31 de marzo
Lunes de Pascua
Así que las campanas han parado de tocar he dicho a Reynaud que se fuera. Pero no ha dicho misa. En lugar de dirigirse a la iglesia se ha encaminado a Les Marauds sin pronunciar palabra. Casi nadie lo ha echado de menos. La fiesta empezó temprano. Lo primero que hemos hecho ha sido servir chocolate y pasteles en la calle, delante de La Praline, mientras yo me apresuraba a poner un poco de orden en todo aquel desbarajuste. Por fortuna los quebrantos no han sido tantos: sólo centenares de bombones desparramados por el suelo, pero las cajas de regalo estaban incólumes. Después de algunos toques, el escaparate ha vuelto a quedar como si no hubiera ocurrido nada.
Teníamos todas las esperanzas puestas en el festival. Tenderetes con objetos de artesanía, fanfarrias, la banda de Narcisse -nos ha dado la sorpresa de tocar el saxofón como un virtuoso-, malabaristas, tragafuegos. Ha vuelto la gente del río -sólo para la fiesta- y las calles se han llenado de vida con sus ropas de colores llamativos. Algunos han instalado también sus puestos, ensartan abalorios en los cabellos, venden mermelada y miel, hacen tatuajes con henna o dicen la buenaventura. Roux vende muñecas que ha tallado él mismo con trozos de madera encontrados en el agua. Los únicos que faltan son los Clairmont, pese a que mentalmente no dejo un momento de ver a Armande, como si me fuera imposible imaginarla ausente de una fiesta como ésta: es una mujer que lleva un pañuelo rojo, la curva redonda de la encorvada espalda cubierta por una bata gris sin mangas, un gorro de paja alegremente decorado con cerezas, se mueve entre la multitud. Parece estar en todas partes. Es extraño, pero no siento pena, sino la seguridad cada vez mayor de que aparecerá en el momento más impensado, que levantará entonces las tapaderas de las cajas para ver lo que hay dentro, se lamerá los dedos con glotonería o jaleará el alboroto con entusiasmo, se sumará a la alegría y al jolgorio de la fiesta. En determinado momento hasta me parece oír su voz -¡huyyyyy!- justo a mi lado al tender la mano para alcanzar un paquete de pasas de chocolate pero, cuando la busco, no veo más que aire. Mi madre lo habría entendido.
He podido servir todos los pedidos y a las cuatro y cuarto vendí la última caja de regalo. La ganadora de la búsqueda del huevo de Pascua fue Lucie Prudhomme, pero todos los participantes han salido con sus cornets-surprise, además de trompetas de juguete, panderetas y banderines. Hubo un solo char, con flores de verdad, que hacía publicidad del vivero de plantas de Narcisse. Algunos de los más jóvenes osaron iniciar una danza bajo la severa mirada de Saint-Jérôme; el sol ha brillado todo el día.
Ahora, sin embargo, sentada con Anouk en medio de la tranquilidad que reina en estos momentos en nuestra casa, con un libro de cuentos en una mano, siento una gran inquietud. Me digo que no es más que la resaca que sigue de manera inevitable a cualquier acontecimiento largamente esperado. Será fatiga, angustia quizá, la intromisión de Reynaud en el último momento, el calor del sol, la gente… y también el dolor que me produce la muerte de Armande, que emerge ahora cuando ya se extinguen los últimos sonidos que han acompañado la alegría, una tristeza teñida por muchos sentimientos conflictivos, la soledad, la desposesión, la incredulidad y un sentimiento tranquilo que es fruto de la convicción de haber obrado bien… ¡Mi querida Armande! ¡Cómo te habría gustado estar aquí! Pero también ella tuvo sus fuegos artificiales, ¿o no? A última hora de la tarde vino Guillaume, mucho después de que hubiéramos retirado los últimos restos del festival. Anouk ya se estaba preparando para ir a la cama, los ojos llenos todavía de las luces de carnaval.
– ¿Puedo entrar?
El perro ha aprendido a sentarse cuando se le ordena y espera con aire solemne junto a la puerta. Guillaume tiene algo en una mano, un sobre.
