Jueves, 20 de febrero
La esperaba. Con su abrigo escocés, el cabello peinado para atrás sin pretensión personal alguna, las manos diestras y nerviosas como las de los pistoleros. Era Joséphine Muscat, la mujer que vi en día de carnaval. Ha esperado a que salieran de mi establecimiento mis clientes habituales -Guillaume, Georges y Narcisse- antes de decidirse a entrar, las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos.
– Un chocolate caliente, por favor.
Se ha sentado de forma inestable ante el mostrador y se ha puesto a hablar en voz baja, como si conversara con los vasos vacíos que todavía no me había dado tiempo a retirar.
– ¡No faltaba más!
No le he preguntado cómo lo quería, pero se lo he servido con virutas de chocolate y chantilly, adornado con dos cremas de café a un lado. Se ha quedado mirando el tazón con los ojos entrecerrados y después lo ha tocado con dedos inseguros.
– El otro día olvidé pagar una cosa -ha dicho con fingida naturalidad.
Tiene los dedos largos, curiosamente delicados pese a las durezas de las yemas. En estado de reposo su rostro parece perder algo del desaliento que habitualmente tiene su expresión y casi resulta atractivo. Tiene el cabello de un suave color castaño y los ojos dorados.
– Lo siento -añade.
Y arrojó una moneda de diez francos sobre el mostrador con un gesto desafiante.
– No tiene importancia -he procurado que mi voz sonara natural, indiferente-. Suele ocurrir.
Joséphine me miró un momento con desconfianza y después, tras comprobar que no había malevolencia en el tono, pareció más tranquila.
– Es bueno -dijo saboreando el chocolate-, bueno de verdad.
– Lo hago yo -le explico-. Con cacao y antes de añadirle la grasa para que se solidifique. Los aztecas lo tomaban exactamente de esa manera hace muchos, muchísimos siglos.
Me ha lanzado una mirada furtiva y cargada de desconfianza.
– Y gracias por el regalo -ha dicho por fin-. Almendras de chocolate. Son mis preferidas -y después, atropelladamente y con torpe prisa-: No me lo llevé a propósito. Sé que dicen muchas cosas de mí, pero yo no robo. Son ellas… -ahora había desdén en su voz y su boca se ha torcido en una mueca de indignación y de asco-… son esa zorra de Clairmont y sus compañeras. ¡Unas embusteras!
Me vuelve a mirar, ahora con aire casi de desafío.
– He oído decir que usted no va a la iglesia -lo afirma con voz quebrada, aunque excesivamente alta teniendo en cuenta las dimensiones de la habitación donde estamos y que en ella sólo nos encontramos nosotras dos.
Yo le he sonreí.
– Es verdad. No voy.
– Pues como no vaya, no va a durar mucho tiempo en este pueblo -vaticinó con la misma voz alta y vidriosa-. La apartarán a un lado si no hace lo que ellos quieren. Ya lo verá. Todo esto… -con un gesto vago abarcó los estantes, las cajas, el escaparate con sus pièces montées-… no le va a servir de nada. Sé lo que dicen. Los he oído.
– También yo -me he servido también un tazón de chocolate del recipiente de plata. Corto y negro, como un espresso, lo remuevo con la cucharilla del chocolate. Hablo con suavidad-, pero a mí no me hace falta escuchar -callo un momento para tomar un sorbo-, me pasa lo que a usted.
Joséphine se echa a reír.
Entre las dos se instala un silencio de cinco segundos. De diez segundos.
– Dicen que usted es bruja -la palabra de siempre.
La mujer ha levantado la cabeza como desafiándome.
– ¿Es verdad? -me pregunta.
Me encojo de hombros. Tomo otro sorbo.
– ¿Quién lo dice?
– Joline Drou, Caroline Clairmont, las fanáticas de la Biblia y del curé Reynaud. Oí que lo decían en la puerta de Saint-Jérôme. La hija de usted contó no sé qué cosa a los demás niños. Algo sobre espíritus -en su voz había curiosidad y una hostilidad profunda y renuente que yo no acababa de entender-. ¡Espíritus! -repitió como un aullido.
Trazo con el dedo el vago recorrido de una espiral sobre la boca amarilla del tazón.
– Creía que a usted no le importaba lo que dice la gente.
– Soy curiosa -otra vez aquella actitud de desafío, una especie de miedo de caer bien- y el otro día usted habló con Armande. Con Armande no habla nadie. Salvo yo.
Se refería a Armande Voizin, la anciana de Les Marauds.
– Me gusta -dije con sencillez-. ¿Por qué no he de hablar con ella?
