23

Sábado, 8 de marzo


Esta mañana he vuelto a visitar a Armande. Estaba sentada en su mecedora en su salita de techo bajo y tenía uno de los gatos agazapado en su regazo. Desde el incendio de Les Marauds tiene un aire frágil pese a lo decidido y su cara redonda de manzana se ha ido deprimiendo lentamente, engulléndole los ojos y la boca en las arrugas. Lleva una bata gris de andar por casa y unas medias negras salpicadas de bultos. Los cabellos le cuelgan lacios, no se los ha trenzado.

– Ya habrá visto que se han ido -dice con voz monocorde, casi indiferente-. No hay una sola barcaza en el río.

– Lo sé.

Al bajar por la ladera de la colina que lleva hasta Les Marauds la ausencia de las barcas aún me resulta chocante, algo así como esa fea mancha de hierba amarillenta que queda allí donde antes se levantaba la carpa de un circo. Lo único que ha quedado es el casco de la embarcación de Roux, un esqueleto anegado y hundido varios palmos por debajo de la superficie, una mancha negra que se recorta contra el barro del río.

– Blanche y Zézette se han trasladado a poca distancia río abajo. Han dicho que volverían hoy para ver cómo iban las cosas.

Ha comenzado a arreglarse los largos cabellos de un gris amarillento y se ha hecho la trenza de costumbre. Tiene los dedos rígidos y torpes, parecen palos.

– ¿Y Roux? ¿Cómo está?

– Furioso.

No puede estar de otra manera. Sabe que el incendio no fue fortuito, sabe que no tiene ninguna prueba, sabe que aunque la tuviera no serviría de nada. Blanche y Zézette le han ofrecido un sitio en su casa flotante, pero la tienen atiborrada de cosas y él se ha negado a aceptar. Ha dicho que todavía tiene que terminar el tejado de la casa de Armande. Primero debe ocuparse de eso. No he vuelto a hablar con él desde la noche del incendio. Lo vi en una ocasión un momento junto a la orilla del río, quemando la basura que habían dejado los gitanos. Tenía un aspecto hosco e indiferente, los ojos enrojecidos por el humo, y se negó a responderme cuando le dirigí la palabra. Como se le chamuscó el cabello con el fuego, se lo ha rapado y ahora tiene la cabeza cubierta de cerdas y parece cerilla usada.

– ¿Y qué va a hacer ahora?

Armande se encoge de hombros.

– No lo sé. Creo que ha dormido en una de las casas abandonadas que hay en el camino. Anoche le dejé algo de comida en la puerta y esta mañana no estaba. Le ofrecí dinero, pero no lo quiso -tira, irritada, de la trenza a medio hacer-. ¡Es cabezota! ¿Qué voy a hacer con el dinero a mi edad? Podría darle una parte del que irá a parar al clan Clairmont. Sabiendo cómo son, lo más probable es que el dinero termine en el limosnero de Reynaud.

Suelta una risita burlona.

– ¡Testarudo como el que más! Pelirrojo tenía que ser, Dios nos libre de los pelirrojos. Ya puedes decirles lo que quieras, ellos… -mueve, malhumorada, la cabeza-. Ayer le dio una rabieta y no le he vuelto a ver el pelo.

Sonrío, aun en contra de mi voluntad.

– ¡Vaya par! -le digo-. No sé cuál es más testarudo.

Armande me lanza una mirada de indignación.

– ¿A mí me lo dice? -ha exclamado-. ¿Va a compararme con ese empecinado cabeza de zanahoria?

Me retracto entre carcajadas.

– Veré si lo localizo -le digo.


Aunque me he pasado una hora escudriñando las orillas del Tannes, no he encontrado ni rastro de Roux. Hasta los métodos de mi madre han sido inútiles para localizarlo. De todos modos, he descubierto dónde duerme: una casa abandonada no lejos de la de Armande, una de las menos ruinosas. Los muros están mojados debido a la humedad, pero el piso de arriba parece bastante seguro y algunas ventanas tienen cristales. Al pasar por delante me he dado cuenta de que la puerta había sido forzada y de que no hacía mucho tiempo que habían encendido la chimenea de la sala de estar. Otras señales de que estaba ocupada eran un rollo de lona embreada chamuscada pero salvada del incendio, un montón de leña y algunos muebles, seguramente desechados por sus antiguos ocupantes porque no los consideraron de valor. He llamado a Roux por su nombre, pero no ha habido respuesta.

