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Miércoles, 26 de marzo


Siguen sin llegar noticias de Muscat. Joséphine permaneció en La Praline casi todo el domingo, pero ayer por la mañana decidió volver al café. Esta vez la acompañó Roux, pero lo único que encontraron fue el caos en que había quedado todo. Al parecer se confirman los rumores. Muscat ha desaparecido. Roux, que ya ha terminado la nueva habitación que espera a Anouk en el desván, se ha puesto a trabajar ahora en el café. Ha colocado cerraduras nuevas en la puerta, ha arrancado el viejo linóleo del suelo y ha retirado de las ventanas las mugrientas cortinas. Cree que con un poco de esfuerzo -una capa de cal en las ásperas paredes, unas ligeras pinceladas en los baqueteados muebles y agua y jabón en abundancia- el bar podría convertirse en un lugar acogedor y agradable. Se ofreció a hacer el trabajo de balde, pero Joséphine no quiere ni oír hablar del asunto. Muscat, como no podía ser de otro modo, ha dejado a cero la cuenta que tenía conjuntamente con su mujer, pero Joséphine tiene algo de dinero propio y está segura de que el nuevo café será un éxito. Se ha retirado el deslucido letrero que durante los últimos treinta y cinco años ha anunciado el nombre del bar -Café de la République- y en su lugar se ha colocado un flamante toldo rojo y blanco, gemelo del mío, y un letrero pintado a mano procedente del almacén de Clairmont que reza Café des Marauds. Narcisse ha plantado geranios en las macetas de hierro forjado de las ventanas, que desbordan las paredes y cuyas flores escarlata estallan bajo el repentino calor. Armande contempla la casa con mirada de aprobación desde su jardín al pie de la colina.

– Es una buena chica -me dice súbitamente con sus maneras bruscas-. Se abrirá camino en la vida ahora que se ha sacudido a aquel indeseable de encima.

Roux se ha instalado provisionalmente en una de las habitaciones del bar, en tanto que Luc, para contrariedad de su madre, ha ocupado aquella donde él dormía en casa de Armande.

– No es sitio para ti -le espeta Caro con voz chillona.

Estoy en la plaza cuando salen de la iglesia, él con su traje de los domingos y ella con otro más de sus innumerables conjuntos color pastel y un pañuelo de seda sobre los cabellos.

La respuesta del chico es cortés pero inamovible.

– Sólo hasta la fi-fiesta -le dice-. No tie-tiene a nadie que se ocupe de ella. Po-podría tener otro ataque.

– ¡Todo eso son cuentos! -dice su madre en tono tajante-. ¿Sabes lo que pretende? Quiere poner una cuña entre los dos. Te prohíbo, escucha bien lo que te digo, te prohíbo que te quedes con ella esta semana. Y en cuanto a esa ridícula fiesta…

– No creo que debas pro-prohibirme nada, ma-maman.

– ¿Se puede saber por qué? No sé si lo sabes, pero eres mi hijo, nene, o sea que no te quedes ahí diciéndome que piensas obedecer a esa vieja loca antes que a mí.

La rabia llena sus ojos de lágrimas, le tiembla la voz.

– De acuerdo, maman -parece que toda esta exhibición no lo ha afectado en lo más mínimo, aunque rodea la espalda de su madre con el brazo-. No durará mucho tiempo. Sólo hasta la fiesta. Te lo pro-prometo. Tú también estás invi-vitada, ¿sabes? Ella se pondría muy contenta si vi-vinieras.

– Pero es que yo no quiero ir -dice con voz desdeñosa y lastimera a la vez, como una niña cansada.

– No vayas si no quieres -acepta con resignación, pero después no te que-quejes si no te hace caso cuando le pidas algo.

Se queda mirándolo.

– ¿Qué quieres decir?

– Me refiero a que yo po-podría hablar con ella, con-convencerla -ese chico es muy listo y conoce a su madre, la entiende más de lo que ella se figura-. Yo podría dar-darle la vuelta -dice-. Pero si no quieres probar…

– Yo no he dicho eso -obedeciendo a un impulso súbito, también ella lo rodea con los brazos-. Tú eres mi niño inteligente -dice, ya recobrada la compostura-. Tú podrías conseguirlo, ¿verdad? -le da un beso ruidoso en la mejilla y él lo acepta con paciencia-. Mi niño bueno e inteligente -le repite con voz dulce y se van paseando juntos y cogidos del brazo, el chico ya más alto que su madre y ella observándolo con la mirada atenta y tolerante que se dirige a un hijo casquivano.

Pero él sabe de qué va.

