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La verdadera lucha era contra el tiempo, como siempre.

Sentado en el asiento del pasajero de un coche que recorría las calles de Nueva York con la luz giratoria encendida, Jordan miraba hacia delante, mientras veía desfilar las luces y las sombras a su lado como si fueran ellas las que se movían y no el coche. Tenía la sensación de estar en uno de esos primitivos efectos especiales que utilizó Mack Sennett para dar sensación de movimiento en la época del cine mudo, cuando las personas y los objetos se quedaban quietos y detrás de ellos corría un enorme cilindro con un paisaje dibujado.

Y quizá fuera así en realidad.

Todos los que estaban envueltos en aquella historia creían ir hacia delante, mientras que era el mundo el que corría rápidamente junto a ellos, falso y engañoso, como si se burlara de su incapacidad para moverse.

Burroni conducía muy concentrado; los reflejos de la calle en su rostro deformaban por momentos sus facciones con una alternancia de claro y oscuro, que hizo pensar a Jordan en una persona en continua mutación, aunque sabía que en su interior había un solo estado de ánimo: la seguridad de haber fracasado.

En el asiento de atrás iba Maureen Martini, silenciosa y sola. Jordan admiraba la entereza de aquella mujer, dividida entre la realidad de lo tangible y algo que no tenía ninguna explicación racional. Y no había ningún motivo para pensar que pudiera tenerla en el futuro. Pocas personas habrían sabido aceptar lo que le estaba sucediendo a ella solo con el apoyo de su inquebrantable certeza de no estar loca.

Gracias a ella habían identificado a Snoopy. Cuando lo hicieron, todos tenían demasiada prisa y demasiada vergüenza para detenerse a reflexionar acerca del cómo. Llamaron a casa de Alistair Campbell pero no respondió nadie. Y el móvil registrado a su nombre estaba apagado. Buscando en internet encontraron el nombre de su agente literario. Se comunicaron con Ray Midgala, que los puso al corriente de la última llamada telefónica de Campbell, que hacía poco había llegado al JFK e iba hacia su casa. Avisaron a Burroni y poco después él y Maureen se dirigieron, en el coche de policía que estaba apostado permanentemente en Gracie Mansion, hacia la dirección que les había dado Migdala.

Durante el trayecto llegó la noticia.

La radio del vehículo comenzó a chasquear y el agente que conducía sacó el receptor del soporte.

– Agente Lowell.

– Habla el detective Burroni. ¿Jordan Marsalis está contigo?

Por una vez, la voz salió extrañamente clara por los altavoces. Y Jordan supo, por el tono, que serían malas noticias. Cogió el micrófono que le tendía el policía.

– Soy yo, James. Dime.

– Acabo de llegar al lugar y he encontrado una patrulla. Estaban aquí porque un tío que tiene una sastrería frente a la casa de la persona en cuestión denunció al 911 que había presenciado un secuestro.

Jordan experimentó una sensación gélida, como si la temperatura del coche en el que viajaba hubiera bajado de golpe por debajo de cero. No consideró oportuno proseguir la conversación por radio.

– Llego en dos minutos. Hablaremos allí.

Cuando poco después llegaron a la esquina de Bedford y Commerce, delante de la casa de Alistair Campbell había aparcados un coche patrulla y el vehículo de servicio de Burroni. El detective estaba en la acera, con un sujeto de cierta edad, alto y moreno, mestizo y vestido de un modo que recordaba al Londres de Carnaby Street en la década de los setenta.

Bajaron del coche justo frente a ellos. Burroni miró sorprendido a Maureen, y luego a Jordan con expresión interrogativa.

– No hay problema, James. Es Maureen Martini, comisario de la policía italiana. Después te cuento.

Casi en el mismo momento, Jordan se preguntó perplejo qué le contaría después. Burroni no respondió. Hizo una simple seña con la cabeza en dirección a la mujer y se volvió otra vez hacia la persona que tenía delante.

– Señor Sylva, repita lo que ha visto, por favor.

