El restaurante recomendado por Travis Hoogan era un viejo remolcador restaurado, amarrado en un embarcadero protegido por un brazo de cemento sobre el Hudson de modo que formara un pequeño muelle. Era una barcaza que la paciencia y la dedicación de alguien habían devuelto a una forma y un esplendor quizá incluso superiores a los originales. En la tranquilidad de su refugio, entre pequeños yates de líneas esbeltas y alargadas, esa embarcación corta y maciza que antaño se encargaba de remolcar grandes vapores daba la impresión de ser un gigante en calma, un gran león tranquilo que miraba con benevolencia cómo jugaban sus cachorros.
Cuando Jordan detuvo la moto y vio cómo se llamaba el lugar, se alegró de poder esconder su sonrisa bajo la visera del casco.
Steamboat Willie.
Era el título de uno de los primeros dibujos animados de Walt Disney. En ese momento pensó que los dibujos se cernían sobre él; el azar parecía empeñado en que fueran los protagonistas de su vida. Tal vez era su vida la que iba transformándose lentamente en una historieta. La suya y la de todas las personas envueltas en aquella absurda historia. Quizá estaban todas allí, mudas y sin saberlo, con la cabeza cubierta de bocadillos llenos de diálogos que alguien les escribía y que nadie parecía poder cambiar.
Bajaron de la Ducati y Jordan vio de nuevo el ritual del pelo de Lysa que salía del casco como si tuviera vida propia. Por su seguridad prefirió atribuir al nerviosismo de ese difícil momento de su vida lo que experimentaba cada vez que veía aquel gesto natural.
Se acercaron a la pasarela de madera apoyada contra el azul oscuro del casco. Subieron a bordo con la sensación de precariedad que daba el pequeño puente suspendido sobre el agua y entraron en la penumbra del restaurante, que olía a madera encerada y, por una extraña sugestión, a mar. Los muebles eran de riguroso estilo marinero, con bronces brillantes y mesas cubiertas con manteles de una rústica tela de color azul, como el barco.
Un camarero bastante joven se dirigió rápidamente hacia ellos con un andar que a Jordan le recordó el movimiento de un resorte. Tenía un aspecto simpático y una cara bronceada que le daba más la apariencia de un camarero de barco en alta mar que de un restaurante montado en un viejo remolcador anclado a la orilla de un río.
– Buenos días, señores. ¿Les apetece comer dentro, o prefieren disfrutar de este bonito día y quieren que les prepare una mesa en cubierta?
Su actitud profesional se evaporó de repente y en un tono amistoso y cómplice les dijo:
– Si me permiten un consejo, fuera la vista es mejor, y no hay nadie.
Jordan, indeciso, miró a Lysa y dejó que ella eligiera.
– Creo que fuera sería perfecto.
Siguieron al muchacho y se sentaron a una mesa a la sombra de una pérgola de madera laminada, cerca de la proa. El camarero dejó sobre la mesa dos menús forrados con tela encerada, y los dejó solos para darles tiempo a decidir.
Jordan cogió uno y lo abrió. Empezó a leerlo, pero su mente volvió donde estaban sus pensamientos.
Recordó lo que había sucedido en el despacho de Travis Hoogan y en lo que le había revelado Sarah Dermott por teléfono. Según las reglas, debería haber llamado a Burroni y contarle de inmediato las novedades, pero prefirió tomarse un poco de tiempo para analizar lo que acababa de descubrir.
¿Qué papel tenía este cuarto personaje de Snoopy, después de Linus, Lucy y Snoopy? Los dos primeros habían revelado su identidad en el momento de su muerte. Snoopy, quienquiera que fuese, corría el mismo riesgo, suponiendo que en aquel momento no estuviera ya recibiendo la visita de un hombre con el rostro oculto por la capucha de una chaqueta de chándal y que cojeaba un poco de la pierna derecha.
«Es para mañana. Pig Pen.»
¿Qué iba a suceder «mañana»? ¿Quién era Pig Pen?
Por ahora era solo el nombre de una figura de dos dimensiones, dibujada en tinta por un genio llamado Charles Schulz. Además, ese «mañana» ya hacía tiempo que se había descompuesto en muchos ayeres, y no proporcionaba una respuesta fácil. Y aludía directamente a la cuarta dimensión, la más hostil a ellos: el tiempo.