Joséphine apretó los puños contra el mostrador. Parecía alterada, su voz despedía crujidos como si fuera escarcha.
– Porque está loca, ni más ni menos -se lleva los dedos a las sienes en un gesto bastante elocuente-. ¡Loca, loca, loca! -por un momento ha bajado la voz-. Voy a decirle una cosa -añade-. En Lansquenet hay una raya que atraviesa el pueblo… -hace un gesto sobre el mostrador con su dedo encallecido-… y como la cruces, no te confieses, no respetes a tu marido, no prepares tres comidas al día y no te sientes junto al fuego y te dediques a pensar en cosas decentes mientras esperas su llegada, si no tienes… hijos… o no llevas flores cuando se celebra el funeral de algún amigo ni pases el aspirador por el salón ni… cuides los arriates de tu jardín… -el esfuerzo de hablar le había puesto la cara arrebolada, era evidente que sentía una rabia intensa, enorme-… entonces quiere decir que estás loca -ha escupido-. Estás loca, eres anormal y la gente… habla… de ti… a tus espaldas y… y… y…
Se interrumpe y la expresión de angustia fue borrándose de su cara; veo que tiene la vista clavada más allá de mí, perdida a través del escaparate, si bien el reflejo del cristal desdibujaba lo que pudiera estar viendo. Como si sobre su expresión ausente pero taimada y exenta de esperanza acabara de caer una cortina.
– Lo siento, por un momento me he dejado llevar -engulle un buen sorbo de chocolate-. No tendría que hablar con usted. Ni usted conmigo. Bastante mal están ya las cosas.
– ¿Lo dice Armande? -le he preguntado con una voz muy suave.
– Tengo que marcharme -vuelve a colocar los puños cerrados sobre el hueso del esternón con aquel gesto extraño que parece tan característico de ella-, tengo que marcharme.
A su rostro había vuelto aquella expresión de desaliento, su boca se torció de nuevo en un rictus de pánico tan marcado que casi se le puso cara de tonta… La mujer furiosa y atormentada que me había hablado hacía un momento estaba ahora muy lejos. ¿Qué -o a quién- había visto para reaccionar de aquel modo? Cuando salió de La Praline con la cabeza gacha como si se protegiera de una imaginaria ventisca, me acerqué al escaparate para observarla. No se le había aproximado nadie. Nadie la había mirado siquiera. Pero de pronto descubrí a Reynaud arrimado al arco de la puerta de la iglesia. Junto a él había un hombre calvo que no reconocí. Los dos tenían los ojos fijos en el escaparate de La Praline.
¿Reynaud? ¿Sería él la causa de sus miedos? Sentí un profundo desaliento al pensar que quizá fuera él quien había puesto a Joséphine en guardia contra mí. Sin embargo, cuando lo había mencionado antes, me pareció desdeñosa, como si no le tuviera ningún miedo. El otro hombre era bajo pero fornido, llevaba una camisa a cuadros con las mangas remangadas sobre unos brazos rojos y brillantes y unas pequeñas gafas de intelectual que, curiosamente, discordaban con su aspecto de hombre fornido y entrado en carnes. Todo en él respiraba un sentimiento de hostilidad indiscriminada; al final he acabado por darme cuenta de que ya lo tenía visto: con una barba blanca y un traje rojo arrojando caramelos a la multitud. Lo había visto en la cabalgata haciendo el papel de Santa Claus y me había fijado en que su manera de arrojar los caramelos parecía estar guiada por la esperanza de acertar a alguien en un ojo. Justo en aquel momento un grupo de niños se paró ante el escaparate y ya me fue imposible ver más, aunque ahora creía saber por qué Joséphine había huido tan precipitadamente.
– Lucie, ¿ves a ese hombre que está en la plaza? Ese que lleva la camisa de cuadros. ¿Quién es?
La niña hace una mueca. Los ratoncitos de chocolate blanco son su debilidad, cinco por diez francos. Añado un par más al cucurucho de papel.
– Lo conoces, ¿verdad?
Asiente con la cabeza.
– Es monsieur Muscat. El del café.
Conozco el sitio, un local sórdido al final de la Avenue des Francs Bourgeois. Media docena de mesas metálicas en la acera y un parasol descolorido con un anuncio de Orangina. Un letrero anticuado identifica el establecimiento adjudicándole un nombre: Café de la République. Agarrando con fuerza el cucurucho de caramelos la niña se vuelve para marcharse, pero se da de nuevo la vuelta.
– Seguro que no adivinará cuál es su golosina favorita -dice-. No tiene ninguna.
