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11 de febrero

Martes de Carnaval


Llegamos con el viento de carnaval. Un viento cálido para el mes de febrero, impregnado de los aromas grasos y calientes de tortas y salchichas fritas, de gofres espolvoreados con azúcar de lustre que cuecen en una plancha a nuestro lado, junto a la acera, mientras el confeti se nos cuela por el cuello y los puños de la ropa y se arremolina junto al bordillo como un estúpido antídoto del invierno. La multitud que se alinea en la estrecha Rue Principale está presa de una febril excitación. Asoman ávidas cabezas que pugnan por vislumbrar el char cubierto de papel crespón, las serpentinas y rosetas de papel que arrastra. Anouk, con ojos como platos y con un globo amarillo en una mano y una trompeta de juguete en la otra, lo observa todo, apostada entre una cesta de la compra y un perro pardo y tristón. Las dos hemos visto otros carnavales, ella y yo: una procesión de doscientas cincuenta carrozas engalanadas el último Martes de Carnaval en París, de ciento ochenta en Nueva York, dos docenas de bandas de música en Viena, payasos con zancos, Grosses Têtes balanceando sus cabezotas de papier-mâché, deslumbrantes señoritas aporreando tambores y haciendo molinetes con los bastones. Pero el mundo, cuando se tienen seis años, posee un brillo especial. Una carroza de madera, con una improvisada decoración de dorados, crespones y escenas de cuentos de hadas, la cabeza de un dragón en un escudo, Rapunzel con peluca de lana, una sirena con cola de celofán, una casita de pan de jengibre hecha con alcorza y cartones dorados, sin que falte la bruja en la puerta agitando sus uñas verdes y extrañas en dirección a un grupo de niños que miran en silencio… Cuando se tienen seis años se perciben sutilezas que un año más tarde ya no se captan. Detrás del papier-mâché, de la alcorza, del plástico, todavía se ve a la bruja de verdad, la magia de verdad. Anouk levanta los ojos y me mira, con esos ojos que tienen el verde azulado de la Tierra cuando se la contempla desde muy alto, un color fulgurante.

– ¿Nos quedamos? ¿Nos quedaremos aquí?

Tengo que recordarle que debe hablar en francés.

– Está bien, pero ¿nos quedaremos aquí?

Se me agarra a la manga. Su cabello es algodón de azúcar agitado por el viento.

Reflexiono. Un lugar como otro cualquiera. Lansquenet-surTannes, doscientas almas a lo sumo, población indicada apenas en la rápida carretera que se tiende entre Toulouse y Burdeos. Parpadeas y ni la ves. La Rue Principale, una doble hilera de casas de color parduzco con muros de entramado de madera, apelotonadas como si secreteasen, unas callejas laterales que discurren paralelas, como las púas de un tenedor doblado. Una iglesia, agresivamente encalada, levantándose en una plazoleta rodeada de tiendas. Alquerías diseminadas por la tierra vigilante. Huertas, viñedos, franjas de tierra cercadas y ordenadas según la rígida segregación que impera en las casas de labranza: manzanas aquí, kiwis allá, melones y endibias debajo de su negra envoltura de plástico, viñas que con el débil sol de febrero parecen muertas y agostadas pero que esperan la triunfante resurrección de marzo… Y detrás de todo, el Tannes, humilde tributario del Garona, con sus dedos de agua abriéndose camino entre pastos y marjales. ¿Y la gente? Se parece mucho a la que ya conocemos, quizá más pálida por culpa del sol avariento, un color de piel un poco ceniciento. Los pañuelos atados a la cabeza y las boinas del mismo color que el cabello que cubren: castaño, negro o gris. Las caras están arrugadas como las manzanas del verano pasado, los ojos están hundidos en la carne marchita, igual que canicas incrustadas en pasta rancia. Algunos niños, jirones fugaces de color rojo, verde lima y amarillo, parecen de otra raza. Mientras el char avanza pesadamente por la calle detrás del vetusto tractor que lo arrastra veo a una mujer gruesa de rostro cuadrado y desazonado que se ciñe fuertemente al cuerpo un abrigo de lana a cuadros al tiempo que grita algo en el dialecto local, comprensible apenas. En el carro está arrellanado un trasnochado Santa Claus entre hadas, sirenas y gnomos, que arroja caramelos a la multitud con mal refrenada agresividad. Un viejo de facciones contraídas, que en lugar de la boina que se estila en la región lleva un sombrero de fieltro, coge en brazos al perro pardo y tristón que se me ha metido entre las piernas; el hombre me mira como excusándose. Veo sus dedos huesudos y delicados que manosean el pelaje del perro. El animal gimotea. En la expresión del amo se mezcla ahora la preocupación con el afecto y el remordimiento. Nadie nos mira. Igual podríamos ser invisibles, nuestra indumentaria nos clasifica como forasteras, transeúntes. Pero ellos son educados, muy educados; nadie nos observa. La mujer, con los largos cabellos metidos dentro del cuello del abrigo naranja, la larga bufanda de seda que lleva en torno al cuello aleteando con el viento; el niño calzado con botas amarillas de lluvia, el impermeable de plástico azul celeste. Los colores los delatan. Su ropa es exótica, sus caras -¿demasiado pálidas o demasiado oscuras?-, sus cabellos los delatan: son los otros, los extranjeros, los poseedores de una indefinible extrañeza. Los habitantes de Lansquenet conocen ese arte de la observación que sabe prescindir del contacto visual. Noto su mirada como un hálito de viento en la nuca; curiosamente no es hostil pero sí frío. Para ellos somos una curiosidad, una parte del carnaval, una vaharada que llega de tierras lejanas. Siento sus ojos clavados en nosotras cuando me vuelvo a comprar una galette al vendedor ambulante. El envoltorio de papel está caliente e impregnado de grasa; el bollo de harina oscura tiene los bordes quebradizos pero el corazón consistente y sabroso. Desprendo un trocito y se lo doy a Anouk, le limpio la mantequilla con que se ha embadurnado la barbilla. El vendedor es calvo y rechoncho, lleva gafas de gruesos cristales; los vapores de la plancha le han puesto la cara pringosa. Guiña el ojo a Anouk. Con el otro no se pierde detalle, sabe que ahora vendrán las preguntas.

