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Domingo, 16 de marzo


Primero Armande ha hecho como si no supiera de qué le estaba hablando. Después, pasando a un tono más altanero, me ha preguntado que «quién se había ido de la lengua» y me ha echado en cara que yo era una metomentodo y que no tenía ni la más mínima idea del asunto.

– Armande -le he dicho así que ella ha hecho una pausa para respirar-. Dígame la verdad. Dígame qué quiere decir eso de que usted padece una retinopatía diabética…

Se ha encogido de hombros.

– Mejor será que lo haga, puesto que ese condenado médico va pregonándolo por todo el pueblo -dijo ella con aire petulante-. Me trata como si no fuera capaz de decidir por mi cuenta -me dirigió una mirada severa-. Y usted es otra que tal, querida señora -me ha dicho-. Va por ahí contando chismes, metiendo las narices por todas partes. No soy una niña, Vianne.

– Sé que no lo es.

– Entonces…

Ha cogido la taza de té que tenía junto al codo. Me fijé con qué cuidado la asía, cómo comprobaba el lugar donde se encontraba antes de cogerla. No era ella la ciega, sino yo. El bastón con la cinta roja, sus gestos vacilantes, la labor de tapicería inacabada, los ojos amparados por el ala de una serie sucesiva de sombreros…

– Es algo en lo que usted no puede ayudarme -continuó Armande en tono más suave-. Por lo que veo, es incurable, lo que quiere decir que es un asunto que no atañe a nadie más que a mí. -Después de tomar un sorbo de la taza hizo una mueca-. Manzanilla -ha comentado sin pizca de entusiasmo-, dicen que elimina las toxinas. Sabe a meadas -volvió a dejar la taza con las mismas precauciones de antes-. Echo de menos la lectura -comentó-. Actualmente me cuesta mucho leer la letra impresa, pero Luc me lee a veces alguna cosa. ¿Se acuerda de aquel primer miércoles en que me leyó los poemas de Rimbaud?

He asentido con la cabeza.

– Lo dice como si hiciera un montón de años -observé.

– Así es -me dijo con voz indiferente, casi sin inflexión alguna-. Ahora tengo algo que no creía llegar a tener nunca, Vianne. Mi nieto me visita todos los días. Hablamos como personas adultas. Es un buen muchacho, hasta se preocupa un poco por mí.

– La quiere, Armande -le he interrumpido-. Todos la queremos.

Se ríe por lo bajo.

– Todos quizá no -dijo-, pero eso tampoco tiene importancia. Actualmente dispongo de todo lo que había querido tener siempre. Mi casa, mis amigos, Luc… -me lanzó una mirada resuelta-. No voy a dejar que me lo quiten -declaró con un aire rebelde.

– No lo entiendo. Nadie puede obligarla a…

– No me refiero a nadie en concreto -me ha interrumpido con viveza-. Cussonet puede decir lo que quiera sobre sus trasplantes de retina y sus escáners y sus tratamientos con láser y demás zarandajas… -el desprecio que le inspiran todas estas cosas es muy evidente-. No por ello vamos a cambiar la realidad. Y la realidad es que me estoy quedando ciega y que eso no tiene arreglo -se cruzó de brazos con gesto decidido.

– Habría tenido que acudir a él mucho antes -añadió sin amargura-. Ahora es irreversible y va a peor. Lo máximo que puede proporcionarme ahora son seis meses de visión parcial y después… Le Mortoir, me guste o no, hasta que me muera -se calló un momento-. Aún podría vivir diez años más -dijo con aire reflexivo, como un eco de mis palabras a Reynaud.

Abrí la boca para rebatir sus palabras, para decirle que quizá las cosas no estaban tan mal como eso, pero volví a cerrarla.

– No me mire así, hija mía -Armande me dio un codazo de complicidad-. Después de un banquete de cinco platos lo que uno quiere es tomar café y licores, ¿no es verdad? No va a rematarlo con un plato de puré, ¿no le parece? ¿Cómo va a querer tomar otro plato?

– Armande…

– No me interrumpa -me dijo con ojos brillantes-. Lo que yo digo es que uno tiene que saber cuándo tiene que parar, Vianne. Debe reconocer el momento en que ha de apartar el plato y pedir los licores. Dentro de quince días cumpliré ochenta y un años.

– No son tantos… -protesté a pesar de mí misma-. No puedo creer que quiera renunciar a todo.

Me miró.

– ¡Y pensar que usted dijo a Guillaume que debía dejar a Charly morir con dignidad!

– ¡Usted no es un perro! -repliqué, esta vez enfadada.

– No -me dijo Armande con voz tranquila-, por eso puedo elegir.