Como Joséphine está ocupada con sus asuntos, actualmente tengo poca ayuda en los preparativos de Pascua. Suerte que ya tengo casi todo el trabajo ultimado y sólo me quedan unas pocas docenas de cajas. Trabajo por las noches y me dedico a hacer pasteles y trufas, campanas de pan de jengibre y pains d’épices dorados. Echo de menos el leve toque de Joséphine para los envoltorios y adornos, pero Anouk me ayuda lo mejor que puede y se dedica a ahuecar los ringorrangos de celofán y a prender rosas de seda en innumerables bolsitas.

He cubierto el escaparate mientras preparo los artículos que expondré el domingo, por lo que la tienda se parece bastante a como era cuando llegamos, con la hoja de papel de plata cubriendo todo el cristal. Anouk la ha decorado con recortes de papel de colores que representan huevos y diversos animales y en el centro hay un gran letrero que anuncia:


GRAN FESTIVAL DEL CHOCOLATE

Domingo, Place Saint-Jérôme.


Como han empezado las vacaciones escolares, la plaza está llena de niños que se acercan a la tienda y aplastan las narices contra el cristal con la esperanza de atisbar los preparativos.

Ya he recibido encargos por valor de ocho mil francos -algunos de lugares tan apartados como Montauban y Agen- y siguen llegando, razón por la cual la tienda rara vez está vacía. Creo que la campaña promovida por Caro se encuentra en punto muerto. Guillaume me dice que Reynaud ha comunicado a la congregación de feligreses que el festival del chocolate goza de su apoyo incondicional pese a los rumores propagados por malévolos chismosos. A pesar de esto, a veces lo veo observándome desde su pequeña ventana con ojos ávidos y cargados de odio. Sé que no me quiere bien, pero en cierto modo el veneno que destilaba parece haberse secado. Hago unas preguntas a Armande, que sabe más de lo que dice, aunque se limita a mover negativamente la cabeza.

– ¡Huy, son cosas que ocurrieron hace mucho tiempo! -me dice con aire deliberadamente vago-. Mi memoria ya no es lo que era.

Rompe a hablar, en cambio, de todos los detalles del menú que he planeado para la fiesta, disfrutando por adelantado de todo lo que le espera. Desborda sugerencias: brandade truffée, vol-aux-vents aux trois champignons cocidos en vino, acompañados de crema con chantrelles silvestres como guarnición, langoustines asados con ensalada de ruca, cinco tipos diferentes de pastel de chocolate, todos ellos favoritos suyos, helado de chocolate de confección casera… Le brillan los ojos llenos de deleite y de malicia.

– Yo no fui nunca a fiestas cuando era joven -me explica-. Ni a una sola. Una vez fui a bailar a Montauban con un chico que venía de la costa. ¡Uf! -hace un gesto lascivo muy expresivo-. Moreno como la melaza el chico, e igual de dulce. Tomamos champán y sorbete de fresa y bailamos… -lanza un suspiro-. Tendría que haberme visto, Vianne. No le parecería la misma. Para camelarme me dijo que me parecía a Greta Garbo y los dos hicimos como que nos lo tragábamos -soltó una risita por lo bajo-. Por supuesto que no era de los que se casan -dijo con aire filosófico-. Ésos no lo son nunca.

Ahora me paso casi todas las noches en blanco, veo bailar bombones ante mis ojos. Anouk ya duerme en su nueva habitación del desván y yo sueño despierta, dormito, me despierto en pleno sueño, dormito de nuevo hasta que los párpados se me iluminan con la falta de sueño y toda la habitación empieza a dar vueltas a mi alrededor como un barco que navegase. Sólo falta un día, me digo. Un día más.

Anoche me levanté y cogí las cartas de la caja donde prometí que las tendría guardadas. Las noté frías al tacto, frías y lisas como el marfil, sus colores se desplegaban en las palmas de mis manos -azul-morado-verde-negro-, los dibujos familiares se deslizaban tan pronto entrando como saliendo de mi campo de visión, eran como flores presionadas entre dos negras hojas de vidrio. La Torre. Muerte. Los Amantes. Muerte. El Seis de Espadas. Muerte. El Ermitaño. Muerte. Me digo que no significan nada. Mi madre creía en las cartas pero ¿adónde la llevaron? A correr, a correr. La veleta de Saint-Jérôme ahora guarda silencio, fantasmagóricamente quieta. El viento se ha calmado. Me intranquiliza más la quietud que el chirrido del hierro oxidado. El aire es cálido y suave, impregnado de los nuevos aromas del verano que ya se acerca. El verano llega rápidamente a Lansquenet siguiendo la estela de los vientos de marzo, el verano huele a circo, a serrín, a fritanga de harina pastelera, a leña verde recién cortada y a excrementos de animales. Dentro de mí, mi madre me dice en un murmullo: «Es tiempo de cambiar». La casa de Armande tiene las luces encendidas, desde aquí veo el pequeño cuadrado amarillo de la ventana proyectando su luz ajedrezada sobre el Tannes. Me pregunto qué estará haciendo. No me ha expuesto abiertamente sus planes desde aquella vez. En lugar de ello me habla de recetas de cocina, de la mejor manera de esponjar el bizcocho, de la proporción de azúcar y alcohol para macerar cerezas en coñac. Busco en mi diccionario médico su estado de salud. La jerga médica es una forma más de evasión, oscura e hipotética como los dibujos de las cartas. Parece inconcebible que puedan aplicarse esas palabras a la carne humana. Su vista va mermando de forma ostensible, en su campo de visión ya flotan islotes de oscuridad que lo motean todo, lo salpican y desdibujan. Las tinieblas acechan.