Como tenía que abrir La Praline a las ocho y media he renunciado a la búsqueda. Que Roux se deje ver cuando quiera. Al llegar a la tienda, Guillaume estaba esperando en la puerta pese a no estar cerrada con llave.

– Podía esperarme dentro -le he dicho.

– Oh, no -respondió él con cómica seriedad-. No quiero tomarme esas libertades.

– Hay que vivir peligrosamente -le aconsejé riendo-. Ande, entre y pruebe mis nuevas religieuses.

Desde la muerte de Charly sigue pareciéndome más pequeño, como si se hubiera encogido, y me parece que su cara vieja y joven a la vez se muestra traviesa y compungida a un tiempo. Sin embargo, conserva su buen humor, una cualidad en la que se mezcla la nostalgia con la ironía y que le impide sucumbir a la autocompasión. Esta mañana no ha hecho más que hablar de lo que les había ocurrido a los gitanos del río.

– El curé Reynaud ni siquiera ha mencionado el suceso esta mañana en la misa -declaró sirviéndose de la chocolatera de plata-. Ni ayer ni hoy. No ha dicho ni palabra.

Yo tuve que admitir que, dado el interés que siente Reynaud por la comunidad itinerante, aquel silencio era de lo más insólito.

– A lo mejor sabe algo que no puede decir -apuntó Guillaume-. Ya entiende a lo que me refiero, el secreto de confesión.

Me dice que ha visto a Roux hablando con Narcisse en la puerta del vivero. A lo mejor quiere ofrecer trabajo a Roux. ¡Ojalá!

– A veces contrata a trabajadores eventuales, ¿sabe usted? -me explica Guillaume-. Es viudo y no tiene hijos. No tiene a nadie que le lleve la granja, sólo le queda un sobrino que está en Marsella. Por eso, en verano, cuando tiene mucho trabajo, contrata a quien sea. Con tal de que sean personas de fiar, le importa poco que vayan o no a la iglesia -Guillaume sonríe ligeramente, como siempre que está a punto de decir una cosa que considera osada-. A veces me digo si, hablando en sentido estricto, Narcisse no será mejor cristiano que yo o que Georges Clairmont… o incluso que el curé Reynaud -seguidamente toma un sorbo de chocolate-. Él da trabajo a los que están necesitados. Deja acampar a los gitanos en sus terrenos. Todo el mundo sabe que estuvo todos esos años acostándose con la criada y que no se molesta en ir a la iglesia a no ser para ver a sus clientes, pero no se puede negar que ayuda a la gente.

Saco la fuente de religieuses y le pongo una en el plato.

– No creo que haya buenos y malos cristianos -le digo-, sólo buenas personas y malas personas.

Él asiente con la cabeza mientras ase el bollo redondo entre el índice y el pulgar.

– Es posible.

Un largo silencio. También yo me sirvo chocolate con licor de noisette y virutas de avellana. El olor es tan cálido que marea, como la leña con el sol de otoño. Guillaume se come su religieuse con mesurado deleite y recoge las migas del plato pegándoselas al dedo medio previamente humedecido.

– En tal caso, las cosas en las que he creído toda mi vida… con respecto al pecado y a la redención y a la mortificación del cuerpo… no tienen ningún sentido según usted, ¿verdad?

Sonrío al ver que se lo toma tan en serio.

– Seguro que ha hablado de estas cuestiones con Armande -le digo con amabilidad-. Y diría también que tanto uno como otro tienen perfecto derecho a creer lo que les parezca… si esto les hace felices.

– ¡Oh! -me mira con cautela, como si esperara que de un momento a otro me asomaran unos cuernos-. Y suponiendo que la pregunta sea pertinente, ¿se puede saber en qué cree usted?

En viajes en alfombras mágicas, en la magia rúnica, en Alí Babá y en las visiones de la Santa Madre, en viajes astrales y en la predicción del futuro visto en el poso de un vaso de vino tinto…

«¿Florida? ¿Disneylandia? ¿Los Everglades? ¿Qué me dices, cariño? ¿Qué me dices?»

En Buda. En el viaje de Frodo a Mordor. En la transustanciación del sacramento. En Dorothy y Toto. En el conejo de Pascua. En los alienígenas espaciales. En la Cosa dentro del armario. En la Resurrección y la Vida al dar la vuelta a un naipe… En algún momento de mi vida he creído en todas estas cosas. O he fingido creer en ellas. O he fingido no creer en ellas.

«Lo que a ti te guste, madre. Lo que te haga feliz.»

¿Y ahora? ¿En qué creo ahora?

– Creo que la única cosa importante es ser feliz -he dicho finalmente.

