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El avión tocó tierra con una leve sacudida acompañada de un chirrido de caucho sobre el asfalto.

Maureen imaginó las ruedas de doble neumático rodeadas del humo causado por la fricción, mientras el piloto invertía las turbinas para disminuir la velocidad de la nave. Por la ventanilla se veía el paisaje familiar del aeropuerto de Fiumicino, doméstico, a la medida y al servicio de la gente, completamente distinto del frío y caótico aeropuerto de Nueva York, el JFK.

Ni mejor ni peor; solo diferente.

El aparato se acercó dócilmente hasta la pasarela de desembarco acompañado por la voz de una azafata que daba a los pasajeros la bienvenida a Roma en italiano y en inglés. Maureen hablaba a la perfección los dos idiomas, pero en ese momento ambos le parecían desconocidos.

El avión se detuvo completamente y hubo esa tácita señal a la cual parecen obedecer todos los pasajeros al final de un vuelo, cuando se levantan prácticamente al unísono.

Maureen cogió su bolsa de viaje y se puso en la fila que se dirigía hacia la salida delantera. Apenas fuera del avión, los pasajeros volvieron a ser personas con los pies sobre la tierra, que solo una casualidad había suspendido juntos entre las nubes.

Siguió a la gente hacia la zona de retirada de equipajes. Sabía que afuera no habría nadie esperándola, y era justo lo que deseaba.

Su padre la había llamado por teléfono desde Japón, donde se encontraba para la inauguración de un nuevo Martini's, en Tokio. Se había enterado del éxito de la investigación en que se había visto envuelta y la había tratado de «estrella internacional».

Por Franco Roberto se enteró de que los colegas de la comisaría habían decidido acudir en masa a recibirla al aeropuerto. Por ese motivo adelantó su partida; en el último momento buscó una plaza en el vuelo inmediatamente anterior al que había reservado. No se sentía triunfadora ni tenía ganas de estar rodeada de personas que la festejaran como tal.

Retiró sus maletas de la cinta transportadora, las puso en el carrito y se dirigió hacia la salida.

Ya se acercaba a la zona de taxis del aeropuerto, cuando la abordó una persona.

– Discúlpeme, ¿es usted la señorita Maureen Martini?

Maureen detuvo el carrito y lo miró. Era un chino de cierta edad, un poco más alto de lo común, con esas facciones asiáticas que para la mayoría de los occidentales parecen todas iguales.

– Sí. ¿En qué puedo servirlo?

– En nada, señorita. Solo debo cumplir un encargo. Me ha encargado una persona de Estados Unidos que le entregue este paquete.

El chino le dio una cajita envuelta en un austero papel de regalo de pergamino y atado con una elegante cinta dorada.

– Pero ¿qué…?

– La persona que me ha dado el encargo ha dicho que usted lo entendería. Además me ha rogado que le dé las gracias y le diga que no hace falta respuesta. Bienvenida a casa, señorita. Que lo pase usted bien.

Sin decir más, hizo una pequeña reverencia, dio media vuelta y se alejó entre la gente que se dirigía hacia la salida; su cabeza avanzó entre decenas de otras cabezas, hasta que desapareció.

Maureen observó la caja durante un instante y luego la metió en la bolsa que había dejado en el carrito.

Durante el trayecto en taxi desde Fiumicino hasta su casa, apenas vio el paisaje familiar de la campiña romana.

Cuando se despidió de su madre, Maureen supo que algo había cambiado entre ellas. Tal vez en el pasado habían estado tan metidas en sus papeles, tan rígidas en sus posiciones, que olvidaron que eran dos mujeres. Su madre la abrazó y Maureen le agradeció que lo hubiera hecho, sin importarle que se arrugara lo que llevaba puesto. Era un principio, quizá pequeño, pero un principio de todos modos. El resto llegaría con el tiempo.

Vio por última vez a Jordan Marsalis en el One Police Plaza, cuando fueron a firmar las declaraciones definitivas acerca de la historia de William Roscoe. No hablaron de nada, pero le pareció sereno y se separaron con la promesa de volver a verse en Italia. Podría cumplirse o no, pero una cosa era cierta: ninguno de los dos olvidaría nunca al otro ni la experiencia que habían vivido juntos.