El hombre inició su relato aderezado con un acento sudamericano que Maureen identificó como portugués. Indicó con la mano el escaparate iluminado que se veía a sus espaldas.

– Yo estaba en mi tienda, trabajando. Se detuvo un taxi y bajó Alis.

– ¿Por «Alis» quiere decir Alistair Campbell?

– Sí. Lo conozco desde hace años y los amigos lo llaman así.

– Continúe.

– Pagó la carrera y fue hacia la puerta de entrada. Detrás de él llegó un coche y ese fulano abrió la puerta…

Burroni lo interrumpió y lanzó una mirada significativa a Jordan.

– Describa cómo era.

Incluso antes de que el señor Sylva hablara, Jordan sabía qué iba a decir.

– No le vi la cara porque llevaba un chándal de felpa con la capucha puesta, pero puedo decir que era algo más alto de lo normal y que cojeaba un poco de la pierna derecha.

– Y después ¿qué sucedió?

– Bajó del coche, se acercó a Alis por detrás y lo agredió. Le puso un brazo alrededor del cuello, como para estrangularlo, y él debió de desmayarse, porque el otro lo sujetó y lo metió en el coche, en el asiento de atrás. Luego volvió a sentarse al volante y arrancó.

– ¿No cogió el número de la matrícula?

– No tuve tiempo. Como ve usted, no hay mucha luz, y él arrancó con los faros apagados. Pero recuerdo bien el coche. Era un Dodge Nova muy estropeado, de un color indefinible. Tenía la carrocería llena de manchas de masilla.

El final de la declaración significó para Jordan, Maureen y Burroni el silencio que marca el fin de toda esperanza. Se quedaron de nuevo sin palabras y sin gestos, con el único recurso de emitir un aviso por radio para encontrar el coche del secuestrador.

Y eso hicieron.

Pocos minutos después llegó el aviso de una patrulla, en Williamsburg: habían encontrado a Alistair Campbell.

Estaba muerto.

Jordan se agarró al tirador de la puerta mientras el coche doblaba a la izquierda para coger la avenida Kent y dirigirse hacia las luces intermitentes que se divisaban del otro lado de la línea de vallas. Siguiendo las instrucciones, se habían bloqueado todas las posibles vías de acceso a la calle. Encima de sus cabezas oyeron el ruido de las aspas de un helicóptero, pero no consiguieron distinguir si era de la policía o de algún canal de televisión.

Casi todas las casas que daban sobre la avenida Kent tenían las ventanas abiertas y estaban llenas de gente que se había asomado por la curiosidad que siempre provoca el espectáculo de la muerte. Jordan pensó con amargura que nunca le había parecido más pertinente la expresión «escena del crimen».

Cuando llegaron ante las vallas, un policía hizo una seña a dos de sus compañeros y levantaron las barreras lo necesario para dejar pasar el coche.

Avanzaron lentamente y se detuvieron detrás de un vehículo de la policía aparcado en medio de la calle. Un poco más adelante, tendida sobre el asfalto a la luz de los faroles, había una sábana blanca bajo la cual se adivinaba la silueta de un cuerpo humano.

A Maureen, la cruda luz de los faros y el reflejo azulado sobre la sábana le recordaron otros coches, otros faros, otra escena, ocurrida a miles de kilómetros de distancia pero muy viva en su cabeza.

«Es desagradable, ¿verdad?»

Sí. Era desagradable. Siempre era horrible ver a un ser humano asesinado por otro ser humano, tendido en la calle cubierto solo por la delgada piedad de una tela de algodón.

Un agente joven y atlético estaba de pie cerca del coche. Cuando los vio bajar se dirigió hacia ellos.

– Soy el agente First. Estábamos patrullando la agente Hitchin y yo. Nosotros lo hemos encontrado.

– Soy el detective Burroni. Me ocupo de este caso.

El detective no se molestó en presentar a las personas que le acompañaban. En parte porque no hacía falta, pero sobre todo porque no sabía cómo justificar su presencia en el lugar de un crimen.

– ¿Ya estaba muerto cuando le encontraron?

El agente negó con la cabeza. Un mechón de pelo jugueteó sobre la frente.