– ¿De vacaciones, madame?

El protocolo del pueblo le da derecho a preguntar; detrás de la indiferencia del comerciante descubro una auténtica avidez. Se impone la curiosidad: Agen y Montauban están tan cerca que los turistas son aquí una rareza.

– Sí, de momento.

– ¿Son de París?

Lo dirá por la ropa. En esta tierra multicolor la gente tiene un tinte apagado. El color es un lujo, se destiñe fácilmente. Las flores detonantes de las cunetas son hierbajos, una intromisión, una inutilidad.

– No, no, de París no.

El char ya está al final de la calle. Una pequeña banda -dos pífanos, dos trompetas, un trombón y un tambor con bordón- le va a la zaga, interpretando una marcha desmayada e inidentificable. Una docena de chavales se afanan detrás, dedicados a recoger los caramelos sobrantes. Algunos van disfrazados: descubro a la Caperucita Roja y a un ser peludo que por las trazas debe de ser el lobo y que pelea, inofensivo, para hacerse con un puñado de serpentinas.

Como colofón una figura negra. A primera vista me figuro que forma parte de la cabalgata -quizá sea el doctor Llaga-, pero cuando lo tengo más cerca reconozco la anticuada soutane del cura de pueblo. Tendrá poco más de treinta años aunque, visto a distancia, su rígida apostura lo hace parecer más viejo. Se vuelve hacia mí y me doy cuenta de que también él es forastero; los pómulos marcados y los ojos desvaídos lo hacen hijo del norte, como los largos dedos de pianista asidos a la cruz de plata que lleva colgada del cuello. Quizá sea esto lo que le da derecho a escrutarme de ese modo, su extranjería. Pero en sus ojos claros y fríos no veo cordialidad, sólo la mirada felina y calculadora del que no se siente seguro en su territorio. Le sonrío y desvía los ojos con sobresalto. Hace una seña a los dos niños indicándoles que se acerquen. Con un gesto indica los restos que han quedado esparcidos por la calle. De mala gana la pareja inicia la recogida: serpentinas machucadas, papeles de caramelo, todo transportado manualmente hasta una papelera próxima. Sorprendo al cura mirándome cuando ya me doy la vuelta, una mirada que en otro hombre habría podido ser apreciativa.

En Lansquenet-sur-Tannes no hay comisaría, lo que quiere decir que no hay delitos. Trato de ser como Anouk, ver la verdad que se oculta debajo del disfraz, pero de momento todo está desdibujado.

– ¿Nos quedamos? ¿Nos quedamos aquí, maman? -me tira con insistencia de la manga-. Me gusta, aquí me gusta. ¿Nos quedamos?

La cojo en brazos y la beso sobre la cabeza. Huele a humo, a tortas fritas y a ropa de cama caliente en las mañanas de invierno. ¿Por qué no? Este es un lugar tan bueno como otro cualquiera.

– Sí, claro -le digo, mi boca entre sus cabellos-. Vamos a quedarnos aquí.

No es una mentira del todo. Esta vez incluso puede ser verdad.


El carnaval ha terminado. Una vez al año el pueblo centellea con pasajero fulgor, pero ya se ha desvanecido el calor, la multitud se ha dispersado. Los vendedores ambulantes recogen las planchas en las que cuecen su mercancía y también los toldos. Los niños dejan a un lado los disfraces y demás alharacas de la fiesta. Subsiste una leve sensación de perplejidad, un cierto desconcierto ante el exceso de ruidos y colores. Como chaparrón veraniego, el agua se evapora, engullida por las grietas de la tierra y las piedras resecas, sin dejar apenas rastro. Dos horas más tarde, Lansquenet-sur-Tannes vuelve a ser invisible, un pueblecillo encantado que hace acto de presencia una sola vez al año. A no ser por el carnaval, nadie habría advertido su existencia.

