6

Lysa Guerrero reaccionó con una ligera flexión del busto tras el suave empellón que hizo el tren al detenerse. El soplido herrumbroso de los frenos significaba la Grand Central Station, y esta estación significaba Nueva York. Una ciudad nueva, más gente indiferente y otra casa llena de muebles que no había elegido ella. Pero esta vez era una elección definitiva, un lugar donde terminar y donde volver a empezar.

Se puso de pie y cogió la maleta con ruedas del portaequipajes. Su pelo largo y ondulado se movió alrededor de su rostro como si estuviera vivo. Por el rabillo del ojo, Lysa vio una expresión soñadora en la cara del hombre que había pasado parte del viaje sentado frente a ella, en compañía de un niño de unos ocho años, observándola cuando creía que no le miraba. Era un tipo con aspecto anónimo de empleado, de esos que usan corbata con nudo postizo y mangas cortas bajo la chaqueta. El hombre parecía intimidado por su belleza, y la única vez en que sus miradas se cruzaron se refugió con alivio en las respuestas que exigían las preguntas del hijo.

Lysa le guiñó un ojo.

Vio cómo se ruborizaba y concentraba de pronto toda su atención en la mochila que el hijo intentaba ponerse solo.

Lysa bajó del tren, recorrió el andén y siguió las indicaciones, indiferente a las miradas que la precedían, la seguían y la empujaban hacia la salida. Nadie la esperaba, y en ese momento de su vida no quería que la esperara nadie.

Se encontró en el enorme vestíbulo de la Grand Central Station, un monumento hecho de mármol, madera, escaleras y películas vistas una y otra vez.

Aquel altísimo techo no era otra cosa que un trozo de cielo de la ciudad, un pedazo de historia reciente que Jacqueline Kennedy había salvado de la destrucción y que había quedado como testimonio de un tiempo pasado en medio de edificios que ya formaban parte del futuro.

Arrastrando su maleta, giró a la derecha y se dirigió hacia el pasaje subterráneo, siguiendo las indicaciones para el metro.

Sabía que en la planta inferior de la Grand Central Station había un restaurante muy famoso, el Oyster Bar, donde era posible encontrar todos los tipos de ostras que la naturaleza y el ser humano habían creado para el placer de los paladares más refinados. Decidió que había que celebrar oficialmente su llegada a la ciudad. Ostras y una copa de champán para inaugurar su nueva vida. Y quizá incluso para olvidarla, para impedir que se convirtiera en un recuerdo demasiado pesado…

«¡Vamos, Lysa! Un poco más y ya está.»

Durante toda la vida había buscado un lugar tranquilo donde refugiarse. Lo que más deseaba en el mundo era la serenidad de las cosas que para la mayor parte de la gente representaban, en cambio, una pesadilla. Su mayor deseo era pasar inadvertida; sin embargo, su aspecto físico estaba muy lejos de producir ese efecto. Se había pasado la vida con decenas de ojos encima, ojos que llevaban escrita una sola y muda pregunta. Sus preguntas, siempre diferentes, habían recibido decenas de respuestas siempre iguales.

Y al fin se había dado por vencida.

Si el mundo que la rodeaba la quería así, así sería. Sin embargo, aquella bandera blanca que había decidido agitar costaría muy cara a todos los que quisieran descubrir su precio.

Recorrió el plano inclinado que llevaba hacia abajo y se encontró ante el restaurante que buscaba.

Entró por la puerta de vidrio del Oyster Bar con indiferencia, pero ninguno de los presentes permaneció impasible ante su entrada.

Dos yuppies algo entrados en años, sentados a la barra justo frente a la entrada, interrumpieron su conversación, y un tío más bien gordo, sentado dos lugares más allá, dejó caer sobre la servilleta que tenía en el regazo la ostra que estaba comiendo.

Un camarero vestido con el uniforme del lugar -camisa blanca y chaleco oscuro- fue a su encuentro y la acompañó a través del amplio salón cuadrado hasta una mesa en un rincón, puesta para dos con un mantel a cuadros rojos y blancos.

