– Al West Village, en la esquina de Bedford y Commerce.
Alistair Campbell dio al taxista la dirección de su casa y se relajó apoyándose contra el respaldo de un asiento que había visto tiempos y resortes mejores. El conductor se alejó de la terminal del aeropuerto JFK, donde acababa de aterrizar el avión; el taxi se sumó a la fila de coches amarillos que se dirigían hacia la ciudad.
Las luces de Nueva York estaban encendidas pero en realidad aún no habían iniciado su batalla contra la oscuridad. Después de todo el tiempo que había pasado en su casa de Saint Croix, en las islas Vírgenes, volver a encontrarse con los resplandores de colores de la ciudad lo intimidaba y lo sorprendía, como siempre. Cada regreso era un alivio y una angustia a la vez. Alistair Campbell era hombre, además de escritor. Pero era un hombre sin valor, y ello hacía de él un escritor frágil e inseguro. Como todas las personas inseguras necesitaba continuas confirmaciones, y esa ciudad iluminada que se acercaba como si quisiera tragarse el coche en el que viajaba parecía la única capaz de dárselas. Cuando las confirmaciones y los halagos agotaban su poder taumatúrgico y se convertían en necesidades apremiantes y objeto de nuevos miedos, sabía que había llegado el momento de volver a su isla.
En su casa a la orilla del mar la noche era noche y el día traía el sol y la posibilidad de levantarse y después de andar unos pasos por la arena, llegar al océano y poder mear en él.
El móvil que llevaba en un bolsillo empezó a sonar con un timbre atenuado. Lo apagó sin ni siquiera mirar el visor. Había programado el aparato para que le indicara las horas de las diversas píldoras que debía tomar a lo largo del día. Abrió la cremallera de la mochila que llevaba y sacó del compartimiento interior un comprimido de amiodarona. Hacía tiempo que su corazón manifestaba una tendencia a la fibrilación auricular, y solo con ese fármaco podía mantenerla a raya.
Se puso la cápsula en la boca y, debido a la costumbre, consiguió tragarla sin necesidad de agua.
Había tenido que adaptarse a su cardiopatía desde la infancia, cuando se vio que era un niño delgado y propenso a fatigarse. Hubo un momento en que los médicos temieron incluso que sufriera una cardiomiopatía dilatante, una patología degenerativa que hace que el corazón se agrande progresivamente hasta que impide los latidos casi por completo; entonces es necesario un trasplante.
Cuando su padre, Arthur Campbell, el gran «Águila» Campbell, el hombre que había hecho más big shots en la historia del golf, supo que su hijo no sería jamás un campeón ni en su deporte ni en ningún otro lo dejó a un lado como a otras tantas cosas sin importancia. Por otra parte, estaba tan ocupado en mantener viva su leyenda que no le quedaba mucho tiempo para ocuparse de la miserable realidad de quienes lo rodeaban, aunque se tratara de su propio hijo.
La madre, Hillary, se comportaba de forma exactamente opuesta y provocó, si ello era posible, daños aún mayores. Lo puso bajo sus sofocantes alas protectoras y le enseñó qué era el miedo y la huida.
Y desde ese momento Alistair no hizo más que tener miedo y huir.
El móvil volvió a sonar, esta vez con el campanilleo imperioso de una llamada. Abrió la tapa del Samsung y vio en la pequeña pantalla el nombre y la foto de Ray Migdala, su agente literario.
– Diga.
– Hola, Alis. ¿Dónde estás?
– Acabo de aterrizar. Ahora estoy en un taxi, casi llegando a casa.
– Muy bien.
– ¿Has leído el material que te envié?
– Desde luego. Lo terminé anoche.
– Y ¿qué me dices?
Hubo un instante de silencio que fue como una alarma para la impaciencia y el entusiasmo de Alistair.
– Creo que debemos vernos.
– Joder, Ray, cuánto misterio. ¿Te ha gustado o no?
– Precisamente de eso quiero hablarte cuando nos veamos. ¿Te viene bien mañana por la mañana, o estás muy cansado por el viaje?
– No, hablemos ahora. Y habla claro, al menos por una vez en tu vida.
Ray Migdala tomó esas palabras como una pequeña instigación, y no le costó responder a la provocación.
– Como tú quieras. He leído tu nueva novela y es una mierda. Creo que esta vez he sido bastante claro.
