Jordan levantó los brazos de la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla, para permitir que el camarero con chaqueta oscura dejara ante él el plato que sostenía en la mano. Mientras el hombre que le había servido se apartaba y se marchaba con discreción, Jordan se quedó mirando con perplejidad la composición que tenía delante.
– ¿Qué es?
Maureen sonrió desde el otro lado de la mesa, puesta con copas de cristal y un elegante mantel de lino blanco. También ella tenía delante un plato que contenía la misma comida fantasiosa y colorida.
– Pechuga de paloma con cacao y salsa de uvas.
Jordan acercó la silla a la mesa y cogió los cubiertos.
– Suena importante. Y además tiene aspecto de ser rico.
– Mi padre siempre dice que la cocina es como la literatura: el único límite es tu fantasía. Está convencido de que la comida debe satisfacer todos los sentidos: al gusto con el sabor, al olfato con el aroma y a la vista con la presentación.
Jordan alzó, irónico, una ceja.
– Un hombre que tiene pensamientos tan profundos debería ocuparse de política, no de un restaurante.
Cortó un pequeño trozo de comida y se lo llevó a la boca. Empezó a masticarlo lentamente, sin el frenesí de un devorador de bistecs.
Después de haberlo saboreado, su rostro mostró una expresión extática.
– Fabuloso. Debo decir que la fama del Martini's es merecida. Este lugar representa un auténtico conflicto de intereses.
– ¿Por…?
– El cocinero es un diablo que prepara platos salidos del paraíso.
Maureen rió. Por primera vez después de mucho tiempo rió.
– Lo has hecho.
– ¿Qué?
– Te has reído. Nunca te había visto hacerlo. Deberías practicarlo más a menudo.
– También tú.
Jordan cogió la copa que acababa de servirle el camarero, con un vino tinto de la reserva personal de Carlo Martini, y rozó la de Maureen.
– Es la primera vez que tomo alcohol desde hace mucho tiempo, pero creo que por ti vale la pena romper un firme propósito.
Le acudió a la mente otro brindis, reciente, hecho con una taza de café amargo en presencia de Annette, la camarera del bar que estaba cerca de su casa.
«Por los viajes frustrados», había dicho él.
«Por los viajes aplazados, solo aplazados», respondió ella.
Jordan bebió un sorbo de ese vino excelente, saboreándolo pero sabiendo que el momento del viaje aún no había llegado. Y que ya no estaba tan seguro de desearlo.
Maureen lo había invitado a cenar en el restaurante de su padre, un elegante palacete de época, de dos plantas, situado en la calle Cuarenta y seis entre la Octava y la Novena avenidas, no muy lejos de las luces de Times Square y los carteles con caras famosas de los teatros de Broadway. Jordan solo cayó en la cuenta cuando ella le dijo que era la hija del dueño de uno de los restaurantes más conocidos de Nueva York, y aceptó la invitación como un pequeño privilegio.
Maureen lo vio llegar en moto, con el casco y el pelo canoso algo despeinado, con esa forma de ser rebelde, no por el vehículo que conducía o la ropa que llevaba, sino por cómo era. Él se acercó a la mesa con su andar ágil y una sonrisa que pocas veces le había visto en el rostro y en los ojos al mismo tiempo.
Luego observó con placer cómo Jordan se entregaba al menú de degustación del restaurante, sin pedir que le trajeran ketchup.
Ahora, al parecer, celebraban la feliz conclusión de una investigación en la cual oficialmente ninguno de los dos había participado y en la cual ninguno de los dos había querido nunca participar. En realidad, el verdadero motivo de su presencia allí, juntos, era esa sensación indefinible pero sólida que los había vinculado desde el principio.
Quizá fuera solo el deseo de poner fin a un asunto desagradable, apoyándose el uno en el otro. Ambos tenían un camino difícil por delante y cada uno a su modo fingía no saberlo, quizá como un augurio de buena suerte.
Maureen continuó observando a Jordan disimuladamente, mientras fingía comer. Notó la delicadeza y la precisión con que usaba los cubiertos y por primera vez reparó en sus hermosas manos. Tenía algo que le recordaba a Connor, aunque eran muy distintos, tanto su personalidad como el aspecto físico.
