20

Subieron unos agentes al ascensor, cargados con cajas de cartón llenas de material. La policía había registrado todo el apartamento y requisado todo lo que creían que podía ser útil para la investigación. Eran objetos cotidianos, fragmentos de vida, aunque fueran caros como los de Chandelle Stuart. Agendas, documentos, disquetes, DVD, elementos que podían revelar el misterio de una existencia absurda y que ahora debían explicar el misterio de una muerte absurda.

El receptor que estaba en la cintura de Burroni emitió el doble bip de una llamada. El detective lo cogió y se lo acercó a la oreja.

– Detective Burroni.

Jordan, que estaba a pocos pasos de distancia, solo oyó un zumbido y unas palabras graznadas por el micrófono del aparato.

– Muy bien, enseguida bajamos.

Burroni devolvió el walkie-talkie a su lugar y se volvió hacia Jordan.

– Ha llegado el responsable de seguridad del Stuart Building. ¿Quieres que hablemos con él?

– No, ve tú, por ahora. Si no te molesta, quisiera quedarme a solas unos minutos.

Burroni asintió. Todavía no comprendía totalmente los métodos de investigación de Jordan Marsalis, pero los aceptaba. Por instinto sabía que no se trataba de simple experiencia ni de buena disposición, sino de auténtico talento. Ahora sabía que su fama no era gratuita. Haciendo balance, debía preguntarse quién había salido más perjudicado: si él al dejar de ser policía, o la policía al perderlo a él. El detective subió al ascensor y las puertas se cerraron sin ruido sobre la imagen de Jordan, de pie en medio de la sala, con expresión absorta.

Jordan permaneció en el piso a solas, a la espera de que la casa le hablara. En la escena de un crimen reciente, siempre había algo que quedaba aleteando en el aire, una señal invisible que no era posible descubrir con los polvos para tomar huellas dactilares ni con el Luminol ni con ningún otro medio de que dispusieran los investigadores y los expertos de la Científica. Jordan lo había notado a menudo, y cada vez había sentido que se le erizaba el vello. Era como si el narcisismo de la muerte no se apagara totalmente y dejara tras de sí una estela para arrancar un último e implacable aplauso. Habría deseado hacer lo mismo en el loft de Gerald, pero no había sido posible. Demasiada gente y demasiados recuerdos personales.

En aquella situación, la casa de Jerry Kho no habría dicho más que mentiras.

Con calma, tratando de abrirse a esa lógica que iba contra toda lógica, volvió a hacer el recorrido hacia el estudio en el que habían interrogado a Randall Haze. Entró en todas las habitaciones que antes apenas habían visto y escuchó, a través de las sensaciones que le transmitía la casa, una historia de pobreza en medio de todo ese dinero, de aburrimiento, de malestar y de una batalla perdida tras la tentativa de derrotarlos. Después de dar unas vueltas al azar por aquel espacio desolado, alcanzó al fin el estudio donde Haze les había revelado la parte oculta de la señorita Stuart.

Mientras hablaban con el guardaespaldas, algo le había llamado la atención, pero no lograba recordar qué. Por ese motivo estaba allí solo, a la espera de una respuesta que nadie más podía oír. Se sentó en el sillón que había ocupado durante el interrogatorio y dejó vagar los ojos por la estancia.

A sus espaldas había una estantería cargada de libros. A la izquierda, la puerta corredera que daba a una terraza que miraba hacia las luces de la ciudad. Frente a él, colgado en la pared que había detrás del escritorio, un Mondrian con sus líneas y sus cuadrados y sus colores en perfecto equilibro. A los lados del mueble, otras dos librerías iguales a la de la pared opuesta.

En el estante del lado izquierdo había…

Allí estaba. Jordan se puso de pie y se acercó a los cuatro volúmenes encuadernados en rojo oscuro que estaban alineados sobre el anaquel, a la altura de sus ojos. En la tapa había un logo, y debajo, unas palabras impresas en oro: «Vassar College – Poughkeepsie».

Conocía esa institución. Hasta finales de la década de los sesenta estaba reservado al sexo femenino y junto con otras seis instituciones formaba parte de una especie de lobby llamado «Las siete hermanas». Era muy exclusivo y costaba alrededor de cien mil dólares al año. Con el tiempo, el estado de las cuentas aconsejó a la presidencia abrir la escuela también a los varones. La orientación de las carreras privilegiaba los sectores creativos, como las artes plásticas, la escritura y diversos campos de la comunicación.