– Pero ¿qué dices? ¿La has leído bien? Yo la encuentro muy buena.
– Entonces será mejor que sepas que eres el único que la encuentra muy buena. He hablado con Haggerty, tu editor de Holland & Castle, y es del mismo parecer.
Quizá en aquel momento Ray recordó el estado de salud de Alistair y se dio cuenta de que había sido demasiado duro. Cambió de tono y trató de echar un poco de bálsamo en las heridas.
– Alis, te lo digo por tu bien. Si sigues con esto los críticos te machacarán.
– Sabes muy bien cómo es la crítica, Ray. En los resultados comerciales no influyen para nada.
– En este caso, yo no estaría tan seguro. De todos modos, te informo que Ben Ayeroff, el director editorial, no tiene la intención de verificar tu afirmación.
Notó un síntoma de pánico. Ahora la ciudad que se acercaba ya no parecía un lugar donde encontrar las confirmaciones y los elogios que necesitaba, sino un sitio amenazador donde el fracaso siempre estaba al acecho. El túnel Queens Midtown, en el que estaban a punto de entrar, parecía un abismo sin salida, un gusano de la arena del planeta Dune.
Alistair respondió tratando de mantener firme la voz.
– ¿Qué quieres decir?
– En pocas palabras, que no tienen intención de publicar tu libro. Incluso están dispuestos a renunciar al anticipo que ya te han dado.
– Me importa un comino. Hay otras editoriales en el mundo. Knopf, Simon & Schuster y…
Aquel arrebato de orgullo sin convicción se apagó muy pronto; bastaron unas cuantas palabras.
– Lo sé, pero esta vez soy yo quien no tiene intención de ir a presentarlo. No quiero matarte con mis propias manos.
Esta aclaración alteró ligeramente los latidos en el pecho de Alistair Campbell. Leyendo entre líneas, estaba claro que a Ray le preocupaba mucho más su reputación que la de su cliente.
– Tal vez debamos dar un paso atrás, Alis. Y perdóname si soy demasiado franco. Publicaste tu primera novela con Holland & Castle porque al mismo tiempo tu padre aceptó publicar para ellos una biografía suya. La verdad es que tu novela era muy mediocre y no le llamó la atención a nadie, pero el editor recuperó las pérdidas con los abundantes beneficios que dejaron las ventas del otro libro. Lo sabías, ¿verdad?
Alistair lo sabía demasiado bien. Recordaba la humillación que sufrió cuando su madre le informó del acuerdo y le convenció de que no era más que un paso necesario para darse a conocer.
– Desde luego que lo sabía, pero ¿qué tiene que ver? La primera era una obra juvenil, y se consideró como tal.
– Exacto. Por eso logré hacer leer la segunda. Cuando presentaste esa pequeña obra maestra que era El alivio de un hombre acabado, el éxito llegó. Y con el favor de la crítica…
Ray dejó la frase sin terminar; era una evidente réplica al anterior juicio de Alistair sobre las reseñas literarias.
– No sé cómo decírtelo. Tu tercera novela no parece ni de lejos escrita por la misma persona que escribió El alivio de un hombre acabado.
Fue una suerte que Ray, del otro lado del teléfono, no pudiera ver la expresión de Alistair. Si hubieran estado el uno frente al otro, quizá su agente hubiera visto cuánta verdad había en lo que acababa de decir.
«No parece ni de lejos escrita por la misma persona.»
De haber podido, Alistair Campbell se habría reído.
En la gran casa de Vermont donde estaban casi siempre solos él y su madre, había una especie de factótum que casi habían heredado del propietario anterior. Se llamaba Wyman Sorhensen y vivía en una casita al final del parque. Desde que Alistair le recordaba, había estado siempre igual. Un hombre con el pelo blanco, alto y flaco, que daba la impresión de haber nacido viejo y haber vestido siempre una ropa que parecía una talla más grande que la que correspondía a su cuerpo.
Pero tenía una voz tranquila y la sonrisa y los ojos más serenos del mundo.
Para Alistair se convirtió en la única y verdadera referencia, ya que la presencia paterna era cada vez más borrosa y su madre lo había aislado por completo de todos, cubriéndolo con las redes de su afecto y su preocupación. Wyman era la única persona que no lo trataba como a un enfermo sino como a un niño normal y lo compensaba de la prohibición de jugar, sudar y reír con otros niños.
