38

Jordan detuvo la Ducati frente a la puerta de entrada de la casa, apagó el motor y apoyó la moto sobre el soporte. Se quitó el casco y se quedó en la sombra mirando el cristal iluminado de la puerta, como si se le hubiera concedido el don de leer su futuro sobre la superficie brillante. No llevaba encima la llave; además, aunque la hubiera llevado, no habría subido y abierto la puerta como si entre él y Lysa nada hubiera cambiado.

Se apeó de la moto y se acercó al portero automático, con el casco en la mano.

Allí, exactamente en ese lugar y más o menos a esa hora, no hacía mucho tiempo, había usado el casco como arma para defenderse de la agresión de Lord y sus amigos; después, volvió a su apartamento con un ojo morado y la nariz chorreando sangre sobre la camisa. Allí se encontró con Lysa, con su tranquilidad ante lo imprevisto y su ironía ante la sorpresa de aquel intruso que la veía desnuda en el cuarto de baño.

«¿Siempre pierde sangre por la nariz cuando se siente incómodo?»

Recordaba muy bien sus palabras, su rostro, sus ojos y lo que había bajo el albornoz cuando lo abrió, y habría preferido que todo aquello no sucediera.

Sin embargo, las cosas suceden.

Se dicen palabras que dejan consecuencias y significados. Se hacen gestos que pueden herir, adrede o sin querer.

O por el simple temor a ser heridos.

Así había sido él con Lysa y así había sido Lysa con él. Cuál de los dos había dado el primer paso, de huida o de acercamiento, no tenía importancia en aquel momento.

Jordan era un hombre que había visto la muerte, tendida en el suelo o salpicada de sangre en las paredes; había disparado a otros hombres, y otros hombres le habían disparado a él.

Había matado.

Sin embargo, en ese momento, mientras iba a pulsar el botón situado junto a la etiqueta con el nombre de ella, se sentía indefenso ante lo que no había comprendido de Lysa, pero sobre todo ante las cosas que no había comprendido y aceptado de sí mismo.

Se decidió y pulsó el botón. Tal vez ella le había visto desde la ventana, porque la respuesta fue casi instantánea.

– Ya bajo.

A pesar suyo, Jordan se sintió aliviado. Desde un punto de vista emotivo, le resultaba agradable la idea de estar en casa a solas con ella, pero su instinto era como el de un animal cualquiera, que cuando puede elegir prefiere siempre la fuga.

Jordan oyó el chasquido de la cerradura y poco después Lysa apareció tal como él la había visto siempre.

Hermosa, sensual y detrás de un cristal.

Al cabo de un instante, Lysa salió por la puerta y acabó con su pobre metáfora; estaba hermosísima y cercana.

– Hola -dijo ella sencillamente.

– Hola -respondió él.

Jordan vio que, al contrario que de costumbre, Lysa evitaba mirarlo a la cara. Tenía el aspecto cansado de alguien que duerme poco y piensa demasiado. Y los ojos, esos ojos que tenían el color de la imaginación, parecían apagados mientras seguían puntos que solo ella parecía ver.

– ¿Ya has comido?

– Sí, estaba cenando cuando me llamaste.

«¿Estabas cenando con ella?»

Eso habría querido preguntar Lysa, pero se tragó la pregunta, aunque notó en la boca el gusto amargo de esas palabras no dichas.

– Lamento haberte molestado.

– No importa. Ya había terminado.

Lysa señaló con la cabeza los ventanales iluminados del restaurante, al otro lado de la calle.

– ¿Te apetece un café?

A Jordan le agradó la propuesta. En casa se habrían sentido solos; entre la gente podían hacerse la ilusión de estar juntos.

– Un café sería perfecto.

Cruzaron el uno junto al otro, en la penumbra, en silencio. Jordan con el peso del casco en una mano, y Lysa con el de lo que llevaba dentro, fuera lo que fuese. Al acercarse, la luz de la ventana del local les devolvió poco a poco los rasgos, una cara, una figura, después de ese pequeño trayecto en el anonimato de las sombras de la calle.

