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Miércoles, 5 de marzo


Luc ha venido otra vez a charlar con Armande. Ahora parece más seguro, aunque sigue tartamudeando, y se siente lo bastante relajado para hacer ocasionalmente alguna broma discreta, de la que él mismo se ríe con ligera sorpresa, como si el papel de humorista fuera algo nuevo para él. Armande estaba en excelente forma y había sustituido el sombrero de paja negra que llevaba la última vez por un pañuelo de moaré de seda. Tenía las mejillas sonrosadas como una manzana, aunque sospecho que esto, al igual que el insólito color encendido de sus labios, obedece más a artificio que a un especial estado de buen humor. Es curioso que en un período de tiempo tan breve ella y su nieto hayan descubierto que tienen más cosas en común de las que suponían. Liberados de la presencia inhibidora de Caro, parecen estar muy a gusto el uno en compañía del otro. Cuesta creer que hasta la semana pasada eran dos personas que apenas si se saludaban con una inclinación de cabeza. Ahora en ellos hay una intensidad, una mesura, como una sugestión de intimidad. Política, música, ajedrez, religión, rugby, poesía… arremeten con un tema y saltan de uno a otro, como los buenos catadores cuando se encuentran delante de un bufet bien provisto y no quieren perderse ningún manjar. Armande concentra en él toda su afabilidad, cuya intensidad tiene la potencia del láser, vulgar en ocasiones, erudita otras, simpática, gamine, solemne, prudente.

No cabe duda al respecto: esto se llama seducción.

Esta vez fue Armande quien le tuvo que advertir de la hora.

– Se está haciendo tarde, chico -le dijo bruscamente-. Es hora de volver a casa.

Luc se calló a media frase, curiosamente contrariado.

– No… no me había dado cuenta de que fuera tan tarde -se quedó en silencio un poco azorado, como si se resistiera a marcharse-. Sí, tengo que volver a casa -dijo sin ningún entusiasmo-. Como llegue tarde, mi ma-madre se pondrá hecha una fufuria. Seguro. Ya sabes có-cómo es.

Armande, prudente, se abstuvo de hacer peligrar la fidelidad del niño a su madre y redujo a un mínimo los comentarios negativos sobre ella. Ante aquella crítica implícita, se permitió sólo una de sus maliciosas sonrisas.

– Oye, Luc -le dijo-. ¿No tienes a veces ganas de rebelarte… aunque sólo sea un poquito? -y en los ojos de Armande parecía bailar una sonrisa-. A tu edad tendrías que rebelarte… dejarte el pelo largo y escuchar música rock, perseguir a las chicas, ese tipo de cosas. Si no lo haces ahora lo pagarás cuando llegues a los ochenta.

Luc negó con la cabeza.

– Es demasiado arriesgado -se limitó a decir-. Prefiero vivivir.

Armande se rió complacida.

– ¿Nos vemos la semana que viene, entonces? -esta vez fue Luc quien le rozó la mejilla con los labios-. ¿El mismo día?

– Sí, supongo que podré -sonrió Armande-. Mañana por la noche tengo una fiesta de inauguración -dijo de pronto-. Es para dar las gracias a todos los que han colaborado en la reparación del tejado. Tú también puedes venir, si quieres.

Luc se quedó dudando un momento.

– Siempre que Caro no se oponga, claro… -dejó la frase en suspenso y lo miró fijamente con los ojos brillantes y con un cierto desafío.

– Seguramente se me ocu-ocurrirá alguna excusa -dijo Luc, como si cobrara fuerzas ante la expresión complacida de Armande-. Puede ser di-divertido.

– ¡Claro que será divertido! -dijo Armande con viveza-. Vendrá todo el mundo. Salvo Reynaud, por supuesto, y sus fans bíblicas -y al decirlo dirigió a Luc una sonrisa taimada-, lo que en mi escala de valores no deja de ser una ventaja.

En la expresión de Luc apareció una sombra de remordimiento, pero se le escapó una sonrisa.

– Sus fans bí-bíblicas -repitió-. Mémée, esto tiene mu-mucha gracia.

– Yo siempre tengo gracia -le replicó Armande con aire de dignidad.

– Veré si pue-puedo.