– Armande me encargó que le diera esta carta… ya sabe, después de…
Cojo la carta. Dentro del sobre hay algo pequeño y duro que resuena.
– Gracias -le digo.
– No me quedo -me mira un momento y hace un gesto con la mano, un gesto un tanto ampuloso pero extrañamente conmovedor.
Después me estrecha la mano con firmeza y gesto sereno. Siento que me pican los ojos y veo algo brillante que ha caído, suyo o mío, no sé muy bien de quién.
– Buenas noches, Vianne.
– Buenas noches, Guillaume.
Dentro del sobre hay una hoja de papel. La saco y algo rueda sobre la mesa… creo que son monedas. La caligrafía es grande y trazada con esfuerzo.
Querida Vianne:
Gracias por todo. Sé cómo se debe de sentir. Hable, si quiere, con Guillaume… él lo entiende mejor que nadie. Siento no haber podido asistir a su fiesta, pero me la he imaginado tantas veces que en realidad importa poco que haya estado o no. Dé un beso a Anouk de mi parte y también una de las dos cosas que encontrará aquí dentro… la otra es para el que vendrá. Usted ya me entiende.
Ahora estoy cansada, huelo el cambio que viene con el viento. Creo que dormir me hará bien. Y quién sabe, a lo mejor volvemos a encontrarnos algún día.
Suya,
ARMANDE V OIZIN
P. S. Que ninguna de las dos se moleste en ir al entierro. El entierro es la fiesta de Caro y, ya que le gusta, dejemos que lo disfrute. Está en su derecho. Invite, por contra, a todos nuestros amigos a tomar chocolate en La Praline. Los quiero a todos.
A.
Al terminar la lectura de la carta, he dejado la hoja de papel y he buscado las monedas que habían caído rodando. Una estaba sobre la mesa y la otra en una silla, dos soberanos de oro que relucían con un brillo rojizo en mi mano. Uno era para Anouk. Pero ¿y el otro? Acerco instintivamente la mano hacia ese lugar caliente y tranquilo encerrado dentro de mí, un lugar secreto que no he revelado totalmente a nadie, ni siquiera a mí misma.
Anouk tiene la cabeza apoyada suavemente en mi hombro. Canturrea, medio dormida, una canción a Pantoufle mientras yo leo en voz alta. Durante las pasadas semanas hemos sabido poco de Pantoufle, que ha visto usurpado su puesto por compañeros más tangibles. Parece significativo que haya vuelto ahora que ha cambiado el viento. Algo en mí siente la inevitabilidad del cambio. Mi fantasía de permanencia tan cuidadosamente elaborada es como esos castillos de arena que solíamos construir en la playa mientras esperábamos a que subiera la marea. Pero, aun sin el mar, el sol los va erosionando y, transcurrido un día, casi se han desmoronado. Pese a todo siento una cierta ira, me siento un poco herida. Pero el aroma del carnaval me arrastra, ese viento que sopla, el viento cálido de… ¿de dónde viene? ¿Del sur? ¿Del este? ¿De América? ¿De Inglaterra? Todo es cuestión de tiempo. Lansquenet, con todas las connotaciones que lleva implícitas, me parece ahora un poco menos real, ya está retirándose en la memoria. La maquinaria se está parando, el mecanismo se ha quedado en silencio. Tal vez sea lo que ya sospeché en un primer momento, que Reynaud y yo estábamos vinculados de alguna manera, que uno contrapesaba al otro y que yo aquí, sin él, no tengo objeto. Sea como fuere, la necesidad imperativa de esta población ya no existe. Siento en cambio una satisfacción, una saciedad que me llena la barriga hasta no dejar sitio para mí. En las casas de Lansquenet hay parejas que hacen el amor, niños que juegan, perros que ladran, televisores que suenan estruendosos… sin nosotras. Guillaume acaricia a su perro mientras ve Casablanca. Solo en su cuarto, Luc lee a Rimbaud en voz alta sin rastro alguno de tartamudeo. Roux y Joséphine, solos en su casa recién pintada, van descubriéndose poco a poco el uno al otro y sacando todo lo que llevan dentro. Radio Gascogne transmite esta noche un reportaje sobre el festival del chocolate y anuncia orgullosamente la celebración del «festival de Lansquenet-sur-Tannes, una encantadora tradición local». Los turistas ya no atravesarán en coche Lansquenet camino de otras poblaciones. He hecho aparecer esta ciudad invisible en el mapa.
