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Viernes, 21 de febrero


Anoche volvió a hacer frío. La veleta de Saint-Jérôme estuvo girando y vacilando toda la noche, presa de angustiosa indecisión, frotando con chirrido estridente los oxidados hierros a manera de advertencia frente a los intrusos. La mañana se inició con una niebla tan espesa que hasta el campanario de la iglesia, a veinte pasos del escaparate de la tienda, parecía remoto y espectral, y la campana que llamaba a misa desgranaba sus tañidos en sordina, enguatados en algodón de azúcar, mientras se iban acercando los primeros feligreses con los cuellos subidos para resguardarse de la niebla, dispuestos a recibir la absolución.

Así que se ha bebido la leche que se toma por las mañanas, he enfundado a Anouk en su abrigo rojo y, haciendo caso omiso de sus protestas, le he calado un gorro peludo en la cabeza.

– ¿No quieres tomar nada para desayunar?

Ha negado con un gesto enfático de la cabeza pero ha cogido una manzana de una bandeja colocada junto al mostrador.

– ¿Y el beso?

El beso se había convertido en el ritual de todas las mañanas.

Echándome, marrullera, los brazos al cuello, me moja la cara de saliva y huye mondándose de risa; después me envió otro beso desde la puerta y echó a correr a través de la plaza. Yo he hecho como que estaba horrorizada y después me he secado la cara. Ella se ha reído con ganas, me sacó la lengua, una lengua pequeñita y puntiaguda, y me gritó: «¡Te quiero!» y se desvaneció de pronto igual que un haz de luz escarlata que se perdiera entre la niebla, llevando a rastras la mochila. Sé que no va a tardar ni treinta segundos en quitarse el gorro peludo de la cabeza y en esconderlo en el interior de la mochila, junto con los libros, los papeles y otros intempestivos recordatorios del mundo adulto. Por espacio de un segundo he visto de nuevo a Pantoufle, que la seguía dando saltos, pero en seguida he barrido esa imagen inoportuna. Sentí de pronto toda la soledad que me provoca su ausencia -¿cómo afrontaré todo un día sin ella?- y a duras penas he conseguido refrenar la urgente necesidad de llamarla.

Esta mañana he tenido seis clientes. Uno es Guillaume, que viene de la tienda del carnicero con un trozo de boudin envuelto en un papel.

– A Charly le gusta el boudin -me explica muy serio-. Últimamente come muy mal, pero estoy seguro de que esto le gustará.

– No olvide que usted también tiene que comer -le he recordado con voz suave.

– Sí, claro -me responde con una sonrisa dulce y como disculpándose-. Yo como cantidad, en serio -me dirige una súbita mirada de agobio-, aunque ya sé que estamos en cuaresm -continúa-, pero los animales no tienen que guardar la cuaresma, ¿no le parece?

Niego con la cabeza al ver su expresión de desaliento. Tiene una cara pequeña y de rasgos delicados. Es de esa clase de personas que parten las galletas por la mitad y se guardan un trozo para más tarde.

– Me parece que deberían cuidarse mejor los dos.

Guillaume rasca la oreja de Charly. El perro está apático, no muestra ningún interés por el contenido del paquete de la carnicería que tiene en la cesta colocada a su lado.

– Lo hacemos -dice con una sonrisa tan automática como la mentira-. De veras que lo hacemos -y apura su taza de chocolat espresso.

– Estaba buenísimo -me dice, como siempre-. La felicito, madame Rocher.

Hace tiempo que ya he desistido de pedirle que me llame Vianne. Su sentido del decoro se lo impide. Deja el dinero sobre el mostrador, se toca con la mano el viejo sombrero de fieltro y abre la puerta. Charly se enreda en sus pies y lo sigue, desviándose ligeramente hacia un lado. Así que la puerta se ha cerrado tras ellos, veo que Guillaume se agacha para recogerlo del suelo y se aleja con él en brazos.

A la hora de comer he tenido otra visita. La he reconocido al momento a pesar del abrigo masculino e informe, por su avispada cara de manzana de invierno que asomaba debajo del sombrero de paja negro y por las largas faldas negras que le cubren las pesadas botas de trabajo.

– ¡Madame Voizin! Pasaba usted por casualidad, ¿verdad? Déjeme que la invite.

Sus ojos centelleantes se pasean con mirada apreciativa de un lado a otro de la tienda. Me doy cuenta de que no se perdía detalle. Al final se detiene en la carta de especialidades escrita por Anouk:



Mueve afirmativamente la cabeza, como aprobando lo que veía.

– Hacía años que no estaba en un sitio como este -comenta-. Casi había olvidado que existieran este tipo de sitios.

