Miércoles, 12 de marzo
Hace días que no hablamos con Muscat. He logrado convencer a Joséphine, que al principio no quería salir de La Praline, de que vaya hasta la panadería o de que cruce la plaza para acercarse a la floristería sin que yo tenga necesidad de acompañarla. Como se niega a volver al Café de la République, he tenido que prestarle algunos vestidos míos. Hoy lleva un jersey azul y un sarong a flores y tiene un aire más joven, está guapa. Es curioso el cambio que se ha operado en ella en tan pocos días, ha desaparecido de su persona aquel aire de hostilidad absurda, aquellos gestos que delataban una actitud defensiva. Parece más alta, más esbelta, ya no va permanentemente encorvada como antes ni lleva encima todas aquellas prendas superpuestas que infundían pesadez a su figura. Se encarga de la tienda mientras yo trabajo en la cocina y de momento ya le he enseñado a amasar y fundir los diferentes tipos de chocolate, así como a confeccionar los tipos más sencillos de praliné. Tiene buenas manos y es rápida. Le recuerdo, entre risas, esa habilidad que tiene con las manos, digna de un pistolero, según me demostró en ocasión de su primera visita y ella se sonroja.
– ¡Yo no te quité nada! -su indignación me conmueve por su acento de sinceridad-. Vianne, no irás a figurarte que yo…
– ¡Ni hablar, mujer!
– Tú sabes que yo…
– ¡Claro, claro!
Aunque ella y Armande apenas se conocían, han hecho muy buenas migas. La anciana viene ahora todos los días, a veces sólo para hablar, a veces para comprarse un cucurucho de trufas al albaricoque, sus favoritas. A veces viene con Guillaume, que también se ha convertido en cliente habitual. Parece que el hombre se anima con su compañía, ya que desde que murió Charly se ha vuelto más apático e indiferente con todo. Hoy también ha venido Luc y se han sentado los tres en el rincón con su tazón de chocolate y unos éclairs. Del grupito se levantaban risas y exclamaciones ocasionales.
Poco antes de cerrar ha entrado Roux. Tenía un aspecto desconfiado y cauteloso. Es la primera vez que lo he visto de cerca desde el día del incendio y me han sorprendido los cambios que se han operado en él. Está más delgado y lleva los cabellos apelmazados y echados para atrás y tiene una expresión ausente, taciturna. Lleva un vendaje sucio en una mano. En un lado de la cara todavía tiene unas marcas impresionantes que parecen quemaduras de sol.
Se ha quedado muy sorprendido al ver a Joséphine.
– ¡Perdone, creía que encontraría a Vianne! -y se da la vuelta dispuesto a irse.
– ¡No, no! Espere, por favor. Está dentro.
Joséphine se mueve con más naturalidad desde que trabaja en la tienda, pero esta vez ha hablado con torpeza, como si el aspecto del hombre la intimidara.
Roux titubea.
– Usted es la del bar -dice por fin-. Usted es…
– Joséphine Bonnet -lo corta ella-. Ahora vivo aquí.
– ¡Ah!
Al salir de la cocina he visto que Roux la observaba con unos ojos llenos de curiosidad, aunque no ha insistido con más preguntas, por lo que Joséphine ha optado por retirarse a la cocina.
– ¡Qué alegría volver a verle, Roux! -le digo con toda franqueza-. Precisamente quería pedirle un favor.
– ¿Ah, sí?
Es un hombre capaz de dar sentido a simples monosílabos. Su manera de hablar refleja una cortés desconfianza, una especie de incredulidad. Parece un gato nervioso y pronto a atacar.
– Necesito hacer unas reparaciones en la casa y no sé si usted podría…
Me cuesta terminar la frase. Sé de sobra que no querrá aceptar lo que puede tomar por una limosna.
– Supongo que no tendrá nada que ver con nuestra amiga Armande, ¿verdad? -lo dice con tono ligero pero con dureza. Se vuelve hacia donde estaban sentados Armande y los demás-. Buenas obras a la chita callando, ¿no es eso? -dice en tono cáustico.
Se ha vuelto de nuevo hacia mí, su expresión es precavida e inexpresiva.
– No he venido aquí a buscar trabajo. Lo único que quería preguntarle es si aquella noche vio a alguien rondando por los alrededores de mi barca.
Niego con la cabeza.
– Lo siento, Roux, pero no vi a nadie.
– De acuerdo, pues -se ha vuelto con intención de marcharse-. Gracias.
– Oiga, espere… -le grito-. ¿No quiere tomar nada?
– Otra vez será.
Su tono es brusco, casi roza la mala educación. Como si la rabia que siente buscase algo donde poder descargarse.
– Nosotros seguimos siendo amigos de usted -le he dicho cuando ya estaba en la puerta-. Armande, Luc y yo. No esté tan a la defensiva. Lo único que queremos es ayudarlo.
Roux se vuelve bruscamente. Su rostro es sombrío y tiene los ojos entrecerrados, cortantes como cuchillos.
– Esto va para todos ustedes -ha hablado en voz baja pero cargada de odio, tan ronca que casi no se le ha entendido-. No necesito ayuda de nadie. No habría debido tener tratos con ninguno de ustedes, esto para empezar. Si he venido ahora ha sido solamente porque me gustaría encontrar a la persona que me quemó la barca. Y en cuanto a que ustedes sean amigos míos, ya puede quitárselo de la cabeza.
De pronto ha desaparecido, aunque no sin antes golpear torpemente la jamba de la puerta y acompañado de un airado campanilleo de carillones.
Así que sale nos miramos llenos de sorpresa.
– Los pelirrojos son así -dice Armande con aire convencido-, más cabezotas que las mulas.
Joséphine parece impresionada.
– ¡Qué hombre tan horrible! -dice finalmente-. Tú no le incendiaste la barca. ¿Qué derecho tiene a echarte las culpas?
Me he encogido de hombros.
– Se siente impotente, está furioso y no sabe a quién culpar -le he explicado-. Es una reacción natural. Y se figura que si le ofrecemos ayuda es porque le tenemos lástima.
– Me horroriza la violencia -dice Joséphine, seguramente pensando en su marido-. Menos mal que se ha marchado. ¿Crees que ahora se irá de Lansquenet?
Niego con la cabeza.
– No, no creo -le digo-. ¿Dónde va a ir?