La felicidad. Algo tan simple como un tazón de chocolate o algo tan tortuoso como el corazón. Amargo. Dulce. Vivo.

Por la tarde ha venido Joséphine. Anouk ya había vuelto de la escuela y casi inmediatamente volvió a salir corriendo para ir a jugar a Les Marauds, cuidadosamente embutida en su anorak rojo y con instrucciones precisas de regresar en seguida a casa si se ponía a llover. El aire tiene un olor tan intenso como la madera recién cortada y roza, bajo y taimado, las esquinas de las casas. Joséphine llevaba un abrigo abotonado hasta el cuello, su gorro rojo y un pañuelo rojo nuevo que le golpeaba con furia la cara. Entró en la tienda con actitud segura y desafiante y por un momento la vi radiante, seductora, las mejillas encendidas y los ojos chispeantes debido al azote del viento. Pero la ilusión se desvaneció y volvió a ser la de siempre, las manos hundidas en los bolsillos y la cabeza baja, como si fuera a embestir a un desconocido agresor. Al quitarse el gorro y dejar en libertad sus enmarañados cabellos le vi una roncha fresca y reciente que le cruza la frente de un lado a otro. Parecía asustada y eufórica a la vez.

– Lo he hecho -declaró sin ambages-. Vianne, lo he hecho.

Por un terrible instante tuve la certeza de que iba a confesarme que acababa de asesinar a su marido. Eso parecía por lo menos… por su actitud de salvaje abandono, sus labios contraídos dejando los dientes al descubierto, como si acabase de morder una fruta ácida. El miedo parecía emerger de su cuerpo en oleadas calientes y frías alternativamente.

– He abandonado a Paul -y en seguida volvió a repetir lo de antes-: Al fin lo he hecho.

Sus ojos eran cuchillos. Por primera vez desde que nos conocemos he visto cómo era Joséphine hace diez años, antes de que Paul-Marie Muscat la convirtiera en el ser triste y desgarbado que yo conozco. Estaba muerta de miedo y, sin embargo, debajo de aquella locura había una cordura que helaba el corazón.

– ¿Lo sabe él? -le pregunté, cogiéndole el abrigo, cuyos bolsillos estaban repletos de algo que, he supuesto, no era bisutería.

Joséphine negó con la cabeza.

– Se figura que he salido para ir a comprar a la tienda -me dijo sin aliento-. Nos hemos quedado sin pizzas para el microondas y me ha dicho que comprara algunas -sonrió con cara de niña traviesa-. He cogido algún dinero de la casa -me confesó-. Lo tiene guardado en una caja de galletas debajo del mostrador. Novecientos francos.

Debajo del abrigo llevaba un jersey rojo y una falda negra a tablas. Que yo recordase, era la primera vez que la veía sin sus consabidos pantalones vaqueros. Echó una ojeada al reloj.

– Póngame un chocolat espresso, por favor -me dijo- y déme una bolsa grande de almendras -dejó el dinero sobre la mesa-. Tengo el tiempo justo para coger el autobús.

– ¿El autobús? -le pregunté, desconcertada-. ¿Adónde va?

– A Agen -me miró con decisión y un poco a la defensiva-. Después, no sé. Tal vez vaya a Marsella. Lo más lejos de él que pueda -seguidamente me echó una mirada cargada de desconfianza y de sorpresa-. No vaya a decirme que no debo, Vianne, fue usted quien me empujó. Si usted no me hubiera dado la idea, ni se me habría ocurrido.

– Lo sé, pero…

Sus palabras me sonaron a acusación.

– Usted me dijo que yo era libre.

Era verdad. Libre de correr, libre de emprender el vuelo movida por las palabras de casi una desconocida, libre de cortar las amarras y de salir despedida como un globo desatado a merced de vientos cambiantes. El miedo se había convertido de pronto en helada certidumbre dentro de mi corazón. ¿Era ése el precio que debía pagar para poder quedarme? ¿Hacer que se fuera ella en mi lugar? ¿Qué alternativa le había ofrecido en realidad?

– Pero usted disponía de seguridad aquí.

En su rostro veía el rostro de madre, y apenas pude pronunciar las palabras. Renunciar a la seguridad a cambio de un poco de conocimiento, de atisbar el océano. Y después… ¿qué? El viento nos devuelve siempre al pie de la misma pared. Un taxi de Nueva York. Un callejón oscuro. La dura escarcha.

– Pero no se puede huir de todo -le dije-. Lo sé porque yo lo intenté.