– Si me dices dónde estás, podría ir o al menos llamarte por teléfono.
La voz de Lysa llegó desde muy lejos, pero lo devolvió a la unidad de tiempo y lugar. Jordan dejó el menú sobre la mesa y se encontró con la sonrisa irónica de su compañera de viaje y el camarero, que lo miraba con un bolígrafo y una libreta en la mano.
Jordan se dio cuenta de que se había quedado ciego y sordo mientras Lysa pedía la comida.
– Discúlpame. Estaba pensando, y creo que me he perdido algo. ¿Tú ya has elegido?
– Hace varios minutos.
– Entonces, agilizaremos las cosas; lo que es bueno para ti también lo será para mí.
El camarero era un tío comprensivo. Asintió con la cabeza y garabateó algo en su libreta.
– Muy bien, entonces serpiente frita para los dos.
El muchacho reaccionó ante la sorpresa de Jordan con una sonrisa cautivadora.
– No se preocupe, señor, es una especialidad de la casa. El chef la cocina de tal forma que quedan tiernos hasta los anillos del cascabel.
Tras la carcajada de Lysa, se alejó por el puente con su raro paso elástico. Jordan y su compañera se quedaron a la sombra de un toldo, en la cubierta de aquel barco que ya no navegaría nunca. Él volvió la cabeza hacia la izquierda. Vista desde allí, la otra orilla del río era un lugar lejano y muy distinto, poblado de gente extraña, como todo horizonte que se respete. La sensación de que la gente que estaba del otro lado lo viera del mismo modo demostraba la relatividad de cualquier punto de observación.
Volvió a mirar a Lysa.
«Nadie que tenga unos ojos así…»
Se dio cuenta de que no sabía nada de ella. No sabía nada de su vida ni de por qué había ido a Nueva York. No sabía si nunca le había preguntado nada por temor a ser indiscreto o por temor a lo que Lysa pudiera decirle.
Durante el poco tiempo que llevaban conviviendo bajo el mismo techo, en realidad apenas se habían cruzado; intentaban seguir las directrices que pretendían imponer a su vida o que se veían obligados a aceptar. Cualesquiera que fueran las suyas, Lysa parecía poseer un arma envidiable: un carácter alegre pero resuelto y una optimista ironía con la que enfrentarse a cualquier cosa poco agradable que encontrara en el camino.
Solo una noche en la que él llegó muy tarde, mientras atravesaba de puntillas el pasillo, al pasar por delante de su habitación le pareció, en el silencio de la casa, oír que lloraba. Pero cuando volvieron a verse, por la mañana, en su cara no quedaba ni rastro de ese llanto, si lo había habido.
– ¿Cómo es que entre tú y Christopher hay tanta diferencia de edad?
Jordan respondió tratando de dar a su voz la ligereza de lo evidente.
– Bueno, es una historia muy simple. Mi padre era un hombre guapo, sin un céntimo, y que jugaba muy bien al tenis. La madre de Christopher era una mujer guapa, muy rica, y que también jugaba muy bien al tenis. Se conocieron y se enamoraron. Solo había un pequeño detalle. Él era un joven con unas cualidades que en ciertos ambientes se consideran defectos; ella era una chica que había nacido y se había criado en uno de esos ambientes. Antes del matrimonio los padres de ella le hicieron firmar a mi padre un contrato prenupcial que era más largo que un listín telefónico. Las cosas marcharon bien durante un tiempo, hasta que sucedió lo inevitable. Mi padre se dio cuenta, poco a poco, de que su mujer cada vez formaba más parte de su ambiente, mientras que él lo hacía cada vez menos. Cuando le pidió que se marchara con él para empezar otra vida juntos, se encontró frente a una rotunda y horrorizada negativa; mientras, el suegro ya le había tendido la alfombra roja que llevaba hacia una puerta abierta. Mi padre salió de aquella casa como había entrado. Sin un céntimo en el bolsillo y con dificultades cada vez mayores para ver a su hijo. Después conoció a mi madre, y doce años después de Christopher nací yo. La primera vez que nos vimos, él ya había iniciado su carrera política y yo acababa de salir de la Academia de Policía. Por unos hechos ajenos a nosotros éramos dos hermanos que se encontraban frente a frente sin tener sentimientos fraternos. Pese a todo, la cosa siguió adelante hasta hoy.
