13

Todavía oscuridad.

Luego, poco a poco, el despertar trajo consigo el recuerdo, y el recuerdo, la maldición del despertar.

Notó que su cuerpo estaba tendido entre sábanas ligeramente ásperas y, por el leve olor a desinfectante, dedujo que estaba en una habitación de hospital. En ese flotar entre nubes y algodón notó una extraña sensación de opresión en la cara. Trató de mover el brazo derecho y oyó el débil ruido de la cánula de una bolsa de suero que golpeaba contra el pie que la sostenía. Levantó con esfuerzo la otra mano y se la llevó a los ojos. Pasó los dedos por la suave consistencia de unas gasas sujetas con esparadrapo. Lejos, desde alguna parte, en este mundo o en algún otro, oyó unas voces que susurraban palabras sin apenas sonido. De pronto, ese diálogo murmurado se convirtió en el eco de unos pasos y después en la voz de su padre, llena de una angustia que ni siquiera el afecto conseguía enmascarar.

– Maureen, soy yo.

Su respuesta fue a un tiempo un saludo, un consuelo y un lamento.

– Hola, papá.

– ¿Cómo te sientes?

«¿Cómo me siento? Quisiera que esta oscuridad desapareciera para siempre y no volver a ver en mi memoria las imágenes de Connor cayendo al suelo. O quisiera ser yo la que desapareciera para siempre.»

Mintió.

– Bien. ¿Dónde estoy?

– En la policlínica Gemelli.

– ¿Desde cuándo?

– Te trajeron en muy mal estado. Te han mantenido en coma farmacológico durante dos días.

– ¿Cómo conseguisteis saber dónde estaba?

– Cuando te cogieron, Franco, tu abogado, estaba en la ventana y lo vio todo. Avisó de inmediato a la policía. Pero no consiguió apuntar el número de la matrícula, así que la búsqueda se limitó al tipo de coche que él describió. Después llegó la llamada telefónica…

– ¿Qué llamada?

– Un hombre con acento extranjero llamó a tu comisaría para avisar dónde podían encontrarte.

De pronto volvió a su mente la cara de Arben Gallani y su voz que le susurraba «Es desagradable, ¿verdad?» después del disparo. Y aquel arete con forma de cruz que se balanceaba y centelleaba ante sus ojos mientras…

– ¿Y Connor?

– Lamentablemente, Connor ha muerto. Han intervenido las autoridades estadounidenses y después de las obligadas formalidades lo llevarán a su país, dentro de pocos días. No sé si lo que voy a decirte podrá servirte de consuelo…

– ¿Qué?

– Connor ya se ha convertido en un mito. Y como todos los mitos vivirá para siempre.

A Maureen le costó no ponerse a gritar.

«No es justo que viva para siempre. Tenía derecho a vivir su tiempo, y yo tenía derecho a pasarlo con él.»

Junto con ese pensamiento llegó la aterradora convicción de ser la causa de todo, porque el día que disparó a Avenir Gallani, mató con el mismo proyectil a Connor. Volvió la cabeza hacia el otro lado para esconder las lágrimas invisibles que lloraba bajo las gasas y que el tejido absorbió como si fuera sangre. Lloró por ella misma y por ese hombre maravilloso que la había rozado apenas el tiempo suficiente para poder decirle adiós. Lloró por el mal que cualquiera es capaz de hacer y cualquiera está obligado a soportar. Lloró en silencio esperando que del cielo o del infierno le llegara el consuelo de la furia.

Luego su cuerpo de mujer se entregó a ese dolor infinito, y también las lágrimas terminaron.

– ¿Cuándo me sacarán las vendas?

Una segunda voz, baja y profunda, sustituyó a la de Carlo Martini.

– Doctora, soy el profesor Covini, el jefe de oftalmología del hospital Gemelli. Usted es una persona fuerte, por lo que le hablaré con franqueza. Temo que debo darle una mala noticia. Quizá ya existía con anterioridad una debilidad congénita de la que no sabía nada, pero la violencia que ha sufrido le ha provocado lo que se denomina, en términos médicos, un leucoma adherente postraumático. En pocas palabras, daños irreversibles en las córneas.

Maureen tardó un instante en comprender lo que acababa de decirle el médico.

Después, la furia llegó de pronto con una violencia como ningún hombre en la tierra habría podido jamás poseer.

«No.»

No lo permitiría.

No permitiría que Arben Gallani la privara no solo de la vista sino también de la venganza. Su voz, una voz que al fin reconocía, salió de su boca a través de las mandíbulas contraídas.

– ¿Estoy ciega?

– Técnicamente sí.

– ¿Qué significa «técnicamente sí»?

Maureen se alegró de no ver la expresión que debió de acompañar al tono de voz del médico.