– De acuerdo, pero tampoco puedo quedarme en Lansquenet -me respondió y en aquel momento me di cuenta de que estaba al borde de las lágrimas-. No puedo quedarme con él. Ya no.

– Me acuerdo de cuando vivíamos de esa manera. Siempre de aquí para allá. Huyendo siempre.

También ella tiene su Hombre Negro. Lo veo en sus ojos. Es un hombre con una voz cargada de autoridad a la que no es posible replicar, con una lógica aparatosa que te deja helada, te obliga a obedecer, a tener miedo. Liberarse de ese miedo, escapar corriendo llena de esperanza y de desesperación, correr y descubrir que lo has llevado dentro todo el tiempo, como un niño malvado… Al final mi madre acabó por enterarse. Lo veía en todas las esquinas, en el poso de todos los vasos, le sonreía desde todas las vallas, la miraba desde detrás del volante de coches veloces. Y a cada momento que pasaba lo tenía más cerca.

– Si huye ahora tendrá que huir siempre -le dije con impaciencia-. Quédese conmigo. Quédese y luche conmigo.

Joséphine me miró.

– ¿Con usted? -su sorpresa rayaba en lo cómico.

– ¿Por qué no? Tengo una habitación sobrante, una cama de campaña… -ya había empezado a mover la cabeza en un gesto negativo y tuve que reprimir el impulso de aferrarme a ella, de obligarla a quedarse. Estaba convencida de que podía conseguirlo-. Sólo un tiempo, hasta que encuentre otro sitio, hasta que encuentre trabajo.

Se echó a reír, tensa, una risa histérica.

– ¿Trabajo? ¿Qué sé hacer? Aparte de limpiar… y de cocinar… y de vaciar ceniceros y… de servir pintas de cerveza y de cavar el jardín y de joder con mi… marido cada viernes por la noche…

Ahora reía con más fuerza, con las manos en el estómago.

Intenté agarrarla por el brazo.

– Joséphine, hablo en serio. Puede encontrar un trabajo. No debe…

– Pero aquí me lo encontraría de vez en cuando… -seguía riéndose, cada palabra una bala envenenada, su voz metálica destilaba autodesprecio-… cuando el cerdo se pone cachondo… es un cerdo gordo y peludo.

Y de pronto comenzó a llorar de la misma manera dura y estrepitosa que cuando se reía, los párpados fruncidos y las manos apretadas contra las mejillas como si quisiera impedir que estallasen. Esperé.

– Y después, cuando ha terminado, se da media vuelta y al cabo de un momento lo oigo roncar. Y después por la mañana intento… -hizo una mueca y torció la boca para articular las palabras oportunas-… intento… sacudir… su hedor… de las sábanas y después me quedo todo el tiempo pensando: ¿qué ha sido de mí? ¿Qué ha sido de Joséphine Bonnet, tan buena alumna en la escuela, ella que soñaba con ser bailarina…?

Se volvió bruscamente hacia mí, el rostro encendido, pero tranquilo a un tiempo.

– Le parecerá una tontería, pero yo me decía que seguramente había algún fallo en alguna parte, que un día llegaría alguien y me diría que aquello no había ocurrido, que todo aquello lo había soñado otra mujer y que, en realidad, no me había sucedido a mí.

Le cogí la mano. Estaba fría y temblaba. Tenía una uña arrancada y en carne viva y la palma de la mano sucia.

– Lo curioso del caso es que intento recordar cómo era él cuando yo lo amaba y no hay nada. Hay un espacio en blanco. Nada en absoluto. Me acuerdo de todo lo demás… de la primera vez que me pegó, sí, de eso me acuerdo muy bien… Pero incluso en el caso de Paul-Marie tendría que existir algo digno de recordar, algo que lo excusara todo… tanto tiempo perdido…

Se calló bruscamente y miró el reloj.

– Hablo demasiado -dijo, sorprendida-. Si quiero coger el autobús no me da tiempo a tomar el chocolate.

La miré.

– Pues tómese el chocolate en lugar de coger el autobús -le dije-. Invita la casa. Ojalá que fuera champán.

– Tengo que irme -insistió.

Se hundía repetidamente los puños en el estómago. Bajó más la cabeza, parecía un toro preparándose para embestir.

– No -le dije mirándola-. Debe quedarse. Tiene que luchar con él cara a cara. De otro modo será como si no lo hubiera dejado.

Me devolvió la mirada un momento, medio desafiándome.

– No puedo -su voz sonaba desesperada-, no podré. Dirá cosas… lo tergiversa todo.

