8

– Aquí tienes. Solo, cargado y sin azúcar, como a ti te gusta.

Annette dejó una taza de café espresso sobre la mesa, ante Jordan.

– Gracias, Annette. ¿Me cobras?

– El jefe ha dicho que invita la casa.

Jordan miró a Tim Brogan, que estaba detrás de la caja, y le dio las gracias con un gesto de la mano. La camarera indicó con la cabeza el televisor ubicado en el rincón opuesto del local. En aquel momento estaba sin voz, sintonizado en una película de la HBO. En la pantalla se veía a Harry Potter volando en una escoba, mientras jugaba una encarnizada partida de quidditch. Annette bajó la voz y ese cambio de tono los aisló por un instante del resto del mundo.

– Nos hemos enterado por las noticias, Jordan. Lamento mucho lo del chaval. Un asunto feo. Y yo de asuntos feos entiendo bastante.

– La vida es un asunto feo, Annette. Hace poco más de doce horas pensaba que este había dejado de ser mi restaurante habitual. Y en cambio…

Levantó la taza hacia ella e hizo un gesto de brindar, aunque fue tan amargo como el café que estaba bebiendo.

– Por los viajes fallidos.

Annette sabía qué escondía en realidad aquella frase, y le sonrió. Jordan vio sinceridad en sus ojos.

– Por los viajes aplazados, Jordan. Solo aplazados.

Un tío gordo y calvo, con una mancha de ketchup en una mejilla, que estaba sentado a una mesa situada detrás de ellos, le hizo señas. Annette se vio obligada a volver al mundo al que pertenecía durante ocho horas al día. Más las horas extras, como aquella noche.

– Enseguida vuelvo.

Se marchó y dejó a Jordan con sus pensamientos. Aparte del componente emotivo, era un asunto feo. Habría que andar con pies de plomo, en todos los aspectos. Y, si no se equivocaba, la situación podía ponerse aún más difícil, suponiendo que ello fuera posible. Cuando cerró la puerta del estudio de su hermano en Gracie Mansion, todavía no había llegado el informe de la autopsia. Prefirió marcharse y dejar a Christopher con sus sentimientos de padre y sus deberes de alcalde. Jordan no sabía cuál de los dos papeles era más duro en aquel momento.

Telefoneó a Burroni y le citó para la hora de la cena, en la cafetería que había en la esquina de la Sexta Avenida. Mientras acababa de tomar el café vio al policía a través del cristal; lo siguió con los ojos hasta que llegó a la puerta.

Llevaba la misma chaqueta de ante y el mismo sombrero negro de ala redonda que le había visto por la mañana. Entró y echó una mirada por el local. Cuando vio a Jordan, fue directo hacia la mesa con su extraña forma de andar, como de jugador de fútbol. En una mano llevaba un periódico deportivo doblado en dos, del que sobresalía una carpeta amarilla.

Cuando llegó se quedó de pie ante Jordan. Podía verse reflejado en su rostro que deseaba estar en otra parte y con otra persona.

– Hola, Jordan.

– Siéntate, James. ¿Qué te apetece tomar?

Jordan hizo una seña a una camarera que pasaba. La muchacha se detuvo para tomar el pedido.

– Una Schweppes. Estoy de servicio.

Jordan escuchó sin pestañear el tono con que Burroni había subrayado las últimas palabras. El detective se dejó caer en una silla, frente a él, y dejó el periódico sobre la mesa. La carpeta quedó parcialmente a la vista; Jordan alcanzó a leer las letras «NYPD».

– Aclaremos las cosas de una vez por todas, Marsalis.

Jordan le miró con la expresión más irritante de que era capaz.

– No pido menos.

– Quizá yo no te guste, pero eso no tiene ninguna importancia para mí. El verdadero problema es que tú no me gustas. Y sobre todo no me gusta esta situación. Me duele lo de tu sobrino, pero…

Jordan alzó las manos y cortó de raíz un discurso que sabía adónde iría a parar.