El viento huele a mar, a ozono y a fritura, a muelle de Juanles-Pins, a tortas y a aceite de coco y a carbón y a sudor. Hay muchos lugares que esperan a que cambie el viento. Hay mucha gente necesitada. ¿Cuánto tiempo esta vez? ¿Seis meses? ¿Un año? Anouk acomoda su carita en mi hombro y yo la estrecho con fuerza, demasiado fuerte, porque se despierta un poco y murmura unas palabras de protesta. La Céleste Praline volverá a ser la panadería que fue en otro tiempo. O tal vez una confiserie-pâtisserie, con guimauves colgados del techo como ristras de salchichas dulces y cajas de pains d’épices en cuya tapadera se leerá Souvenir de Lansquenet-sur-Tannes. Tenemos dinero, ya que no otra cosa, más del necesario para empezar en algún otro sitio. Tal vez en Niza o en Cannes, en Londres o en París. Anouk murmura algo en sueños. También ella está preparada.
Algo hemos ganado, de todos modos. Ya no son para nosotras las habitaciones anónimas de los hoteles, los parpadeos de neón, el cambio de rumbo de norte a sur al volver una carta. Por fin hemos derrotado al Hombre Negro, Anouk y yo, por fin lo hemos visto tal como es, un bufón, una máscara de carnaval. No podemos quedarnos aquí para siempre. Quizás él nos ha preparado el camino para que vayamos a otra parte. Tal vez un pueblo a la orilla del mar. O junto a un río, con maizales y viñedos. Cambiaremos de nombre. También el de la tienda que abramos. Se podría llamar La Truffe Enchantée, o quizá Tentations Divines en memoria de Reynaud. Esta vez nos llevamos con nosotros muchas cosas de Lansquenet. Tengo en la palma de la mano el regalo de Armande. Las monedas son pesadas, sólidas al tacto. El oro es rojizo, casi del mismo color que los cabellos de Roux. Me pregunto una vez más cómo pudo saberlo… hasta dónde pudo ver. Será otra hija, aunque esta vez tendrá un padre, será la hija de un hombre bueno que no sabrá nunca que la ha tenido. ¿Tendrá sus cabellos, sus ojos color de humo? Estoy casi segura de que será una niña. Incluso sé su nombre.
Quedan atrás otras cosas. El Hombre Negro ha desaparecido. Mi voz ahora suena diferente, más osada, más fuerte. Percibo en ella una nota que, si presto atención, casi identifico. Una nota de desafío, de júbilo incluso. Se han desvanecido mis temores. También tú te fuiste, maman, pero siempre te oiré cuando me hables. Ya no volveré a tener miedo cuando contemple mi cara en el espejo. Anouk sonríe en sueños. Podríamos quedarnos aquí, maman, tenemos una casa, amigos. La veleta más allá de mi ventana gira, gira. ¿Qué sería oírla cada semana, cada año, cada estación? Asomarme a la ventana una mañana de invierno y verla. La voz nueva dentro de mí se ríe, un sonido que es como un regreso a casa. La nueva vida que llevo en mí se remueve con suavidad y dulzura. Anouk habla en sueños, sílabas sin sentido. Tengo sus manitas agarradas al brazo.
– Maman, por favor, cántame una canción -me dice con voz sofocada por el jersey. Abre los ojos. Vista desde inmensa altura, la tierra tiene ese mismo color verde azulado.
– Está bien -le digo.
Vuelve a cerrar los ojos y yo le canto muy bajito:
V’là l’bon vent, v’là l’joli vent.
V’là l’bon vent, ma mie m’appelle…
Tengo la esperanza de que esta vez volverá a ser canción de cuna. Quiero que esta vez el viento no la oiga. Que esta vez -«por favor, sólo esta vez»- pase el viento y no nos lleve con él.