Luego todo ocurrió muy rápido.

Jordan oyó el ruido de una moto y enseguida, de detrás del edificio, junto al cruce que había a su izquierda, apareció la silueta de una Honda azul y blanca que llevaba a dos personas con cascos integrales.

El conductor frenó bruscamente y Jordan vio que la moto daba un coletazo a causa del frenazo. La persona que iba detrás levantó hacia ellos un brazo enfundado en una chaqueta de piel.

Aunque no había visto la pistola, Jordan supo enseguida lo que iba a suceder, y actuó con rapidez. Sintió en el oído y en el estómago el ruido inconfundible de un disparo mientras cogía a Lysa y la empujaba al suelo. Se echó sobre ella para cubrirla con su cuerpo.

Luego hubo otros disparos en rápida sucesión.

Jordan oyó que algo pasaba zumbando sobre su cabeza, y luego llovieron sobre ellos unos cascotes de la pared, que había sido alcanzada por las balas.

Después se oyó el estruendo de un motor que aceleraba violentamente y el chirrido de neumáticos sobre el asfalto, mientras la moto daba una vuelta que provocó la frenada seca y el bocinazo de un par de coches que venían por el otro lado de la calle.

Jordan alzó la cabeza, aturdido por el silencio que se hizo después del ruido de los disparos. Sentía la camisa húmeda y pegajosa en la parte derecha del pecho. Se levantó y se apartó, para que Lysa pudiera respirar.

– ¿Estás bien?

Lysa alzó todo lo que pudo la cabeza del suelo, tratando de alcanzar con la mirada alguna parte de su cuerpo. Jordan siguió la dirección de sus ojos y vio una mancha roja que se ensanchaba en la parte izquierda de su tórax y bajaba como una mano escarlata a acariciarle el pecho.

– Jordan, yo…

En un instante se puso de rodillas a su lado. Trató de encontrar el tono más tranquilizador que pudo.

– Calla, no hables. Todo saldrá bien.

Le abrió la blusa y vio que la bala había dado en la parte inferior del hombro, apenas un poco por encima del corazón. Acercó su cara a la de Lysa. Por la magia oscura del dolor, el color había vuelto a sus ojos, pero la luz se iba perdiendo.

– Lysa, ¿me oyes? No es grave, te pondrás bien. Aguanta. Ya llega una ambulancia.

Lysa no podía hablar, pero afirmó cerrando y abriendo los ojos.

En ese momento Annette salió corriendo del restaurante con una servilleta en la mano. Jordan pensó con gratitud que en aquella confusión era la única que tenía el valor de hacerlo. Cogió la servilleta, la dobló y la oprimió contra la herida de Lysa, que respondió con una mueca de dolor.

– Annette, ven, haz lo que estoy haciendo yo. Hay que detener la hemorragia.

Jordan se puso en pie, sacó del bolsillo el móvil y lo puso en la abertura delantera del delantal verde de la camarera.

– Llama al 911 y cuenta lo que ha pasado. Yo te llamaré en cuanto termine.

Cogió el casco y se lo puso sin abrochárselo mientras corría hacia la Ducati. La arrancó y salió zumbando. Pasó el cruce como un proyectil; tuvo que esquivar un pequeño vehículo verde con el logo de un servicio de catering cuyo conductor se vio obligado a hacer un brusco giro hacia el bordillo.

Jordan se metió en el tráfico, tratando de razonar mientras continuaba acelerando.

Era bastante improbable que la Honda hubiera cogido alguna de las calles laterales en dirección este, ya que eso significaba meterse en una maraña de cruces y semáforos. Y pasarse alguno en rojo o recorrer esas calles a toda velocidad equivalía a tener detrás en poco tiempo un coche de la policía.