– No digas nada. No sé qué te han dicho, ni me interesa. Pero me parece muy importante que escuches lo que voy a decirte.

Burroni se quitó el sombrero y lo dejó sobre la silla libre que había a su lado. Se apoyó en el respaldo y cruzó los brazos, a la espera.

– Lo estoy haciendo.

– No creo que pueda dolerte lo de mi sobrino. Piensas que era un chalado vicioso que ha tenido el fin que merecía y a quien nadie echará de menos. Es tu opinión, y no pretendo que lo entiendas. Pero creo que tendrás que aguantarte. No vamos a casarnos, James. Solo tenemos un trabajo que cumplir, por anormal que sea, pero es trabajo al fin y al cabo. Tú tienes tus motivos y yo los míos. Cada uno sacará provecho…

Burroni apoyó de repente los codos sobre la mesa y lo miró a los ojos.

– Si te refieres a ese tema del Departamento de Asuntos Internos, debes saber que yo…

Jordan no le dejó terminar.

– Ya lo sé. Sé lo tuyo y lo de mucha otra gente. Lo he sabido siempre, en todos los años que estuve de servicio, como has dicho tú hace un momento. Pero siempre he pensado que un buen policía, aunque a veces tenga alguna pequeña debilidad, en el balance final da mucho más de lo que coge. Si las debilidades son grandes, deja de ser un buen policía y se convierte en un canalla. Pero entonces es un problema de él y del juez. Pero hay algo más, y esto sí tiene importancia para ti.

– ¿Y es?

– Pues que ahora ya no me importa una mierda, James. Tengo mis motivos para querer ponerle la palabra «fin» a esta historia. En todos los sentidos. Y el hecho de que la víctima sea mi sobrino tiene solo una importancia relativa. Después podré irme a un viaje que habría debido iniciar esta mañana.

La camarera se acercó y dejó sobre la mesa un vaso con un líquido claro lleno de burbujas y se retiró en silencio. Jordan hizo una pausa. Burroni aprovechó para beber un sorbo.

– Esto, en lo que a mí respecta. Por otro lado, tú serás el detective que arrestará al asesino del hijo del alcalde. Serás un héroe. Entonces sabrás qué es ser una estrella. Y también podrás dejar de preocuparte por los sobornos que has aceptado e ir a buscar otros.

Señaló con la mano el periódico deportivo que Burroni había dejado sobre la mesa.

– ¿Apuestas a las carreras o al fútbol?

– Eres un hijo de puta, Marsalis.

Jordan hizo un pequeño gesto con la cabeza y esbozó una vaga sonrisa.

– Tal vez me venga de familia.

Se produjo un instante de silencio durante el cual cada uno hizo su recuento de muertos y heridos. Jordan decidió que, si era necesaria una tregua, aquel podía ser el momento justo para agitar, si no una bandera, al menos un pañuelo blanco. Indicó la carpeta que asomaba en medio del periódico.

– ¿Qué hay ahí?

El detective la sacó, la abrió y la empujó hacia él. Jordan sabía que desplazar unos centímetros esas hojas había sido un enorme avance.

– Una copia de las actas. Todo lo que se ha conseguido hasta ahora. La autopsia se ha hecho en un tiempo récord, lo mismo que los primeros análisis. Léelo con calma.

Jordan pensó que satisfacer el amor propio de Burroni podría ser un óptimo lubricante para los engranajes oxidados de aquella colaboración forzada.

– Prefiero que me lo digas tú.

El tono de voz del otro se distendió un poco.

– La autopsia confirma que la víctima fue estrangulada. Para mantener el dedo en esa posición le llenaron la boca con pegamento, el mismo que sirvió para pegar la manta y la mano a la oreja. Tras analizarlo sabemos que es una marca muy fácil de encontrar en el mercado; se llama Ice Glue y se puede comprar en todas partes, en todo el país. O sea que de ahí no podemos extraer ningún indicio. Por otro lado, al parecer tienes razón en cuanto a cómo se llevó a cabo el delito. Había rastros de cinta adhesiva en las muñecas y los tobillos. También es de una marca tan conocida que no sirve de nada. Probablemente el asesino le inmovilizó primero y después lo mató, cuando ya no podía resistirse. En el cuerpo no hay señales de lucha, salvo los hematomas del cuello.

