12

Oscuridad.

El vago olor a moho de la tela que le envolvía la cabeza en una oscuridad polvorienta. Los saltos y los tumbos del coche que avanzaba por las calles de Roma. El ruido de las ruedas sobre una zona adoquinada. Una cuerda pegajosa le inmovilizaba las muñecas, y cualquier tentativa de gritar era inútil ya que le habían puesto una mordaza por encima de la capucha. Toda reacción era impedida por una voz con leve acento extranjero que le había susurrado al oído:

– No te muevas, o tu hombre morirá.

Para confirmar la amenaza, Maureen sintió la punta afilada de un cuchillo sobre la piel sensible de la garganta. Imaginó que también le habrían dicho lo mismo a Connor, y el miedo que debía de sentir él la desesperó más que la oscuridad en la que se encontraba.

Permaneció inmóvil y muda durante todo el trayecto. Tranquilizado por su falta de reacción, el hombre que iba a su lado disminuyó la presión de la hoja sobre su cuello. En un primer momento Maureen buscó alguna referencia para saber por dónde iban, pero el viaje se prolongó tanto que cualquier tentativa de memorizarlo era inútil.

Por la gradual disminución de las que interpretaba que eran paradas ante semáforos, Maureen dedujo que se alejaban del centro. Cuando el movimiento fue fluido e ininterrumpido, conjeturó que habían salido de la ciudad y se dirigían a algún lugar fuera de Roma.

Tras un trayecto que pareció interminable, el Voyager se detuvo con una frenada y un viraje brusco. Oyó que se abrían las puertas y unos brazos robustos la arrancaron del asiento. Los mismos brazos fuertes e implacables casi la levantaron del suelo mientras ella intentaba dar unos pasos a ciegas. Le quitaron la capucha y pudo respirar por fin el aire fresco de la noche. Lo primero que vieron sus ojos, después de tanta oscuridad, fueron los colores. El rojo de la tierra y el verde de la vegetación. Tres coches dispuestos en abanico iluminaban con la luz azulada de los faros una especie de gruta excavada en el terreno arcilloso, con dos amplias entradas enfrentadas, disimuladas por los polvorientos arbustos. Casi en el centro había un agujero que los faros dejaban en tinieblas.

En el lado opuesto a ella, Connor estaba de rodillas en la despiadada luz que iluminaba la escena. Tenía la camisa y la cara manchadas de tierra. Maureen supuso que el hombre que se hallaba de pie detrás de él lo había empujado violentamente al suelo, para obligarlo a subir a ese pequeño escenario improvisado donde se representaba el miserable triunfo de la fuerza sobre un hombre indefenso.

En el espacio que la separaba de Connor, en pie en medio de la gruta, había un hombre de espaldas.

Era alto y robusto, pero no pesado. La parte del cráneo que miraba hacia ella se desdibujaba por la sombra del pelo, muy corto. Por debajo del cuello de la chaqueta de piel que llevaba asomaba el dibujo de un tatuaje, desde la espalda hacia la oreja derecha, como una hiedra sobre un muro. Encendió un cigarrillo, y Maureen vio el humo a la luz de los faros.

El hombre seguía inmóvil; de repente, como si en aquel momento se acordara de su presencia, se volvió hacia ella. Maureen se encontró ante un rostro de líneas marcadas, envuelto en una barba descuidada que parecía la continuación del cabello.

Los ojos fríos y hundidos, fijos en ella, sintonizaban perfectamente con el cruel gesto de la boca. De la oreja izquierda pendía un extraño arete, una cruz estilizada con un minúsculo brillante en el centro, que acompañaba los movimientos de la cabeza reflejando y refractando la luz. Maureen vio que mientras la miraba, el hombre continuaba moviendo la cabeza como en un mudo y doloroso asentimiento a reflexiones que solo él conocía. Cuando hizo oír su voz, tenía el mismo acento que el hombre que le había hablado en el coche mientras la apuntaba con el cuchillo a la garganta.