Su voz dejaba traslucir su energía, había una fuerza en sus movimientos que desmentía su edad. Su boca se torcía en un mohín gracioso que me recordaba a mi madre.

– En otro tiempo me encantaba el chocolate -declara.

Mientras yo le lleno de mocha un vaso largo con un chorretón de kahlua en la espuma observo que mira con desconfianza los taburetes arrimados al mostrador.

– No querrá que me encarame en una cosa de estas, digo yo.

Me echo a reír.

– De haber sabido que venía habría tenido preparada una escalera. Aguarde un momento -entro en la cocina y saco la vieja silla naranja de Poitou-. Pruebe esta.

Armande se deja caer pesadamente en la silla y ase el vaso con ambas manos. Su avidez es la propia de una niña pequeña, le brillan los ojos, tiene una expresión arrobada.

– Mmmmm… -era un sonido que reflejaba algo más que simple apreciación, era casi reverencia-… mmmm…

Tenía los ojos cerrados mientras paladeaba la bebida. Su placer casi infundía miedo.

– ¡Es fabuloso!, ¿verdad? -hace una pausa momentánea y sus ojos se entrecierran mientras se sumía en la delectación-. Hay crema y… cinamomo, creo… ¿y qué más? ¿Tía María?

– Más o menos -le respondo.

– Lo prohibido siempre sabe mejor -declara Armande, secándose muy satisfecha la espuma que se le había quedado en los labios-. Pero esto… -toma otro sorbo con avidez-. Que yo recuerde, jamás había tomado una cosa tan buena como esta, ni siquiera cuando era niña. Yo diría que esto tendrá diez mil calorías como mínimo. O más.

– ¿Y por qué tendría que estar prohibido? -pregunto movida por la curiosidad.

Era pequeña y redonda como una perdiz, no tenía nada que ver con su hija, tan preocupada por su apariencia.

– ¡Por los médicos! -dice Armande con un cierto desdén-. Ya sabe cómo son. Son capaces de decir cualquier cosa -hace una pausa para sorber a través de la paja-. ¡Oh, esto es estupendo! ¡Bueno de verdad! Caro hace años que intenta ingresarme en algún sitio. No le gusta eso de tenerme junto a la puerta de su casa. No le gusta que le recuerden sus orígenes -se ha permitido soltar una risita-. Dice que estoy enferma, que no estoy en condiciones de cuidarme. Me envía a ese médico torpe que ella tiene para que me diga qué puedo y qué no puedo comer. ¡Cualquiera diría que quieren que viva eternamente!

Sonrío.

– Estoy convencida de que Caroline se preocupa por usted -digo.

Armande me lanza una mirada burlona.

– ¿Lo dice en serio? -suelta una risotada-. ¡No me venga con estas cosas, cariño! Usted sabe perfectamente que a mi hija lo único que le preocupa es su persona. No soy tonta -hace una pausa al tiempo que fruncía los ojos y me lanzaba una mirada desafiante-. Lo que a mí me importa es el chico -añade.

– ¿El chico?

– Luc, se llama Luc. Mi nieto. Cumplirá catorce años en abril. Seguro que lo ha visto en la plaza.

Lo recordaba vagamente, un muchacho apagado, excesivamente correcto, con pantalones de franela muy planchados y americana de tweed. Tenía unos ojos de un gris verdoso debajo de un flequillo lacio. Afirmo con la cabeza.

– Lo he hecho beneficiario de mi testamento -continúa Armande-. Medio millón de francos, que le dejo en fideicomiso hasta el día que cumpla dieciocho años -se encoge de hombros-. Yo no lo veo nunca -añade sin más-, Caro no lo consentiría.

Sí, los había visto. Ahora lo recordaba. El chico daba el brazo a su madre camino de la iglesia. Era el único muchacho de Lansquenet que no había comprado nunca golosinas en La Praline, aunque me parecía haberlo visto una o dos veces parado delante del escaparate.

– La última vez que vino a verme tenía diez años -la voz de Armande se vuelve extrañamente monocorde-. En lo que a él toca, es como si hiciera cien años -se termina el chocolate y deja el vaso en el mostrador con un golpe final de remate-. Recuerdo que era su cumpleaños. Le regalé un libro de poemas de Rimbaud. Estuvo muy… educado -lo dice con amargura-. Desde entonces lo he visto varias veces por la calle, como es natural -añade-. No puedo quejarme.

– ¿Por qué no va a verlo a su casa? -le pregunto llena de curiosidad-. ¿Por qué no sale con él, no habla con él, no se hacen amigos?

Armande ha hecho un gesto negativo con la cabeza.