Después de un trayecto por las concurridas calles de la ciudad, el taxi la dejó frente a su casa, al lado de la antigua y conocida silueta del Coliseo. El taxista bajó del coche y la ayudó a llevar las maletas hasta la puerta del ascensor.

El buzón estaba lleno de correspondencia. Maureen la cogió y la hojeó brevemente mientras subía en ascensor hasta la última planta. En su mayor parte era publicidad; también había alguna que otra carta que solicitaba fondos para alguna asociación benéfica y las facturas del teléfono, el gas y la electricidad. Una carta del Ministerio del Interior y algunas de amigos. Maureen no tenía ganas de abrirlas.

Solo una le llamó la atención.

Era un sobre bastante grande, de papel marrón, de esos forrados por dentro con plástico con burbujas.

Maureen lo observó por delante y por detrás y vio que procedía de Estados Unidos. El timbre postal sobre los sellos de correos indicaba que lo habían despachado en Baltimore.

Lo abrió y vio que contenía un CD grabable y una hoja doblada en dos. La extrajo del sobre; era una carta.

Querida Maureen:

Nunca nos hemos conocido personalmente pero he oído hablar de usted tanto y tan largamente que puedo decir que la conozco muy bien. Me llamo Brendan Slave y soy el hermano de Connor. Nos une la añoranza por lo que él se ha llevado consigo para siempre, pero también la dicha de poder disfrutar de las palabras y la música que nos ha dejado como testimonio de su genio. Después de ese trágico acontecimiento, tomé posesión de todas sus cosas y, al revisarlas, encontré el CD que le adjunto. Contiene una canción inédita y apuntes de Connor que, según he descubierto, indican que la había escrito para usted, como podrá comprobar por su nombre escrito en la etiqueta del disco. Me ha parecido justo que la tenga usted. Es suya, le pertenece, y puede hacer con ella lo que desee. Puede darla a conocer al mundo o conservarla como un pequeño patrimonio personal secreto.

Por las palabras de mi hermano, sé que se amaban mucho y por eso me permito darle un consejo. Recuérdelo siempre, pero no viva de su recuerdo. Estoy seguro de que él le diría lo mismo si pudiera. Es usted guapa, joven y sensible. No se niegue la posibilidad de vivir y amar de nuevo. Si le resultara difícil, estará siempre esta última canción de Connor para recordarle cómo se hace.

Un abrazo afectuoso,

Brendan Slave.

Maureen se encontró con los ojos llenos de lágrimas, en un ascensor lleno de maletas parado en un rellano de un viejo edificio romano. Como una niña, se las enjugó con la manga de la blusa, sin preocuparse por las manchas negras que el ligero maquillaje le dejaba en la tela. Cogió las maletas y las arrastró fuera del ascensor. Mientras hurgaba en el bolso en busca de las llaves, su mano tropezó con la caja que le había dado el chino en el aeropuerto.

Entró y enseguida abrió las persianas, para dejar entrar el aire y el sol en esa casa que había pensado que no volvería a ver nunca más, y disfrutar del descubrimiento del cielo de Roma que le regalaba cada ventana abierta.

Poco después, encuadrada en ese marco frente al crepúsculo, deshizo el nudo de la cinta y abrió la caja envuelta para regalo.

En el interior, sobre una capa de algodón amarillo claro, había una oreja cortada. En el lóbulo había un extraño pendiente en forma de cruz que tenía en el centro un pequeño brillante, que recibía la luz del sol y la devolvía multiplicada en colores.

Maureen lo reconoció de inmediato.

«De una persona de Estados Unidos», había dicho el chino.

Maureen recordó las palabras que pronunció Cesar Whong la tarde que hicieron aquel breve paseo en coche, cuando le aseguró la inocencia de su hijo y le rogó que lo ayudara a demostrarla.

«Le garantizo que de algún modo sabré pagar mi deuda. Todavía no sé cómo, pero le garantizo que lo haré.»