Armande se disponía a apurar lo que estaba tomando y yo a cerrar la tienda cuando ha entrado Guillaume. Apenas lo había visto en toda la semana y he observado que estaba ojeroso y pálido y que, debajo del ala de su sombrero de fieltro, sus ojos se veían tristes. Siempre tan cumplido, nos ha saludado con la grave cortesía que le es habitual, pero me he dado cuenta de que estaba preocupado. La ropa le colgaba a plomo de los hombros vencidos, como si debajo de la ropa no hubiera cuerpo alguno. En sus rasgos contraídos destacaban sus ojos y su mirada angustiada. Parecía un monje capuchino. No lo acompañaba Charly, aunque me he fijado que llevaba la traílla del perro arrollada en torno a la muñeca. Anouk lo miraba llena de curiosidad desde la cocina.

– Sé que va a cerrar -me dijo Guillaume con voz cortante y precisa, como una de esas novias de guerra de alguna de sus películas británicas favoritas-. No la retendré mucho rato.

Le he servido media taza de mi chocolat espresso fuerte y le he puesto al lado un par de sus florentinas favoritas. Anouk, encaramada en un taburete, las miraba con envidia.

– No tengo prisa -le respondí.

– Ni yo -declaró Armande con esa forma de expresarse tan suya-, pero si lo prefiere me voy…

Guillaume ha movido negativamente la cabeza.

– No, ni hablar -y acompañó las palabras con una sonrisa discreta-. El asunto no tiene gran importancia.

He esperado a que se explicase, aunque ya sabía a medias lo que quería decirme. Guillaume cogió una florentina y la mordió como un autómata, poniendo la mano debajo para recoger las migajas.

– Acabo de enterrar a Charly -dijo con voz quebrada-. Debajo de un rosal en el pedazo de jardín de mi casa. A él le habría gustado el sitio.

He asentido con un gesto.

– De eso estoy segura.

Podía oler ahora su pena, un aroma ácido de tierra y de moho. Tenía barro en las uñas de la mano que sostenía la florentina. Anouk lo observaba con aire solemne.

– ¡Pobre Charly! -ha dicho.

No parecía que Guillaume la hubiera oído.

– Últimamente tenía que llevarlo en brazos -continuó-. No podía andar y, cuando lo cogía, no paraba de quejarse. Anoche no paró un momento de lamentarse. Me he pasado toda la noche con él, pero sabía lo que pasaría -casi parecía pedir perdón por no saber articular con palabras aquel dolor tan complejo que sentía-. Sé que es una tontería, no era más que un perro, como dijo el curé. Es una estupidez armar tanto alboroto por algo tan insignificante.

– En absoluto -lo interrumpió Armande de pronto-. Un amigo es un amigo. Y Charly lo era, y de los buenos. No vaya a figurarse que Reynaud sea capaz de entenderlo.

Guillaume le dirigió una mirada agradecida.

– Es usted muy amable -se volvió hacia mí-. Y también usted, madame Rocher. Usted ya quiso prepararme la semana pasada, pero entonces yo no estaba para nada. Seguramente me figuraba que, si pasaba por alto todos los signos, conseguiría que Charly viviera indefinidamente.

Armande lo observaba con una extraña expresión en sus ojos negros.

– A veces la supervivencia es la peor alternativa -observó con voz suave.

Guillaume asintió.

– Habría debido solucionarlo antes -dijo-. Dejarle un poco de dignidad -y esbozó una sonrisa dolida y desnuda-. Así, por lo menos, nos habríamos ahorrado esa noche.

No he sabido qué decirle. No creo tampoco que necesitara que le dijera nada. Lo único que quería era hablar. He evitado, pues, las frases consabidas y no he dicho nada. Guillaume terminó su florentina y me dirigió otra de sus sonrisas lánguidas y desgarradoras.

– Es terrible -dijo-, pero tengo un apetito tremendo. Como si hiciera un mes que no como. Acabo de enterrar a mi perro y me comería… -se calló sumido en la confusión-. Pero siento que esto no está bien. Es como comer carne en Viernes Santo.

A Armande se le escapó una carcajada y puso una mano en el hombro de Guillaume. A su lado se veía muy sólida, muy capaz.

– Mire usted, véngase conmigo -le ordenó-. En casa tengo pan y rillettes y un camembert estupendo y listo para comer. Ah, oiga, Vianne… -se volvió hacia mí con gesto imperioso-. Me llevaré una caja de esas cosas de chocolate. ¿Cómo se llaman? ¿Florentinas? Una caja de las grandes.