Sin darse cuenta, a medida que hablaba, Burroni adoptaba cierta actitud del investigador. Jordan recordaba muy bien ese particular estado de gracia, que alcanzaba su momento culminante cuando el detective llegaba al lugar del delito. En ese momento, él se convertía en el único punto de referencia y todos los presentes daban un paso atrás, a la espera de sus instrucciones.

La voz de Burroni lo devolvió al presente.

– La declaración de…

Giró la hoja hacia él para leer el nombre.

– La declaración de LaFayette Johnson no ha sido de gran utilidad por el momento. Decía la verdad en cuanto a lo sucedido y actuó correctamente. Hay un registro que confirma que la llamada telefónica de la víctima a su móvil se hizo más o menos a la hora que dijo. Cuando descubrió el cuerpo llamó a la policía. Por ahora no se le puede excluir como sospechoso, pero…

La hipótesis quedó en suspenso, y Jordan concluyó por él.

– Pero tú no crees que haya liquidado a su principal fuente de ingresos.

– Exacto. Sin embargo, hay un detalle de su declaración que puede abrir una pequeña puerta.

– ¿Cuál?

– Mientras entraba en el edificio casi tropezó con un tío vestido con ropa de deporte, que salía. No logró verle la cara, pero ha dicho que salió corriendo de una forma extraña; iba un poco cojo, como si tuviera una rodilla más débil que la otra. Hemos investigado en el edificio y en los edificios vecinos. No hay nadie con esas características.

– Creo que es una pista que hay que tener en cuenta. ¿Qué más?

– Hemos logrado localizar a la muchacha que pasó la noche con tu sob… con la víctima. En cuanto se enteró del homicidio por las noticias se presentó voluntariamente. Cuando salí de la central todavía la estaban interrogando.

– ¿Cómo es?

– Del montón. Insignificante, se podría decir. Y un poco ajada. De esas que se dejan fascinar por la personalidad caprichosa de un pintor de moda. Trabaja de secretaria en una editorial de Broadway, no recuerdo el nombre.

– ¿Podría haberlo estrangulado ella?

– A juzgar por su físico, imposible.

– ¿Y la Científica qué dice?

– Están saturados. Hay montones de huellas, de fibras, pelos, cabellos, pinturas. Para clasificarlos necesitarían el doble de los medios que tienen a su disposición.

– Y esto es todo lo que tenemos por el momento…

No había resignación en el comentario de Jordan, solo era una simple constatación. Sabía por experiencia que casi todas las investigaciones partían de una absoluta incoherencia.

Como siempre en tales casos, Burroni aventuró una hipótesis.

– ¿Crees que podría ser un asesino en serie?

– No lo sé. Es muy pronto para decirlo. El mensaje en la pared y el tipo de asesinato dejan espacio más que suficiente a la hipótesis de que sea obra de un psicópata. Pero la víctima frecuentaba a personas, o tenía admiradores, a los que podría relacionarse con un acto aislado de este tipo, sin que necesariamente deba repetirse. Como en el asesinato de John Lennon…

– ¿Qué haremos?

– No será muy edificante, aunque sí necesario; debemos hurgar a fondo en la vida de Gerald Marsalis. Todo. Amigos, mujeres, clientes, proveedores de drogas…

Jordan vio la expresión de Burroni y le respondió antes de que preguntara:

– James, sé muy bien quién era mi sobrino y qué clase de vida llevaba. Eso no cambia las exigencias de la investigación. Quiero saberlo todo. El resto es problema mío.

– Es la mejor opción.

A Jordan le pareció captar cierto respeto en el tono distraído de este último comentario.

– ¿Hay gente disponible?

– Por supuesto. En este caso, la que quieras.