– No. Salió corriendo de aquella verja y vino hacia nosotros. Estaba completamente desnudo y parecía aterrorizado. Cuando nos vio cayó de rodillas, casi desmayado. Por su apariencia pensamos que podía ser la persona que estábamos buscando. Se lo preguntamos y lo confirmó con un movimiento de cabeza. Después supongo que tuvo un ataque cardíaco. Cuando nos encontró, su corazón estaba fibrilando.

Jordan se apartó unos pasos del grupo y se quedó mirando a su alrededor, como si aquello no le interesara. Burroni ya empezaba a conocerlo y sabía que, por el contrario, no se le escapaba nada de lo que decía el agente.

– ¿Dijo algo antes de morir?

– No lo sé. Cuando expiró, yo estaba en el coche pidiendo refuerzos y una ambulancia. Mi compañera estaba con él en el momento de la muerte.

Jordan se aproximó y por primera vez hizo oír su voz.

– ¿Dónde está tu compañera?

El agente First hizo una seña con la mano hacia el otro lado de la alambrada, donde la luz del coche patrulla iluminaba los almacenes industriales.

– La agente Hitchin está en el lugar donde hemos encontrado el coche que se utilizó para el secuestro.

Jordan fue hasta donde yacía el cuerpo, bajo la sábana. Se acuclilló y levantó un borde de la tela. El agente First, Maureen y Burroni se acercaron y se quedaron de pie detrás de él.

– Pobre hombre. Le han tratado muy mal.

Maureen se acuclilló junto a Jordan. Con una mano levantó la fina sábana hasta descubrir el cadáver casi por completo.

– Debía de estar realmente aterrado. Huele a excrementos, y probablemente son suyos.

En su voz había compasión, pero también firmeza ante lo que acababa de suceder. Jordan tuvo que admitir que su admiración por aquella mujer no dejaba de aumentar.

– Sí. Para haber llegado a esto y a sufrir un ataque cardíaco, debe de haber sentido terror. Creo que deberíamos echar una ojeada al vehículo.

Volvieron a subir al coche y dejaron al agente First de guardia junto al cuerpo, a la espera de la brigada científica y del médico forense. Recorrieron a poca velocidad el tramo de calle sin asfaltar que llevaba al almacén. Dejaron atrás la escena del crimen, la gente inmóvil en las ventanas, la espera morbosa del bis que la muerte ofrece siempre. Junto al coche desfilaron las manchas de unos escasos arbustos de ciudad, que sin embargo habían conseguido crecer en aquel sitio adverso, más fuertes que el smog y la lluvia acida.

Cuando llegaron al final del sendero se encontraron ante la silueta de un almacén situado a la izquierda del enorme terreno, a un lado de la obra de construcción de una nueva estructura. Allí, delante de una puerta corredera abierta a la oscuridad del interior, había aparcados dos coches de la policía, junto al Nova en el cual, según la descripción de Sylva, había huido el secuestrador de Alistair Campbell. El maletero estaba abierto y un agente lo inspeccionaba con una linterna. Cuando Burroni, Maureen y Jordan bajaron de su coche y se acercaron, el policía se apartó un poco para permitir que los recién llegados vieran lo que miraba él, y también para alejarse del penetrante hedor.

– ¿No ha encontrado nada?

– Aquí no hay más que trapos con un olor que da náuseas. El maletero ya estaba abierto cuando llegamos. Dentro del coche todavía no hemos mirado; los esperábamos a ustedes.

– Bien.

Burroni sacó de un bolsillo unos guantes de látex y se los pasó a Jordan.

– Creo que esto te corresponde a ti hacerlo.

El gesto no era una capitulación, sino una aceptación. Jordan se lo agradeció con una inclinación de cabeza que deseó que no se tragara la oscuridad.

Se puso los guantes, pidió al agente que le diera la linterna y abrió la puerta posterior del coche. Un chirrido recibió la entrada de la luz en aquel interior de piel artificial que el tiempo y las personas que allí se habían sentado habían reducido a una especie de telaraña. El vehículo olía a humedad y a polvo.