– Usted aquí tiene amigos -le dije con voz amable-. Y aunque ahora no lo crea, usted es una mujer fuerte.

Joséphine se sentó entonces, decidida, en uno de los taburetes rojos, apoyó la cara en el mostrador y lloró en silencio.

Dejé que llorara. No le dije que todo iría bien. No hice esfuerzo alguno para consolarla. A veces es mejor dejar las cosas como están, dejar que el dolor siga su curso. En vez de consolarla me metí en la cocina y, muy lentamente, le preparé el chocolat espresso. Lo vertí en las tazas, le añadí una pizca de coñac y unas virutas de chocolate, puse las tazas en una bandeja amarilla y dejé un azucarillo en cada platito y, al servírselo, ya había vuelto a recuperar la calma. Es una magia poco espectacular, lo sé, pero a veces funciona.

– ¿Por qué ha cambiado de parecer? -le pregunté cuando ya iba por la mitad de la taza-. La última vez que hablé sobre esto con usted me pareció que no quería abandonar a Paul.

Se encogió de hombros, tratando deliberadamente de no mirarme a los ojos.

– ¿Ha sido porque le ha vuelto a pegar?

Me miró con sorpresa. Se llevó la mano a la frente, donde la piel lastimada se había inflamado y presentaba bastante mal cariz.

– No.

– Entonces, ¿por qué?

Sus ojos se apartaron nuevamente de los míos. Con las yemas de los dedos tocó la taza del espresso, como si quisiera comprobar la realidad de su existencia.

– Nada. No lo sé. Nada.

Es mentira, se ve a la legua. Obedeciendo a un automatismo, penetro en sus pensamientos, tan abiertos hacía un momento. Necesito saber si he sido yo quien la ha empujado a esta decisión, si yo la he forzado a pesar de mis buenas intenciones. De momento, sin embargo, sus pensamientos son informes, nebulosos. Lo único que distingo en ellos es oscuridad.

Sería inútil violentarla. En Joséphine hay una veta de empecinamiento que se resiste a inducciones apresuradas. Con el tiempo me lo dirá. Si quiere.


No había caído todavía la noche cuando Muscat vino a casa a buscarla. Ya habíamos preparado la cama para Joséphine en la habitación de Anouk y entretanto ésta dormiría en el lecho de campaña colocado junto al mío. Anouk había aceptado a Joséphine como acepta tantas cosas, sabía que aquello suponía una pequeña contrariedad para mi hija, ya que esta ha sido la primera habitación propia que tiene, pero le he prometido que no sería por mucho tiempo.

– Se me ocurre una idea -le dije-. Quizá podríamos convertir la buhardilla en una habitación exclusivamente para ti. Pondríamos una escalera para que pudieras subir y una trampilla y podríamos abrir unas ventanas redondas en el tejado. ¿Te gustaría?

Es peligroso recurrir a seducciones engañosas. Presupone que nos quedaremos aquí mucho tiempo.

– ¿Vería las estrellas? -preguntó Anouk con avidez.

– ¡Claro!

– ¡Bien! -exclamó y corrió escaleras arriba para comunicárselo a Pantoufle.


Nos sentamos a la mesa de la exigua cocina. La mesa es una reliquia de los tiempos de la panadería, un mueble macizo de madera de pino desbastado recorrido por las cicatrices que ha dejado en él el cuchillo y veteado por surcos de masa harinosa seca que han adquirido la consistencia del cemento y le han dado un acabado tan suave que parece mármol. Los platos son dispares: uno verde, otro blanco, floreado el de Anouk. También los vasos son todos diferentes: uno alto, otro bajo, otro que todavía ostenta la etiqueta de la Moutarde Amora. Sin embargo, nunca habíamos poseído esta clase de cosas. Antes nos servíamos de cachivaches sacados de hoteles y de cuchillos y tenedores de plástico. Incluso en Niza, donde vivimos más de un año, los accesorios eran prestados, alquilados con la tienda. Esa novedad de la propiedad sigue siendo para nosotras una situación exótica, algo precioso y embriagador. Envidio a la mesa sus cicatrices, las marcas que han dejado en ella los moldes calientes del pan. Envidio esta sensación serena del tiempo y quisiera poder decir: yo hice esto hace cinco años. Yo hice esta marca, dejé este cerco con el café que mojaba la taza, quemé la madera con el cigarrillo, perforé esta hilera de huecos en el áspero grano de la madera. Aquí es donde Anouk grabó sus iniciales el año en que cumplió seis, justo en ese lugar secreto detrás de la pata de la mesa. Fue hace siete veranos, era un día caluroso y trazó las letras con la navaja. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas del verano en que el río quedó seco? ¿Te acuerdas?