Comprendo su situación. ¿Por qué debe luchar para preservar por más tiempo una condición condenada a lo inevitable? El temor al despilfarro -aquella idea de mi madre, nacida como resultado de años de ahorros e incertidumbres- es aquí inapropiado, me digo. Aquí cuadra mejor el gesto estrafalario, la explosión, primero luces deslumbrantes y después la oscuridad súbita. Sin embargo, hay algo en mí que se lamenta de manera infantil -¡no, no hay derecho!-, quizás esperando aún el milagro. Una vez más, la idea de mi madre. Armande sabe mejor que yo lo que se lleva entre manos.

En las últimas semanas -la morfina empezaba a invadir todos sus momentos y sus ojos estaban sumidos en perpetua neblina- ya comenzó a estar desconectada de la realidad durante horas, y revoloteaba entre fantasías como una mariposa entre flores. Algunas eran agradables, sueños en los que flotaba, luces, encuentros extracorpóreos con actores de cine muertos y con seres de planos etéreos. Algunas estaban entreveradas de paranoia. De ellas no estaba nunca lejos el Hombre Negro, siempre acechaba desde las esquinas o estaba sentado en la ventana de algún restaurante popular o detrás del mostrador de una tienda de baratijas. A veces era un taxista, conducía uno de esos armatostes negros que aún se ven en Londres y llevaba una gorra de béisbol con la visera bajada sobre los ojos. Llevaba escrita en la gorra la palabra TRAMPOSOS, decía ella, debido a que iba tras aquellos que lo habían burlado en otros tiempos, aunque no de manera definitiva, no para siempre, según decía moviendo sabiamente la cabeza, no para siempre. En el curso de uno de sus conjuros, mi madre sacó una cartera de plástico amarillo y me la mostró. Estaba repleta de recortes de periódico, la mayoría fechados a finales de los sesenta o principios de los setenta. Casi todos estaban en francés, aunque había algunos en italiano, alemán y griego. Todos trataban de raptos, desapariciones y ataques a niños.

– ¡Es tan fácil! -afirmó con ojos desorbitados y mirada perdida-. Hay espacios muy dilatados donde es muy fácil perder a un niño. Es tan fácil perder a una niña como tú… -parpadeó como si se le nublase la vista. Yo le di unas palmadas en la mano para tranquilizarla.

– ¡Está bien, está bien, maman! -le dije-. Pero tú siempre has estado atenta conmigo. Tú te has ocupado siempre de mí y por eso no me he perdido nunca.

Volvió a parpadear.

– ¡Oh, sí! Tú te perdiste una vez -me dijo con una mueca-. Tú te perdiste -su mirada vagó por el espacio, en su cara había una sonrisa o una mueca, su mano era un manojo de ramas secas que yo asía con la mía-. ¡Te perdiste! -repitió con voz acongojada y seguidamente se echó a llorar. La consolé como pude y volví a guardar los recortes de periódico en su escondrijo. Al hacerlo me di cuenta de que varios se ocupaban del mismo caso: la desaparición en París de Sylviane Caillou, una niña de dieciocho meses. Su madre la había dejado desatendida dos minutos en su cochecito, perfectamente sujeta con una correa, mientras ella entraba en una farmacia y, al volver, la niña había desaparecido. Había desaparecido igualmente la bolsa donde llevaba la ropa de repuesto y sus juguetes, un elefante de peluche de color rojo y un osito marrón.

Mi madre observó que yo leía la noticia y volvió a sonreír.

– Creo que entonces tenías dos años -dijo con voz marrullera-, o casi. Y aquella niña era mucho más guapa que tú. No puedes ser tú, ¿no te parece? Y además, yo era mejor madre que la suya.