– Aquí estamos, comisario. Espero que mis amigos no los hayan maltratado mucho durante el viaje.

– ¿Quién es usted?

– Cada cosa a su tiempo, doctora Martini. ¿O puedo llamarte Maureen?

– Repito: ¿quién es usted y qué quiere?

El hombre no respondió a su pregunta y en cambio formuló otra:

– ¿Sabes dónde estamos?

– No.

– Qué raro. Pensaba que habrías reconocido el lugar.

El hombre hizo un gesto hacia una de las entradas de la gruta.

– A algunos cientos de metros en aquella dirección, hace poco mataste a un hombre.

Se hizo un profundo silencio, como un epitafio. El hombre inclinó la cabeza y movió la tierra con un pie, como si debajo estuviera sepultado el cuerpo del muerto.

– Ya. Estamos en el bosque de Manziana. Qué extraña es la vida cuando organiza nuestro regreso a ciertos lugares, ¿verdad?

Levantó la cabeza de golpe, como si quisiera dar mayor fuerza a las palabras.

– Me llamo Arben Gallani.

El nombre quedó suspendido con su sonido extranjero; era al mismo tiempo la distancia que los separaba y la atadura que los unía.

– Soy el hermano de Avenir Gallani, el hombre que tú asesinaste.

– Yo no asesiné a nadie. Tú no puedes saber qué sucedió.

Arben lanzó la colilla del cigarrillo más allá del cono de luz de los faros. El humo salió de su boca como una sentencia.

– Sí lo sé. Yo estaba ahí.

Metió una mano bajo la chaqueta y sacó una pistola que llevaba en la cintura. Se la mostró a Maureen, sosteniéndola de manera que pudiera verla bien.

– Aquí tienes. ¿La reconoces?

– No la he visto en mi vida.

– Sí que la has visto, aunque solo por un instante. Era la que Avenir tenía en la mano cuando le disparaste.

Dejó caer el brazo al costado, como si de golpe la pistola se hubiera vuelto muy pesada.

– Yo estaba con él aquel día. No estaba de acuerdo con la operación, y él lo sabía. Aun así me pidió que lo acompañara, y yo no pude negarme. Uno siempre es débil con las personas que quiere, ¿verdad, Maureen?

Su mirada se detuvo un instante en Connor. Maureen, por primera vez en su vida, supo el significado de la palabra «miedo».

– Lo estaba esperando en el coche, pero entré un momento en el bosque a mear. Oí la refriega, imaginé que algo había salido mal y decidí no salir. Después, llegasteis vosotros.

Sacó del bolsillo una cajetilla de cigarrillos y encendió uno. Hablaba con calma, como si las cosas que estaba contando no le concernieran a él sino a otra persona.

– Avenir era impulsivo. Demasiado, a veces. Quizá la culpa también sea mía. Habría debido controlarle más, impedirle hacer tantas gilipolleces.

Arben hizo una pausa. Tenía los ojos fijos en ella, pero Maureen se dio cuenta de que no la veía. Estaba reviviendo la escena de aquel día, tal como ella la había revivido en su mente decenas de veces.

– Arrojé una piedra a los matorrales para distraer tu atención. Cuando te alejaste, salí, cogí la pistola y volví a esconderme. Sé que has tenido algunas dificultades por ello, pero no es problema mío.

Le sonrió con dulzura y Maureen tuvo la certeza de que aquel hombre estaba loco. Y era peligroso.

– Y por fin hemos llegado al motivo de este encuentro. ¿Crees que quiero matarte? No, querida mía…

Mientras hablaba, Arben Gallani se había acercado poco a poco a Connor.

– Creo que es hora de que sepas qué significa perder a una persona a la que amas.

«Oh, no.»

Maureen empezó a gritar, sin darse cuenta de que lo hacía solo en su mente.

«No, por Dios, no.»