Jordan sabía que sus palabras eran la introducción a la siguiente pregunta de Lysa. Se relacionaba con el motivo por el cual, una noche de hacía unos años, ocupó un lugar que no era el suyo en un coche destrozado. No creía que estuviera preparado para responder a eso, por lo que recibió con alivio la llegada del camarero con dos platos en la mano.
La comida que había pedido Lysa no era serpiente frita, sino un excelente pescado cocinado en una delicada salsa de albahaca y leche de coco. Mientras comenzaban a comer, Jordan decidió abordar la conversación que hasta ese momento había evitado.
– Creo que, en general, mi vida no es muy interesante. Tú, en cambio, todavía no me has contado nada de ti.
Lysa adoptó una expresión que acompañó con un gesto de la mano que no armonizaba demasiado con la sombra que pasó durante un instante por sus ojos. Una sombra fugaz pero suficiente para oscurecer toda la luz y optimismo que pudieran contener. Se ocultó detrás de una sonrisa que, sin embargo, no conseguía velar la amargura.
– Lo mío es muy sencillo. Basta decir que para mí nada ha sido nunca simple.
Lysa hizo una larga pausa.
«Nunca.»
Incómodo por la cruda naturalidad con la que había dicho esta palabra, Jordan volvió de nuevo la mirada hacia la otra orilla del Hudson. Y de nuevo se encontró ante el eterno juego de las dos riberas. El lugar donde se encontraba Lysa era el del «nunca», y en la otra orilla estaba el espejismo del «siempre». Sin embargo, en su caso significaban lo mismo.
La voz de Lysa se lo contaba a él y a sí misma.
– Nací en un pequeño pueblo en medio del campo, cuyo nombre no te diría absolutamente nada. Ya sabes, un lugar de esos donde todos lo saben todo de todos. Mi padre era un pastor metodista, y mi madre, el tipo de mujer que solo podía ser la esposa de un hombre así. Devota, silenciosa y servicial. Trata de imaginar la vergüenza de un hombre obsesionado con Dios que ve crecer con orgullo a su único hijo varón, hasta que se da cuenta de que, a los catorce años, ¡comienzan a crecerle los senos! Me escondieron como si yo fuera un castigo por todos los pecados del mundo, hasta que su amor por Dios fue mayor que el amor por su hijo, varón o mujer o lo que fuera. A los dieciséis años, cuando me fui de casa, no tuve ni siquiera que tocar la puerta para ver cómo se cerraba a mis espaldas.
Jordan no estaba seguro de querer oír más. Él siempre había vivido en un mundo donde las cosas eran blancas o negras, donde se excluía todo posible matiz intermedio. Después de lo que le ocurrió vio, contra su voluntad, todos los matices posibles del gris. Las personas que había conocido en los últimos tiempos lo ponían frente a un número ilimitado de posibilidades. Y Lysa era una de ellas.
No obstante, ahora conseguía al fin dar un nombre a la atracción que ejercía en él. Rara vez la belleza es sinónimo de carácter. El carácter procede del sufrimiento, y una persona hermosa en general no ha tenido que esforzarse por conquistar nada, porque siempre encuentra a otras personas dispuestas a hacer cualquier cosa para regalárselo. Esto valía tanto para los hombres como para las mujeres. Habría podido valer incluso para Lysa, que había vivido haciendo equilibrios en la línea de separación. Salvo una diferencia que antes solo podía intuir pero que ahora empezaba a confirmar.
Para ella nada había sido simple.
«Nunca.»
Esas cinco letras hablaban de hierro y de roca pero también de algo extremadamente frágil que se escondía debajo.
– Después, solo fui de un lugar a otro. La historia de siempre. Yo te persigo a ti, que la persigues a ella, que lo persigue a él. Huir de personas que me buscaban cuando descubrían cómo era, y ver huir por el mismo motivo a personas a las que buscaba yo.
– ¿Nunca hubo nadie?
– Oh, sí. Como en todas las buenas historias de decepción, hubo un poco de ilusión. Hubo un hombre en el lugar de donde vengo ahora. Era alegre y simpático. Actor. Debería haber sabido que, cuando se vive fingiendo el amor, es fácil verlo también donde no lo hay. Pero cuando estábamos juntos me hacía reír hasta las lágrimas.
– ¿Y después qué pasó?