Envidio a la mesa esta sensación serena que produce ocupar un puesto. Hace mucho tiempo que está aquí. Este sitio es suyo.


Joséphine me ha ayudado a preparar la cena, una ensalada de judías verdes y tomates aliñada con aceite especiado, aceitunas rojas y negras que compré el jueves en el tenderete del mercado, pan de nueces, albahaca fresca que compré a Narcisse, queso de cabra, vino tinto de Burdeos. Hablamos mientras comemos, aunque no sobre Paul-Marie Muscat. Le hablo, en cambio, de nosotras, de Anouk y de mí, de los lugares que hemos visto las dos, de la chocolaterie de Niza, del tiempo que pasamos en Nueva York después de nacer Anouk, y de épocas anteriores, de París, de Nápoles, de todos los sitios en los que nos detuvimos mi madre y yo convirtiéndolos en residencia temporal a lo largo de nuestra larga huida a través del mundo. Hoy quiero recordar tan sólo las cosas agradables, las cosas divertidas, las buenas. Bastantes ideas tristes flotan ya en el aire. Enciendo una vela blanca en la mesa para ahuyentar los malos augurios y su aroma me parece nostálgico y reconfortante. Recuerdo en honor de Joséphine el pequeño canal de Ourcq, el Panteón, la Place des Artistes, la maravillosa avenida de Unter der Linden, el ferry de Jersey, las pastas vienesas envueltas en papeles calientes que comíamos en plena calle, el muelle de Juan-les-Pins, los bailes callejeros del día de San Pedro. Observo que su rostro ha perdido algo de su expresión concentrada. Le cuento que mi madre vendió un asno a un campesino de un pueblo cerca de Rivoli y que el animal nos siguió y no paró hasta dar con nosotras, ya casi en Milán. Y la anécdota de las floristas de Lisboa, donde abandonamos la ciudad metidas en la furgoneta frigorífica de un florista que nos depositó cuatro horas más tarde, medio congeladas, en los blancos y cálidos muelles de Oporto. Al principio Joséphine sólo sonreía, pero ha acabado riendo a carcajadas. A veces teníamos dinero, mi madre y yo, y Europa estaba entonces llena de sol y de promesas. Esta noche las recuerdo. Me acuerdo del árabe que iba en una blanca limusina y que dio una serenata a mi madre en San Remo y de lo mucho que nos reímos y de lo feliz que era y de cómo vivimos después mucho tiempo del dinero que nos dio.

– ¡Cuántas cosas has visto! -lo ha dicho con una voz cargada de envidia y de un cierto respeto-. ¡Y tan joven!

– Tengo casi la misma edad que tú.

Mueve negativamente la cabeza.

– Yo tengo mil años -su sonrisa ahora es dulce y añorante-. Me gustaría ser una aventurera -dice-, seguir el sol sin nada más que una maleta, no tener ni idea de dónde estaré mañana.

– Créeme -le he dicho con voz suave-, una acaba por cansarse. Y al cabo de un tiempo todo te parece igual.

Me ha mirado como dudando de mis palabras.

– Es la verdad -le digo-, en serio.