– ¡Claro que sí! -dije-. Tú eras una buena madre, una madre maravillosa. No te preocupes. Tú jamás habrías hecho nada que me pusiera en riesgo.

Mi madre se limitó a moverse con un balanceo y sonrió.

– Su madre era una descuidada -dijo con un canturreo-, una descuidada y nada más que eso. No se merecía una niña tan guapa como aquella, ¿no crees?

Le di la razón con un gesto de la cabeza y de pronto sentí frío.

Con voz infantil me preguntó:

– No he sido mala contigo, ¿verdad, Vianne?

Me estremecí. Los recortes de periódico eran rasposos al tacto.

– No -la tranquilicé-. No fuiste mala.

– Yo te cuidé, ¿verdad? No te abandoné nunca. Ni siquiera cuando el cura aquel dijo… dijo lo que dijo. ¡Nunca!

– No, maman. Tú no me abandonaste nunca.

El frío de pronto me había dejado paralizada, me hacía difícil pensar. No podía sacarme de la cabeza aquel nombre tan parecido al mío, ni tampoco las fechas… ¿Acaso no recordaba aquel oso y aquel elefante, el peluche tan gastado que había acabado por convertirse en una tela roja y pelada, transportados incansablemente de París a Roma, de Roma a Viena…?

Sin duda que podía tratarse de una más de sus fantasías. Hubo otras, como la serpiente escondida en la ropa de la cama y la mujer de los espejos. Podía ser un engaño. En la vida de mi madre había muchas cosas así. Y además, había pasado tanto tiempo que ahora, ¿importaba ya algo?

A las tres me he levantado. La cama estaba caliente y llena de bultos. El sueño vagaba a un millón de kilómetros de distancia. He encendido una vela y la he llevado a la habitación vacía de Joséphine. Las cartas de mi madre volvían a estar en el antiguo sitio de siempre, metidas en su caja, y se deslizaban ágiles entre mis dedos. Los Amantes. La Torre. El Ermitaño. Muerte. Sentada con las piernas cruzadas en el suelo desnudo, las he barajado con algo más que mera pereza. La Torre con la gente que cae de ella, muros que se desmoronan, cosas que entiendo. Es mi constante miedo a tener que cambiar de sitio, el miedo a los caminos, a la desposesión. El Ermitaño con su capucha y su farol se parece mucho a Reynaud, su rostro taimado está medio oculto en las sombras. A la Muerte la conozco muy bien, por lo que abro los dedos ante la carta -¡fuera!- haciendo el antiguo gesto automático. Pero, ¿y los Amantes? He pensado en Roux y Joséphine, tan parecidos sin saberlo, y no he podido evitar una punzada de envidia. Sin embargo, me acomete la convicción repentina de que la carta no me ha librado todos sus secretos. La habitación se ha impregnado de perfume de lilas. Tal vez haya roto el tapón de uno de los frascos de mi madre. Pese al frío de la noche me siento inundada de calor, hay vetas de calor que me penetran en el estómago. ¿Roux? ¿Roux?

Vuelvo precipitadamente la carta con dedos temblorosos.

Un día más. Sea lo que fuere lo que tenga que venir puede esperar un día más. Vuelvo a barajar las cartas pero carezco de la destreza de mi madre y se me deslizan de las manos, se desparraman sobre las tablas de madera. El Ermitaño cae boca arriba. A la luz de la vela parpadeante se parece más a Reynaud que nunca. Su cara dibuja una mueca agresiva entre las sombras. «Encontraré el camino -me dice con expresión taimada-, te figuras que has salido vencedora, pero yo encontraré el camino.» Noto su maldad en las yemas de los dedos.

Mi madre lo habría llamado una señal.

De pronto, obedeciendo a un impulso que sólo entiendo a medias, cojo el Ermitaño y lo acerco a la llama de la vela. La llama coquetea un instante con la carta tiesa hasta que la superficie comienza a arrugarse. La cara pálida esboza una mueca y se ennegrece.

– ¡Ya te enseñaré yo! -le digo con un hilo de voz-. Trata de meter las narices en esto y verás…

Un lengüetazo de fuego prende de forma alarmante y suelto la carta, que cae sobre las tablas. La llama se extingue y desparrama chispas y ceniza sobre la madera.

Siento una gran alegría.

«¿Y ahora quién cambia las cosas, madre?»

Esta noche, sin embargo, no puedo sacarme de la cabeza la sensación de que en cierto modo me han manipulado, me he visto empujada a revelar algo que habría hecho mejor dejando en su sitio. No he hecho nada, me digo. No había malicia.

Pero esta noche no me puedo sacar esta idea de la cabeza. Me siento ligera, ingrávida como pelusilla de asclepiadea que un viento cualquiera puede llevarse volando.

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