– Cuesta de creer -digo con una sonrisa-. Todo el mundo tiene sus preferencias. Incluso monsieur Muscat.
Lucie se queda pensativa un momento.
– Quizá lo que más le gusta es lo que puede quitar a los demás -me dice con todas las letras.
Y a continuación se da la vuelta y me saluda con la mano a través del cristal del escaparate.
– ¡Diga a Anouk que a la salida de la escuela vamos a Les Marauds!
– Se lo diré.
Pienso en Les Marauds y me pregunto qué puede gustarles del lugar. El río con sus orillas sucias y malolientes. Las callejas estrechas y llenas de basura. Es un oasis para los niños. Cuevas, piedras planas que asoman apenas en las aguas estancadas. Secretos dichos a media voz, espadas hechas con ramas, escudos hechos con hojas de ruibarbo. Guerras entre la maraña de zarzamoras, túneles, exploradores, perros vagabundos, extraños ruidos, tesoros robados… Anouk llegó ayer de la escuela con una nueva actitud y me mostró un dibujo que había hecho.
– Esta soy yo -una figura vestida con unos pantalones rojos y con una masa difusa de pelos negros en lo alto de la cabeza-. Este es Pantoufle -lleva el conejo sentado en el hombro como si fuera un loro y el animal tiene las orejas gachas-. Y este es Jeannot -el dibujo del niño está pintado de verde y tiene una mano tendida. Los dos niños sonríen.
Parece que en Les Marauds no se admiten madres, aunque sean maestras de escuela. La figura de plastilina sigue junto a la cama de Anouk y ahora ha sujetado el dibujo en la pared sobre la misma.
– Pantoufle me ha dicho qué tengo que hacer -lo levanta y le da un abrazo.
Con esta luz veo perfectamente a Pantoufle, es como un niño pero con bigotes. A veces me digo que tendría que sacar estas imaginaciones de la cabeza de mi hija, pero no quisiera imponerle la soledad. A lo mejor, si nos quedásemos en este pueblo, sería posible sustituir a Pantoufle por compañeros reales.
– Me alegra que sigáis amigos -le he dicho, besándole en lo alto de la rizada cabeza-. Pregúntale a Jeannot si quiere venir un día de estos a ayudarme a cambiar el escaparate. Puedes invitar a los demás amigos.
– ¿La casa de pan de jengibre? -sus ojos parecen agua que el sol acabase de iluminar-. ¡Oh, sí! -atraviesa saltando la habitación con súbita exuberancia, a punto está de derribar un taburete y de sortear un obstáculo imaginario dando un gigantesco salto para después huir escaleras arriba subiendo los peldaños de tres en tres-. ¡Rápido, Pantoufle! -abre la puerta y el golpe resuena en la pared, ¡pam!
Siento una dulce puñalada de amor, me ha cogido desprevenida como suele ocurrirme siempre. ¡Mi pequeña desconocida! No está nunca quieta, nunca en silencio.
Tras servirme otra taza de chocolate, el sonido de las campanillas de la puerta al abrirse me hacen volver la cabeza. Por espacio de un segundo he sorprendido su rostro anodino, su mirada inquisitiva, la barbilla echada para adelante, los hombros cuadrados, las venas marcadas en sus brazos desnudos, de piel brillante. Después sonrió, una sonrisa desvaída y sin calor alguno.
– Monsieur Muscat, ¿verdad?
Me pregunto qué querría. ¡Estaba tan fuera de lugar allí en la tienda, mirándolo todo con la cabeza baja! Su mirada bajó de mi cara a mis pechos en un gesto mecánico, una vez, dos veces.
– ¿Qué quería? -aunque no ha levantado la voz, el tono era enérgico. Movió la cabeza de un lado a otro como si se tratara de algo increíble-. ¿Qué demonios busca en un sitio como este? -señaló una bandeja de almendras azucaradas a cincuenta francos el paquete-. ¿Eso es lo que busca? -me interpeló extendiendo al mismo tiempo las manos-. Bodas y bautizos. ¿Qué busca con todas esas zarandajas de las bodas y bautizos? -vuelve a sonreír, pero ahora con aire simpático, como tratando de seducir y fracasando en el intento-. ¿Qué ha comprado?
– Supongo que se estará refiriendo a Joséphine.