Le enseñó todo lo que sabía, con la complicidad de dos náufragos que se enfrentaban al resto del mundo, ese mundo que a Alistair le estaba vedado y a Wyman no le interesaba para nada. Parecía un personaje de ciertas novelas de Steinbeck, un hombre que se había construido una cómoda morada en su personal Tortilla Flat.
De él aprendió el amor por los libros y la lectura, él le hizo descubrir un universo de evasión y viajes, sin moverse un palmo de su silla colocada bajo el pórtico de la pequeña casa del parque. Gracias a él entendió la importancia de las palabras y la fantasía, aunque no estuviera muy familiarizado con ellas. Gracias a él, mucho tiempo atrás, maduró en Alistair la idea de matricularse en el Vassar College para orientarse hacia la escritura; esa fue la primera decisión que tomó contra la voluntad de su madre.
El viejo murió tranquilamente en su cama cuando él tenía catorce años; pasó de la vida a la muerte a través del filtro indoloro de la noche y el sueño. Alistair todavía pensaba con ternura que el viejo Wyman Sorhensen había merecido con creces ese privilegio.
No le dieron permiso para asistir al funeral porque, según Hillary Campbell, podía ser una emoción demasiado fuerte y perjudicial para la endeble constitución de su hijo. De modo que aquella mañana vagó por el parque, sintiéndose por primera vez verdaderamente solo. Llegó a la casa de su amigo y encontró la puerta abierta. Entró, un poco incómodo, como si violara la intimidad y la confianza de una persona que ya no podía defenderse. Pese a ello, comenzó a curiosear entre las cosas de Wyman, mientras se preguntaba adónde iría a parar todo aquello, ya que el viejo no tenía parientes.
Después abrió aquel cajón.
En el interior de madera había una pesada carpeta con la tapa negra, atada con un cordel rojo. En la cubierta había una etiqueta blanca con un título escrito con pluma: El alivio de un hombre acabado.
La sacó del cajón y la abrió. En el interior había centenas de hojas numeradas, escritas a mano con una caligrafía nerviosa y menuda. Parecía casi imposible que en la era de los ordenadores alguien hubiera podido escribir a mano semejante cantidad de páginas, con la paciencia y la dedicación de otra época.
Alistair cogió la carpeta y la llevó a su habitación, donde la escondió entre sus objetos más íntimos. Leyó aquella novela, que Wyman había escrito a lo largo de todos aquellos años sin mencionarla jamás a nadie. Alistair no la entendió del todo, pero la cuidó como un secreto precioso, primero como la reliquia de su mejor amigo y después como un pequeño tesoro que podría utilizar en el futuro.
Y, efectivamente, la utilizó.
Después de la indiferencia del público y la crítica hacia su primera novela, decidió publicarla con su nombre, tras hacer unas pequeñas modificaciones necesarias para adaptar la historia a su época y a su manera de expresarse.
La entrada en el túnel de Queens interrumpió la comunicación. La desaparición de la voz de Ray lo rescató de sus pensamientos. Esperaría a llegar al otro lado antes de reanudar una conversación que le había causado ansiedad y que ahora lo aterraba.
Cuando salieron al aire libre pulsó la tecla de llamada del móvil como si estuviera sentado en una silla eléctrica y ese fuera el botón que la accionaba.
Ray atendió al primer timbrazo.
– Disculpa, entramos en el túnel y se cortó.
– Te decía que no hay por qué preocuparse. Ayeroff fue duro pero no taxativo. Creo que si me esfuerzo hasta estarán dispuestos a darte el tiempo necesario para que escribas una novela como tú sabes.
«No, yo no sé. La persona que sabía murió hace mucho tiempo y ahora soy yo el hombre acabado, pero sin alivio alguno.»
Debería haberlo gritado hasta romperse las cuerdas vocales, pero guardó silencio, como había hecho siempre en su vida.
– Ya verás como todo se arregla. Hay cosas peores. ¿Te has enterado de lo que ha pasado aquí, en Nueva York?
– No. Ya sabes que cuando estoy en Saint Croix desconecto por completo.
– Pues se ha desatado una locura. Han asesinado al hijo del alcalde. Y también a Chandelle Stuart.