Jordan cogió uno de los volúmenes y lo abrió. Era un anuario que contenía las fotos de todos los alumnos de una carrera de dirección teatral y sistema audiovisual. Hojeó las páginas de papel satinado, hasta que encontró la foto que buscaba.

Desde una instantánea hasta la mitad del cuerpo, una Chandelle Stuart mucho más joven y menos cuidada lo miraba sin sonreír. Los ojos oscuros y algo fruncidos revelaban su carácter difícil; estaban parcialmente escondidos tras un par de gafas con las que quizá pretendía conseguir un aspecto intelectual. Jordan no pudo dejar de comparar esa mirada con la imagen que aún guardaba en la mente: los mismos ojos fijos y muy abiertos por el pegamento, como si el flash inesperado de la muerte los hubiera deslumbrado.

Después un detalle llamó su atención.

Se quedó de piedra.

Sujeto al pecho de Chandelle había un broche. Uno de esos pins que habían hecho furor a mediados de los años sesenta. Era blanco y el dibujo en negro era inconfundiblemente obra de la mano de Charles Schulz.

Y mostraba la cara de Lucy.

Jordan se encontró de repente con una sensación que no experimentaba desde hacía tiempo. La emoción ante la aparición de un rastro, ese entusiasmo que en su mente veía como una barrena que perfora la pared de una habitación oscura para dejar entrar un rayo de luz.

Nunca se lo había confesado a nadie, pero estaba firmemente convencido de que todo investigador que se lanzaba tras los pasos de un criminal en realidad lo hacía solo por sí mismo, que la búsqueda de la justicia era un pretexto y que el fin último era satisfacer esa exaltación que rayaba en la adicción.

A menudo se preguntaba si alguno de los asesinos a los que había dado caza se habría sentido del mismo modo en el momento del crimen. Y si él mismo quizá era un criminal en potencia a quien el azar había vestido de uniforme.

Cogió el móvil y marcó el número particular de su hermano en Gracie Mansion. Lo atendió de inmediato, lo que significaba que ya estaba despierto. O quizá todavía lo estaba.

– Diga.

– Chris, soy Jordan.

– Por fin. ¿Cómo estás?

– Mal. Estoy en la casa de Chandelle Stuart.

– Lo sé. ¿Qué tienes que decirme?

– De nuevo lo mismo. Creo que es el asesino de Gerald. Pegó a la víctima a un piano en una postura que recuerda a Lucy, el personaje de Snoopy.

– ¡Hostia!

– Ajá. Y por el momento, ni un rastro digno de llamarse así. Ahora estamos esperando los resultados de la autopsia y de los análisis de la Científica.

– Ya he llamado para ordenar que todo se haga a la mayor velocidad posible. Están todos trabajando. Dentro de poco tendrás los primeros resultados.

Jordan felicitó mentalmente al médico forense por el acierto de su vaticinio.

– Tengo que preguntarte algo. Más que nada, es una confirmación.

– Dime.

– Creo recordar que Gerald asistió a la universidad durante un par de años. ¿No sería, por casualidad, el Vassar de Poughkeepsie?

– Sí, ¿por qué?

– Creo que deberías llamar al rector y avisarle de que pronto iré a hacerle unas preguntas. Y quisiera ir solo.

– No hay problema. Lo haré enseguida. ¿Tienes algo?

– Tal vez sí, tal vez no. Tengo una intuición, pero antes de hablar quiero estar seguro.

– Bien. Mantenme informado, y cualquier cosa que necesites la tendrás. Lo único que nos faltaba era otro condenado maniático dando vueltas por esta ciudad.

– Hasta luego. Después hablamos.

Jordan cortó la comunicación y guardó el teléfono en el bolsillo.

En ese momento, precedido por un ligero crujido de zapatos sobre el suelo de madera, apareció en la puerta un agente.

Jordan lo miró sin hablar. Su silencio autorizó al policía a hacerlo.

– El detective Burroni me ha dicho que le pregunte si puede usted bajar. Hay algo que quiere que vea.

Jordan siguió al agente y el ruido de gorrión de sus zapatos. En silencio subieron al ascensor y también en silencio esperaron a que la cabina llegara, sin sacudidas, a la planta baja. Las puertas se abrieron con un rumor, como corresponde al ascensor de un edificio de lujo. La entrada principal del Stuart Building tenía forma de T; la parte más larga, la que daba a la calle, estaba flanqueada por una gran cristalera. El techo, altísimo, daba una sensación de espacio que aligeraba un poco el estilo retro de la construcción. Atravesaron el ala izquierda y avanzaron por un suelo de mármol que el arquitecto había utilizado sin ningún tipo de limitación. En el centro, frente a las dos puertas giratorias de la entrada, bajo la inevitable bandera estadounidense, se encontraba el puesto de seguridad y el mostrador de información. En ese momento estaba sentado allí un hombre con un uniforme negro; los miró pasar con curiosidad, quizá molesto con toda aquella agitación.

