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De pie ante la ventana, Jordan Marsalis miraba el camión de la empresa de mudanzas que salía de la zona de aparcamiento que habían reservado frente a su casa. Hacía apenas unos minutos, mientras por la puerta abierta llegaban todavía los comentarios de los obreros que bajaban la escalera, había firmado el recibo que le tendía el responsable de la empresa. Era un negro enorme, con el físico de un luchador y gruesos bíceps que hinchaban las mangas de la cazadora amarilla y roja que llevaba. En la espalda se leía estampada en negro la palabra «Cousins», el nombre de la sociedad de mudanzas de Brooklyn a la que había confiado los pocos muebles de su piso que le importaban. Los otros estarían a disposición del nuevo inquilino de la casa. Jordan garabateó su firma en la hoja y dio su conformidad para que, junto con los muebles, un pedazo de su existencia fuera a parar a un almacén en alguna parte, en algún lugar que no conocía. Así, su vida pasada y su vida futura serían exactamente iguales. Ambas estarían en alguna parte, en algún lugar que no conocía.

– Gracias, señor.

Mientras le tendía su copia del recibo, el hombre miró con una mezcla de curiosidad y envidia el mono de piel de Jordan, como los que usan los motociclistas. Jordan se llevó una mano al bolsillo y extrajo un billete de cien dólares.

– Tome, bébase una copa a mi salud, y de vez en cuando écheles una ojeada a mis cosas.

El hombre se guardó el billete con el gesto solemne y la expresión pícara de los juramentos infantiles.

– Así lo haré, señor.

Se quedó de pie ante él sin dar muestras de marcharse. Tras una pausa, le miró a los ojos.

– Probablemente no me incumba, pero me parece que va a emprender un largo viaje. Y parece uno de esos viajeros que saben de dónde parten pero no adónde van.

Jordan se sorprendió por el inesperado brillo de inteligencia que se había encendido en los ojos de su interlocutor. Hasta entonces se había alzado entre ellos la habitual barrera de una relación de trabajo, que impide cualquier comentario que vaya más allá de lo estrictamente profesional. El hombre no esperó, por discreción, ningún gesto de confirmación.

– Le confieso que quisiera estar en su lugar. En todo caso, adondequiera que vaya, buen viaje.

Jordan sonrió y le dio las gracias con un gesto de la cabeza. El otro se volvió y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir giró la cabeza hacia él.

– Realmente, qué extraña es la vida…

Hizo con la mano un gesto que abarcaba a los dos.

– Ambos llevamos lo mismo: un mono. Solo que para usted significa la libertad, y para mí la prisión.

Sin añadir nada más, salió y cerró con delicadeza la puerta tras de sí. Jordan sé quedó solo.

En cuanto el camión dio la vuelta a la esquina, se apartó de la ventana y se dirigió hacia el viejo diván con un tapizado liso y una estructura precaria situado delante de la chimenea. Cerró la bolsa de viaje impermeable en la que había guardado las pocas prendas que podría necesitar, cogió el casco y metió dentro los guantes y el pasamontañas. Volvió la cabeza hacia el amplio ventanal de la sala y se quedó un instante mirando los juegos que hacía la luz en las ventanas del edificio de enfrente.

Había alquilado su piso, por medio de una agencia, a alguien a quien ni siquiera conocía, un tío de fuera que se mudaba a Nueva York. Ese tal Alexander Guerrero vio fotos digitales de la casa, enviadas por correo electrónico, e hizo llegar, junto con las referencias y las garantías solicitadas por la agencia, un cheque por la suma del depósito más seis meses de alquiler anticipado. Así se había convertido en el nuevo inquilino de un buen apartamento de cuatro habitaciones en el Cincuenta y cuatro Oeste de la calle Dieciséis, entre la Quinta y la Sexta avenidas.

«Pues felicidades, señor Guerrero, quienquiera que seas.»

Jordan se echó la bolsa de viaje a la espalda y se dirigió hacia la puerta. El sonido de sus pasos en el suelo de madera reverberó de forma extraña en el piso casi vacío. Apenas había apoyado la mano en el picaporte cuando llegó la llamada.