Era más probable que los agresores hubieran seguido hacia el sur y cogido la Undécima Avenida, donde había menos tráfico y la velocidad era mucho más permisiva. La ventaja que le llevaban era casi insuperable, pero Jordan confiaba en lo que parecía imposible y que a veces el destino se digna conceder, tanto para bien como para mal.

Se introdujo en la gran arteria que bordeaba el río Hudson y bajó hacia el centro a la altura de la calle Catorce, donde la noche anterior con el arresto de Julius Whong habían puesto fin a una serie de muertes.

La Ducati roja corría a 150 kilómetros por hora, esquivando coches con la agilidad de la muleta de un torero; Jordan la conducía con angustia y con rabia.

La visión de la mancha roja que se agrandaba sobre la blusa de Lysa, quitándole la vida para ofrecerla al asfalto, lo había trastornado. No sabía quiénes iban en la Honda, pero estaba bastante claro que iban a por él y que por culpa de eso habían atacado a una persona que no tenía nada que ver.

A la altura del Pier 40 vio que la calle se estrechaba debido a unas obras, que estaban indicadas con letreros progresivos de advertencia y una fila de conos de plástico amarillo. Se había formado un pequeño atasco y, mientras se acercaba a él, Jordan pudo ver el faro posterior de una moto que se abría paso ágilmente entre los coches.

Probablemente, al encontrarse con aquella interrupción, el conductor de la moto se había mantenido en el lado izquierdo y los coches que confluían en el paso obligado de la derecha lo habían bloqueado, con lo que lo forzaban a conducir a trompicones.

Jordan iba en la misma dirección, su golpe de suerte se desvanecería, porque su avance se vería entorpecido del mismo modo. Ciertas cosas suceden una sola vez en un día; sería demasiado pedir que ese pequeño milagro se repitiera.

En un instante tomó una decisión.

Frenó bruscamente hasta casi detener la Ducati, lo que provocó un aluvión de maldiciones de los automovilistas. Viró con decisión hacia la derecha y de golpe aceleró lo suficiente para que la moto se empinara un poco y se levantara sobre la rueda posterior.

Apoyó la anterior en el bordillo y superó el desnivel; dominó el ligero bandazo que hizo la moto con un desplazamiento del cuerpo.

Volvió a darle gas y la furia del motor se hizo eco de la de Jordan, mientras se lanzaba a toda velocidad por la zona peatonal del paseo fluvial; rogó que el neumático posterior no se hubiera dañado con el golpe contra el desnivel del bordillo.

Gracias a la velocidad a la que circulaba, alcanzó la moto, que ahora volvía a encontrar espacio libre. Hasta ese momento no había estado seguro de que fuera la misma; solo lo deseaba. Pero cuando vio los colores blanco y azul de la Honda, aunque alterados por la luz amarillenta de las farolas, lanzó un grito de alegría, que se perdió en el interior del casco.

– Sí, condenados hijos de puta.

Aceleró todavía más.

Un corredor que venía en sentido contrario se asustó y se apartó de un salto. Sus juramentos se perdieron en el ruido y se descompusieron en sílabas sin sentido.

En ese momento, Jordan no tenía miedo. Quizá lo sentiría después, si llegaba a contarlo, pero ahora la adrenalina le pedía velocidad y que hiciera pagar a aquellos individuos la blusa de Lysa manchada de rojo.

Cuando entró en su campo visual, el piloto de la Honda vio con el rabillo del ojo el relámpago escarlata de la Ducati que corría sobre la acera, a su derecha, y volvió la cabeza hacia Jordan. Inmediatamente comprendió y aceleró al máximo, al tiempo que la moto marcaba con breves sobresaltos el cambio rápido de las marchas.

Ahora las dos motos iban juntas.

Jordan vio que el pasajero levantaba el brazo derecho en dirección a él, y esta vez pudo adivinar la maciza silueta de la pistola. Con perfecto sentido de la anticipación, se ladeó a la izquierda en el preciso instante en que el hombre apretaba el gatillo. Vio el destello pero el sonido del disparo se perdió en el ruido de los motores.