Pasaron por una puerta situada detrás del puesto de seguridad y subieron dos escalones, a una zona desde la cual se dominaba toda la entrada. Delante de una hilera de pantallas de televisión empotradas de forma que ofrecieran una visión panorámica, había otro hombre con un uniforme negro sentado de espaldas. A su lado, Burroni y un sujeto de mediana edad, alto, con entradas en el pelo, al que Jordan conocía bien. Se llamaba Harmon Fowley y era un ex policía. Tras jubilarse entró de asesor en la Codex Security, una empresa para la que, de vez en cuando, también había trabajado Jordan, después de dejar la policía.

Si a Fowley le sorprendió verlo allí, no lo dio a entender. La mano que le tendió no mostraba embarazo alguno.

– Hola, Jordan. Qué alegría verte.

– Lo mismo digo, Harmon. ¿Cómo andas?

– Vivo. En estos tiempos, eso ya es un lujo.

Jordan leyó por un instante en el rostro de Fowley su misma insatisfacción. Como muchas flaquezas humanas, ese momento pasó rápidamente, sin hacer víctimas.

– Lamento mucho lo de tu sobrino. Un asunto muy feo. Y si no he entendido mal, lo que ha ocurrido esta noche tiene algo que ver con ese crimen.

Jordan miró a Burroni y este asintió. Fowley sabía qué significaba la reserva en un caso así, y podía resultar una valiosa ayuda si no le trataban como a un intruso. Sin entrar en detalles, le puso al corriente de la gravedad de la situación.

– Sí. Pensamos que los dos casos están relacionados. De qué modo, todavía no lo sabemos, pero debemos trabajar deprisa, de lo contrario habrá otra víctima.

Burroni intervino para ratificar lo que acababa de decir Jordan.

– Condenadamente deprisa, diría yo. ¿Te molesta si miramos lo que hemos visto hace un momento?

Se pusieron detrás del hombre sentado frente a las pantallas, mientras Fowley explicaba un mecanismo operativo que Jordan conocía bien.

– Como podéis ver, la entrada está vigilada noche y día por cámaras de circuito cerrado. El registro se realiza en un DVD regrabable. Los conservamos durante un mes, y después el soporte se vuelve a utilizar. En el edificio hay tiendas, oficinas, restaurantes, y en las plantas superiores hay residencias particulares, a las que se accede por unos ascensores situados a los dos lados del vestíbulo. La única excepción era la señorita Stuart, que disponía de un ascensor privado, que controlaba ella desde su apartamento y estaba provisto de una cerradura con un código alfanumérico y un portero automático con vídeo.

– ¿La cámara del portero automático no conservaba un registro?

– No. No se consideró necesario, ya que la zona está vigilada por las otras cámaras.

Burroni señaló con la mano la serie de pantallas.

– Y mira lo que han captado esta noche.

Fowley apoyó una mano en la espalda del hombre sentado.

– Pásalo, Barton.

El hombre pulsó una tecla y en la pantalla central, mayor que las demás, empezaron a sucederse las imágenes. Era el registro de una cámara colocada frente a la entrada. Al principio vieron la figura de un hombre con chaqueta y corbata que recorría la vidriera de la izquierda y se acercaba a buen paso hacia la puerta giratoria. Cuando estaba a punto de entrar, una figura cruzó la calle corriendo y se colocó detrás de él. Llevaba un chándal con la capucha puesta y mantenía la cabeza baja para no mostrar la cara.

Jordan se aferró al borde del mueble. De golpe tuvo la absurda sensación de que en la sombra de aquella tela liviana no había un rostro humano sino una calavera que reía con sarcasmo y que tenía las órbitas vacías.

Mientras tanto, las imágenes seguían sucediéndose en la pantalla. El hombre pasó por la puerta giratoria y durante todo el tiempo intentaba interponer entre él y las cámaras a la persona que había entrado antes que él. Aun así, y pese a la poca visibilidad de las imágenes, se notaba que cojeaba de manera bastante llamativa de la pierna derecha. Cuando los dos llegaron al vestíbulo, el hombre del chándal, caminando a paso rápido, salió del campo visual de la pantalla, a la izquierda.