– Caro y yo no nos tratamos -de pronto su voz se ha vuelto quejumbrosa; al desaparecer la sonrisa de su rostro, la había abandonado también aquella sensación ilusoria de juventud y de pronto me pareció horriblemente vieja-. Se avergüenza de mí. Sabe Dios qué le habrá contado al chico -hace unos movimientos disuasorios con la cabeza-. No, es demasiado tarde. Lo veo por la cara del chico… siempre tan educado él… y tan educadas también esas felicitaciones de Navidad que no quieren decir nada. Un chico con tan buenas maneras… -su sonrisa era amarga-… tan educado y con tan buenas maneras…

Se vuelve hacia mí, ahora con una sonrisa deslumbrante.

– Si por lo menos yo supiera lo que hace… -dice-… supiera qué lee, qué equipos apoya, quiénes son sus amigos, qué rendimiento tiene en la escuela. Si pudiera saber todo esto…

– ¿Qué?

– Ya sé que podría engañarme… -veo por espacio de un segundo que está al borde de las lágrimas. Después se calla, hace un esfuerzo, como si tratara de hacer acopio de voluntad-. ¿Sabe que me parece que me tomaría otro de esos chocolates especiales que usted prepara? ¿Me tomo otro? -lo dice como una baladronada, lo que ha provocado en mí una indecible admiración.

Me gustaba que, a pesar de la pena que sentía, todavía pudiera dárselas de rebelde y que, al apoyar los codos en el mostrador para sorber el chocolate, mostrara aquella especie de jactancia en sus movimientos.

– Sodoma y Gomorra sorbidas a través de una paja. Mmmmm. Es como si me acabara de morir y fuera directa al cielo. De todos modos, no me falta mucho.

– Si usted quisiera, yo podría encargarme de darle noticias de Luc y de transmitirle las de usted.

Armande considera esta posibilidad en silencio. Me doy cuenta de que me observa por debajo de los párpados. Y que está de acuerdo.

Por fin habla.

– A todos los jóvenes les gustan las golosinas, ¿verdad? -hablaba como sin dar importancia a lo que decía, pero yo asiento-. Y supongo que sus amigos vienen por la tienda, ¿no?

Le digo que no estaba demasiado segura de conocer a sus amigos, pero que la mayoría de los niños del pueblo entraban y salían regularmente de la tienda.

– Yo podría volver aquí -decide Armande-. Me gusta su chocolate, pese a que sus taburetes son terribles. Incluso podría convertirme en una cliente habitual.

– Aquí será siempre bienvenida -le digo.

Se produce otro silencio. He comprendido que Armande Voizin hace las cosas a su manera y cuando se le antoja, que se niega a que la presionen o le den consejos. Así pues, le dejo tiempo para pensar.

– Mire… ahí tiene.

Había tomado la decisión y no había vuelta de hoja. Con un gesto brioso, golpea el mostrador con un billete de cien francos.

– Pero yo…

– Si lo ve, déle una caja de lo que más le guste. Y no le diga que la he pagado yo.

Yo tomo el billete.

– Y no deje que su madre la sonsaque. Probablemente ya está al acecho, ya está propalando chismes con ese aire de superioridad que gasta. Hija única y tenía que convertirse en una de las Hermanas del Ejército de Salvación de Reynaud -se le fruncen los ojos en un gesto malicioso que forma unos curiosos hoyuelos en sus redondas mejillas-. Ya circulan algunos rumores sobre usted -dice-. Ya puede imaginárselos. Si se relaciona conmigo no hará más que empeorar las cosas.

Me echo a reír.

– Saldré del paso.

– Seguro que sí -me mira de pronto de manera abierta; el tono burlón había desaparecido de su voz-. Hay algo en usted… -murmura con voz suave-… algo que me resulta familiar. No creo que nos conociéramos ya el día que nos encontramos en Les Marauds, ¿verdad?

Lisboa, París, Florencia, Roma. ¡Tanta gente! ¡Tantísimas vidas que se entrecruzan con la nuestra, con las que coincidimos un momento fugaz, barrido por la enloquecedora trama de nuestro itinerario! Pero no creo que nos conociéramos.

– Y ese olor… esa especie de olor a quemado, ese rastro que deja el rayo diez segundos después de descargarse un día de verano. Ese perfume que dejan las tormentas de estío, los campos de trigo después de la lluvia -su rostro estaba arrobado, sus ojos parecían buscar los míos-. ¿Verdad que sí? ¿Verdad que es lo que he dicho? ¿Verdad que usted es lo que es?

Otra vez aquella palabra.

Se echa a reír con aire divertido y me coge la mano. Su piel era fría, aquello no era carne, eran hojas. Me da la vuelta a la mano para examinarme la palma.

– ¡Lo sabía! -ha recorrido con el dedo la línea de la vida, la línea del corazón-. ¡Lo supe en cuanto la vi! -y, como hablando consigo misma, con la cabeza baja y con voz apenas audible, un simple hálito sobre mi mano, dice-: Lo sabía, lo sabía. Pero jamás hubiera imaginado encontrármela aquí, en este pueblo.

