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Sábado, 15 de marzo


Esta mañana he visitado de nuevo a Armande Voizin. Pero, una vez más, se ha negado a recibirme. Me ha abierto la puerta el pelirrojo que le hace de perro guardián, que ha gruñido unas palabras en su tosco patois con el hombro apoyado en la jamba de la puerta a modo de trinchera para impedirme la entrada. Me informó de que Armande se encuentra muy bien y de que, así que haya descansado un poco, estará totalmente recuperada. También me ha dicho que su nieto estaba con ella y que sus amigos la visitan todos los días. Ha pronunciado la frase con un sarcasmo que me ha obligado a morderme la lengua. No quiere que la molesten. Me irrita tener que discutir con este hombre, père, pero sé cuál es mi deber. Cualesquiera que sean las malas compañías en cuyas manos haya podido caer Armande y por muchas que sean las pullas que este hombre me dirija, tengo muy claro qué me corresponde hacer. Debo consolarla aunque rechace mi consuelo, debo guiarla. Pero ¿cómo voy a hablar del alma con este hombre? Me mira con ojos tan ausentes e indiferentes como los de un animal. Intento explicarme. Armande es una mujer mayor, le digo, una anciana testaruda. Disponemos de poco tiempo. ¿Acaso no se da cuenta? ¿Va a dejar que ponga en peligro su vida por culpa de su negligencia y de su arrogancia?

Se ha encogido de hombros.

– Armande está bien -me ha dicho con expresión distante y cargada de desprecio-. Aquí nadie es negligente con ella. Dentro de poco se pondrá bien.

– No es verdad -mi voz suena deliberadamente áspera-, está jugando a la ruleta rusa con su medicación, se niega a obedecer al médico, come chocolate. ¡Por el amor de Dios! ¿Se ha parado a pensar en lo que puede representar esto para ella dada la situación en que se encuentra? ¿Por qué…?

Pero el hombre adopta de pronto una actitud hostil y distante y me dice a bocajarro:

– Ella a usted no quiere ni verle.

– ¿Y a usted no le importa? ¿No le importa que se arruine la salud por culpa de su glotonería?

Se encoge de hombros. Me he dado cuenta de que estaba furioso a pesar de sus pretendidos alardes de indiferencia. No se puede apelar a sus buenos sentimientos… él monta la guardia, tal como le han encargado que haga. Muscat me ha dicho que Armande le paga. A este hombre incluso puede interesarle que Armande muera. Pero yo sé lo perversa que puede ser ella. Y desheredar a su familia en beneficio de ese desconocido podría satisfacer esta faceta suya.

– Entonces esperaré -le dije-. Esperaré todo el día si hace falta.

Estuve dos horas esperando en el jardín. De pronto empezó a llover. No llevaba paraguas y la sotana se me ha ido empapando poco a poco. Me ha entrado una especie de mareo, me sentía la cabeza embotada. Un rato después han abierto una ventana y me ha llegado ese olor tan turbador a café y a pan caliente que sale de las cocinas. Vi que el perro guardián me observaba con esa expresión de hosco desdén con que suele mirarme y estoy convencido de que igual habría podido desplomarme, inconsciente, en el suelo sin que él hiciera el menor movimiento para atenderme. Noté sus ojos clavados en mi espalda mientras subía lentamente la colina hacia Saint-Jérôme. Me ha parecido que, deslizándose por la superficie del agua, me llegaba el sonido de una carcajada.

Joséphine Muscat también me ha fallado. A pesar de que se niega a ir a la iglesia, he conseguido hablar varias veces con ella, pero no me ha servido de nada. Observo en ella como un empecinamiento, una actitud de desafío, pese a mostrarse respetuosa y amable siempre que he hablado con ella. Jamás se aleja mucho de La Céleste Praline pero precisamente hoy he hablado con ella fuera de la tienda. Estaba barriendo la acera y llevaba el cabello atado con un pañuelo amarillo. Al acercarme, la he oído cantar por lo bajo.

– Buenos días, madame Muscat -la he saludado cortésmente. Sé que si debo recuperarla, tendrá que ser valiéndome de la afabilidad y del buen hacer. Ya tendrá tiempo de arrepentirse, una vez hayamos cumplido con lo nuestro.

Me devolvió el saludo con una sonrisa. Ahora parece más confiada que tiempo atrás, tiene un porte más erguido y mantiene la cabeza alta, una pose que ha copiado de Vianne Rocher.

– Ahora soy Joséphine Bonnet, père.

– No según la ley, madame.

– ¡Uf, la ley! -exclamó encogiéndose de hombros.