– Existe la posibilidad de realizar una intervención quirúrgica, un trasplante. Es algo que ya se ha hecho, con un razonable índice de éxitos. En su caso, por desgracia, hay un problema. Trataré de explicarle cómo funciona. La córnea de un donante es un cuerpo extraño que se inserta artificialmente en el ojo del que la recibe. Por este motivo debe utilizarse una córnea totalmente compatible con la tipología genética del receptor. En caso contrario, en el momento en que se injerta o implanta la nueva córnea en el ojo receptor y el organismo no la reconoce o no la acepta, se produce esa reacción comúnmente llamada rechazo. Por los exámenes de sangre e histogenéticos que le hemos realizado, hemos comprobado que usted es una quimera tetragamética.

– ¿Qué significa eso?

– Usted es el producto de dos óvulos y dos espermatozoides. En la práctica, dos óvulos de su madre fueron fecundados por dos espermatozoides de su padre. En una etapa muy precoz de su desarrollo los dos embriones se fundieron en uno, lo que dio origen a un solo embrión en el cual coexisten dos tipos de células genéticamente distintas. En su caso hay un grave problema de compatibilidad. Resumiendo, el número de personas con esta característica es extremadamente reducido.

El profesor Covini hizo una pequeña pausa.

– Como ya le he dicho, esta era la mala noticia.

– Y después de todo esto, ¿puede haber una buena?

– Sí, la hay.

A la voz profesional del médico se superpuso el tono compasivo de su padre.

– He llamado a tu madre, a Nueva York. Cuando le conté lo sucedido y se enteró de tu estado, se puso enseguida en marcha. Entre sus conocidos hay un médico, William Roscoe. Para una patología como la tuya, actualmente no hay nadie mejor en el mundo.

La voz del profesor Covini volvió a competir con la del padre en la tarea de alentarla.

– Esta es la buena noticia de la que le hablaba. La explicación científica es larga y compleja, por lo que no la aburriré con datos que quizá le resultarían incomprensibles. Lo único que cuenta es que existe la posibilidad de un trasplante. He consultado personalmente al profesor Roscoe. Es uno de los mayores expertos en microcirugía ocular y además es un investigador que ha logrado progresos increíbles en el campo de los cultivos y los implantes de células estaminales embrionales. Por desgracia, deberá viajar a Estados Unidos, porque aquí, en Italia, la ley sobre la fecundación asistida prohíbe el cultivo y el uso de ese tipo de células, y es imposible realizar esta intervención. He hablado por teléfono con el profesor y ha surgido algo único y muy raro.

– ¿Qué?

– Tenemos un donante que podría ser compatible. El profesor Roscoe está en condiciones de inducir a células estaminales embrionales a diferenciarse en células linfocitarias capaces de inhibir de manera selectiva la respuesta inmune contra las córneas del donante, a fin de evitar un posible rechazo.

La voz de Carlo Martini concluyó en lugar del médico ese intervalo de esperanza.

– La única condición es que hay que hacerlo pronto. Un cliente importante del despacho de tu madre ha puesto a tu disposición su jet privado. Mañana partiremos hacia Estados Unidos y pasado mañana se hará la intervención. Siempre que tú estés de acuerdo y…

Maureen respondió dócilmente al ruego y a la esperanza que oía en la voz de su padre.

– Por supuesto que sí.

«Por supuesto que sí -pensó-. Lo haría aunque tuviera que padecer todas las penalidades del infierno.»

El profesor Covini puso fin a ese momento de fragilidad y volvió a imponer el implacable trato del médico con el paciente.

– Pues bien, muy bien. Ahora es mejor que la dejemos descansar, señor Martini. Por hoy, creo que ha sido suficiente.

– Como usted diga, doctor.

Sintió sobre la mejilla los labios de su padre y su voz en el oído, como si ese saludo fuera un secreto entre los dos.

– Adiós, tesoro. Nos vemos luego.

Una mano delgada y desconocida se apoyó por un instante sobre la suya.

– Le deseo lo mejor, señorita. Y créame que no es una frase de circunstancias. Nadie debería sufrir lo que ha sufrido usted.

Maureen le oyó hacer algo con el pie de la bolsa de suero y después sus pasos se alejaron de la cama. Tras el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse se quedó sola en el silencio de la habitación. Probablemente el médico había puesto un sedante en el suero, porque comenzó a sentir una ligera somnolencia que poco a poco se convirtió en el deseo de dejarse llevar por el sueño.

Mientras esperaba la bendición de no pensar durante unas horas, se dijo que haría cualquier cosa que le pidieran. Haría lo que fuera con tal de poder ver aunque solo fuera un minuto.

No pedía más.

Un minuto solo.

El tiempo suficiente para grabar para siempre en sus ojos y en su memoria cómo el rostro sarcástico de Arben Gallani desaparecía en el abismo de un disparo de pistola.

Después podía volver la oscuridad.

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