Un sitio amargo, Nueva York, con todos sus incitantes misterios, un lugar frío en invierno y desbordante de calor en verano. Al cabo de tres meses hasta el ruido se te hace familiar, ni lo notas, porque los coches, las voces y los taxis se amalgaman de tal manera que se convierten en una capa única de sonidos que lo cubre todo como la lluvia. Cruzó la calle con una bolsa de la charcutería que sostenía con los brazos cruzados sobre el pecho, una bolsa de papel ocre que contenía nuestra comida de mediodía, y cuando íbamos a coincidir en el centro de la calzada, tras haberme descubierto ella desde la otra acera de una calle con mucho tráfico, con una valla publicitaria a su espalda y que anunciaba cigarrillos Marlboro y en la que se veía un hombre contra un paisaje de montañas rojas, lo vi acercarse. Abrí la boca para gritar, para avisarla… pero todo quedó parado. Fue un segundo, nada más que un segundo. ¿Fue el terror lo que me clavó como con una grapa la lengua en el velo del paladar? ¿O fue simplemente la lentitud de la reacción física ante la inminencia del peligro, el pensamiento que tarda una dolorosa eternidad hasta alcanzar el cerebro partiendo de la lenta respuesta de la carne? ¿O fue la esperanza, esa esperanza que es lo único que queda cuando ya se han arrancado de raíz todos los sueños, esto y la larga y lenta agonía del fingimiento?

«Claro, maman, claro, iremos a Florida. Claro que iremos a Florida.»

En su cara la sonrisa ha quedado congelada, sus ojos brillan demasiado, como el brillo de los fuegos artificiales del cuatro de julio.

«¿Qué haría yo, qué haría yo sin ti?»

«De acuerdo, maman. Haremos el viaje, te lo prometo. Confía en mí.»

El Hombre Negro está allí de pie, con una sonrisa fugaz, y por espacio de un interminable segundo sé que hay cosas peores, mucho peores que la muerte. Entonces la parálisis que me impide moverme desaparece y grito, pero el grito de advertencia ha llegado tarde. Ella vuelve la cara vagamente hacia mí, en sus labios pálidos flota una sonrisa -«¿qué pasa, cariño?»- y aquel grito que tal vez era su nombre se ha perdido con el lamento de los frenos…

¡Florida! Parece un nombre de mujer que resonara a través de la calle, la muchacha que sortea el tráfico y que, al correr, suelta las compras que ha hecho -los paquetes de comida que lleva entre los brazos, la leche en su envase de cartón-, el rostro contraído por una mueca. Parece un nombre, como si aquella mujer adulta que agoniza en la calle se llamase Florida, esa mujer que ya está muerta antes de que yo llegue a su lado, muerta con tranquilidad y sin dramatismo, por lo que me siento incómoda por haber armado tanto ruido. Y entonces una mujer inmensa que lleva un chándal rosa me echa sus rotundos brazos al cuello, sólo que lo único que yo siento ahora es alivio, como cuando te han abierto un forúnculo, y las lágrimas que derramo son de alivio, aunque amargo, ardiente, porque sé que por fin he llegado al final. He llegado al final intacta o casi.

– No llore -dijo Armande con voz suave-. ¿No era usted quien decía siempre que lo único que importa es la felicidad?

Me ha sorprendido tener húmedas las mejillas.

– Además, necesito su ayuda -pragmática como siempre, me ha tendido un pañuelo que se ha sacado del bolsillo. Olía a espliego-. El día de mi cumpleaños pienso dar una fiesta -ha dicho-. Ha sido idea de Luc. No importa lo que pueda costar. Quiero que usted se encargue de la comida.

– ¿Cómo? -me sentí confundida al ver que la conversación pasaba de la muerte a los festejos y volvía de nuevo a la muerte.

– Será como el último plato del banquete -me ha explicado Armande-. Tomaré el medicamento hasta ese día, me portaré como una niña obediente. Incluso me tomaré esa infusión asquerosa. Quiero celebrar mis ochenta y un años, Vianne, con todos mis amigos a mi alrededor. Hasta haré el esfuerzo, y que Dios me lo tenga en cuenta, de invitar a esa idiota de mi hija. Celebraremos ese festival suyo del chocolate por todo lo alto. Además… -encogió los hombros con indiferencia- no todo el mundo tiene mi misma suerte -ha observado-, tenga en cuenta que puedo planificarlo todo, limpiar todos los rincones. ¡Ah, y otra cosa!… -me dirigió una mirada que tiene la intensidad del láser-. ¡Ni una palabra a nadie! -me recomendó-. A nadie. No quiero que me vengan con cortapisas. Lo quiero así, Vianne. Es mi fiesta y no quiero que en mi fiesta haya lágrimas ni que nadie sufra. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza.

– ¿Prometido?

Era como hablar con una niña caprichosa.

– Prometido.

Su rostro tenía ese aire satisfecho que adopta cada vez que habla de buenos manjares. Se ha frotado las manos.

– Y ahora vamos a hablar del menú.

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