– La ley de Dios -puntualizó, haciendo hincapié en las palabras y fijando en ella unos ojos cargados de reproche-. He rezado por usted, ma fille. He rezado para que obre con libertad.

Se ha echado a reír, nada amablemente por cierto.

– Pues le diré que sus oraciones se han visto atendidas, père, ya que nunca en mi vida había sido tan feliz como ahora.

La he encontrado inexpugnable. Apenas hace una semana que está bajo la influencia de esa mujer y ya percibo la voz de ésta por debajo de la suya. Su risa es insufrible. Sus burlas, como las de Armande, son un alfilerazo que me incita a reaccionar de una manera estúpida, algo que me saca de quicio. Noto en mí que algo se rebela, père, algo enfermizo a lo que me creía inmune. Cuando miro la chocolaterie, al otro lado de la plaza, y veo su ventana restallante, las macetas de geranios rosa, rojos y naranja, puestos en los balcones y a cada lado de la puerta, siento una duda insidiosa que se me va introduciendo en los pensamientos y noto que se me llena la boca con reminiscencias de un perfume, un olor a crema o a malvavisco, a azúcar quemado o a una turbadora mezcla de coñac y de cacao recién molido. Un olor a cabello de mujer. El olor de la nuca allí donde se forma aquel hoyo suave, un olor a albaricoque madurado al sol, a briochecaliente y a bollos de cinamomo, a infusión de limón y a lirios. Es un incienso que el viento dispersa y que se despliega como un estandarte de revuelta, ese efluvio que recuerda al demonio, pero no aquel trasunto azufroso del que nos hablaban cuando éramos niños sino un perfume leve, el más evocador de cuantos existen, esencia combinada de mil especias que hace vacilar la cabeza y se te encarama espíritu arriba. ¿Qué hago aquí, en la puerta de Saint-Jérôme, la cabeza erguida y cara al viento, pugnando por captar el rastro de ese perfume? Impregna mis sueños, de los que me despierto sudoroso y hambriento. En ellos me sacio de chocolate, me revuelco en chocolate, su textura no es quebradiza sino suave como la carne, como mil bocas que devorasen mi cuerpo a pequeños y fugaces mordiscos. Morir de esa dulce glotonería me parece la culminación de todas las tentaciones que he conocido y en momentos como éste casi comprendo a Armande Voizin, que pone en riesgo su vida tras el deleite de cada mordisco que da.

He dicho «casi».

Sé cuáles son mis deberes. Ahora duermo muy poco, ya que he ampliado mi penitencia a estos momentos fugaces de abandono. Me duelen las articulaciones, pero doy por bienvenida la evasión que me causa ese dolor. El placer físico es grieta por la que el demonio introduce sus raíces. Huyo de los perfumes embriagadores, como una sola vez al día y sólo alimentos simples y carentes de olor. Cuando no me ocupo de los deberes de mi parroquia trabajo en el jardín de la iglesia, cavo los parterres y arranco las hierbas que acechan las tumbas. Ha estado descuidado estos dos últimos años y siento un profundo malestar cuando veo el caos que reina en lo que fuera en otro tiempo un jardín ordenado. Han crecido a merced del pródigo abandono el espliego, la mejorana, las varas de san José y la salvia morada entre hierbas y cardos azules. Sus perfumes me turban. Me gustaría tener en el jardín hileras ordenadas de arbustos y flores, quizás un seto de boj alrededor. Tanta profusión me parece un error, una irreverencia, un brote salvaje de vida en el que una planta ahoga a la otra en un vano intento de dominarlo todo. Se nos ha dado a nosotros el dominio sobre estas cosas, lo dice la Biblia. Sin embargo, yo no me siento dueño de nada. Siento sí, en cambio, como una sensación de impotencia, ya que al mismo ritmo que cavo, podo y corto, los apretados y verdes ejércitos invaden los espacios libres a mi espalda y me sacan sus lenguas verdes y largas burlándose de mis esfuerzos. Narcisse me observa, divertido y desdeñoso.

– Mejor que plante algo que valga la pena, père -me dice-. Llene los espacios con plantas buenas, de lo contrario las hierbas los invadirán siempre.

Tiene razón, eso por descontado. He encargado cien matas en su vivero, plantas dóciles que distribuiré formando hileras. Me gustan las begonias blancas y los lirios enanos y las dalias de color amarillo pálido y los lirios de Pascua, sin perfume pero tan maravillosos con las primorosas espirales que forman sus hojas. Narcisse me promete que serán bellas pero no invasoras. Son naturaleza domesticada por el hombre.

Vianne Rocher se acercó a observar mi labor. Yo la di de lado. Llevaba un jersey de color turquesa y unos pantalones vaqueros e iba calzada con unos botines de ante morado. Iba peinada a lo pirata y con los cabellos flameando al viento.

