40

Maureen se despertó con la sensación de estar más cansada que cuando se acostó. Pese a haber tomado un somnífero la noche anterior, había pasado una noche agitada, llena de sueños y angustia, sin tan siquiera el consuelo de saber con seguridad que las imágenes creadas en su subconsciente en esa fragmentada actividad onírica eran exclusivamente suyas.

«Ni siquiera soy dueña de mis propios sueños.»

Miró el reloj digital apoyado en la superficie de mármol gris de la mesita de noche. Los números rojos indicaban que era casi mediodía.

Apartó la sábana arrugada, se levantó de la cama, cogió las gafas oscuras y se las puso antes de abrir las pesadas cortinas que dejaban la habitación en penumbra. Corrió también las más ligeras y dejó entrar la luz del sol. Abajo se extendía Park Avenue, cubierta por el mosaico multicolor de los techos de los coches detenidos en un embotellamiento. Maureen sintió envidia por toda esa gente que conducía sus automóviles, andaba por las aceras, se desplazaba por la ciudad y que, al mover los ojos, se veía rodeada solo por las imágenes de un mundo que para ellos estaba allí y ahora; no había ningún mensaje de un lugar incomprensible y desconocido que solo para ella representaba otro momento y otro lugar.

Después del indiscutible descubrimiento de que los fragmentos que de vez en cuando veía pertenecieron a la vida de Gerald Marsalis, decidió, como si tuviera que pagar una deuda, ir a ver las obras de Jerry Kho en una muestra retrospectiva organizada en una galería del Soho. Paseó sola por las salas, con calma, extrañamente fría, sin experimentar la sensación de haberlas visto ya sino esperando de un momento a otro un nuevo episodio de

«¿de qué en realidad?, ¿qué nombre tiene esto que me está pasando?»

Pero no ocurrió nada. Mientras se paraba ante las manchas de colores de los cuadros, una sensación de inquietud se apoderó poco a poco de ella. En esas telas vio la muerte y la destrucción, las heridas de grandes desgarrones y el grito de dolor de una mente consumida por las pesadillas, como el cuerpo de un hombre entre las pirañas.

Jerry Kho, como Connor Slave, era un artista que había desaparecido antes de tiempo, quizá en el apogeo de su etapa creativa, asesinado por la locura humana. Pero Connor era también un hombre, mientras que el otro se había negado a serlo. Quizá Gerald ya estaba muerto mucho antes de que la muerte física le llegara de la mano de otro hombre que se encontraba en la misma situación.

Se apartó de la ventana; las cortinas ligeras cayeron suavemente para restablecer un sutil velo desenfocado entre ella y el mundo exterior. Se acercó al sillón situado junto a la ventana y, mientras se ponía los pantalones de un chándal, oyó tintinear el teléfono en alguna parte de la casa.

Para no perturbar su descanso, Mary Ann Levallier había dado la orden de desconectar el sonido del aparato de la habitación donde ella dormía. Poco después la puerta se abrió sin ruido y asomó la cara morena de Estrella.

– Ah, señorita, ya está despierta. Póngase al teléfono; es una llamada para usted, de Italia.

Maureen fue hasta la mesita de noche, de estilo imperio, situada junto a la cama y se puso al teléfono mientras se preguntaba quién podría ser. Intrigada, cogió el auricular.

– ¿Sí?

La sorprendió la voz tranquilizadora y positiva de Franco Roberto, su amigo y abogado.

– ¿Cómo está la comisario más guapa de la policía italiana?

Maureen lo conocía muy bien y sabía lo sensible y cuidadoso que era con las palabras. Su tono ligero no significaba una falta de tacto, sino una demostración de afecto.

– Hola, Franco, no me digas que todavía estás trabajando a esta hora.

– Claro que todavía estoy trabajando. He pasado todo el día y creo que pasaré buena parte de la noche revisando las notas para un juicio importante que tendré mañana. Como sabes, soy un hombre que debe ganarse el pan.

– Si no recuerdo mal tus honorarios, debe de ser un pan muy relleno.

Maureen siguió el tono alegre de la conversación, llevada, a pesar suyo, por ese optimismo que le llegaba desde seis mil kilómetros de distancia.

– A palabras necias, oídos sordos. Bueno, hablando de cosas serias, me he puesto en contacto con tu padre y me he enterado de las buenas noticias. Me ha dicho que la operación ha sido un éxito.