Connor era la vibración de la creatividad, un duende que poseía la magia de la música. Jordan era la fuerza, la forma y el silencio constructivo, que forman parte integral de la música.
Connor tenía unas manos hermosas y largas que se estremecían con el deseo de empuñar el violín. Jordan tenía unas manos de hombre que, ahora se daba cuenta, deseaba que jamás tuvieran que empuñar una pistola.
Y no obstante, lo había hecho.
Se preguntó si en otro tiempo o en otro lugar entre ella y Jordan habría podido nacer algo. Prefirió no dar una respuesta inútil a una pregunta inútil. Siguió mirándolo de vez en cuando, disfrutando de aquel momento placentero y de la sensación de pausa que le daba la presencia de ese hombre.
Había ocurrido todo tan deprisa…, como en una sucesión de diapositivas entre la luz y la oscuridad. En la oscuridad había seguido viendo unas imágenes de muerte que no lograba borrar de su recuerdo. Al volver la luz, llegaron, sin posibilidad de elección, las imágenes que alguien no conseguía olvidar ni siquiera después de la muerte.
Jordan habló sin levantar la mirada del plato. Su voz tranquila la sorprendió en medio de estos pensamientos.
– ¿He pasado el examen?
Maureen fingió que no lo entendía. Debía haber imaginado que su excesiva atención no le pasaría inadvertida.
Meneó la cabeza y sonrió, para excusarse con él y consigo misma.
– Discúlpame. No era ningún examen. Y si lo hubiera sido, lo has superado hace rato.
Como si el azar ayudara a resolver ese momento de incomodidad, Jordan notó que su móvil vibraba en el bolsillo del pantalón. Le había quitado el sonido para no molestar a los clientes del local, pero de acuerdo con Maureen no lo había apagado. Después del arresto de Julius Whong, cuando todo debía hacerse con las rígidas normas de los procedimientos oficiales, por motivos obvios ellos habían quedado fuera. Habría sido difícil explicar el papel de Jordan, y sobre todo el de Maureen, ahora que los medios de información habían entrado con violencia y exigían su tributo de verdad. Estaban obligados a seguir la historia de lejos, sin posibilidad de participar en los interrogatorios ni de tener noticias frescas, salvo las que pudieran llegar de parte de Burroni o de Christopher.
Ahora los dos miraban el móvil, esperando que fuera uno de ellos.
Jordan vio que en la pequeña pantalla del visor no aparecía ningún número. Activó la comunicación sin hacer caso de algunas cabezas que se habían vuelto hacia su mesa con expresión de reprobación por semejante falta de tacto.
– ¿Diga?
– Jordan, soy James.
Jordan alzó los ojos hacia Maureen, y con un movimiento de cabeza confirmó la pregunta que leía en su cara.
– ¿Hay novedades?
– Pues sí. Es él, Jo. Han hecho el análisis de ADN, a la velocidad del rayo. Coincide. Cumple sobradamente con los requisitos mínimos que exige la ley. Además, no ha podido presentar una coartada para uno de los días en que se cometieron los crímenes. Y tampoco para ayer. Dice que se quedó en casa toda la noche. Ya no hay duda, aunque sobre el resto no han logrado sacarle una sola palabra. Nuestro hombre es un tío duro. Pero después de unos años en el pasillo de la muerte de Sing Sing ya se ablandará.
Jordan guardó silencio mientras asimilaba las noticias, y ello permitió a Burroni continuar por otro rumbo.
– Jordan, no sé cómo lo has hecho para llegar donde hemos llegado. Y tampoco sé dónde entra la italiana en toda esta historia. Hay muchas cosas que no logro entender.
Jordan no podía culparlo. De acuerdo con Christopher, habían decidido no informar a Burroni de las novedades aportadas por Maureen en el transcurso de la investigación. Y mucho menos de cómo las habían obtenido.
– Por si te interesa, tampoco yo.
– Lo que quiero decirte tiene que ver con otra cosa, Jordan. En un sentido estrictamente personal, me alegro de haber trabajado contigo. Y no lo digo solo porque gracias a esto mis problemas parece que han terminado. Ahora me doy cuenta de que ha sido una verdadera injusticia lo que te ha pasado.