No es verdad del todo. Las ciudades tienen sus características propias y cuando se vuelve a una ciudad donde ya has estado antes es como volver junto a un viejo amigo. La gente, sin embargo, comienza a parecer igual, aparecen las mismas caras en ciudades situadas a miles de kilómetros de distancia, encuentras en ellas las mismas expresiones. La mirada indiferente y hostil del funcionario. La curiosa del campesino. Los rostros impertérritos y aburridos de los turistas. Los mismos amantes, las mismas madres, los mismos mendigos, los mismos tullidos, los mismos vendedores ambulantes, las mismas personas que hacen carreras pedestres, los mismos niños, los mismos policías, los mismos taxistas, los mismos alcahuetes. Pasado un tiempo una empieza a sentirse ligeramente paranoide, como si toda esa gente hubiera estado siguiéndote furtivamente de una ciudad a otra, cambiándose de ropa y de cara pero manteniéndose esencialmente la misma, abocada a sus oscuros asuntos pero sin dejar de observarnos con disimulo a nosotras, las intrusas. Al principio se siente una especie de superioridad. Nosotras somos una raza aparte, somos viajeras. Hemos visto y experimentado muchísimas más cosas que ellos, que se han contentado con seguir su triste vida durmiendo, trabajando y volviendo a dormir y así sucesivamente, aparte de ocuparse de sus cuidados jardines, de limpiar sus casas idénticas, de entregarse a sus pobres sueños. Por eso los miramos a todos con cierto desdén. Pero pasa más tiempo y surge la envidia. La primera vez que la experimentamos la encontramos casi divertida, es una punzada aguda y repentina que se desvanece casi al momento. La mujer en un parque, inclinada sobre el niño que lleva en el cochecito, los dos rostros iluminados por algo que no es el sol. Pero surge por segunda vez, por tercera vez. Dos jóvenes en el muelle, los brazos enlazados, un grupo de oficinistas en la pausa para comer, bromeando mientras toman su café y sus croissants… No tardará en convertirse en un dolor casi constante. No, los «lugares» no pierden su identidad, por lejos que uno viaje. Lo que empieza a erosionarse al cabo de un tiempo es el corazón. El rostro que nos devuelve el espejo del hotel parece desdibujarse cuando lo contemplamos algunas mañanas, tal vez cansado de tantas miradas casuales. A las diez las sábanas estarán lavadas, la alfombra barrida. Los nombres consignados en el libro de registros del hotel van cambiando a nuestro paso. No dejamos rastro al pasar. Como los fantasmas, no proyectamos sombra.


Los imperiosos golpes que daban en la puerta de entrada me han arrancado de mis pensamientos. Joséphine se ha erguido a medias, el miedo asomado a sus ojos, los puños apretados contra las costillas. Era lo que estábamos esperando: la comida, la conversación no es más que un remedo de normalidad. Me levanto.

– No pasa nada -le digo-, no voy a dejarlo entrar.

Sus ojos se enturbian por el terror.

– No hablaré con él -dice en voz baja-, no puedo.

– Quizá tendrías que hacerlo -le respondo-, pero no importa. Él no puede atravesar las paredes.

Me sonríe de forma un poco convulsiva.

– No quiero ni oír su voz -dice-. Tú no lo conoces. Dirá…

Me dirijo a la tienda, ahora a oscuras.

– Lo conozco muy bien -he dicho con decisión-. Ya puedes pensar lo que quieras, pero no es único. La ventaja que tiene viajar es que, pasado un tiempo, te das cuenta de que, vayas donde vayas, la gente no es tan diferente entre sí.

– Pero es que yo odio las escenas -murmura Joséphine en voz baja mientras enciendo las luces de la tienda-… y los gritos.

– La cosa será rápida -le digo mientras volvían a repetirse los golpes-. Anouk te preparará un poco de chocolate.


La puerta dispone de una cadena de seguridad. La coloqué cuando nos instalamos en la casa, aunque hasta ahora no había tenido necesidad de utilizarla. La rendija de luz que se proyecta desde la tienda me permite ver el rostro de Muscat, congestionado por la ira.

– ¿Está aquí mi mujer? -pregunta con voz ronca por la cerveza y lanzándome a la cara una vaharada hedionda.

– Sí -no hay razón para andarse con subterfugios, mejor dejar las cosas claras y mostrarle qué terreno pisa-. Me temo que su esposa lo ha abandonado, monsieur Muscat. Le he dicho que podía quedarse aquí unas noches hasta que todo vuelva a su cauce. Creo que es la mejor solución.

Procuro hablar con voz neutra y cortés. Sé qué clase de persona es. Mi madre y yo nos tropezamos con otros como él millares de veces y en millares de sitios. Me mira estupefacto y con la boca abierta. Pero su mezquindad aflora de nuevo a sus ojos, su mirada se agudiza, abre las manos como para demostrarme que es inofensivo, que está azorado, que está dispuesto a tomarse la situación en broma. Por un momento casi parece simpático. Después se acerca a la puerta un paso más. Me llega la fetidez de su aliento, una mezcla de cerveza, humo y humor desabrido.

– Madame Rocher -habla con voz suave, tierna casi-, quiero que le diga a la vaca ésa que saque inmediatamente el culo de esta casa o que entro y se lo saco yo. Y, como se interponga usted en mi camino, maldita zorra…

Aporrea la puerta.

– Retire la cadena -sonríe con aire halagador, se percibe la rabia que siente a través del leve tufo acre que emana-, le he dicho que retire inmediatamente esa maldita cadena antes de que se la arranque yo de una patada.

La indignación hace que su voz suene aflautada, su berrido parece el de un cerdo enfurecido. Le expongo lentamente la situación. Suelta un taco y proclama a voz en grito sus quejas. Da varios puntapiés a la puerta, hace vacilar las bisagras.

