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Martes, 18 de marzo


Joséphine me ha comentado que estoy muy silenciosa cuando trabajamos juntas. Ya hemos preparado trescientas cajas de Pascua desde que pusimos manos a la obra y las tenemos cuidadosamente apiladas en la bodega, atadas con cintas, si bien me he propuesto dejar listas dos veces esta cantidad. Si las vendemos todas, haremos unos sustanciosos beneficios, tal vez los suficientes para establecernos aquí de manera definitiva. En caso contrario, no lo veo posible, pese a que la veleta, encaramada en su campanario, me hace llegar sus chirriantes risas. Roux ya se ha puesto a trabajar en la habitación destinada a Anouk en la buhardilla. El festival es un riesgo, pero nuestras vidas siempre han estado determinadas por este tipo de cosas. Y hemos hecho todos los esfuerzos posibles para que resultara un éxito. Hemos puesto carteles anunciando el festival hasta en sitios tan distantes como Agen y poblaciones circundantes. La radio local hablará de él todos y cada uno de los días de la Semana Santa. Habrá música -unos cuantos amigos de Narcisse han formado una banda-, flores, juegos. He hablado con algunos de los comerciantes del mercadillo de los jueves y me han dicho que instalarán puestos en la plaza, donde venderán chucherías y recuerdos. Se organizará una búsqueda de huevos de Pascua para los niños, capitaneada por Anouk y sus compañeros, y habrá cornets-surprise para todos los participantes. Y en La Céleste Praline habrá una estatua gigantesca de chocolate que representará a Eostre con una gavilla de cereales en una mano y una cesta de huevos en la otra, que después se romperán en pedacitos y se repartirán entre los asistentes. Faltan menos de dos semanas. Confeccionamos los delicados bombones de licor, los manojitos de pétalos de rosa, las monedas envueltas en papel dorado, las cremas de violeta, las cerezas de chocolate y los bollos de almendra en cochuras de cincuenta, que después dejamos reposar en sus bandejas de hojalata embadurnadas de mantequilla hasta que se enfrían. Los huevos y las figuras de animales están huecos y hay que abrirlos por la mitad y rellenarlos con estos preparados. Con huevos de azúcar de cáscara dura hacemos nidos de caramelo hilado, coronados con una rechoncha gallina clueca de chocolate. Formamos hileras de conejos moteados cargados de almendras doradas, preparados para envolverlos y empaquetarlos. En los estantes se alinean figurillas de mazapán. Toda la casa está impregnada de olores de esencia de vainilla, de coñac, de manzanas bañadas de caramelo y de chocolate amargo.

Y ahora hay que preparar, además, la fiesta de Armande. La fiesta se iniciará el sábado a las nueve, víspera del festival, y Armande celebrará su cumpleaños a medianoche. He hecho una lista con todo lo que Armande quiere encargar en Agen: foie gras, champán, trufas y chantrelles frescas de Burdeos, plateaux de fruits de mer del traiteur de Agen. Yo me encargaré de los pasteles y bombones.

– ¡Qué divertido! -exclama Joséphine, muy animada, desde la cocina cuando le doy detalles de la fiesta. Tengo que acordarme de la promesa que hice a Armande.

– Tú también estás invitada -le digo-. Me lo dijo ella.

Joséphine se pone colorada de satisfacción ante la sola idea de poder asistir a la fiesta.

– ¡Qué amable! -comentó-. Todo el mundo es muy amable conmigo.

Me hago la reflexión de que Joséphine no es nada rencorosa, siempre está dispuesta a ver amabilidad en todo el mundo. Ni Paul-Marie ha conseguido destruir su optimismo. Ella misma dice que en parte tiene la culpa de que su marido se comportase como lo hizo. En realidad, es un hombre esencialmente débil y ella habría debido cuadrársele hace mucho tiempo. Con una sonrisa declara el desprecio que le inspiran Caro Clairmont y sus amigas.

– Son estúpidas sin remedio -afirma con absoluta convicción.

Joséphine es un espíritu sencillo. Ahora está muy serena, en paz con el mundo. Al revés de lo que me ocurre a mí, que cada vez lo estoy menos, como obedeciendo a un perverso espíritu de contradicción. Pese a todo, la envidio. ¡Qué poco le ha costado llegar a este estado! Un poco de calor humano, algunos vestidos prestados y la seguridad que confiere tener una habitación propia… Como las flores, crece buscando la luz, sin cuestionarse ni pararse a reflexionar sobre el proceso que la impulsa a hacerlo. Me gustaría ser así.

