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Cuando volvió a mirar la hora vio que eran casi las nueve. Esa pequeña anticipación del placer que se había concedido, en lugar de saciarle dio a su cuerpo nuevas energías. Decidió que tenía hambre y que le apetecía comida japonesa. Se levantó de la cama y, apoyando las manos en la cintura, arqueó la espalda al tiempo que, complacida, se observaba en el espejo. Se había recobrado por completo de la crisis que había tenido. De nuevo era ella; fría y firme como siempre.

A pesar suyo, el capullo de su padre lo comprendió.

También lo entendieron esas dos sanguijuelas que se hacían pasar por sus abogados.

Ella les había hecho ver quién era Chandelle Stuart.

Ahora se daría una ducha caliente y después llamaría a Randall Haze y le pediría que viniera antes y reservara en el Nobu. Mientras esperaba que llegara la hora de realizar sus proyectos, podía ir a escuchar un poco de música a algún local del Bowery o hacer cualquier otra cosa que se le ocurriera.

Entró en el cuarto de baño y se sumergió en la bañera con ducha, hidromasaje y shiatsu. Mientras recibía sobre la piel la presión benéfica de los chorros pensó que debía ponerse guapa y perfumarse; sería una visión inalcanzable para los desconocidos con que se encontraría esa noche. Quería leer en sus caras la incredulidad y poco después ver en ellas el deseo y el placer que solo puede proporcionar un sueño que se hace realidad.

Se secó con calma el pelo lacio y brillante, que tenía reflejos azulados. Se puso desodorante bajo las axilas depiladas y se roció el cuerpo, en los puntos estratégicos, con una esencia elaborada expresamente para ella por una perfumería artesanal de Canal Street.

Se maquilló un poco más llamativamente que de costumbre y pasó del cuarto de baño al vestidor. Se puso ropa interior negra y unas medias con ligas, que le gustaban particularmente por el efecto que causaban en la imaginación masculina pero también porque eran muy cómodas y prácticas.

Eran utilísimas en caso de un inesperado ataque de lujuria.

De entre las prendas colgadas eligió un vestido negro de cóctel ligeramente corto que destacaría su figura esbelta y sus piernas largas.

Acababa de ponerse el vestido, y estaba esnifando una segunda raya de cocaína antes de llamar a Randall, cuando oyó que sonaba el portero automático.

Se preguntó quién podría ser a esas horas.

Los guardas de seguridad tenían línea directa con el piso, pero a primeras horas de la tarde dio el resto de la jornada libre al personal de servicio, para no tener a nadie dando vueltas por la casa mientras hablara con sus abogados.

Se acercó a la pequeña pantalla de vídeo que por comodidad había hecho instalar en el dormitorio. Cuando la conectó apareció en la pantalla un rostro encuadrado por la telecámara situada encima de la puerta de su ascensor privado, en el ala izquierda de la enorme entrada de mármol del Stuart Building.

A Chandelle le sorprendió verlo allí, y sobre todo verlo vestido de aquel modo. Llevaba una capucha, que parecía, aunque la imagen era algo borrosa, de un chándal. Hacía mucho que no se veían, y esa noche ella estaba del humor menos indicado para atenderlo, a pesar de lo que había significado para ella hacía tiempo.

Su voz sonó algo rara por el pequeño altavoz.

– Hola. ¿Eres tú, Chandelle?

– Sí, soy yo. ¿Qué quieres?

Al parecer, su tono brusco y poco cordial no desanimó al hombre que esperaba en el recuadro luminoso.

Le sonrió por la pantalla.

– ¿Puedo subir? Debo hablarte un instante.

– ¿Tiene que ser ahora? Estaba a punto de salir.

– Bastarán unos minutos. Tengo novedades que podrían interesarte mucho.

– Está bien. Te mando el ascensor. No hagas nada; lo manejo yo desde aquí.

Mientras atravesaba los mil trescientos metros cuadrados de su piso para llegar al salón al que daba la puerta del ascensor, Chandelle seguía preguntándose qué podía ser tan importante como para llevarle hasta su casa a esas horas.

Sobre todo, después de tanto tiempo.

Teniendo en cuenta cómo iba vestido, quizá había ido a correr al Central Park y al pasar ante el edificio se le había ocurrido ir a verla.

Manipuló los mandos para abrir la cabina en la planta baja. El ascensor únicamente iba a su piso y se manejaba mediante una cerradura con un código alfanumérico que solo conocía ella.

Mientras esperaba, rogó poder sacárselo de encima pronto. De repente se dio cuenta de que había sido víctima de una mentira. Intentó mantener la calma, aunque la persona que estaba subiendo seguía causándole una especie de sádica y perversa emoción. La había sentido en cuanto lo conoció, y desde entonces también cada vez que se encontraba en su presencia, por el placer que siempre le provocaba espiar sin que la vieran, saber sin que los demás supieran, poder imponer su voluntad ante la impotencia general.

Y el riesgo de ofrecerse enteramente al azar.

Si él hubiera sabido…

Por un momento tuvo la tentación de volver al dormitorio y esnifar otra raya de coca.

El sonido de las puertas que se abrían hizo que se detuviera en medio de la habitación. En el centro de la cabina, bajo la luz que venía del techo, había un hombre. Llevaba un chándal con la capucha puesta que proyectaba una sombra sobre su sonrisa, y tenía las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta.

Dio un paso hacia ella. La mujer alta y delgada que estaba de pie en medio de la sala con su vestido negro de cóctel sintió por primera vez qué fría podía ser a veces una sonrisa.

– Hola, Chandelle. Disculpa si te molesto en tu casa. Pero verás, como te he dicho, solo tardaré un instante.

Con un perfecto sentido de la oportunidad, las nubes que habían vigilado Nueva York durante toda la tarde ofrecieron el temporal que habían prometido. Un relámpago, un trueno y luego el estrépito de la lluvia, tan fuerte que corría por las baldosas de la terraza hasta el borde inferior de las puertas correderas.

El hombre siguió avanzando hacia ella. Cuando la alcanzó, sacó de la chaqueta la mano derecha. Chandelle pensó que quería estrecharle la mano, pero vio con un escalofrío que llevaba una pistola.

Estaba tan concentrada mirando el agujero negro del cañón que no se dio cuenta de que la sonrisa había desaparecido del rostro del hombre, ni percibió el tono sarcástico de su comentario.

– Solo un instante, aunque tengo la impresión de que para ti será algo largo.

El hombre hizo una pausa. Su voz se volvió suave como el terciopelo.

– Mi dulce Lucy…

Chandelle Stuart alzó de golpe la cabeza. Jamás sabría que su mirada era como la que le había lanzado su padre en el lecho de muerte.

Se oyó otro trueno y pudo verse otro relámpago, que dibujó en la pared la sombra de una mujer inútil que estaba a punto de morir.

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