– Si entra por la fuerza en mi casa, monsieur Muscat -le digo con voz tranquila-, entenderé que es un intruso peligroso. Le advierto que en el cajón de la cocina tengo una lata de ContreAttaq, de los tiempos en que vivía en París. La he utilizado una o dos veces. Es sumamente efectiva.

La amenaza lo calma. Seguramente se figura que él es el único que tiene derecho a amenazar.

– Usted no lo comprende -se lamenta-. Es mi mujer. La quiero. No sé qué le habrá contado pero…

– Lo que ella me haya podido contar es algo que a usted no le importa, monsieur. La decisión es de ella. Yo que usted me dejaría de escenas y me iría a casita.

– ¡Váyase a la mierda! -tiene la boca tan cerca de la puerta que me acribilla con su saliva, un fuego graneado y maloliente-.¡La culpa la tiene usted, zorra! Fue usted la que le llenó la cabeza con toda esa mierda de la emancipación -imita con ridículo falsete la voz de Joséphine-. «Vianne ha dicho esto, Vianne ha dicho lo de más allá.» Deje que hable un momento con ella y veremos qué dice ahora para variar.

– No creo que…

– De acuerdo -Joséphine se ha acercado en silencio, y sostiene entre las manos una taza de chocolate como para calentárselas-. Si no hablo con él no se irá nunca…

La miro. Está más tranquila y su mirada es serena. Asiento con la cabeza.

– De acuerdo.

Doy un paso a un lado y Joséphine se acerca a la puerta. Muscat empieza a hablar, pero ella lo interrumpe, y le responde con una voz sorprendentemente contundente y segura.

– Paul, escúchame.

La voz de Joséphine ataja sus bravuconadas y le impulsa a guardar silencio a media frase.

– ¡Vete! No tengo más que decirte. ¿Me has entendido?

Está temblando, pero su voz es tranquila y pausada. De pronto me siento orgullosa de ella y le oprimo el brazo como para tranquilizarla. Muscat se queda en silencio un momento, pero en seguida vuelve a exaltarse y noto la rabia soterrada que lo domina, como el zumbido de una interferencia en una señal distante de radio.

– José… -dice en voz baja-. Esto que haces es una tontería. Anda, sal y lo hablamos como Dios manda. Tú eres mi mujer, José. ¿No es eso motivo suficiente para intentarlo de nuevo?

Pero ella niega con la cabeza.

– Demasiado tarde, Paul -dice con voz muy decidida-. Lo siento.

Después cierra la puerta con suavidad pero con firmeza y, aunque él sigue golpeándola varios minutos, tan pronto lanzando juramentos como optando por los halagos o por las amenazas de manera alternativa e incluso llorando hasta la sensiblería y llegando a tragarse su propia comedia, ya no volvemos a atender su demanda.

A medianoche oigo sus gritos en la calle y un puñado de tierra que se estrella en el cristal de la ventana con un ruido sordo y alterando su transparencia con una mancha. Me levanto para ver qué pasa y veo a Muscat convertido en una especie de gnomo achaparrado y maligno apostado en la plaza, las manos hundidas en las profundidades de sus bolsillos y el blando barrigón desbordando por encima del cinturón. Tiene pinta de borracho.

– ¡Aquí no puedes quedarte! -grita, y he visto que, detrás de él, se encendía la luz de una ventana-. ¡Tarde o temprano tendrás que salir! Y entonces, zorras… entonces…

Con gesto automático y rápido abro los dedos como las púas de un tenedor para devolverle el mal agüero:

– ¡Apártate, espíritu del mal, lejos de aquí!

Éste es otro de los reflejos heredados de mi madre. Me sorprende, sin embargo, ver que ahora me siento mucho más segura. Mucho más tarde, aún sigo despierta. Estoy tendida en la cama, atenta a la suave respiración de mi hija, observando las formas fugitivas y fortuitas que crea la luna al filtrarse entre las hojas. Intento entrever vaticinios en ellas, buscar una señal en los móviles dibujos, una palabra que me tranquilice… Por la noche es más fácil creer en esas cosas, mientras el Hombre Negro atisba fuera y la veleta deja oír su chirrido -cri… cri…- en lo alto del campanario. Pero no veo nada, no siento nada y, finalmente, me vuelvo a quedar dormida y sueño que Reynaud está en un hospital, de pie junto a la cama de un viejo que tiene una cruz en una mano y una caja de cerillas en la otra.

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