«Sí, aunque si te lo contara ni remotamente lograrías saber cuánto…»

No tuvo necesidad de hacer ningún comentario. Del otro lado, Franco continuó hablando, concentrado en el motivo de su llamada.

– También yo quería darte una buena noticia. El juicio por tu enfrentamiento con Avenir Gallani solo será una formalidad. Basándose en tu declaración después de lo ocurrido, la mitad de la policía de Roma se movilizó. Registraron al milímetro el bosque de Manzania y encontraron en un árbol un proyectil, que después del análisis balístico ha resultado ser igual al que extrajeron del cuerpo de Connor. Esto confirma tu versión de los hechos y significa que yo estoy a punto de dar en dos blancos de un solo tiro.

– ¿Es decir?

– Demostrar tu inocencia y cobrar un cheque con el membrete de la Policía del Estado. Quizá ni siquiera lo ingrese. Lo colgaré en mi estudio, como un exvoto.

Maureen permaneció un momento en silencio.

– ¿Qué pasa? No pareces contenta.

– Sí que lo estoy. Es una noticia magnífica.

Por lo menos, debería serlo. Poco tiempo atrás, en la misma situación, habría cogido el primer avión que la llevara junto a Connor, para abrazarlo y compartir la alegría con él. Ahora, ¿cómo podía sentirse contenta, si el precio de obtener aquello era la muerte de él?

Franco pareció intuir sus pensamientos, porque el tono de su voz se volvió comprensivo y reconfortante como solo él sabía hacerlo.

– Ya, ya. Piensa en todo lo que te espera. No soy tan tonto para pensar que todo podrá ser como antes, ni para tratar de hacértelo creer. Pero si me permites un comentario poco original, confía en el tiempo y en las personas que te quieren. No cambia las cosas, pero ayuda a soportarlas. Si de algo te sirve, aquí estoy.

– Lo sé, Franco, y no sabes cuánto te lo agradezco. Que tengas mucha suerte en el juicio.

Maureen cortó. Sabía cuánta verdad había en las palabras de Franco.

Era joven.

Algunos decían que era guapa.

Alguno que otro decía incluso que era guapa e inteligente.

Pero solo en una ocasión la presencia de una persona había hecho que se sintiera la mujer más guapa, inteligente y deseada del mundo.

Y ahora su ausencia hacía de ella una mujer sola y obligada a esconderse.

El mundo no acepta de buen grado a las personas que sufren abiertamente. Todos quieren engañarse pensando que el mal no existe, y así nadie acepta compartir durante demasiado tiempo la prueba de lo contrario.

Maureen pensó que una taza de café no podría volver el día más amargo de lo que ya era. Solo un poco más cálido. Estrella se habría alegrado de llevárselo, pero prefirió salir de la habitación e ir a preparárselo ella.

La casa era bastante grande, distribuida en una superficie de casi cuatrocientos metros cuadrados, con una clara división entre la zona de día y la de noche; una amplia entrada se extendía hacia el interior de la zona de la cocina. Por su larga estancia en Italia, su madre había adoptado el gusto europeo, por lo que la decoración combinaba objetos de diseño actual y muebles antiguos españoles y franceses que se integraban a la perfección con las cortinas y los tonos tenues de las paredes.

En armonía con la personalidad de Mary Ann Levallier, no había nada dejado al azar.

Mientras avanzaba descalza por el pasillo, hacia la cocina, oyó voces que llegaban de la otra parte de la casa. Una parecía la de su madre. Le resultó extraño, porque en general a esa hora estaba en el trabajo, en un despacho de madera y con muchas ventanas que ocupaba la mitad de una planta en las Trump Towers.

Cuando llegó a la entrada, se encontró con su madre, que estaba en compañía de dos personas.

Una era un sujeto alto y musculoso, con el pelo cortado a cepillo y un cuello que a duras penas cabía en la abertura de la camisa, que llevaba abierta y sin corbata. Llevaba un traje negro; Maureen no pudo verle el color de los ojos porque estaban ocultos tras un par de gafas oscuras.

El otro era un hombre de unos sesenta años, más bajo y mucho más delgado, muy atildado, con una chaqueta cruzada de color oscuro, con un corte impecable. Tenía el pelo salpicado de canas, peinado hacia atrás, y sus ojos eran algo oblicuos, característicos de los asiáticos aunque se notaba la mezcla con otras razas. Su tez brillante recordó a Maureen una estatua del museo de cera de Madame Tussaud.