Aprovechando un vado, Jordan bajó de nuevo al asfalto y se puso detrás de la Honda, a la izquierda, de modo que al hombre sentado en el lugar del pasajero, que empuñaba la pistola con la derecha, le costara apuntar.

Aun así, se vio obligado a desplazarse de nuevo, bruscamente, hacia el lado opuesto, porque el hombre cambió la pistola de mano y disparó contra él dos balazos casi a ciegas.

Jordan no podía distinguir qué arma empuñaba su agresor, por lo que no sabía cuántos disparos le quedaban aún en el cargador. Había disparado tres frente al restaurante y ahora otros tres contra él. Si era un arma automática común, debía de tener nueve o diez balas, por lo que todavía le quedaban por lo menos tres, según calculó.

Mientras, las dos motos casi juntas iban bordeando el Financial Center, con los edificios de Merryl Lynch y American Express a la derecha, y a la izquierda las luces de la Zona Cero apuntadas hacia el cielo, iluminando un vacío. Por primera vez los reflectores no servían para mostrar lo que había, sino para recordar lo que ya no existía.

Jordan vio un coche patrulla que venía en dirección opuesta con la sirena encendida, y que giró rápidamente a la altura de Albany para lanzarse a perseguirlos. No se sorprendió. Dos motos disparadas a toda velocidad por la Undécima, con un pasajero que disparaba como un loco contra el otro conductor, era para cualquier ciudadano motivo más que suficiente para llamar a la policía.

Jordan no se preocupó por el coche que los seguía haciendo sonar una sirena que no podía oír. Continuó conduciendo y esquivando los coches que se cruzaban con él, con los ojos fijos en la moto que lo precedía. Solo veía con nitidez la silueta del vehículo que perseguía; el resto era un caos de estelas de colores estriadas por la velocidad, ahora algo más moderada pero suficiente para convertir en imperdonable la menor distracción.

También el conductor de la Honda debía de haberse dado cuenta de que los seguían, porque al final de la larga arteria enfiló directamente hacia Battery Park y se metió en los estrechos caminos asfaltados del parque. Era un excelente piloto y con toda seguridad confiaba en su capacidad para poner en dificultades a sus seguidores. En los recovecos de la zona arbolada el coche de la policía no podría entrar, y quizá gracias a su habilidad planeaba dejar atrás también a Jordan sin excesivos problemas.

Pasaron a toda la velocidad que permitía la calle junto a la construcción circular de Castle Hilton; allí giraron y Jordan vio que el conductor de la Honda se exhibía dando un bandazo perfectamente controlado, algo muy difícil de hacer teniendo en cuenta que la moto llevaba a dos personas.

Debía encontrar la manera de bloquearlo. Él conducía bien, pero el otro era claramente mejor. Si se caía o si el otro le sacaba suficiente ventaja para salir del parque por el otro lado, lo más probable era que no volviera a alcanzarlo.

Mientras tenía estos pensamientos, la Honda dobló a la derecha rumbo a la zona de los embarques para Ellis Island. Pasó velozmente, esquivándolos con agilidad, junto a los pequeños puestos de vendedores de souvenirs, que a esa hora estaban cerrados.

Jordan lo vio apuntar la moto en dirección al agua y acelerar con violencia. Supo de inmediato lo que se proponía hacer. El parque estaba separado del mar por un camino peatonal que llevaba a la terminal del transbordador para Staten Island, en un nivel más bajo, a la que se accedía bajando unos escalones.

El piloto de la Honda se proponía saltarlos.

Era una maniobra muy difícil, porque debía realizarse en diagonal, dado que el ancho del malecón no permitía detener la moto a tiempo para evitar el parapeto del otro lado. Si lo lograba, Jordan ya no lo alcanzaría, porque se sentía totalmente incapaz de hacer lo mismo.