Al notar el contacto del cañón frío, Connor cerró instintivamente los ojos. Maureen vio, o le pareció ver, que el nudillo de Arben se ponía blanco al apretar el gatillo.

«No, por Dios, no.»

Se oyó un disparo y la cabeza de Connor estalló. Un chorro de sangre mezclado con materia gris llegó hasta el coche que estaba aparcado al lado y manchó los faros que lo iluminaban. La desesperación de Maureen impulsó al fin su voz, que se abrió paso a través de la garganta seca de polvo y de horror. El alarido con que acompañó el cuerpo sin vida de Connor mientras caía expresaba el dolor, la furia y el adiós desesperado de cualquier mujer que, impotente, ve morir al hombre que ama. Connor se desplomó levantando una leve nube de polvo, pero era lo bastante grande como para sepultar en ella los sueños, los proyectos y la vida de ambos.

Arben se volvió y la miró con una ceja ligeramente arqueada. Maureen maldijo la expresión de fingida misericordia que tenía en el rostro.

– Es desagradable, ¿verdad?

Maureen le veía a través de las lágrimas que nublaban sus ojos.

– Te mataré por esto.

Gallani se encogió de hombros.

– Es posible. Pero tú vivirás. Para recordar. Y no solo esto…

Dejó caer la pistola al suelo, que ensució con la sangre del hombre al que acababa de matar. Arben se movió con indolencia hacia ella; cuando llegó a su lado le asestó de pronto un revés en la cara. Maureen cayó hacia atrás y se asombró de no haber sentido dolor, como si toda su capacidad de sufrimiento hubiera sido absorbida por la muerte del hombre al que había amado y que ahora yacía en medio de un charco de sangre. Sintió que las manos del hombre que estaba detrás de ella la sostenían y la ofrecían de nuevo a la furia de su jefe. Gallani no le concedió siquiera la dignidad de los puños. Continuó abofeteándola en la cara hasta que Maureen ya no vio sus manos manchadas de sangre. El dolor llegó de golpe. Maureen sintió que sus piernas cedían y que algo caliente y viscoso cubría sus ojos tumefactos y coloreaba sus lágrimas. Arben Gallani hizo entonces una seña con la cabeza. El hombre que la mantenía en pie la dejó resbalar a tierra y enseguida se acuclilló para impedir que se moviera. Otros dos hombres acudieron para ayudarlo. Cada uno se agachó a un lado para imposibilitarle cualquier movimiento de las piernas.

Arben sacó un cuchillo de un bolsillo; la hoja brilló por un instante como el diamante de su arete. Se inclinó sobre ella y comenzó a cortarle los pantalones. Maureen oía el ruido de la tela y sentía frío sobre la piel a medida que la lámina la desnudaba. A través del velo de sangre y dolor que por momentos le nublaba la vista, vio al hombre de pie entre sus piernas. Vio cómo se desabrochaba el cinturón y oyó el ruido de la cremallera que se abría como el de una espada que se desliza fuera de la vaina.

Arben se arrodilló y se tendió sobre ella. Maureen sintió el peso de su cuerpo, sus manos que hurgaban en ella y la abrían y la violencia de una penetración ruda y furiosa. Se refugió en el recuerdo de las cosas hermosas que había tenido y trató de olvidar que las había perdido para siempre. Dejó que un dolor mucho más grande la anestesiara contra aquella violación física que nada podía quitarle que no estuviera ya muerto dentro de ella. Mientras las embestidas la sacudían y la anulaban, a pocos centímetros de su cara el extraño arete con forma de cruz continuaba moviéndose rítmicamente, reflejando la luz de los faros, y centelleaba centelleaba cent… cent…

No llegó a experimentar la repugnancia de sentirse invadida por el placer de su verdugo. La piedad del destino le concedió al fin un refugio seguro. Mientras todo se volvía oscuridad, Maureen Martini pensó cuánto dolía morir.

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