De pronto levanta los ojos y me dirige una mirada cargada de desconfianza.

– ¿Reynaud lo sabe?

– No estoy segura.

Le he dicho la verdad. Que no sabía de qué hablaba. Pero también yo podía olerlo: olor a vientos cambiantes, aquel aire de revelación. Un aroma lejano de fuego y ozono. El chirrido de mecanismos que han estado mucho tiempo ociosos, la máquina infernal de la sincronía. O quizá Joséphine tenía razón y Armande estaba loca. Después de todo, veía a Pantoufle.

– Que Reynaud no lo sepa -me ha dicho con un centelleo de sus ávidos ojos-. Ya sabe quién es, ¿verdad?

La he mirado fijamente. Debía de haber imaginado lo que me diría entonces. O tal vez nuestros sueños se habían tocado un momento en aquellas noches en que estábamos en fuga.

– «Es el Hombre Negro.»

Reynaud es como una carta mala. Una y otra vez. Risas en las bambalinas.


Mucho después de haber acostado a Anouk me pongo a leer las cartas de tarot de mi madre por primera vez desde su muerte. Las tengo guardadas en una caja de madera de sándalo y son suaves al tacto, impregnadas del perfume de su recuerdo. Las aparto de mí un momento sin decidirme a leerlas, turbada por la cascada de asociaciones que me trae su aroma: Nueva York, puestos de perritos calientes sobre los que aletea una nube de vapor, el Café de la Paix y sus camareros de inmaculado atuendo, una monja comiendo un helado fuera de la catedral de Notre-Dame, habitaciones de hoteles donde pasamos una noche, porteros desabridos, gendarmes suspicaces, turistas curiosos… Y por encima de todas estas cosas, ese algo innombrable, ese algo implacable de lo que huíamos.

Pero yo no soy mi madre. Yo no soy una fugitiva. Sin embargo, esa necesidad de ver y de saber es tan poderosa que me empuja a sacar las cartas de la caja donde las guardo y a desplegarlas, tal como ella hacía, a la vera de la cama. Echo una mirada atrás para comprobar que Anouk duerme. No querría que advirtiese mi inquietud. Las barajo, corto, barajo de nuevo, vuelvo a cortar hasta que me quedan cuatro cartas: Diez de espadas, muerte. Tres de espadas, muerte. Dos de espadas, muerte. El Carro, muerte.

El Ermitaño. La Torre. El Carro. Muerte.

Pero estas son las cartas de mi madre. No tienen nada que ver conmigo, me digo, pese a que me cuesta muy poco identificar al Ermitaño. Pero ¿y la Torre? ¿Y el Carro?

¿Y la Muerte?

La carta de la Muerte, me dice por dentro la voz de mi madre, no siempre pronostica la muerte física de la persona, sino que puede presagiar también la muerte de una forma de vida. Un cambio. Un giro del viento. ¿Será esto lo que significa?

No creo en las artes adivinatorias. Por lo menos no en la forma en que ella las practicaba, como una manera de rastrear los fortuitos caminos que vamos a recorrer. No como excusa de la inacción, una muleta cuando las cosas van de mal en peor, un intento de racionalizar el caos que llevamos dentro. Oigo ahora su voz; suena igual que entonces en el barco, la fuerza de mi madre transformada en pura cabezonería, su buen humor en aciaga desesperación.

«¿Y Disneylandia? ¿A ti qué te parece? ¿Los cayos de Florida? ¿Y los Everglades? Nos queda tanto por ver en el Nuevo Mundo, tantas cosas en las que ni siquiera hemos soñado… ¿No crees que es esto? ¿No es esto lo que dicen las cartas?»

La Muerte estaba entonces en todas las cartas, la Muerte y el Hombre Negro, que ya habían empezado a ser una sola y misma cosa. Huíamos de él y él nos seguía, metido en una caja de madera de sándalo.

A manera de antídoto yo leía a Jung y a Hermann Hesse y así me instruía acerca del inconsciente colectivo. La adivinación es un procedimiento para decirnos lo que ya sabemos. Lo que tememos. Los demonios no existen, sólo hay un conjunto de arquetipos que todas las civilizaciones tienen en común. El miedo a la pérdida: la Muerte. El miedo al desalojo: la Torre. El miedo a la transitoriedad: el Carro.

Pero mi madre murió.

Dejo con ternura las cartas en su caja perfumada. Adiós, madre. Aquí termina nuestro viaje. Aquí es donde nos quedamos, dispuestas a hacer frente a lo que puedan depararnos los vientos. No volveré a leer las cartas.

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