La voz con que hablaba a su madre era baja y profunda, y hacía un extraño contraste con su físico delgado.

– Señora Levallier, no sé cómo agradecerle que haya aceptado recibirnos en su casa, en lugar de en su despacho. Por motivos personales, creía más conveniente hablarle en un lugar menos… digamos… oficial.

– No hay problema. Hoy mismo empezaré a ocuparme del caso.

Advirtió la presencia de Maureen y dio un paso hacia ella.

– Ah, Maureen, estás aquí. Señor Whong, esta es mi hija, Maureen.

El hombre sonrió. La forma rasgada de los ojos se acentuó aún más y la sonrisa se convirtió en una gélida contracción de los labios, pese a la calidez que trataba de dar a su voz. Lo que pretendía ser un saludo no pasó de ser una fría formalidad.

– Es usted una mujer afortunada, y también su hija.

El hombre que acababan de presentarle como el señor Whong se acercó y le tendió la mano. Mientras se la estrechaba, a Maureen le asombró no sentir bajo los dedos las escamas de una serpiente.

– Buenos días, señorita. Me alegra conocerla en persona. Me llamo Cesar Whong y este es el señor Hocto. Es un hombre de pocas palabras pero, como podrá usted imaginar, no lo tengo a mi servicio por su elocuencia. Su madre ha aceptado recibirme y ayudarme en un asunto que me atañe muy de cerca.

Maureen lanzó una rápida mirada a Mary Ann y vio que se ponía tensa. Volvió a mirar el rostro de Cesar Whong y respondió como se esperaba.

Le devolvió la mejor de sus sonrisas.

– Estoy segura de que posee usted los requisitos necesarios para considerar a mi madre la persona indicada para ayudarlo a resolver su problema.

Cesar Whong no advirtió, o hizo ver que no advertía, el inconsciente gesto de enfado con el que movió la mano Mary Ann. Hizo un pequeño gesto con la cabeza.

– Sin duda es así. Encantado, señora Levallier. Y mucha suerte para usted, Maureen. Imagino que, como a todos, le hará falta.

Durante todo ese tiempo, Hocto había sido una presencia muda a sus espaldas. Cuando vio que la conversación concluía, se movió para abrir la puerta a Cesar Whong. Maureen estaba convencida de que con la misma indiferencia con que había realizado ese gesto habría despedazado a las mujeres que en ese momento estaban frente á él, si su jefe se lo hubiera ordenado. Salieron uno detrás del otro. Cuando cerraron la puerta tras de sí, a Maureen le pareció que la temperatura de la habitación había subido de pronto unos grados.

Mary Ann Levallier la cogió por un brazo y la condujo a la cocina. Hablaba a media voz, como si temiera que los dos hombres todavía pudieran oírla. El tono bajo, en lugar de atenuarla, subrayó aún más la ira que relampagueaba en sus ojos.

– Pero ¿estás loca?

– ¿Por qué? No creo haber dicho nada que no se ajuste a la realidad. Si he entendido bien, acaba de formarse un triángulo perfecto. Es un hombre muy rico, su hijo ha matado a tres personas y tú eres abogada.

Mary Ann había recobrado su autodominio, esa frialdad y esa lucidez que habían hecho de ella una de los mejores criminalistas del estado de Nueva York.

– Mira, Maureen, hay una diferencia sustancial entre nosotras dos.

– ¿Una sola?

Mary Ann hizo ver que no la había oído.

– Como bien has dicho, soy abogada. Para mí, hasta que se demuestre lo contrario toda persona es inocente. En cambio, tú eres policía, y para ti es exactamente lo contrario.

De no haber sido su madre la que estaba al otro lado del abismo que las separaba, Maureen se habría reído. Ella, precisamente ella, era la encargada de la defensa del hombre al que su hija había contribuido a arrestar. Por un instante tuvo ganas de contárselo todo, para poder ver cómo reaccionaba el cerebro lógico y pragmático de Mary Ann Levallier ante su participación en aquel asunto y sobre todo el modo en que había llegado a ello.

Se limitó a sonreír y menear la cabeza.

– ¿Te parece que es algo de lo que reírse?