Se volvió despacio y se quedó mirando, perplejo, el aparato telefónico, apoyado sobre la repisa de mármol travertino de la chimenea. Hacía unos días que había enviado a la AT &T la solicitud de baja de la línea, y creía que ya no funcionaba. El teléfono continuaba sonando, y Jordan no conseguía decidirse a recorrer los pocos pasos que le separaban de ese sonido y de la incógnita que representaba. No tenía la menor curiosidad por saber quién o por qué lo llamaban. En su mente él ya estaba de camino; veía un proyectil disparado a través del paisaje, el rumor del aire en el carenado, una carretera que corría delante de la rueda delantera de su moto, una línea blanca reflejada en los ojos y en la visera del casco. Aunque todavía se encontrara allí, Nueva York era ya un recuerdo y, entre todos ellos, ni siquiera era el mejor.

Hubo un tiempo en que aquella ciudad le importaba. A veces Nueva York es mala consejera, tiene el don de hacer que alguien se sienta lleno de energía pero le impide que se dé cuenta de cuánta, en realidad, le está quitando. Él, en cambio, lo supo y lo aceptó desde el principio, con tal de tener, a cambio, la oportunidad de ser al mismo tiempo lo que deseaba ser y lo que era.

Luego, un día, se vio obligado a elegir, y fue una de esas elecciones sin posibilidad de vuelta atrás. A menudo la vida ofrece privilegios, pero también los reclama. Alguien -no recordaba quién ni dónde- le dijo una vez que el éxito y la juventud son cosas que tarde o temprano hay que devolver. Si este era uno de los mandatos inexorables de la existencia, él había pagado su parte. Jordan sabía desde hacía tiempo que las cosas que le interesaban en la vida no podía comprarlas, que estaba obligado a ganárselas. Cuando se encontró ante la imposibilidad de hacerlo, alquiló la casa y decidió abandonar la ciudad.

Y ahora, el teléfono.

Con un suspiro se acercó al aparato, dejó la bolsa de viaje y el casco en el sofá y levantó de mala gana el auricular.

– Diga…

Le llegó un ruido de fondo sofocado y rítmico, del que emergió una voz conocida.

– Jo, soy Chris. Te he llamado al móvil pero está apagado. Gracias a Dios que todavía estás en la ciudad.

A Jordan le sorprendió oír la voz de su hermano. Era la última persona que esperaba escuchar al otro lado de la línea. Había angustia en su voz, y algo nuevo, algo que jamás habría pensado que oiría en la voz de Christopher Marsalis.

Había miedo.

Jordan fingió no darse cuenta.

– No necesito el móvil en este momento. Estaba a punto de marcharme. ¿Qué ocurre?

Chris dejó transcurrir un instante de silencio, algo absolutamente insólito en él. En general no era de los que conceden pausas, ni a sí mismo ni a los demás.

– Han asesinado a Gerald.

Jordan tuvo de golpe una sensación de déjà-vu, quizá más semejante al estupor ante el cumplimiento de una profecía que ante algo que nos parece haber vivido con anterioridad. Se dio cuenta de que, en cierto modo, aquella era una noticia que esperaba desde hacía tiempo. Sentía cómo aleteaba sobre su cabeza como una premonición cada vez que pensaba en ese chaval.

Consiguió mantener la calma y no caer en lo mismo que se agitaba en la voz de su hermano.

– ¿Cuándo?

– Esta noche. O esta mañana, no sé. Hace poco su galerista ha pasado por la casa y ha encontrado el cadáver.

Jordan no pudo dejar de pensar que sin duda ese hijoputa de LaFayette Johnson no había pasado por la casa de Gerald a aquella hora de la mañana solo para hacerle una visita de cortesía. Aunque nunca habían logrado probarlo, todos sabían de qué modo pagaba las obras de su protegido. La nueva pausa de Chris le dio a entender que también él pensaba lo mismo.

– ¿Dónde estás ahora?

– Estaba en Albany, en una convención demócrata. En cuanto me han llamado he cogido un helicóptero. Aterrizaremos dentro de poco en el helipuerto sobre el East River, en el centro. Por Dios, Jordan, me han dicho que le han encontrado en un estado aterrador…

A Jordan le pareció percibir un temblor de lágrimas en la voz de Chris. También eso era nuevo.

– Voy enseguida.

– Gerald vivía…

De pronto Jordan se dio cuenta de que su hermano hablaba de Gerald en pasado. Se sintió extrañamente reacio a poner tan pronto una lápida sobre el cadáver todavía caliente.