Alis Campbell tuvo una impresionante serie de extrasístoles, y luego un sudor helado cubrió su frente. Sintió que la mano con que sostenía el móvil se humedecía, como si del teléfono hubiera salido un vapor de hielo seco.
Hizo una pregunta cuya respuesta ya sabía, pero no quiso renunciar a una pequeña esperanza.
– ¿Quién? ¿La hija de esa familia del acero?
– Sí. No se sabe casi nada, pero parece que ha sido el mismo asesino. Podría ser un buen punto de partida para una novela policíaca.
Alistair Campbell se encontró de pronto sin voz; su lengua parecía de esparto.
– ¿Todavía estás ahí?
– Sí, aquí estoy. ¿Cómo ha sucedido?
– Repito: oscuridad absoluta. No se ha filtrado ninguna indiscreción. Solo se sabe lo que te he dicho. Es comprensible, dado que está de por medio el hijo de Christopher Marsalis.
La voz de Ray Migdala expresó al fin una ligera preocupación por el cambio de tono de su voz.
– ¿Qué pasa, Alis? ¿Te encuentras bien?
– Discúlpame, solo estoy un poco cansado. Tranquilo, estoy bien.
Pero no estaba bien en absoluto.
De golpe volvía a sentir el sabor a vinagre del miedo y el ilusorio placebo de la huida como remedio. Habría querido decirle al taxista que diera la vuelta y regresara al aeropuerto, así podría volver a la quietud de su isla. Solo se lo impidió la certeza de que hasta el día siguiente no habría aviones que pudieran llevarlo.
– Bien, entonces hablamos mañana y estudiamos la situación.
– De acuerdo. Hasta mañana.
Cerró la comunicación mientras el taxista cogía la Primera Avenida y luego la calle Treinta y cuatro. Se apoyó contra el respaldo. Desde ese momento, con los ojos muy abiertos y fijos en una ventanilla sucia que no veían, el trayecto hasta su casa se llenó de imágenes desenfocadas, estelas de carteles luminosos y coches en movimiento.
Sentía una molesta pulsación en las sienes y volvió a coger la caja de píldoras que llevaba en la mochila. Con la misma brusquedad que antes cogió un comprimido de Ramipril para la presión, sin ni siquiera mirar los avisos horarios del teléfono.
Dos nombres continuaban rebotando en su cabeza como un salvapantallas de un ordenador enloquecido.
«Gerald y Chandelle.»
Y una palabra.
«Asesinados.»
No tuvo tiempo de abandonarse a los recuerdos y al pánico que podían provocar. El taxi se detuvo ante su casa casi sin que se diera cuenta de la distancia recorrida. Pagó la carrera y bajó del coche. Mientras buscaba las llaves en la mochila, se dirigió hacia la casa baja de madera clara y aspecto acogedor y a los tres escalones que subían a la puerta de entrada con su picaporte de bronce.
Bedford era una calle estrecha y corta, una transversal de Hudson, algo escondida, y a aquella hora estaba tranquila y en silencio. La única luz encendida era la de una sastrería anacrónica, en la esquina de Commerce. La luz indicaba que alguien estaba trabajando todavía, pero en ese momento Alistair Campbell estaba tan absorto que no le prestó atención. Tampoco prestó atención a un viejo coche aparcado un centenar de metros más atrás, que se ponía en marcha y avanzaba despacio, con los faros apagados. No oyó ni vio que el coche se detenía, con la puerta abierta, ni al hombre que se apeaba y se acercaba. Llevaba un chándal con la capucha puesta y cojeaba levemente de la pierna derecha. Alistair Campbell había subido los escalones y estaba metiendo la llave en la cerradura; en ese momento vio un brazo que entraba en su campo visual. Sintió un paño húmedo contra la nariz y la boca. Trató de soltarse, pero su agresor lo apretaba con fuerza mientras le rodeaba el cuello con el otro brazo.
Intentó respirar pero notó en las fosas nasales un penetrante olor a cloroformo. Sintió un leve ardor en los ojos y su vista se empañó; poco a poco sus piernas cedían. Su cuerpo delgado se aflojó en los brazos del agresor, que lo sostuvo sin esfuerzo.
Un instante después el hombre lo dejó en el asiento posterior de un desvencijado Dodge Nova. Luego, con el rostro oculto por la capucha se sentó al volante y, sin encender los faros, el coche se apartó de la acera y fue a mezclarse sin prisa con las luces y los demás coches.