Lysa se sentó, sin mirar hacia el lugar vacío, y acomodó contra la pared de su izquierda el bolso y la maleta. El camarero, cortés e indiferente, le puso delante el menú, que tenía impreso en la tapa el logo del local.

Ella lo apartó con la mano y, con una de sus mejores sonrisas, que logró convertir la indiferencia y la cortesía del camarero en simpatía, dijo:

– Tomaré una selección de las mejores ostras que tengan, y media botella de champán muy frío.

– Óptima elección. ¿Cree que una docena bastará?

– Mejor tráigame dos docenas.

El camarero tomó nota y luego se inclinó hacia ella con expresión cómplice.

– Si mi influencia con el maître no ha disminuido, creo que lograré que le dejen una botella de champán entera por el precio de media. Bienvenida a Nueva York, señorita.

– ¿Cómo sabe que no soy de aquí?

– Lleva una maleta y sonríe. No puede ser de Nueva York.

– También los que se van llevan maleta.

Lysa le había provocado, y obtuvo la inevitable respuesta.

– Sí, pero los que se van de esta ciudad solo recuperan la sonrisa cuando están muy lejos.

El camarero se alejó con su simple y apocalíptica filosofía de neoyorquino y Lysa se quedó sola.

En el ángulo opuesto del salón en el que ella se sentaba había una mesa con media docena de hombres. Estaba segura de que tampoco ellos eran de la ciudad. Lysa había sido forastera demasiadas veces y durante demasiado tiempo como para no reconocerlos a primera vista. Los observó unos instantes, con disimulo, mientras hacía su pedido. Cuando llegó y se sentó, los había poseído un frenesí propio de una pelea de gatos.

Lysa hizo ver que buscaba algo en el bolso; poco después llegó la providencial interrupción del camarero, que traía una bandeja de ostras dispuestas con elegancia sobre hielo y una botella que asomaba por el borde de una cubitera cromada.

Los hombres de la mesa esperaron a que el camarero le sirviera, pero inexorablemente acabó ocurriendo lo que Lysa esperaba. Después de secretear con los amigos, uno de ellos, un tío alto, con entradas en el pelo y barriga de bebedor de cerveza bajo la chaqueta clara, se levantó de la mesa y avanzó hacia ella.

Llegó justo cuando Lysa estaba sirviéndose una gruesa ostra Belon.

– Hola, guapa. Me llamo Harry y soy de Texas.

Lysa alzó un instante los ojos y enseguida empezó a aliñar su ostra. Habló sin mirarle a la cara.

– ¿Y eso te convierte en un hombre especial?

Presa de su ansia guerrera, Harry no captó el tono irónico de la réplica y lo interpretó como un reconocimiento de sus cualidades.

– Puedes estar segura.

– Me lo imaginaba.

Sin que le invitaran, el hombre se sentó en el lugar libre que había junto a ella, en la butaca tapizada en piel.

– ¿Cómo te llamas?

– No sé qué quieres proponerme, pero, sea lo que sea, te advierto que no me interesa.

– Vamos. Un hombre como yo siempre tiene algo que puede interesar a una mujer como tú.

Se había lanzado con tanto brío hacia la conquista, que no se dio cuenta de la expresión de impaciencia que aparecía en el rostro de su presa. Era una mosca, y no lo sabía. Lysa se apoyó contra el respaldo, hinchó levemente el pecho y le miró con una expresión que hizo que le temblaran las piernas.

De repente sonrió; sus ojos encerraban infinidad de promesas.

– Mira, Harry, hay algo que adoro en un hombre: la iniciativa. Creo que tú la tienes, y que por eso eres un tío listo. Muy listo.

Harry sonrió también, pavoneándose ante sus amigos. A Lysa no le pasó por alto la mirada de soslayo que el hombre echó hacia la mesa donde se hallaban sentados los otros.

– No puedes ni siquiera imaginarte cuánto.

– Entiendo. Entonces es justo que sepas que también yo soy lista. Mira mi mano.

Lysa deslizó lentamente la mano izquierda sobre la mesa. Los ojos de Harry siguieron fascinados el dibujo de las uñas sobre la tela a cuadros blancos y rojos del mantel. Era un simple movimiento con la punta de los dedos, pero aquella mujer conseguía volverlo sensual. Su nuez de Adán dio un brinco cuando tragó saliva.