Jordan pasó el haz de luz de un lado a otro hasta que, en el suelo, detrás del asiento del acompañante, vio que había una pequeña bolsa de plástico transparente que contenía algo. Se agachó, apoyándose en el asiento gastado, la cogió con la mano derecha y salió del coche.

Dio la linterna a Burroni.

– Enfócalo, por favor.

Metió una mano en la bolsita y sacó un paño rojo que envolvía algo. Lo desenrolló con cuidado y aparecieron un par de viejas gafas con una forma extraña y con un elástico deshilachado en lugar de patillas, y una vieja gorra de piel forrada. Se quedó observando un momento aquellos objetos, que descansaban en el paño rojo, que no era más que una bufanda de lana.

De pronto, Jordan alzó la cabeza.

– ¿Qué hay en el interior del almacén?

Le respondió otro policía, que había llegado en aquel momento.

– Todavía no hemos entrado. Los interruptores no funcionan. He mandado a la agente Hitchin a que vaya a conectar la luz.

Como confirmando la eficiencia de la agente Hitchin, una serie de agotados tubos de neón se encendieron de forma vacilante en el interior de la construcción. Cuando se asomaron al umbral se quedaron boquiabiertos.

El almacén estaba lleno de viejos aviones, evidentemente estaban aparcados allí a la espera de que se repararan. Había dos Hurricane, un Spitfire, un Messerschmitt en el que se veían las insignias de la Luftwaffe, un Zero japonés con un sol naciente. Medio oculto por los aparatos más cercanos, en el fondo se podía ver un viejo biplano que a Jordan le pareció un Savoia Marchetti.

Contra su voluntad, tuvo un acceso de rabia.

– Hijo de la gran puta.

Agitó los objetos que ahora tenía en la mano, como en una estéril revancha contra su impotencia ante lo que acababa de comprender. Burroni y Maureen se volvieron hacia él.

Jordan señaló con un dedo la silueta del biplano.

– Esta es una vieja gorra de aviador, y esto son unas gafas de la misma época. Y además, la bufanda. Ese cabrón quería colocar a Alistair Campbell en un avión, como Snoopy cuando juega a ser el as de la aviación de la Primera Guerra Mundial.

Burroni se dio cuenta de que se había perdido algo y de que no estaba al corriente de algunas de las cosas que los habían llevado allí.

– Sí, pero ¿por qué desnudo?

La boca de Jordan se torció en una sonrisa amarga y culpable al mismo tiempo.

– Creo que es otra de las sutilezas de nuestro hombre, James. Snoopy es un perro y, salvo algunos elementos distintivos, en la tira nunca lleva ropa.

En ese momento, desde detrás del almacén llegó el ruido de unos pasos que se acercaban sobre la grava. Poco después surgió de la oscuridad una bella mujer negra con uniforme azul; echó una ojeada al interior del hangar y luego se dirigió hacia ellos.

Burroni esperó a que llegara. Jordan le dejó hablar porque supuso que James necesitaba reconquistar un poco de su seguridad.

– ¿Usted es la agente Hitchin?

– Sí, señor.

– ¿Y fue usted quien socorrió a Alistair Campbell cuando lo encontraron?

– Sí.

– ¿Dijo algo antes de morir?

– Sí, murmuró unas palabras.

Jordan vio cómo se encendía la luz azul de una pequeña esperanza.

– ¿Qué dijo?

– Pronunció un nombre. Julius Whong.

– ¿Solo eso? ¿Nada más?

La mujer parecía incómoda. Lanzó una rápida mirada a sus colegas, como si lo que estaba a punto de decir pudiera ser motivo de burla en el futuro.

– Bueno, tal vez oí mal, porque no tiene mucho sentido.

– Agente, deje que eso lo juzguemos nosotros. Limítese a decir lo que oyó.

– Antes de morir, Alistair Campbell dijo algo más…

La mujer hizo una pausa. Su voz cayó en el silencio de la espera con el estruendo de unos fuegos artificiales.

– Después de ese nombre pronunció las palabras «Pig Pen».

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