Al menos eso sí que puedo dárselo. Un consuelo bien pequeño para un hombre que acaba de perder a su mejor amigo. Secretamente, con la yema del dedo, tracé un pequeño signo en la tapadera de la caja para darle suerte y protección.

Guillaume protestó, pero Armande lo interrumpió.

– ¡Paparruchas! -no había manera de contradecirla, su energía se comunicaba a aquel hombrecillo macilento a pesar de sí mismo-. ¿Qué hará, entonces? ¿Quedarse sentado en casa pensando en lo desgraciado que es? -movió la cabeza con energía-. ¡Ni hablar! Hace mucho tiempo que no invito a ningún caballero a mi casa. Y me gusta la idea. Además -añadió con aire reflexivo-, tengo que hablar con usted de una cosa.

Armande se salió con la suya. Se ha apuntado una victoria. Mientras envolvía la caja de florentinas y remataba el paquete con unas largas cintas de plata los miré a los dos. Guillaume ya había empezado a responder a su calor, confundido pero agradecido.

– Madame Voizin…

Ella responde con firmeza:

– Armande. Eso de madame me hace sentir muy vieja.

– Armande, pues.

Es una pequeña victoria.

– Y quítese esto también -con suavidad desenrolla la traílla del perro de la muñeca de Guillaume. Aunque le muestra una gran cordialidad, su actitud no es protectora-. No sirve de nada llevar lastre. No cambia nada.

Los observo mientras Armande conduce a Guillaume a través de la puerta. A medio camino, Armande se para y me hace un guiño. Súbitamente me siento inundada por una oleada de cariño que los envuelve a los dos.

Y después ya viene la noche.


Horas más tarde, en nuestras camas respectivas, mientras contemplo el lento rodar del cielo a través de la ventana de nuestra buhardilla, Anouk y yo seguimos despiertas. Anouk está muy solemne desde la visita de Guillaume y no da muestras de su exuberancia habitual. Ha dejado abierta la puerta entre nuestras dos habitaciones y yo espero, llena de miedo, la pregunta inevitable. Muchas veces hube de hacérmela en las noches que siguieron a la muerte de mi madre y no por ello conozco mejor la respuesta. Pero la pregunta no surge. En lugar de ello, cuando hace ya rato que la creo dormida, se me cuela en la cama y encierra su mano fría en la mía.

– ¿Maman? -sabe que estoy despierta-. Tú no te morirás, ¿verdad?

Suelto por lo bajo una risita en medio de la oscuridad.

– Esto es algo que nadie puede prometer -le digo suavemente.

– Pero tardarás mucho, ¿verdad? -insiste-. Tardarás años y años.

– Eso espero.

– ¡Ah! -mientras digiere la respuesta revuelve su cuerpo con delectación y lo encaja en la curva del mío-. Nosotros vivimos más que los perros, ¿verdad?

Le digo que sí. Otro silencio.

– ¿Dónde crees que está Charly ahora, maman?

Podría decirle mentiras, mentiras que le sirvieran de consuelo. Pero no puedo.

– No lo sé, Nanou. A mí me gusta pensar… que empezamos de nuevo. En un cuerpo nuevo que no es viejo ni está enfermo. O quizás en un pájaro o en un árbol. Pero en realidad no lo sabe nadie.

– ¡Oh! -la vocecita titubea-. ¿Los perros también?

– No veo por qué ha de ser diferente en su caso.

Es una fantasía que me gusta. A veces me dejo atrapar en ella, como una niña en sus propias invenciones, entonces veo el rostro de mi madre, vivo de nuevo, en el de mi pequeña desconocida… Y de pronto me suelta:

– Pues tenemos que buscar al perro de Guillaume. Podríamos empezar mañana. ¿No crees que a él le gustaría?

Intento explicarle que no es tan fácil como cree, pero ella está decidida.

– Podríamos ir a todas las granjas y preguntar si hay alguna perra que haya tenido cachorros. ¿Crees que reconoceríamos a Charly?

Suspiro. A estas alturas ya tendría que estar acostumbrada a este trayecto tortuoso. Su convencimiento me trae el recuerdo de mi madre con una fuerza tal que me siento al borde del llanto.

– No lo sé.

Y con fuerte empecinamiento continúa:

– Pantoufle lo reconocería.

– Ve a dormir, Anouk, mañana tienes que ir a la escuela.

– Él lo reconocería. Lo sé. Pantoufle lo ve todo.