– Ya sé dónde vive. Al final de Water Street.

Por el tono de Chris, no pudo comprobar si había captado el sentido de su aclaración. Estaba a punto de colgar cuando su hermano dijo algo más.

– Jordan…

– ¿Sí?

– Me alegro de haberte encontrado en casa.

Jordan sintió una extraña incomodidad. Respondió con la misma voz y dijo lo primero que se le ocurrió, porque en realidad no tenía nada que decir.

– Vale, ya voy.

A veces, en sus fantasías, tenía la sensación de que Nueva York era algo vivo, un ente independiente, con una voluntad propia y desconocida, que podría continuar funcionando aunque de golpe desaparecieran todos los seres humanos. Las luces seguirían encendiéndose y apagándose, el metro funcionando y los taxis recorriendo las calles incluso aunque ya no hubiera nadie en una esquina levantando una mano para detener uno.

Incluso en aquel momento, mientras colgaba el teléfono, tuvo la sensación de que aunque se fuera en ese momento encontraría en los límites de la ciudad una invisible e impenetrable barrera de energía, como si todo lo que había en torno de él se conjurara para obligarle a quedarse donde ya no deseaba estar. Donde ya no tenía ningún motivo para estar.

Se quitó las botas, abrió la cremallera del mono, se lo quitó con un único y hábil movimiento y lo dejó en el respaldo del sofá. Abrió la bolsa y sacó unas zapatillas deportivas, una camisa, unos vaqueros y una chaqueta de piel. Se puso con rapidez esas prendas que había imaginado que volvería a ponerse en otro lugar a muchas millas de allí. Mientras se sentaba para atarse los cordones de las zapatillas, vio algo que asomaba entre los cojines del sofá.

Metió la mano y sacó una fotografía. Era una vieja foto en color, levemente descolorida, que correspondía a una época pasada. Recordaba muy bien cuándo se había hecho. Estaba en Lake George pescando con un grupo de amigos. Él y su hermano se hallaban de pie, con el reflejo del agua que parecía un halo a sus espaldas, el uno junto al otro. Los dos sonreían y miraban hacia el objetivo con una expresión de complicidad.

Se quedó unos segundos observando sus rostros como si fueran los de dos desconocidos. Él y Christopher eran físicamente diferentes, muy diferentes. Solo la mirada era idéntica. Tenían distintas madres pero el mismo padre, y los ojos azules eran la única herencia que Jakob Marsalis había repartido de forma igualitaria entre sus hijos.

Se levantó y dejó la foto en la repisa de la chimenea. Cogió la bolsa y se dirigió hacia la puerta, con la estúpida impresión de que también las imágenes de la foto hacían lo mismo, que volvían la espalda a esa habitación y se alejaban hacia el fondo del lago que se extendía ante ellas.

Abrió la puerta y encontró el paisaje familiar del rellano, con la luz incierta de los apliques en las paredes, la moqueta gastada y ese vago olor a humedad y comida para llevar que alguien había definido como «el olor de Nueva York».

De un apartamento de la planta baja llegaba el sonido demasiado alto de un estéreo. Jordan reconoció una canción de uno de sus cantantes preferidos, Connor Slave, el nuevo niño prodigio de la música culta estadounidense. Era un tema amargo y lleno de tristeza, titulado «Canción de la mujer que quería ser marinero», la melancólica y obstinada esperanza de una persona que desea algo que oficialmente le está vedado y que le será negado para siempre.

Esa canción le gustaba. Se sentía muy cercano a esa mujer que, de pie en el arrecife, contemplaba el mar que jamás surcaría mientras sentía que su deseo de libertad la sofocaba poco a poco. También él, en cierto modo, se encontraba en esa situación. Era su elección, pero no por ello la nostalgia resultaba menos fuerte.

El ascensor estaba en su planta. Entró, pulsó el botón para bajar y por el momento dejó a un lado la música y sus pensamientos.

