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Sábado, 15 de febrero


Sé que no es el día que acostumbro a venir, mon père, pero necesitaba hablar. La panadería se abrió ayer. Pero no es una panadería. Cuando me desperté ayer, a las seis de la mañana, ya habían retirado la tela de protección que la cubría, estaban colocados el toldo y los postigos y levantada la persiana arrollable del escaparate. Lo que antes era un caserón corriente y más bien destartalado, como tantos otros de por aquí, se había convertido en una especie de tarta roja y dorada que se recortaba sobre un deslumbrante fondo blanco. En los maceteros de las ventanas hay rutilantes geranios rojos y en torno a las barandillas se retuercen guirnaldas de papel crespón. Y coronándolo todo, un letrero de madera de roble en el que aparece el nombre de la tienda trazado con letra inglesa:


La Céleste Praline

Chocolaterie Artisanale


No puedo decir otra cosa: me parece una ridiculez. Una tienda como esta podría encajar en Marsella o en Burdeos… incluso en Agen, donde el comercio turístico está cada día más pujante. ¡Pero en Lansquenet-sur-Tannes! ¡Y nada menos ahora, al principio de la cuaresma, la época en que por tradición hay que privarse de todo! Parece una perversidad y, encima, deliberada. Esta mañana me he fijado en el escaparate. Hay un estante de mármol blanco, sobre el que se alinean una gran cantidad de cajas, paquetes, cucuruchos de papel de plata y de oro, rositas, campanas, flores, corazones y largas cintas rizadas y multicolores. Hay bandejas y campanas de vidrio llenas de bombones, pralinés, pezones de Venus, trufas, mendiants, frutas confitadas, ramos de avellanas, conchas de chocolate, pétalos de rosa confitados, violetas azucaradas… Todo protegido del sol por la persiana entrecerrada que sirve para tamizar la luz y hace que todo brille y reluzca profundamente como un tesoro oculto y recién descubierto, cueva de Aladino llena de deslumbrantes maravillas. Y en medio del escaparate, un magnífico centro: una casa de pan de jengibre con las paredes de pain d’épices recubierto de chocolate, con el detalle de sus tuberías de azúcar plateado y dorado que las recorren, sus baldosas de frutos secos bañados de chocolate, cada una con su fruta azucarada, sus curiosas parras de azúcar y chocolate que trepan por los muros y hasta sus pajarillos de mazapán que parecen cantar en árboles de chocolate… Y también la bruja, recubierta de chocolate negro desde la punta del sombrero hasta el borde de la larga capa, montada a horcajadas en el palo de una escoba que en realidad es una gigantesca rama de guimauve y con esos largos y retorcidos dulces de malvavisco que se ven colgados en los puestos de golosinas los días de carnaval… Desde la ventana de mi casa veo la suya, como un ojo que me hiciera un guiño con intención de conchabarse astutamente conmigo. Caroline Clairmont se ha saltado la promesa que hizo en cuaresma por culpa de esa tienda y de las cosas que vende. Ayer me dijo en confesión, con esa voz aniñada y jadeante que le sale cuando no cumple sus promesas de enmienda:

– ¡Oh, mon père, no sabe cuánto lo siento! Pero ¿qué quería usted que hiciese si esa mujer es tan encantadora y tan simpática? Quiero decirle que ni me di cuenta de lo que hacía hasta que ya fue demasiado tarde, aunque si alguien tuviera que privarse de chocolate… quiero decir que si me fijo en cómo se me han puesto las caderas este año pasado o esos dos años pasados me doy cuenta de que estoy como un globo y de veras que quisiera morirme…

– Dos aves.

¡Vaya con la mujer! Observo sus ojos golosos y ávidos a través de la celosía del confesionario. Finge disgusto ante mi brusquedad.

– ¡Sí, claro, mon père!

– Y recuerde por qué ayunamos en cuaresma. No lo hacemos por vanidad. Ni tampoco para impresionar a nuestros amigos. Ni para lucir las modas lujosas de la próxima temporada.

Me muestro brutal aposta, porque es lo que ella quiere.

– Sí, soy vanidosa, ¿verdad? -oigo un breve sollozo, ahogado delicadamente con la esquina de un pañuelo de batista-. No soy más que una mujer estúpida y vanidosa.

– Acuérdese de Nuestro Señor, de su sacrificio, de su humildad.

Encerrado en la reclusión de la oscuridad capto su perfume, un aroma de flores demasiado intenso. Me pregunto si la tentación será esto. Si lo es, yo soy de piedra.

– Cuatro aves.

Es realmente desesperante. Me desasosiega el alma, me la va erosionando poco a poco de la misma manera que, con los años, el polvo y los granos de arena que vuelan en el aire acaban por arrasar una catedral. Así se va minando mi resolución, mi alegría, mi fe. Lo que a mí me gustaría sería guiarlos a través de la tribulación, a través de ese erial. Y en cambio, esto. Esa larga procesión de embusteros, tramposos y glotones, que se engañan lamentablemente a sí mismos. La batalla del bien y el mal queda reducida al drama de una mujer gorda encandilada delante de unas golosinas de chocolate expuestas en el escaparate de una pastelería mientras va diciendo para sus adentros, lamentablemente indecisa: «Me lo como, no me lo como». El demonio es cobarde, no da la cara. Carece de consistencia, se desmigaja en un millón de partículas que van minando la sangre a través de tortuosos caminos y metiéndose en el alma. Tanto usted como yo nacimos demasiado tarde, mon père. El mundo recto y estricto del Antiguo Testamento me llama. En aquel entonces ya sabíamos dónde estábamos. Satanás se paseaba entre nosotros en carne y hueso, tomábamos decisiones difíciles, sacrificábamos a nuestros hijos en nombre del Señor. Amábamos a Dios, pero sobre todo lo temíamos.

No vaya a figurarse que censuro a Vianne Rocher. Casi ni pienso en ella. No es más que una de esas influencias contra las que tengo que luchar todos los días. Pero sólo pensar en aquella tienda, con su toldo carnavalesco, ese guiño contra la negación de uno mismo, contra la fe… Al volverme en la puerta para acoger a la congregación capto un impulso que me sale de dentro. «Pruébame. Saboréame. Cátame.» En un intervalo de silencio entre los versos de un himno oigo el claxon de la furgoneta de reparto que se ha parado delante. Y durante el sermón -¡durante el sermón, mon père!-, me paro a media frase porque estoy seguro de que he oído el crujido de unos envoltorios de caramelos…

Esta mañana he predicado con más severidad que de costumbre pese a que la congregación de fieles era reducida. Mañana lo pagarán. Mañana, domingo, cuando estén cerradas las tiendas.

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