Tenemos gas, pero electricidad todavía no. En nuestra primera noche he cocido unas tortas para Anouk a la luz de una vela y nos las hemos comido junto a la chimenea, sirviéndonos de una revista atrasada como bandeja, porque hasta mañana no llegarán nuestras pertenencias. La casa había sido en tiempos una panadería y en lo alto de la angosta entrada todavía se conserva grabada la enseña de la gavilla de trigo distintiva del panadero, pero adherida en el suelo hay una gruesa capa de harina y, al entrar, tenemos que abrirnos paso a través de un montón de correo comercial. Acostumbradas como estamos a los precios de la ciudad, el alquiler me parece exiguo. Pese a ello, sorprendo la despierta mirada de desconfianza en los ojos de la empleada de la inmobiliaria cuando cuento los billetes de banco. En el contrato de alquiler figuro como Vianne Rocher, un jeroglifo por firma que podría significar cualquier cosa. A la luz de una vela exploramos el nuevo territorio; los viejos fogones todavía en sorprendente buen estado debajo de una capa de grasa y de hollín, las paredes revestidas de madera de pino, las ennegrecidas baldosas de arcilla. Anouk ha descubierto el antiguo toldo, plegado y arrinconado en un cuarto trasero, y lo hemos sacado a rastras de su escondrijo. Debajo de la apañuscada lona han salido arañas, que se han dispersado y dado a la fuga. La zona habitable está en la parte superior de la tienda, un dormitorio con su cuarto de aseo, un balconcito ridículo por lo minúsculo, una maceta de barro con unos geranios muertos… Anouk se ha quedado muy seria cuando ha visto todo aquello.

– Está muy oscuro, maman -su voz suena asustada, insegura al contemplar tanta incuria-. Y huele muy mal.

Tiene razón. Huele a luz de día encerrada desde hace tantos años que se ha vuelto rancia y ácida, huele a excrementos de rata y a fantasmas de cosas olvidadas y no lloradas. Hay ecos, como si estuviéramos en una cueva, y el escaso calor de nuestra presencia no hace más que acentuar las sombras. La pintura, el sol y el jabón podrán eliminar la mugre; eliminar la tristeza, ya es otro cantar, así como esas desoladas resonancias de una casa donde nadie se ha reído desde hace muchos años… Anouk está pálida y tiene los ojos grandes a la luz de la vela; su mano oprime la mía.

– ¿Tenemos que dormir aquí? -me pregunta-. A Pantoufle no le gusta. Tiene miedo.

Yo le sonrío y le beso la mejilla dorada y solemne.

– Pantoufle nos ayudará.

Encendemos una vela en cada habitación, oro, rojo, blanco y naranja. A mí me gusta prepararme yo misma el incienso, pero en momentos de crisis los palitos adquiridos en una tienda solucionan la papeleta: espliego, cedro y limoncillo. Cada una con su vela, Anouk soplando en la trompeta de juguete y yo aporreando con una cuchara una cacerola vieja, nos pasamos diez minutos armando jaleo en todas las habitaciones, desgañitándonos y cantando a grito pelado -«¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!»- hasta que retiemblan las paredes y los ultrajados fantasmas optan por marcharse dejando tras de sí una estela que huele levemente a chamusquina y mucho a yeso desprendido. Si miras por detrás de la pintura agrietada y ennegrecida, por detrás de la tristeza de las cosas abandonadas, empiezas a ver desdibujados perfiles, como esa imagen que queda después de apagada la bengala que sostienes en la mano… aquí una pared pintada de oro flamante, allí una butaca un tanto desvencijada pero de un triunfante color naranja, el viejo toldo de repente nuevecito tras conseguir que sus colores ocultos asomen por encima de las capas de mugre. «¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!» A medida que Anouk y Pantoufle recorren la casa dando patadones y cantando, las desvaídas imágenes van cobrando nitidez… un taburete rojo junto al mostrador de vinilo, una sarta de campanas colgadas de la puerta principal. ¡Claro, sólo es un juego! Sólo son hechizos para consolar a una niña asustada. Habrá que trabajar mucho, trabajar de firme, para que todo se convierta en realidad. De momento basta con saber que la casa nos acoge igual que la acogemos nosotras. Sal gema y pan en la puerta para aplacar a los dioses residentes. Madera de sándalo en la almohada para endulzarnos los sueños.

Anouk me ha dicho después que Pantoufle ya no tiene miedo, o sea, que todo va bien. Dormimos juntas y con la ropa puesta, tendidas en el colchón cubierto de harina, todas las velas encendidas en el dormitorio y, así que nos despertamos, vemos que ya ha llegado la mañana.

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