate de un acto de violencia grave, no hay forma de movilizar a la policía.
– He visto el letrero -repetí con la máxima dignidad posible, mientras ella me observaba con aire de cortés preocupación, mientras le bailaban los ojos de aquí para allá- y debo decirle… -carraspeé para aclararme la voz, porque parecía que tenía la garganta llena de bilis-… debo decirle que encuentro que la fecha… la fecha de ese… acontecimiento… es deplorable.
– ¿La fecha? -me miró con aire inocente-. ¿Se refiere al festival de Pascua? -se sonrió apenas, pero con malevolencia-. ¡Y yo que me figuraba que esto de la Pascua era cosa de ustedes! Pues tendrá que reclamar al Papa.
La miré fríamente.
– Sabe muy bien de lo que hablo.
Me volvió a mirar de la manera interrogativa y cortés que acostumbra.
– Sí, del Festival del Chocolate. Todo el mundo está invitado.
Noto que la ira sube dentro de mí como la leche cuando hierve, con fuerza incontrolable. Por un momento me siento pletórico de poder, con toda la energía de su calor. La señalo con un dedo acusador.
– No vaya a figurarse que no veo de qué va la cosa.
– Déjeme que me lo figure yo -dijo con voz suave y repentino interés-. Esta fiesta es un ataque personal contra usted, un intento deliberado de socavar los cimientos de la Iglesia católica -soltó una carcajada que la traicionó por su inesperada estridencia-. Dios prohíbe que una chocolatería venda huevos de Pascua el día de Pascua -lo dijo con voz insegura, casi temerosa, aunque no comprendo el motivo.
El pelirrojo me miraba fijamente. Con esfuerzo, la mujer se recuperó de aquel vislumbre de miedo que he creído atisbar en ella y que ha doblegado su compostura.
– Estoy convencida de que aquí hay sitio para los dos -continuó con voz serena-. ¿Seguro que no quiere tomar un chocolate? Así podría explicarle lo que yo…
Sacudo con furia la cabeza como un perro atormentado por las avispas. Esta calma suya me saca de quicio, de pronto oigo un zumbido dentro de la cabeza y noto una inestabilidad en el cuerpo que parece impulsar toda la estancia a girar a mi alrededor. Ese olor cremoso del chocolate me enloquece. Por un momento noto que se me han agudizado los sentidos más allá de lo normal y percibo el perfume que emana de la mujer, un efluvio de espliego, la fragancia cálida y especiada de su piel. Y además, ajeno a ella, ese vaho de los marjales, el penetrante olor a almizcle que despide el aceite de los motores y el sudor y la pintura que emana el cuerpo de su amigo el pelirrojo.
– Yo… no… yo… -como en una pesadilla, olvido lo que me proponía decir: algo sobre el respeto, creo… sobre la comunidad. Que debemos empujar todos en la misma dirección, alguna cosa sobre la rectitud, la decencia, la moral. Pero en lugar de esto tomo aire y siento que me vacila la cabeza.
– Yo… yo… -no puedo apartar la idea de que es ella la que me hace esto, la que tira de los hilos que dan cohesión a mis sentidos, la que se introduce en mis pensamientos… Se inclina hacia adelante fingiendo solicitud y ese perfume suyo me asalta una vez más.
– ¿Se encuentra bien? -oigo su voz como si me hablara desde gran distancia-. Monsieur Reynaud, ¿se encuentra bien?
La aparto de mí con manos temblorosas.
– No es nada… -por fin consigo hablar-… una indisposición. Nada. Le deseo buenos…
A ciegas, me dirijo a trompicones a la puerta. Colgada de la jamba hay una bolsita roja que me roza la cara al pasar… será otra de sus supersticiones… No puedo apartar de mis pensamientos la impresión absurda de que aquella cosa ridícula es la responsable de mi malestar, seguramente hierbas y huesos cosidos dentro de la bolsa, colgada con el único fin de perturbar mis sentidos. Camino trastabillando por la calle, respiro con jadeo afanoso.
Pero la cabeza se me aclara así que la lluvia la toca. Sigo caminando, caminando.
No me he detenido hasta llegar junto a usted, mon père. El corazón me late con fuerza, me resbalan por la cara regueros de sudor, pero finalmente me siento purificado de su presencia. ¿Era esto lo que usted sintió, mon père, aquel día en el juzgado? ¿Es esta la cara de la tentación?
Por todas partes surgen dientes de león, sus hojas amargas empujan la tierra negra mientras las blancas raíces se ahorquillan y penetran, muy hondas, mordiendo con fuerza. Pronto estarán en flor. Volveré a casa siguiendo el río, père, sólo para comprobar que esa pequeña ciudad flotante sigue creciendo y se despliega sobre el Tannes, ahora crecido. Desde que hablamos por última vez han llegado más barcas y ahora se diría que todo el río está pavimentado con ellas. Es posible cruzarlo pasando sobre ellas.
TODO EL MUNDO ESTÁ INVITADO
¿Eso pretende? ¿Convocar a esa gente, conmemorar una celebración del exceso? Y esto después de lo mucho que luchamos para extirpar esas tradiciones paganas, père, tras tanto predicar e intentar ganárnoslos. El huevo, la liebre, símbolos todavía vivos de la persistente raíz del paganismo, expuestos tal como son. Durante un tiempo fuimos puros pero, desde que llegó ella, la purificación debe iniciarse desde el principio. Esta cepa es más fuerte, vuelve a desafiarnos. Y ese rebaño mío, ese rebaño tan estúpido como confiado, se vuelve hacia ella, la escucha… Armande Voizin, Michel Narcisse, Guillaume Duplessis, Joséphine Muscat, Georges Clairmont. Todos oirán sus nombres en el sermón de mañana junto con los de aquellos que la han escuchado. Ese festival del chocolate no es más que una parte de un todo repulsivo. Y pienso decírselo. La camaradería con los gitanos del río, el desafío deliberado de esa mujer a nuestras costumbres y observancias, la influencia que ejerce sobre los niños son signos todos, pienso decírselo así a todo el mundo, del efecto insidioso que provoca su presencia.
Este festival que ella prepara se irá al garete. Sería ridículo pensar que pudiese llegar a puerto cuando la oposición es tan fuerte. Pienso predicar contra él todos los domingos. Leeré en voz alta los nombres de los que colaboran con ella y rezaré para que se liberen de su influjo. Los gitanos ya han provocado inquietud. Muscat se queja de que su presencia es disuasoria para los clientes. La algarabía que se levanta de su campamento, la música, las hogueras han convertido Les Marauds en un mísero barrio flotante y sobre el río reluce el petróleo derramado y las corrientes de basura que se pierden navegando río abajo. Y según he oído, su esposa los habría acogido. Por fortuna, Muscat no se deja intimidar por esa clase de gente. Clairmont me dijo que los había echado a cajas destempladas la semana pasada cuando se atrevieron a poner sus pies en su café. Mire usted, père, pese a sus bravuconadas son cobardes. Muscat les ha impedido que salgan de Les Marauds. La sola posibilidad de que surja la violencia debería disuadirme, père, pero en cierto modo la vería con buenos ojos. Así me daría la excusa que necesito para avisar a la policía de Agen. Tengo que volver a hablar con Muscat. Él sabrá qué debo hacer.