Vio que la Honda se levantaba sobre la rueda posterior mientras el piloto la empinaba para evitar que el peso del motor la inclinara hacia delante durante el salto.

Un instante después, con un bramido, la moto estaba suspendida en el vacío.

Fue el pasajero, el que empuñaba la pistola, quien comprometió la maniobra. Quizá por miedo o quizá por inexperiencia, no se movió al mismo tiempo que el conductor y su peso desequilibró la moto en el momento de aterrizar. Un breve coletazo y la Honda rebotó y cayó sobre el lado opuesto. El pasajero salió despedido del asiento y tras un corto vuelo cayó de espalda sobre el borde superior del muelle, que era una gruesa barra de metal. Jordan vio que el cuerpo se doblaba en un ángulo antinatural; luego el peso del torso le levantó las piernas y lo hizo saltar hacia el mar con una perfecta vuelta de campana. El piloto, en cambio, quedó aprisionado bajo el carenado y fue arrastrado por el vehículo, que resbalaba sobre el pavimento, hasta que se detuvo, aplastado por el peso de la Honda, contra la base de cemento del parapeto.

Jordan había frenado a tiempo y, usando el freno posterior en lugar del de doble disco de delante, consiguió detener la moto a pocos centímetros de los escalones donde los individuos de la Honda habían intentado su desafortunada maniobra. Aparcó la moto y bajó los escalones corriendo hacia el lugar del impacto.

Cuando a la luz incierta de las farolas pudo ver al hombre tendido bajo la Honda abollada, supo, por la posición de la cabeza con respecto al cuerpo, que no volvería a disparar a nadie. Ni siquiera le hizo falta comprobar las pulsaciones en el cuello para saber que estaba muerto.

Se quitó el casco, lo dejó en el suelo y sé inclinó sobre el hombre.

En ese momento oyó un ruido de pasos que corrían a sus espaldas, y desde atrás le enfocó la luz de una linterna, seguida de una voz que conocía.

– Eh, tú, levántate con las manos en la cabeza, ¡pronto! Luego vuélvete despacio y échate en el suelo.

Jordan imaginó la escena. Uno de los dos agentes lo enfocaba con el haz de luz y el otro se quedaba al lado apuntándolo, listo para disparar a la menor reacción.

Obedeció las órdenes y se enderezó con las manos en la nuca. Era la primera vez que sufría lo que él tantas veces había impuesto a otros.

– No estoy armado.

La voz desconocida repitió, imperiosa como le habían enseñado en la academia de policía:

– Haz lo que te he dicho, cabrón. Recuerda que te estamos apuntando. Un solo movimiento y disparo.

Jordan se volvió y dejó que el cono luminoso lo enfocara. Se dirigió a la voz oculta en la oscuridad, detrás del haz de luz.

– Si tenía que suceder, me alegra que seas tú el que me arresta, Rodríguez.

La luz permaneció aún un instante sobre la cara de Jordan; después el haz bajó y enfocó la moto destrozada contra el parapeto y lo que se entreveía del cuerpo que había debajo. Volvió a oírse la voz, pero esta vez la eficiencia había dado paso al asombro.

– Joder. Es el teniente Marsalis.

«Ya no soy teniente, Rodríguez.»

Esta vez Jordan no consideró oportuna la aclaración.

– ¿Puedo bajar las manos?

Los dos policías guardaron las armas. Jordan vio cómo se acercaban soldados azules a la luz ámbar de las farolas.

– Pues claro. Pero ¿qué ha ocurrido? Nos avisaron que siguiéramos dos motos que estaban haciendo una especie de carrera en la…

Jordan lo interrumpió aun a costa de parecer grosero.

– Rodríguez, por favor, préstame tu móvil y dame solo un segundo. Hago una llamada y después te cuento todo lo que ha sucedido.

Se acercaron, y el policía le tendió su teléfono. Jordan marcó el número como si las teclas quemaran. El móvil que había dejado en el bolsillo de Annette comenzó a sonar, y ella respondió enseguida.