– Reírse, no. Pero sonreír, sí. Y aunque vivieras cien años no podrías adivinar el motivo.

– ¿Eso es todo lo que puedes decir?

– No. Puedo añadir que tengo ganas de tomar un café. Pero creo que iré a tomarlo fuera.

Maureen dio media vuelta y dejó a su madre de pie en medio de la habitación, elegante y lejana, mirándola mientras se marchaba por el pasillo.

Cuando abrió la puerta de su habitación, supo que iba a ocurrir de nuevo.

Ya había aprendido a reconocer ese largo estremecimiento que llegaba de lejos y que no era de frío aunque cada vez le congelaba la espalda. Antes de que la invadiera la sensación de aturdimiento que experimentaba cuando estaba a punto de prestar sus ojos a otra vista, consiguió, con unos pasos inseguros, llegar hasta la cama.

Acababa de sentarse en el borde del colchón, esforzándose por no ceder al impulso de gritar, cuando…

«… estoy sentado cerca de una gran ventana a la mesa de lo que parece un comedor de estudiantes y a mi alrededor hay chicos y chicas y una de ellas está sentada al otro lado de la sala y me mira y con una seña casi imperceptible de la cabeza me indica que la siga y luego se levanta de la mesa y va hacia la salida y yo…

»… estoy en otro lugar y siento alrededor de la cara la presión de los bordes rígidos de una máscara de plástico y a través de los agujeros a la altura de los ojos veo a muchas personas con las manos levantadas que me miran aterrorizadas. Sé que estoy gritando palabras pero no consigo oírlas y en la mano noto el peso de una pistola y la agito hacia esa gente que empieza a echarse al suelo y…

»… una figura vestida de oscuro que empuña una escopeta y sostiene un saco de tela y lleva una máscara con la cara de Pig Pen pasa cerca de mí y me sujeta por un hombro, y por la vena que se marca en su garganta adivino que me está gritando algo y…

»… hay una joven negra con el pelo corto y una cara muy bonita sentada en una silla en el centro de una habitación y tiene unos enormes ojos oscuros muy abiertos por el miedo y la boca cerrada por una cinta adhesiva y los brazos a la espalda y detrás de ella hay una figura vestida de oscuro y con una máscara de Lucy que está acabando de atarla y…»

De repente, Maureen volvió a la realidad, acostada en la cama, con el cuello y las axilas de la camiseta empapados de sudor y esa sensación de agotamiento que le quedaba cada vez en el cuerpo y en la mente. Quería tumbarse, coger la almohada y ponerse a llorar hasta que le devolvieran su vida.

En cambio, se estiró, cogió el teléfono y marcó el número que había aprendido de memoria porque pertenecía a la única persona que aceptaba tener a su lado en aquel momento. Cuando oyó que respondían, volcó en él todo su miedo y todo su alivio.

– Jordan, soy Maureen. Ha vuelto a suceder.

Le llegó una sensación de sincera preocupación que hizo que no se sintiera tan sola y desesperada.

– ¿Ha vuelto a suceder? ¿Estás bien?

– Sí, ya estoy bien.

– ¿Has visto algo nuevo?

– Sí.

Maureen sabía que ese monosílabo bastaría para abrir ante Jordan un horizonte de nuevas perspectivas. Sin embargo, él no expresaba entusiasmo, solo preocupación por el estado de ella.

– Si puedes, creo que deberíamos vernos -propuso Jordan.

– Sí, creo que sí. ¿Dónde nos vemos? -aceptó Maureen.

– Si quieres, puedo ir yo para allá. O, si prefieres, podemos encontrarnos en mi casa -dijo él.

Maureen pensó en la dificultad de justificar ante su madre la presencia de Jordan Marsalis en esa casa.

– Mejor en la tuya. Dame la dirección.

– Cincuenta y cuatro Oeste, calle Dieciséis, entre la Quinta y la Sexta.

– Perfecto. Voy para allá.

Maureen cortó la comunicación, se levantó de la cama y fue con pasos inseguros hasta el cuarto de baño para tomar una ducha. Sentía que el sudor resbalaba como un dedo frío y sucio por su espalda y, mientras regulaba la temperatura, deseó poder disolverse como una estatua de sal bajo la fuerza del chorro caliente, mezclarse con el agua y desaparecer para siempre, hasta las profundidades de la tierra.

Загрузка...