– No hay problema, James. No te preocupes. Mantenme informado y saludos a tu hijo.
Jordan cortó la comunicación y contó a Maureen lo que acababa de decirle Burroni.
– Parece que es él. El análisis de ADN lo incrimina. Para Julius Whong, todo ha terminado.
Durante unos segundos se miraron en silencio. Luego Jordan dijo lo que estaban pensando los dos.
– Pero tú sabes que para nosotros no ha terminado, ¿verdad?
Maureen respondió en voz baja, unas sílabas que quedaron suspendidas entre ellos como una admisión de culpa.
– Sí, lo sé.
– Has visto algo que nos ha llevado hasta Julius Whong. No tengo la menor idea de cómo ha podido suceder, pero tú y yo sabemos que es cierto. Así que también debe ser cierto el asesinato que dices haber visto cuando los muchachos llevaban las máscaras de Snoopy. ¿Crees que podría ser Whong la persona que has visto con el cuchillo en la mano?
– No lo sé, Jordan. Lo vi solo un instante, y de espaldas. Ahora que lo he visto creo que el físico podría corresponder.
Maureen hizo una seña con la mano a un camarero que se acercaba para retirar los platos. El hombre comprendió, dio media vuelta y se alejó, dejándolos solos.
Jordan prosiguió con su discurso, que Maureen sabía muy bien dónde terminaría.
– Ahora que la historia de Snoopy ha llegado al conocimiento público, dejemos que se ocupen de ese aspecto los investigadores calificados para hacerlo. Nosotros, en cambio, debemos averiguar qué sucedió en esa habitación, aunque no sepamos dónde, cuándo ni por qué. Ese podría ser el motivo de los asesinatos. Pero no podemos hablar del tema con nadie, porque cualquiera, incluido Burroni, se nos reiría en la cara o llamaría a la unidad psiquiátrica más próxima.
Maureen asintió, mientras una sensación de pánico llenaba su estómago. Al recordar la noche anterior tuvo la fuerza para no bajar la cabeza, pero Jordan pudo ver un brillo en sus ojos.
– No sé si puedo hacerlo, Jordan.
Él alargó una mano y la posó sobre la suya. A Maureen le pareció increíble que un gesto tan simple pudiera resultar tan tranquilizador.
– Sí que puedes, Maureen. Eres una mujer fuerte y no estás sola, ahora. Y sobre todo no estás loca. Yo lo sé y te creo. Ya verás como tarde o temprano todo esto terminará.
Maureen no tuvo tiempo de responder, porque en ese momento un hombre alto y delgado que llevaba un perfecto traje oscuro se acercó a la mesa y se dirigió a Jordan.
– Señor, si esta encantadora criatura que tiene delante le está diciendo que es usted guapísimo, no le crea. Se lo dice a todos los hombres que conoce.
Jordan no lo entendió, pero cuando vio una sonrisa en la boca de Maureen se alegró de que esa extraña intervención pusiera fin a un momento difícil.
– Jordan, te presento al doctor Roscoe, el cirujano que me operó. Gracias a él ahora veo. William, Jordan Marsalis, un queridísimo amigo.
Roscoe tendió la mano a Jordan y se la estrechó con una calidez que le hizo pensar que era un hombre sincero y seguro de sí mismo.
– Lamento haberlos molestado, pero debe usted saber que nosotros, los médicos, somos un poco divos. Nos gusta disfrutar de nuestros éxitos. A veces es inoportuno, pero humanamente comprensible.
Roscoe volvió su atención hacia Maureen.
– ¿Todo bien con tus ojos, comisario?
– Todo perfecto. Todavía no sé cómo agradecértelo.
El cirujano no se percató de que el entusiasmo de Maureen era algo forzado, ni vio la sombra que pasó por el semblante de la mujer mientras decía esas palabras. Jordan, en cambio, sí lo vio y se preguntó cuál sería la reacción de Roscoe si se enterara de los efectos secundarios que había provocado la operación.