– Diga.

– Soy Jordan. ¿Dónde estáis?

– En el hospital Saint Vincent, en la Séptima Avenida, a la altura de la Doce.

– Sí, sé dónde es. ¿Cómo está ella?

– La ambulancia llegó enseguida. Todavía está en el quirófano.

– ¿Qué dicen los médicos?

– Por ahora nada.

Jordan se alegró por la penumbra, gracias a ella los dos policías no vieron sus ojos húmedos.

– Yo estoy en un apuro. Llegaré en cuanto pueda.

– Quédate tranquilo. Aunque estuvieras aquí no podrías hacer mucho más de lo que estoy haciendo yo.

– Si hay novedades, llama al número que te ha aparecido en el visor.

– De acuerdo.

– Gracias, Annette. Ya encontraré un modo de agradecértelo.

– Soy yo la que te está agradecida, Jordan. Aunque lamento demostrártelo en esta situación.

Jordan cortó la comunicación y devolvió el teléfono a Rodríguez. Durante la llamada, sin darse cuenta, perdido en su angustia, se había alejado unas decenas de metros del lugar del accidente.

El otro policía, que Rodríguez le presentó como el agente Bozman, estaba en cuclillas junto a la moto e iluminaba dos ojos sin vida en un rostro de piel oscura que asomaba por la abertura del casco.

– Este se ha ido -dijo mientras se incorporaba.

– Os conviene llamar a los de la policía fluvial y pedirles que vengan con buzos. Había otro; salió despedido del asiento y cayó al mar. Por el golpe que se ha dado contra la baranda, no creo que le haya ido mejor.

Rodríguez se fue a pedir ayuda y Bozman se asomó al parapeto para iluminar con la linterna las oscuras aguas que se agitaban entre los pilotes del muelle.

Jordan volvió a agacharse junto al cuerpo del hombre tendido bajo la moto. Por costumbre, aprovechando que nadie se ocupaba de él, lo registró rápidamente, como suele hacer un policía en un caso así. En los bolsillos no había nada. Abrió la cremallera de la chaqueta de piel y en el bolsillo interior encontró un sobre blanco, sin dirección ni ninguna otra cosa escrita.

Sin pensar, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo de la camisa.

Le desabrochó el casco y, cuando se lo quitó, no le sorprendió mucho descubrir los ojos muy abiertos de Lord, vueltos hacia arriba, fijos en un cielo oscuro como el lugar donde quizá estaba ya. En cuanto salió del casco, la cabeza se abrió, como si una parte de los huesos, bajo la piel, se hubiera soltado y resbalado hacia abajo. Jordan sabía que era el efecto del casco, que había contenido las fracturas del cráneo hasta el momento en que se lo quitó. Le dieron ganas de patear aquella cara, para completar lo que Lord se había buscado merecidamente.

«Maldito capullo hijoputa de mierda.»

Se lo había prometido y lo había hecho.

Y por culpa de la pésima puntería de su cómplice, Lysa había recibido el balazo dirigido a él.

Mientras esperaban los refuerzos que habían pedido por radio, Jordan contó lo sucedido a Rodríguez y a su compañero. Poco después de la llegada de los buzos, sacaron del mar el cadáver del acompañante. Lo encontraron enseguida, bajo el parapeto, inmovilizado por el peso del casco, que se había llenado de agua. Emergió empapado y desarticulado; la espalda rota le daba el aspecto de un muñeco de trapo que un niño hubiera dejado con descuido caer al mar.

En cuanto a Lord, la última imagen que tuvo de él fue su rostro que desaparecía bajo la cremallera de una bolsa de plástico negra mientras lo introducían en la ambulancia. Los ojos estaban muy abiertos; ningún agente se había tomado la molestia de cerrárselos. Jordan deseó que nadie lo hiciera, para que ese cabrón siguiera mirando la tapa de su ataúd durante toda la eternidad.

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