– Entonces pon también a alguien tras Johnson. No creo que salga nada, al menos en esta dirección. Pero si encontramos cualquier cosa que sirva para enviarlo a la cárcel, la sociedad nos lo agradecerá.

– Muy bien. ¿Es todo?

– Por ahora, me parece que sí. Y esperemos que me haya equivocado y que nunca lleguemos a saber quién es Lucy.

Burroni se levantó, cogió el sombrero y se lo puso.

– Buenas noches, Jordan. Gracias por el refresco.

– Nos vemos.

El detective le volvió la espalda y tras esquivar las mesas llegó hasta la puerta de vidrio. Jordan lo siguió con la mirada. Sin volverse, Burroni salió y mezcló sus pasos con los del resto de la gente que en aquel momento andaba por Nueva York.

Jordan se quedó solo, con la sensación poco placentera de ser una persona que no existía en un mundo lleno de gente que se contentaba con existir. Miró a su alrededor. En el local había caras, gestos, movimientos, colores, comida en los platos y líquidos en los vasos, cosas dichas y cosas escuchadas. Nada nuevo, nada extraño. Todos llevaban su uniforme, incluso los que creían que no lo tenían. Después del rabioso monólogo de Edward Norton en La hora 25, de Spike Lee, no quedaba mucho que decir sobre la gente de Nueva York.

Alguien había cambiado de canal y ahora el televisor situado en el fondo del local estaba sintonizado en el noticiario de la CNN. Tras una breve nota sobre la guerra en Irak, la atención se centró en las imágenes del homicidio de Jerry Kho, que era el suceso del día. Desde donde estaba no podía oír el comentario, pero vio cómo su hermano salía de la casa de Gerald, y cómo lo asaltaba una multitud de periodistas. Nadie, ni por la mañana ni ahora, había prestado atención a un hombre con casco que salía tranquilamente por el portal, aprovechando la distracción.

El plano general fue sustituido por un plano más corto en el que veía cómo Christopher Marsalis se marchaba en coche, dejando tras de sí un montón de preguntas sin respuesta. El coche que se alejaba llevándose a su hermano le trajo a la mente la misma imagen en otro coche, en otro lugar, otra noche. El momento exacto, casi tres años atrás, en que todo había comenzado.

O terminado.

Había pasado todo el fin de semana en la casa de campo de Christopher. Hacía buen tiempo y habían decidido quedarse también el lunes en aquella espléndida casa de madera, piedra y grandes ventanales que daban a la orilla del Hudson, en los alrededores de Rhinecliff. La propiedad también disponía de un enorme parque, un embarcadero privado y dependencias para el guarda y los agentes del servicio de seguridad. La casa era obra de un destacado arquitecto europeo. Parecía hecha a propósito para subrayar la diferencia de carácter de los dos hermanos; el toque artístico del azar había añadido una diferencia de doce años entre uno y otro. La vida desahogada del padre los encerró en una suerte de complicado laberinto delimitado por setos bajos. Lograban verse y hablarse, pero solo muy rara vez se encontraban.

Christopher era el rico; Jordan, el joven y atlético. Christopher era un líder y como tal necesitaba a la gente. Jordan se bastaba a sí mismo. Era un tipo solitario y prefería, cuando podía, los lugares donde no había gente. Christopher hacía saltar la caja fuerte; Jordan la abría con sensibilidad y delicadeza.

Aquella noche, después de la cena, Christopher recibió una llamada telefónica. Por la puerta abierta del estudio, Jordan oyó que hablaba con monosílabos entrecortados. Luego se presentó en la sala con su abrigo de cachemira de tres mil dólares. Jordan vio el reflejo verdoso de un par de fajos de billetes que desaparecían en sus bolsillos.

– Tengo que salir. Ponte cómodo y haz lo que te apetezca. Regresaré pronto.

– ¿Hay algún problema?

Christopher terminó de abotonarse el abrigo, y esto le permitió responder sin mirarlo a la cara.

– Tengo que encontrarme con LaFayette Johnson.