Sin darme cuenta, vuelvo a acordarme de la conversación que sostuve el domingo con Reynaud. Su forma de comportarse sigue siendo un misterio para mí. Cuando lo veo trabajando en el jardín de la iglesia, cavando y limpiándolo a golpe de azadón con tal denuedo, no puedo por menos de decirme que hay en él como una especie de desesperación… Me he dado cuenta de que a veces, junto con los hierbajos, arranca también arbustos y flores, he visto que tiene la espalda empapada de sudor y que le forma un triángulo oscuro en la sotana. No le gusta el ejercicio. Y su cara, con los rasgos tensos debido al esfuerzo, como si odiase la tierra y las plantas, con las que parece pelearse. Se diría que es un avaro al que han condenado a echar en un horno a paletadas todos los billetes que constituyen su tesoro, se diría que padece hambre, hastío, que es víctima de una fascinación que siente en contra de su voluntad. Pero no cede. Mientras lo observo experimento una sensación de miedo que me resulta familiar, aunque no sé muy bien cuál es el motivo. Ese hombre, mi enemigo, es como una máquina. Al mirarlo me siento extrañamente expuesta a su escrutinio. Necesito hacer acopio de todo el valor para sostener su mirada, su sonrisa, para fingir naturalidad… Dentro de mí hay algo que grita y que pugna frenéticamente por escapar a él. Ya no es simplemente el asunto del festival del chocolate lo que le saca de quicio. Lo sé tan bien como si hubiera leído sus negros pensamientos. El mero hecho de que yo exista lo tiene encrespado. Para él soy una afrenta viva. En este mismo momento me está observando, lo hace disimuladamente desde el jardín donde está trabajando, sus ojos se desplazan de soslayo hacia el escaparate de la tienda y después vuelven a centrarse en su trabajo con secreta satisfacción. Desde el domingo no hemos vuelto a hablar, se figura que se ha apuntado un tanto contra mí. Como Armande no ha vuelto a La Praline, veo en su mirada que cree que el hecho se debe a su intervención en el asunto. Bueno, que lo crea si eso lo hace feliz.

Anouk me ha dicho que ayer Reynaud estuvo en la escuela y explicó a los niños el sentido que tiene la Pascua -paparruchas inofensivas, aunque me entra pánico sólo pensar que mi hija pueda caer bajo su influjo-, que les leyó una historia y les prometió que volvería. He preguntado a Anouk si había hablado con ella.

– ¡Oh, sí! -comentó con un aire despreocupado-. Es muy simpático. Me dijo que, si quería, podía ir a su iglesia y que de este modo la vería y vería el san Francisco que tiene y todos sus animalitos.

– ¿Y a ti te apetece ir?

Anouk se ha encogido de hombros.

– Quizá -dijo.

De noche, en las primeras horas de la madrugada, cuando todo parece posible y siento que me chirrían los nervios como las charnelas resecas de la veleta, me digo que mis miedos son absurdos. ¿Qué puede hacernos? ¿Cómo va a poder hacernos ningún daño aun suponiendo que se lo propusiera? Él no sabe nada. No puede saber nada sobre nosotras. No tiene ningún poder.

«Claro que lo tiene -me dice por dentro la voz de mi madre-. ¿No ves que es el Hombre Negro?»

Anouk se revuelve, inquieta, en sueños. Siempre sensible a los sentimientos que a mí me embargan, percibe cuando estoy despierta y lucha por despertarse ella también y por abrirse paso a través de una ciénaga de sueños. Respiro hondo hasta que ella se sumerge de nuevo en las profundidades.

El Hombre Negro es una invención, me digo con firmeza. Es la encarnación de unos miedos, oculta debajo de una cabezota de carnaval, es un cuento para la oscuridad de la noche, es la sombra que se percibe en una habitación desconocida.

A modo de respuesta, vuelvo a ver aquella misma escena, vívida como una diapositiva: Reynaud junto a la cama de un anciano, esperando, mientras sus labios se mueven en una oración y a su espalda fulguran las llamas cual la luz del sol entrevista a través de un cristal emplomado. No es una escena que me levante el ánimo. En la actitud del cura hay algo depredador, una cierta semejanza entre los dos rostros enrojecidos por el fulgor del fuego, el resplandor de las llamas que fulgura entre ellas encierra una oscura amenaza. Intento encontrar una explicación del hecho en mis conocimientos de psicología. Es una imagen del Hombre Negro como representación de la Muerte, un arquetipo que refleja el miedo que siento ante lo desconocido. Sin embargo, la explicación no me convence. Lo que hay en mí de mi madre me habla con más elocuencia.

«Tú eres mi hija, Vianne -me dice en un tono que tiene algo de inexorable-. Conoces el significado.»

Esto quiere decir que hay que partir cuando cambia el viento, quiere decir que hay que ver el futuro al volver una carta, que nuestras vidas son una huida permanente…

– Pero yo no soy un ser especial -casi no me doy cuenta de que he hablado en voz alta.

– ¿Maman? -la voz de Anouk suena pastosa y cargada de sueño.

– Sssss -le digo-. Todavía no es de día. Duerme un poco más.

– Cántame una canción, maman -murmura tendiendo la mano hacia mí en la oscuridad-. Vuelve a cantar la canción del viento.

Y yo me pongo a cantar y escucho mi voz que se impone a los leves sonidos de la veleta:


V’là l’bon vent, v’là l’joli vent,

V’là l’bon vent, ma mie m’appelle,

V’là l’bon vent, v’là l’joli vent,

V’là l’bon vent, ma mie m’attend.


Un momento después empiezo a oír la respiración acompasada de Anouk que me indica que está dormida. Todavía tiene su mano en la mía, una mano que el sueño hace laxa. Cuando Roux haya terminado el trabajo que hace en mi casa, Anouk volverá a tener una habitación para ella sola y las dos dormiremos más cómodamente. Esta noche me parece demasiado parecida a aquellas que mi madre y yo pasábamos en habitaciones de hoteles, envueltas en la humedad de nuestra respiración, mientras por el cristal de las ventanas resbalaban regueros de agua condensada y en la calle resonaban interminablemente los ruidos del tráfico.

– V’là l’bon vent, v’là l’joli vent…

Pero esta vez no será como las otras, me prometo en silencio. Esta vez vamos a quedarnos. Ocurra lo que ocurra. Sin embargo, a pesar de que vuelvo a deslizarme en el sueño, me veo considerando la idea, no con deseo sino también con escepticismo.

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