– Maureen, creo que tu intervención ha sido uno de los casos más importantes de mi vida. Aparte de la satisfacción profesional, me ha abierto las puertas del sanctasanctórum de la cocina de Nueva York. Tu padre me ha dado un crédito prácticamente ilimitado, que me avergüenza aprovechar… -Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa inocente-. Por lo que me limito a venir solo días alternos.
Jordan señaló la silla libre que había a su lado.
– Nosotros casi hemos terminado, pero si quiere usted sentarse…
El rostro de William Roscoe se puso serio. Señaló con una mirada una mesa donde estaban sentados dos hombres de edad madura, elegantes, correctos y un poco rígidos.
– Esos dos talentos de la medicina sentados a aquella mesa no me lo perdonarían nunca. Es increíble cómo la ciencia suele anular el sentido del humor en las personas.
Se apartó de la mesa con una expresión de complicidad. Quizá había malinterpretado que estuvieran los dos juntos en aquel lugar, pero ni Jordan ni Maureen consideraron oportuno aclararlo.
– Muy bien. Sed felices, vosotros que podéis.
Se volvió, y con andar elegante, acompañado por la ropa igualmente elegante, volvió a la mesa donde lo aguardaban sus colegas, que estaban enfrascados en la lectura de un gran menú forrado en piel.
Jordan y Maureen no tuvieron tiempo de hacer comentarios sobre el doctor Roscoe, porque el teléfono que Jordan había dejado sobre la mesa emitió de nuevo el zumbido de la vibración.
Esta vez aparecía el número en el visor, y Jordan lo reconoció de inmediato. Experimentó una sensación de vacío, porque sabía quién estaba al otro lado de la línea. Por un instante tuvo la tentación de no atender la llamada. Miró a su alrededor, incómodo.
Maureen se dio cuenta de su turbación y señaló el móvil con la mano.
– Responde; podría ser importante.
«No sabes cuánto. Y no sabes cuánto temo que pueda serlo.»
Activó la llamada y enseguida salió por el micrófono del aparato la voz que deseaba y que al mismo tiempo temía oír.
– Jordan, soy Lysa.
No había olvidado su mirada cuando la noche anterior lo vio abrazado a Maureen. No podía, porque no había olvidado lo que él había sentido al verla. Respondió de modo casi telegráfico, no porque no tuviera palabras sino porque temía pronunciarlas.
– Dime.
– Necesito hablarte. Es muy importante.
– Bien. Mañana por la mañana te llam…
– No, Jordan. No me he explicado bien. Es muy importante y muy urgente. Necesito hablarte ahora. Mañana no tendré el valor de hacerlo.
Jordan miró a Maureen. Ella entendió y le hizo una seña afirmativa con la cabeza.
Ahora Jordan ya no tenía donde esconderse. Miró el reloj. Calculó mentalmente el tiempo que tardaría en hacer en moto el trayecto hasta la calle Dieciséis.
– Bien. Puedo llegar en veinte minutos.
Cortó la comunicación y se quedó un instante mirando el teléfono, como si fuera un oráculo y de un momento a otro pudiera aparecer en la pequeña pantalla la solución a todos sus problemas.
La voz de Maureen lo devolvió al lugar en el que se hallaba y lo distrajo por un momento de pensar en el lugar al que debía ir.
– ¿Problemas?
– No exactamente. Un asunto personal, que no tiene nada que ver con esta historia.
– Entonces vete. No te preocupes por mí, aquí me siento como en casa. Aprovecharé la ausencia de mi padre para jugar un poco a la patrona.
Jordan se levantó de la mesa. Era alto y fuerte pero en ese momento Maureen vio en su cara la turbación de un niño.
– Hablamos mañana. Creo que deberemos vernos para planear una estrategia, como suele decirse en estos casos.
– De acuerdo. Ahora vete, que de tus veinte minutos ya han pasado tres.
Mientras miraba cómo llegaba al guardarropa y retiraba el abrigo de piel y el casco, por intuición femenina Maureen se dijo que cuando un hombre tiene esa expresión en la cara siempre se debe a problemas del corazón. Por ello no le costaba creer que se trataba de algo que no guardaba ninguna relación con aquella historia.
Ni ella ni Jordan podían saber qué equivocada era esta última afirmación.