– ¿Quieres decir que ha venido desde Nueva York?

Christopher soltó al mismo tiempo una respuesta y una maldición.

– Por dinero, ese cabrón estaría dispuesto a aceptar una cita en el Titanic.

– ¿Quieres que te acompañe?

– No hace falta. Él basta para protegerme -contestó tocándose el bolsillo que contenía el dinero.

Jordan sabía cuál era el motivo del encuentro. Christopher compraba buena parte de los cuadros que vendía Gerald, a través de los manejos de ese sujeto poco claro que era su galerista. Sin embargo, no sabía si lo hacía para impedir que su hijo se metiera en problemas o para acallar su sentimiento de culpa.

Christopher salió de la casa, dejando a sus espaldas el ruido de la puerta al cerrarse. Poco después, Jordan oyó el chirrido de los neumáticos de su Jaguar sobre la grava del sendero de acceso y el ruido del motor que se perdía en la noche.

Solo quedó el silencio.

Jordan estaba acostumbrado al constante rumor de fondo de la metrópolis, esa especie de latido subterráneo que parecía ser el propulsor de todo lo que se agitaba en la superficie de Nueva York. Cada vez que estaba en esa casa recibía la total ausencia de sonido como una bendición.

Fuera, solo existía el invierno, el frío y las oscuras aguas del Hudson que corrían en una noche todavía más oscura. Jordan se dispuso a disfrutar del momento, abrigado y confortable, iluminado por las caprichosas llamas de la chimenea.

Encendió el televisor y se sentó en un sofá ante el aparato; sintonizó la ABC para ver Monday Night Football. Desde el Giants Stadium transmitían el partido entre los New York Giants y los Dallas Cowboys. Cogió una botella del delicioso whisky de dieciocho años elaborado especialmente para Christopher Marsalis y, sin darse cuenta, bebió media botella. Ni siquiera acabó de ver el partido. Allí, en el sofá, cayó en un sueño plácido y relajado, lleno de imágenes de una vida tranquila.

El sonido del teléfono le recordó que estaba solo. Cogió el teléfono sin hilos que estaba sobre una mesita, a su lado.

– ¿Diga?

– Jordan, estoy en un grave apuro.

– ¿Qué te sucede?

– He matado a un hombre.

– ¿Qué significa «he matado a un hombre»?

– Exactamente lo que he dicho. Volvía a casa después del encuentro con LaFayette. En un cruce apareció de pronto otro coche, a toda velocidad. Yo también iba un poco deprisa, y le he dado de lleno, pero no ha sido culpa mía.

– ¿Estás seguro de que ha muerto?

– Por Dios, Jordan. No soy médico pero he estado en la guerra. Sé cuando alguien está muerto.

– ¿Hay testigos?

– ¿A esta hora, en invierno? Estoy en pleno campo. Por este lugar pasan tres coches por semana.

– ¿Dónde estás?

– Hacia High Falls, en la otra orilla del Hudson, al sur. ¿Sabes dónde es?

– Sí, no hay problema. Cojo el coche y salgo para allá. No hagas nada. Y sobre todo no toques nada del coche de la víctima. ¿Me has entendido? Si surgen problemas, llámame al móvil.

– Jordan… apresúrate.

– Sí. Llegaré enseguida.

Al salir de la casa cogió al vuelo un abrigo y se lanzó a la carretera con su Honda. Encendió el navegador por satélite y siguiendo las indicaciones del GPS llegó al lugar del accidente. Cuando bajó del coche le bastó una ojeada para darse cuenta de la situación. El Jaguar estaba en la cuneta, a un lado del camino, más allá del cruce con respecto a la dirección por la que había llegado él. Tenía abollada la parte delantera izquierda y por la suspensión rota sobresalía una rueda torcida. Al otro lado del camino había una vieja camioneta con la chapa en las mismas condiciones y el morro vuelto hacia el otro lado. Por el parabrisas roto se entreveía la silueta de un cuerpo caído sobre el volante. Podían verse la huella de la frenada del Jaguar y el rozamiento de las ruedas del otro vehículo, que el violento choque había girado por completo en la dirección opuesta. En la tierra había vidrios y pedazos de faros y plástico, y en el aire, la languidez de lo ineluctable.