En la calle le recibió la luz de un sol benévolo al que ni él ni esa ciudad tenían derecho. Mientras cruzaba, Jordan Marsalis pensó en la vida difícil de un chaval al que todos conocían con el nombre de Jerry Kho, seudónimo de un artista que aspiraba a ser el representante más significativo y vanguardista del body art neoyorquino. Se dirían muchas cosas sobre él, y casi todas serían ciertas. Jordan sabía que los periódicos insistirían en su infancia difícil y su juventud rebelde, su dependencia de las drogas y el sexo, aunque perteneciera a una de las familias más prominentes de la ciudad. Si hubiera tenido suerte, quizá el tiempo y el talento habrían hecho de él un gran artista. Sin embargo, la pésima administración de ese talento no había contribuido a convertirle también en un gran hombre. Y ahora tanto el tiempo como la suerte se habían acabado. Si era cierto que el éxito y la juventud son cosas que la vida reclama que se le devuelvan, Gerald tuvo que hacerlo antes incluso de haberlos realmente experimentado.

Del otro lado de la calle, en la otra esquina con la Sexta, había una cafetería donde Jordan solía comer a menudo. Días de charlas con los camareros pero también de horas fumadas como cigarrillos, con la mirada fija en el vacío en busca de una solución que seguía rehuyéndole. Así, con el paso de los días, él y Tim Brogan, el propietario, se hicieron amigos, y Brogan le permitía dejar su moto en el pequeño patio de atrás del restaurante.

Jordan pasó ante los cristales y saludó con un gesto de la mano a una camarera con uniforme verde que estaba sirviendo a dos clientes sentados a una mesa que daba a la calle. La muchacha le reconoció; como tenía las manos ocupadas, le respondió con un movimiento de cabeza y una sonrisa.

Entró en el callejón y poco después dobló a la izquierda, hacia la parte posterior del local. De pie, a un lado de la moto cubierta con una lona, estaba Annette, una de las camareras, que se había tomado un momento de descanso y fumaba un cigarrillo apoyada contra la puerta de servicio. Desde hacía un tiempo, su marido tenía por amante a la botella, y unos años atrás su hijo tuvo problemas con la policía. Cuando acudió a él con lágrimas en los ojos, Jordan se apiadó de ella y la ayudó a resolver el asunto. Annette no hablaba mucho de su marido, pero ahora el chaval había encontrado trabajo y parecía decidido a no meterse en líos.

Cuando le vio llegar, su cara no mostró sorpresa.

– Hola, Jordan. Esta mañana pensaba que encontraría vacío el lugar de la moto. Estaba convencida de que ya te habías ido.

– También yo. Pero alguien, en alguna parte, ha decidido lo contrario, y al parecer su decisión cuenta más que la mía.

– ¿Problemas?

– Sí.

El patio estaba en sombras, y por un instante el rostro de la mujer pareció cubrirse con una sombra aún más oscura.

– ¿Y quién no los tiene, Jordan?

Los dos conocían lo bastante de la vida para saber de qué hablaban. Y ninguno de los dos lo había aprendido en los libros.

Jordan se acercó a la moto y empezó a quitarle la cubierta. Apareció la silueta roja y lustrosa de su Ducati 999. A pesar de la costumbre, siempre le fascinaba. Era una moto fabulosa por su funcionamiento, pero más aún por sus formas. Para quien escogía la moto como medio de transporte, una Ducati tenía un atractivo particular.

Annette la señaló con la cabeza.

– Qué hermosa.

– Hermosa y peligrosa -confirmó Jordan mientras doblaba la lona.

– No más que tantas otras cosas que suceden en esta ciudad. Nos vemos, Jordan.

Annette arrojó el cigarrillo al suelo y lo apagó cuidadosamente con el pie. Luego se volvió y entró en el local. El chirrido de la puerta al cerrarse a sus espaldas se perdió en el ruido del encendido. Mientras se aseguraba el casco y oía el murmullo familiar del motor, Jordan pensó que estaba a punto de hacer algo que había hecho decenas de veces y que creía que no volvería a hacer nunca más. Después de una llamada, se dirigía al lugar de un crimen. Pero esta vez era diferente. Esta vez la víctima era alguien que formaba parte de su vida, aunque hubiera elegido no formar parte de la vida de nadie.

Pero esta era una consideración sin importancia teniendo en cuenta lo ocurrido. Jerry Kho, el hombre asesinado, se llamaba en realidad Gerald Marsalis y, además de ser su sobrino, era el hijo de Christopher Marsalis, el alcalde de Nueva York.

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