– ¿Ves lo que estoy haciendo sobre el mantel? Piensa que podría hacértelo a ti, en la espalda, entre el pelo, en el pecho, en otras partes…

Ese «otras partes» llegó a Harry llevado por un cálido soplo de aliento y le abrió excitantes perspectivas hacia el abismo. Lysa entornó los ojos y continuó.

– ¿Lo imaginas?

La expresión de Harry, por muy limitada que pudiera ser su fantasía, significaba que sí, que lo estaba imaginando. De repente, la mujer sentada junto a él cambió de actitud. Dejó de mirarlo y su voz se volvió un suspiro leve e indiferente.

– Y ahora imagina qué podría hacer con la otra mano.

Señaló con la mirada algún lugar debajo de la mesa. Harry bajó los ojos y lo que vio le hizo palidecer. La mano derecha de la mujer aferraba un cuchillo puntiagudo y afilado.

Aquel cuchillo apuntaba directamente a sus testículos.

– Tú eliges. Vuelves con tus amigos con pelotas o sin ellas.

Harry buscó refugio en una mueca irónica, que no consiguió disfrazar la incomodidad que traicionaba su voz.

– No te atreverías.

– ¿Cómo?

Un instante de inmovilidad. Durante un par de segundos pareció que el único movimiento que había en el mundo era el de una pequeña gota de sudor que bajaba por la frente de Harry. Luego, gracias a Lysa, el motor del tiempo volvió a girar.

– Te concedo una oportunidad.

– ¿Cuál?

– Como veo que no eres malo sino solo un gilipollas, quiero hacer algo por ti. Ahora meterás la mano en el bolsillo de la chaqueta y me darás una tarjeta tuya. Tus amigos lo verán y tú podrás contarles lo que quieras. Tal vez esta noche salgas solo y vayas al cine, y mañana contarás qué fantástica noche has pasado conmigo. No me interesa. Lo único que quiero es que te levantes y me dejes terminar mi comida.

Harry se levantó de la mesa, apartándose con cautela de aquella estalactita de acero que pendía sobre su virilidad.

Lysa volvió a poner la mano derecha, ya vacía, sobre la mesa. Con un gesto preciso y muy alusivo cogió la gruesa ostra que tenía en el plato y absorbió el molusco haciendo un poco de ruido.

Harry trató de recuperar parte de su orgullo. Pero lo hizo de espaldas a la mesa donde se hallaban sus amigos.

– No eres más que una furcia barata.

La sonrisa angelical que recibió en respuesta parecía incompatible con la figura de una mujer guapísima que hasta hacía pocos segundos, con absoluta indiferencia, había apuntado un cuchillo hacia sus atributos sexuales. La mano de la muchacha volvió a dirigirse bajo la mesa.

– Si de veras piensas eso, ¿por qué no vuelves a sentarte aquí?

Harry dio media vuelta sin añadir nada más y fue directamente al otro extremo del salón. Ella le siguió con la mirada y una sonrisa. Mientras él se sentaba con sus amigos, Lysa cogió la copa llena de champán e hizo un gesto de brindis en dirección a Harry. Nadie, en el grupo de hombres que le rodeaba, notó la tensa sonrisa con que él respondió al gesto.

Luego, con calma, Lysa volvió a concentrar su atención en una enorme ostra de Maine que sobresalía en la bandeja de metal.

Tres cuartos de hora después, un taxi la dejó en la dirección que le había dado.

Cincuenta y cuatro Oeste, en la calle Dieciséis, entre la Quinta y la Sexta avenidas, en el barrio de Chelsea.

Bajó del coche y, mientras el taxista descargaba su equipaje del maletero, alzó los ojos hasta divisar el techo del edificio; luego, buscó las ventanas del piso de la tercera planta, encima de la esquina. Metió la mano en el bolso, sacó un juego de llaves, cogió la maleta y se dirigió hacia la puerta de entrada.

No sabía por cuánto tiempo, pero aquel lugar, por el momento, sería su casa.

Загрузка...