Se quedó mirando sin emoción esa prueba macabra. William Roscoe, la noche de su muerte, afirmó que lo único que puede volvernos superiores a Dios es la justicia. Maureen ignoraba si Jordan, poco antes de agredirle, había oído sus últimas palabras en cuanto al futuro de Julius Whong.

«Habrá un hombre muy profesional que se encargará de él…»

Si había comprendido el sentido, no lo había dado a entender, y lo mismo había hecho Maureen. Existía también una justicia humana, de la que ella y Jordan habían sido el jurado. Sería el tercer secreto que los uniría. Si un día tuvieran cuentas que saldar con sus conciencias, ya lo harían a su debido tiempo.

Sin dejar la caja, que aún sostenía en la mano, Maureen fue a arrojar el contenido en el váter y vació la cisterna. Se cercioró de que el recuerdo de ese ser infame que había sido Arben Gallani estuviera viajando, en aquel momento, por donde le correspondía: las cloacas de Roma.

Luego cogió el sobre marrón que había dejado sobre un mueble, y subió la escalera que iba a la planta superior. Abrió la puerta corredera que dejaba ver los tejados hasta donde alcanzaba la vista y luego se dirigió hacia el equipo de música. Cogió el último CD de Connor y se quedó un momento observando aquel rostro de ojos intensos que la miraba desde el pequeño recuadro colorido de la cubierta.

Las mentiras de la oscuridad.

Pero ahora la oscuridad había terminado. Ignoraba hasta cuándo, pero la vida era también eso. No saber cómo, dónde y cuándo. Sacó del sobre el estuche del disco que acababa de recibir y lo abrió. En la superficie brillante había escritas solo dos palabras con un rotulador indeleble negro.

«Bajo el agua»

Maureen

Encendió el lector e introdujo el disco en la bandeja. Volvió a cerrar y pulsó la tecla PLAY.

Era una demo, concisa y esencial y por ello todavía más emocionante. Una canción que se bastaba a sí misma, que no merecía ser sepultada bajo un arreglo cualquiera.

Se oyeron algunos compases de cuerdas, un suave arpegio de guitarra y luego, sobre esa base melódica, el violín de Connor comenzó a moverse con la elegancia y la energía de un patinador sobre el hielo, dibujando volutas en el aire con la melodía y dejando marcas con la hoja de los patines sobre la superficie brillante.

Y al fin su voz, un cuchillo afilado de dolor y de alegría del cual no se podía saber cuál era el filo y cuál la punta. Maureen fue absorbida por la mágica sensación del secreto, dado que esa canción, desconocida para el resto del mundo, era de su exclusiva propiedad, no porque ella poseyera el único ejemplar, sino porque había sido escrita solo para ella.

Tú que bajo el agua has nacido

y que has estado largos meses

bailando lenta voluble y sola

en tu líquida y clara moviola

y ahora caminas escondida

en ese tu seco dolor

pensando que oculto bajo el agua

has dejado tu corazón

y quizá ni siquiera sabes

que bastaría un minuto

para convertir esa nada

en un hecho consumado

pensando que bajo el agua

donde no hay color

una brillante burbuja de aire te espera

para dar aliento a tu amor

que ha estado allí escondido

que nunca se ha rendido

en su minúsculo resplandor

también bajo el agua va

como una lámpara encendida

para ti que estás bajo el agua

cuando ya no creas más.

Al comprender el sentido de esas palabras, en lugar de lágrimas apareció en sus labios una tierna sonrisa.

Se sentó en el sillón de mimbre frente a la puerta corredera y ahuecó los almohadones para estar más cómoda. Se dejó envolver por la música y se abandonó a la voz y al recuerdo, segura de que, le sucediera lo que sucediese a partir de ese momento, nadie podría robarle la enorme riqueza que había tenido. Se quedó frente a ese crepúsculo triunfal que incendiaba el cielo de Roma; esperaría lo que debía venir, como todos insegura, con la única ayuda de lo que había aprendido y que ahora podía afrontar.

Maureen Martini cerró los ojos y pensó que la oscuridad y la espera tienen el mismo color.

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