– Ssssss.

Por fin la oigo respirar lentamente. Tiene la cara sumida en el sueño, vuelta hacia la ventana, y veo brillar la luz de las estrellas en sus pestañas húmedas. Si estuviera segura, sólo por ella… Pero no hay nada seguro. La magia en la que creía mi madre de una manera tan tácita tampoco sirvió para salvarla; todo lo que hicimos juntas podría explicarse atribuyéndolo al simple azar. Me digo que no hay nada más fácil: los naipes, los cirios, el incienso, los encantamientos no son otra cosa que un juego de niños para mantener alejada la oscuridad. Lo que más me hiere es que Anouk tenga una desilusión. Su rostro, mientras duerme, es sereno y confiado. Ya nos veo mañana metidas en la descabellada empresa de inspeccionar cachorros recién nacidos, y de mi corazón se levanta un clamor de protesta. No habría debido decirle lo que yo podría comprobar…

Con mucho cuidado para no despertarla, me deslizo fuera de la cama. Las tablas son lisas y frías debajo de mis pies desnudos. La puerta cruje un poco cuando la abro pero, pese a que murmura unas palabras en sueños, Anouk no se despierta. Me digo que tengo una responsabilidad. Sin querer, he hecho una promesa.

Las cosas de mi madre siguen guardadas en aquella caja suya, entre madera de sándalo y espliego. Sus cartas, sus hierbas, sus libros, sus óleos, la tinta perfumada que usaba para ver el futuro, sus hechizos, sus encantamientos, sus cristales, sus cirios de diferentes colores. A no ser por los cirios, apenas abriría la caja. Huele demasiado a esperanzas rotas. Pero aunque sólo sea por Anouk, esa Anouk que tanto me la recuerda, creo que debo probar. Me siento un poco ridícula. Tendría que dormir, recuperar fuerzas para el atareado día que mañana me espera. Pero me atormenta la cara de Guillaume. Las palabras de Anouk me impiden dormir. Me digo con desesperación que este tipo de cosas comportan peligros, que si pongo en juego estas facultades casi olvidadas lo que hago es potenciar esa otra mujer que hay en mí y hacer más difícil que nos quedemos aquí…

El hábito del ritual, abandonado desde hace tanto tiempo, vuelve a mí con inesperada facilidad. Trazar un círculo -agua en un vaso, sal en un plato, colocar una candela encendida en el suelo- es casi un consuelo, un retorno a los tiempos en que todo tenía una explicación sencilla. Me siento en el suelo con las piernas cruzadas, cierro los ojos, dejo que la respiración se me vaya aquietando.

Mi madre era dada a rituales y encantamientos. Yo menos. Con una risita ahogada, me decía que yo era una persona inhibida. Ahora, con los ojos cerrados y con su perfume en el polvo que ha quedado adherido a mis dedos, me siento muy próxima a ella. Tal vez ésta sea la razón de que esta noche lo encuentre todo tan fácil. La gente que no sabe nada de la magia auténtica se imagina que se trata de un proceso aparatoso. Imagino que quizá por eso mi madre, que era una enamorada de todo lo teatral, la convertía en espectáculo. Sin embargo, el asunto en sí no tiene nada de espectacular; se trata, simplemente, de centrar la mente en un objetivo deseado. Los milagros no existen, ni tampoco las apariciones súbitas. Veo claramente al perro de Guillaume con los ojos de la mente, envuelto por el dorado resplandor de la bienvenida, pero en el círculo no aparece ningún perro. Tal vez surja una coincidencia parecida mañana o pasado mañana, algo así como la silla de color naranja o los taburetes rojos del mostrador que imaginamos el primer día. Tal vez no surja nada.

Al echar una ojeada al reloj que he dejado en el suelo veo que son aproximadamente las tres y media. Debo de llevar aquí más tiempo del que suponía, ya que la vela está muy corta y tengo los miembros tiesos y ateridos. La inquietud, sin embargo, se ha desvanecido, lo que me ha dejado curiosamente distendida, satisfecha aunque no haya ninguna razón que lo justifique.

Vuelvo a la cama -Anouk ha ampliado su imperio y ahora tiende los brazos sobre las almohadas- y yo me acurruco buscando calor. Esta exigente desconocida se ha tranquilizado. Mientras me hundo suavemente en el sueño creo distinguir por un momento la voz de mi madre muy cerca de mí, hablándome en un murmullo.

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