– Tiene un jardín muy bonito -observó mientras acariciaba con la mano una zona de verde y después, cerrándola, se la acercaba a la cara para oler el perfume de que había quedado impregnada-. ¡Cuántas hierbas! -añadió-. Toronjil y menta y salvia de pino y…

– No conozco sus nombres -he dicho con brusquedad-. No soy jardinero. Además, no son más que hierbas.

– A mí me gustan las hierbas.

No me extraña. Siento crecer la indignación dentro de mí. ¿O es por el perfume? Estoy metido hasta la cintura en un mar de hierbas que se agitan y noto el crujido de las vértebras lumbares sometidas a la repentina presión.

– Dígame una cosa, mademoiselle.

Me miró obediente y con una sonrisa en los labios.

– Dígame qué se propone al alentar a mis feligreses a que arranquen de raíz las vidas que han llevado hasta ahora, a que renuncien a la seguridad…

Me dirigió una mirada ausente.

– ¿A que arranquen de raíz sus vidas? -desvió la mirada y la centró, dubitativa, en el montón de hierbajos que yo había acumulado en el camino que discurría a mi lado.

– Me refiero a Joséphine Muscat -le solté.

– ¡Ah! -retorció entre los dedos un tallo de espliego verde-. No era feliz.

Al parecer se figuraba que con esta frase quedaba todo explicado.

– Y ahora que ha roto el vínculo matrimonial, que ha abandonado todo cuanto poseía, que ha renunciado a su antigua vida, ¿cree usted que va a ser más feliz?

– Por supuesto que sí.

– ¡Bonita filosofía! -comenté en tono burlón-. Siempre que uno no crea en el pecado.

Se echó a reír.

– Es mi caso -dijo-. No creo en el pecado.

– Entonces compadezco a su hija -dije con acritud-, porque crecerá sin Dios y sin moral.

Me lanzó una mirada de reojo, nada amable por cierto.

– Anouk sabe qué está bien y qué está mal -ha dicho, aunque he visto que esta vez le había tocado un punto sensible, acababa de acertar un blanco muy pequeño-. En cuanto a Dios… -cortó la frase como si le hubiera pegado un mordisco-… no creo que el cuello blanco que usted lleva le dé acceso exclusivo a la divinidad -remató la frase como tratando de decirla con más amabilidad-. Creo que tiene que haber sitio para los dos en alguna parte, ¿no le parece?

No me he dignado responder. He visto en seguida qué se oculta detrás de su pretendida tolerancia.

– Si de verdad quiere hacer una buena obra -le dije con dignidad-, lo mejor que podría hacer sería convencer a madame Muscat de que recapacite sobre lo precipitado de su decisión. Y que haga entrar en razón a Armande Voizin.

– ¿Entrar en razón? -fingió que no sabía de qué le hablaba, pero sé que lo sabe.

Le repetí gran parte de lo que ya he dicho al perro guardián. Armande es una mujer anciana, le he dicho, voluntariosa y obstinada, pero pertenece a una generación que está mal pertrechada para entender las cuestiones médicas, la importancia de la dieta y la medicación. De ahí su empecinada resistencia a hacerse cargo de la realidad…

– Armande vive feliz en su casa -su voz casi parecía sensata-. No está dispuesta a abandonar su casa ni a ingresar en una residencia. Quiere morir en casa.

– ¡Pero no tiene derecho a decidir! -mi voz restalló como un latigazo a través de la plaza-. Ella no tiene voz ni voto en esta cuestión. Puede vivir mucho tiempo todavía, quizá diez años más…

– Claro que puede -me dijo como echándome las palabras en cara-. Todavía tiene movilidad, lucidez, es una persona independiente…

– ¡Independiente! -a duras penas he conseguido disimular el desdén-. ¿Y cuando esté completamente ciega dentro de seis meses? ¿Qué hará entonces?

Por primera vez noto que se sentía confusa.

– No lo entiendo -dijo finalmente-. De momento Armande tiene bien la vista, ¿verdad? Me refiero a que ni siquiera lleva gafas.

La miré con dureza. Era evidente que no estaba enterada.

– Usted no ha hablado con el médico, ¿verdad?

– ¿Por qué he de hablar con el médico? Armande…

La he cortado.

– Armande tiene un problema -le dije-, un problema que se ha empeñado en negar sistemáticamente, lo que puede darle una idea de su obstinación, ya que incluso se niega a admitirlo para sí misma y ante su familia…

– Dígame de qué se trata, por favor -me ha dicho mirándome con ojos duros como ágatas.

Entonces se lo he dicho.

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