La perspectiva cambió de golpe, porque el encuadre pasó a otra cámara.

Ahora se veía al hombre de espaldas, con las manos en los bolsillos. Vieron cómo llegaba, con su andar vacilante, al ascensor privado de Chandelle Stuart. Le vieron llamar y a pesar de la distancia pudieron observar con claridad que utilizaba la manga del chándal para no dejar huellas en el botón del portero automático. Por los movimientos de la cabeza supieron que hablaba con alguien que estaba en el piso. Poco después se abrieron las puertas del ascensor, y el hombre entró en él. Las puertas se cerraron sobre su figura todavía vuelta de espaldas.

La voz de Jordan rompió el profundo silencio en que habían mirado aquella filmación de una muerte anunciada.

– ¿Qué hora era?

Fowley señaló el indicador de la pantalla.

– Las diez menos diez.

Jordan se situó al lado del agente que manipulaba los lectores DVD. Podía notarse en la habitación una sensación de incomodidad. Pese a toda la literatura sobre fantasiosos asesinos, en general los criminales de carne y hueso eran bastante predecibles y cometían muchos errores, por nerviosismo, por estupidez, por jactancia o por inexperiencia. Este parecía mucho más frío y decidido, y sobre todo mucho más inteligente de lo normal. La incomodidad se convirtió en angustia, y pronto se transformó en rabia.

– Maldito cabrón. Sabía que había cámaras de control. Esperó a que entrara alguien y lo usó de protección para no ser visible mientras atravesaba el vestíbulo. Y después se mantuvo constantemente de espaldas.

Fowley estaba pensando lo mismo que Jordan.

– Hay otra consideración que hacer. Estamos justo frente al Central Park, y la mayoría de las personas que viven aquí salen a correr con regularidad y a cualquier hora. Si os muestro otras filmaciones veréis decenas de figuras como esta. Además, al ver que de arriba le abrían, el agente que estaba de guardia no tuvo ninguna sospecha.

Burroni se apoyó en el mostrador y se inclinó hacia el hombre que les había mostrado la filmación.

– Barton, ¿cuál es su nombre?

– Woody.

– Pues bien, Woody, le pediré dos favores. El primero es que nos haga una copia de este vídeo. El segundo, si quiere echarnos una mano, es que mantenga la máxima reserva sobre lo que ha visto y oído esta noche. De ello puede depender la vida de otras personas.

Barton, un individuo con cejas tupidas y fruncidas, y el aspecto de ser un hombre de pocas palabras, confirmó con un gesto de la cabeza que había entendido la situación. Fowley intervino para confirmarlo.

– No habrá problema. Yo respondo por él. Barton es un tipo responsable.

Jordan empezó a sentir cierta impaciencia. Desde su llegada no había hecho más que almacenar datos, y ahora tenía la necesidad de encerrarse en algún lugar para reflexionar con calma. Quizá a Burroni le ocurría lo mismo, porque tendió la mano a Fowley en señal de despedida.

– Te lo agradezco. Nos has sido de gran ayuda.

– A vuestra disposición. Mucha suerte, Jordan.

– Buenas noches, Harmon.

Bajaron los escalones, atravesaron el vestíbulo y salieron al aire fresco de la calle. La lluvia se había reducido a unas gotas indecisas que caían de un cielo pálido. Todo lo que quedaba era un poco de agua en la acera, bajo sus zapatos. Llegaron junto al coche. Burroni fue el primero en decir lo que ambos estaban pensando.

– Es el mismo tío que LaFayette Johnson dijo que había visto entrar en la casa de tu sobrino.

– Eso parece. O él o su hermano gemelo. Esto nos pone ante dos deducciones obvias, quizá tres.

– ¿Las dices tú o las digo yo?

Jordan hizo una seña hacia el detective James Burroni.

– Dilas.

– La primera es que el sujeto que mató a Gerald Marsalis es el mismo que ha matado a Chandelle Stuart. La segunda es que ella conocía a su asesino, o de lo contrario no le habría abierto. La tercera es que, con toda probabilidad, también la primera víctima lo conocía.

– Exacto. Y queda una cuarta, pero, más que una deducción, a estas alturas ya es una obsesión…

Burroni frunció el entrecejo en una pregunta muda. Jordan le comunicó su conjetura.

– Es muy probable que la posible tercera víctima conozca también a la persona que se propone asesinarla. Y nosotros debemos descubrir quiénes son la una y la otra, antes de encontrarnos ante el cadáver de Snoopy, tal vez pegado a su casita.

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