– A mi mujer -pronuncia las palabras con una curiosa entonación, una especie de ineluctable fatalidad-. Las mujeres son así. Tú mátate a trabajar para ganar el dinero que se necesita para vivir y ellas, ¿qué hacen? Pues despilfarrarlo en… -hizo otro gesto con el que ha abarcado las hileras de bizcochos de chocolate, las guirnaldas de mazapán, el papel de plata, las flores de seda-. ¿Qué quería? ¿Tenía que hacer algún regalo? -había un matiz de desconfianza en su voz-. ¿Para quién compra regalos? ¿Son para ella? -breve risita, como si se tratara de una idea ridícula.
No veía claramente qué asunto se llevaba entre manos aquel hombre. Pero en sus maneras había una cierta agresividad, un nerviosismo en torno a los ojos y en la gesticulación de las manos que me obligaba a ponerme en guardia. No por mí, porque en los largos años que había pasado con mi madre había aprendido a guardarme, sino por ella. Sin que pudiera impedirlo, salta una imagen de él a mí: unos nudillos ensangrentados grabados en humo. Apreté los puños debajo del mostrador. En este hombre no había nada que me interesara.
– Me parece que se confunde -le dije-. He sido yo quien ha preguntado a Joséphine si quería tomar una taza de chocolate. La he invitado como amiga.
– ¡Ah! -por un momento se ha quedado desconcertado, pero en seguida ha soltado aquella carcajada suya que era como un especie de ladrido, aunque ahora era casi sincera, como si la cosa le pareciera chusca y no consiguiera evitar un cierto desdén-. ¿Que usted quiere ser amiga de Joséphine? -otra vez aquella mirada de evaluación, nos comparaba a las dos, los ojos se desplazaban de nuevo a mis pechos sobre el mostrador; cuando habla, su voz ha sido como una caricia, un canturreo que él imaginaba seductor-: Usted es nueva aquí, ¿verdad?
Asiento.
– Quizá podríamos tratarnos un poco, ¿qué le parece? Me refiero a conocernos mejor el uno al otro.
– Quizá -digo con toda la naturalidad que me ha sido posible-; podría invitar también a su esposa, ¿qué le parece? -añado con voz suave.
Transcurre un momento. Vuelve a fijar los ojos en mí, pero esta vez la mirada era calculadora, reflejaba una oscura sospecha.
– Supongo que ella no le habrá contado nada, ¿verdad?
– ¿Qué podía contarme? -pregunto con aire expectante.
Hace un rápido movimiento con la cabeza.
– Nada, nada. Habla mucho. No hace más que hablar. Como no tiene otra cosa que hacer… Todos los días lo mismo -otra vez aquella risita breve y cínica-. No tardará en descubrirlo -añade con amarga satisfacción.
Yo murmuro unas palabras que no comprometen a nada. Después, obedeciendo a un impulso, saco un paquetito de almendras de chocolate de debajo del mostrador y se lo doy.
– ¿Querrá dárselo a Joséphine de mi parte? -dije con toda naturalidad-. Pensaba hacerlo yo y se me ha olvidado.
Me miró pero no se movió.
– ¿Que le dé esto? -repitió.
– Sí, es gratis. Invita la casa -dije con la más irresistible de mis sonrisas-. Es un regalo.
Su sonrisa se ensanchó y cogió la coquetona bolsita plateada.
– Se lo haré llegar -dijo embutiéndose los bombones en el bolsillo de los pantalones vaqueros.
– Es lo que más le gusta -le dije.
– Pues no creo que haga muchos negocios como siga haciendo tantos regalos -comentó con cierta indulgencia-. Le doy un mes de vida -otra vez la miradita ávida y dura, como si yo también fuera un bombón y estuviera muriéndose de ganas de desenvolverme.
– Ya veremos -dije con voz suave observándolo mientras salía de la tienda y emprendía el camino de su casa moviendo con indolencia los hombros y contoneándose a lo James Dean. Ni siquiera aguardó a que no pudiera verlo para sacar la bolsita de bombones destinados a Joséphine y abrirla. Tal vez suponía que lo estaba observando. Uno, dos, tres… iba llevándose la mano a la boca con indolente regularidad y antes de cruzar la plaza ya había hecho una bola con el envoltorio plateado y, apañuscándolo con su puño cuadrado, había dado cuenta de todos los bombones. Me recordó un perro famélico que quiere zamparse rápidamente su ración antes de devorar la del compañero. Al pasar por delante de la panadería intentó acertar con la bola de plata la papelera colocada en la calle pero falló el tiro, dio en el borde de la misma y la bola fue a dar en las piedras. Después siguió su camino pasando por delante de la iglesia y continuó Avenue des Francs Bourgeois abajo sin volver la vista atrás, haciendo saltar chispas del empedrado con sus botas sujetas con tiras de cuero.