– Lo que pasa siempre. Las risas terminaron y quedaron las lágrimas.
Lysa cambió de expresión y dio a su voz un tono ligero, por pudor o por temor a abrirse demasiado. Volvió a ser la de siempre, alegre y oculta. Jordan tuvo una visión fugaz de una vida transcurrida huyendo y buscando. De qué, solo ella podía saberlo.
– Y aquí estoy. ¿Conoces la historia del soñador, el loco y el psiquiatra? -preguntó Lysa.
– No.
– Es un chiste, pero es un buen ejemplo. El soñador construye castillos en el aire, el loco vive en ellos y el psiquiatra cobra el alquiler.
Jordan se dio cuenta de repente de que debía hablar claro con aquella mujer. Y no le gustaba lo que se proponía decirle, porque sabía que tampoco le gustaría a ella.
– Hay algo que debo decirte.
Lysa revolvió delicadamente con el cuchillo una parte del pescado que tenía en el plato.
– Te escucho.
– Creo que tendré que buscar otro lugar donde quedarme.
– Entiendo.
Seca, breve, casi indiferente.
Jordan meneó la cabeza.
– No, no creo que lo entiendas.
Apoyó los cubiertos sobre el plato. No quería perder la atención de Lysa, ni que la distrajera cualquier gesto que no fuera su voz.
– Cuando era pequeño, vivía con mi familia en Queens. En la casa de al lado vivía otro niño, Andy Masterson. Como es natural, a menudo jugábamos juntos. Un día sus padres le regalaron un cochecito eléctrico. Recuerdo cómo andaba por ahí sentado en esa maquinita de plástico rojo, con los ojos brillantes de alegría. Yo sabía que no podía tener uno igual y me quedaba mirándolo con el deseo de dar al menos una vuelta, cosa que no sucedió nunca.
– Tu amigo Andy no era un niño demasiado generoso.
– Creo que no. Pero no se trata de eso.
Jordan fijó los ojos en los de Lysa.
– Recuerdo cuánto deseaba ese cochecito rojo. Lo deseaba desesperadamente, con todas mis fuerzas. Lo deseaba con la intensidad y la melancolía que solo puede sentir un niño.
– Me parece que para un niño debió de ser un problema muy serio.
Jordan respiró hondo, como antes de una apnea profunda.
– No, fue un problema pequeño. El problema serio es que ahora te deseo a ti mucho más que a aquel coche.
Enseguida se dio cuenta de que no había seguido el consejo del rector Hoogan. Mientras pronunciaba esas palabras bajó la mirada.
Cuando volvió a alzarla, vio la profunda mirada de Lysa; sus ojos no habían cambiado de expresión. Luego endureció el semblante y se levantó de la mesa. Sabía que él no había terminado y trataba de adelantar ese fin.
Habló sin mirarlo, con una voz que expresaba el cansancio de un déjà-vu.
– Creo que tienes razón. Quizá sea mejor que busques otro lugar donde quedarte. No tengo más hambre. Si me disculpas, te espero junto a la moto.
Se alejó con el pelo bailando sobre la espalda, movido por su andar y por la brisa que llegaba del río. Jordan se quedó solo, como jamás se había sentido en la vida; solo con sus pequeños remordimientos y sus miserables vergüenzas de hombre insignificante.
Esperó unos instantes; luego llamó al camarero y pagó la cuenta. El muchacho comprendió, por su expresión, que algo había cambiado entre ellos. Aceptó la propina y le dio las gracias sin recurrir a su habitual buen humor.
Jordan bajó por la pasarela, buscando a Lysa con la mirada. Un poco más adelante vio la mancha roja de la Ducati, y al lado la figura de ella, con la cara ya oculta bajo el casco. Como ya había sucedido antes, sintió nostalgia de su rostro, pero sabía que en ese momento no había sonrisa bajo la visera oscura. Ni para él ni para nadie.
Sin decir nada, Jordan se refugió a su vez en la protección del casco, subió a la moto y encendió el motor esperando sentir detrás de sí la presencia de su pasajera.
Cuando supo, por el ligero movimiento del asiento, que ella se había sentado, puso la marcha y aceleró. Iniciaron un mudo viaje de regreso a Nueva York, dejando pronunciar al viento las palabras que ellos no eran capaces de decirse; ese viento que con el mismo gesto distraído dispersa las nubes y los perfumes.