Se acercó a la camioneta y tocó el cuello del hombre, de mediana edad, que parecía dormido sobre el volante. No notó ninguna pulsación. Recorrió el lugar con la mirada. De Christopher no había rastro.

– Estoy aquí, Jo…

Salió de entre unos matorrales que flanqueaban ese lado del camino, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Su aliento se convertía en humo cuando hablaba.

– No estaba seguro de que fueras tú y he preferido salir del camino. ¿Ahora qué hacemos, Jordan?

Su actitud no era la de un hombre asustado, sino la de un hombre enfadado.

Jordan lo decidió, en un instante; para él fue como apostar al treinta y siete en la ruleta.

– Coge mi coche y ve a casa. No te muevas de allí.

– Pero ¿qué dices? ¿Te das cuenta de lo que significa?

– En la escala de valores es mucho más importante un buen alcalde que un buen policía. Haz lo que te digo.

Permanecieron de pie un instante, mirándose a los ojos, esos ojos azules que en realidad era lo único que tenían en común. Después Christopher subió al coche y encendió el motor. Antes de marcharse de aquel cruce y de aquella situación, se asomó por la ventanilla.

– Sé qué estás haciendo, Jordan, y no lo olvidaré.

Se quedó de pie allí, mirando las luces del coche que se volvieron cada vez más pequeñas, hasta desaparecer. Después Jordan llamó al despacho del sheriff de Rhinecliff. Encendió los intermitentes de los dos vehículos y se dispuso a esperar junto al Jaguar medio destruido, con la única compañía de sus pensamientos y de un muerto.

Encendió un cigarrillo.

tlack… tlack… tlack…

El rítmico relampagueo rompía el silencio y la oscuridad.

tlack… tlack… tlack…

El cigarrillo se terminó. Lo aplastó minuciosamente con el pie sobre el asfalto.

tlack… tlack… tlack…

Mientras oía las sirenas de los coches que se acercaban, supo que ese sonido y esas luces intermitentes en la noche se conservarían para siempre en su memoria. Al ayudante del sheriff que le tomó declaración le dio datos generales y declaró que era él quien iba al volante del coche que pertenecía a Christopher Marsalis. Lo sometieron a los inevitables controles de alcoholemia, y salió a la luz la media botella de whisky que había bebido.

Por fortuna las cosas salieron bien, porque la autopsia realizada a la víctima diagnosticó el deceso por infarto de miocardio. El conductor de la camioneta perdió el control porque ya estaba muerto en el momento de la colisión, por lo que no hubo consecuencias desde el punto de vista penal.

Quedaba un detalle. El detalle era que un teniente de la policía de Nueva York se había visto involucrado en un accidente mortal mientras conducía un coche en estado de embriaguez. Por si esto no bastaba, ese teniente era Jordan Marsalis, el hermano menor del alcalde. Los medios montaron tal escándalo que de las noticias saltó de inmediato a la política. La presión de la oposición se volvió insostenible y el partido de Christopher, de manera extraoficial pero muy claramente, señaló lo peligrosa que era aquella situación. Así, una mañana soleada como la que acababa de transcurrir, presentó su dimisión y devolvió la pistola y la insignia.

A partir de aquel día no volvió a beber una sola gota de alcohol ni a conducir un coche. Y no volvió a tener noticias de Christopher hasta el momento en que le llamó por teléfono para decirle que habían matado a Gerald.

Jordan sonrió con cierta amargura ante la taza sucia de café y el vaso por el que subían burbujas con desgana. La historia se repetía. Por la tarde su hermano le había dado las gracias con las mismas palabras que empleó aquella noche.

«Sé qué estás haciendo, Jordan, y no lo olvidaré.»

Sin embargo, lo había olvidado.

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