26

Maureen aceptó el asiento y el rechinar de la silla de ruedas como un alivio para su sentido del equilibrio. En cuanto se apeó del coche, ella y su madre fueron recibidas por un enfermero que las esperaba. Luego otro hombre desconocido, con un perfume dulzón y aliento a dentífrico, la empujaba ya por los pasillos del hospital Holy Faith, donde la habían operado. Maureen no estaba muy segura de tener presente la arquitectura del edificio. Los hospitales suelen mirarse un instante y se borran enseguida, para olvidar que existen. Conocía Nueva York lo bastante bien para recordar que el Holy Faith quedaba en el Lower East Side, un poco más abajo de la mancha verde del Tompkins Square Park. Muchas veces, durante su breve estancia, se había preguntado si desde su ventana se verían las copas de los árboles. Y cada vez se respondía que tal vez no las vería nunca más desde ningún lugar.

Después de la charla con Estrella, Maureen hizo todo el viaje en silencio y dejó a su madre la tarea de dirigir al chófer, que hablaba inglés con un fuerte acento ruso y que para ella era solo una más entre tantas voces.

Trató de imaginar qué cara podía tener.

Esa cadencia de tonos guturales le trajo a la memoria otra, vinculada irremediablemente a la imagen de un pendiente en forma de cruz con un pequeño diamante en el centro. Maureen trató de pensar en otra cosa, del mismo modo en que se cambia de tema en una conversación, pero cuando se habla con la propia mente casi nunca es posible. El recuerdo se fundió con la extraña experiencia de hacía rato, y pronto volvió a enfrentarla al miedo. Dudaba si hablar de ello con el profesor Roscoe, pero al final decidió no hacerlo. En ese teatro en que se había convertido su cabeza, la escena era tan clara y nítida como esa especie de alucinación que la había sorprendido en la puerta del cuarto de baño. Imaginaba al cirujano, al que había dado un rostro provisional, incómodo mientras buscaba las palabras adecuadas para aconsejarle la ayuda de un buen psicólogo. Y lo último que necesitaba en ese momento era estar rodeada de personas que dudaran de si la experiencia sufrida había hecho mella de algún modo en su raciocinio.

Avanzaron por el pasillo en un silencio acolchado, solo interrumpido por los pasos de alguien con quien se cruzaban

«¿un médico?, ¿un enfermero?, ¿otro ciego como yo?»

y algún intermitente y fugaz olor a medicinas. El Holy Faith era un hospital pequeño y no tenía una sección de primeros auxilios, por lo que no había altavoces que hicieran llamadas de urgencia a los médicos. Se trataba, principalmente, de un instituto de investigaciones avanzadas, provisto de un número de camas muy limitado. Las curas y las intervenciones que se practicaban con las técnicas más modernas se dirigían exclusivamente a problemas oftalmológicos. El doctor William Roscoe era uno de los principales especialistas del mundo en este campo. Pese a que aún era joven, según algunos colegas sus investigaciones en células estaminales totipotentes le acercaban a pasos agigantados al premio Nobel.

Y, si todo marchaba como él había predicho, también ocuparía un lugar de honor en el santuario privado de Maureen Martini.

La silla de ruedas frenó suavemente y las manos expertas del que la empujaba la hicieron trazar una curva hacia la derecha. Oyó el ruido de una puerta que se abría y la silla entró en una habitación donde de pronto notó la mano de su padre que ya se tendía para acariciarle la mejilla. Ni siquiera aunque se pasara un siglo haciendo cursos de oratoria lograría disfrazar la angustia de su voz.

– Hola, tesoro.

– Hola, papá.

– Verás como todo saldrá bien.

La voz del profesor Roscoe se mezcló con la de Carlo Martini, igual, si no en el timbre, al menos en la intención.

– Estoy absolutamente de acuerdo, señorita. ¿Cómo se siente?

– Bien, supongo.

– Apuesto a que anoche no durmió mucho.

Maureen se preguntó cómo podía notarse con tanta claridad la sonrisa en una voz aunque no se viera a la persona que hablaba.

– Creo que ha acertado -bromeó Maureen.

– Es normal que esté un poco alterada. Señora Wilson, dele un ansiolítico.

– Preferiría que no lo hiciera.

– En medicina no existe la democracia, señora comisario. Y dado que yo prefiero que sí, estoy seguro de que le hará bien tomarlo.

La voz de su madre llegó en apoyo del médico.

– Te ruego, Maureen, que hagas exactamente lo que te dice el doctor.

Oyó los pasos de una persona que se acercaba. La enfermera le puso en la mano un vasito de plástico con una píldora y otro vaso lleno de agua, y la ayudó a tomarla.

La voz de Roscoe sonaba satisfecha.

– Muy bien. Señora Wilson, ¿será tan amable de bajar las persianas y encender al mínimo esa pequeña luz que hay sobre mi escritorio?

Maureen oyó el ruido del taburete que el médico acercaba para situarse frente a ella.

– Muy bien. Ahora vamos a ver qué hemos hecho.

Una presión bajo el mentón le levantó la cara, y poco después sintió dos manos expertas que despegaban con delicadeza los esparadrapos.

Primero uno…

«señorteloruegoseñorteloruegoseñorteloruego»

… y después el otro.

«señorteloruegoseñorteloruegoseñorteloruego»

Maureen notó una sensación de liberación y el aire fresco sobre el ligero sudor de los párpados cerrados. En ese momento el tiempo pareció detenerse. Al igual que su respiración. Le parecía que todos los habitantes del mundo se hallaban del otro lado de la ventana espiando el juego que el destino estaba practicando en aquella estancia.

– Ahora, señorita, abra lentamente los ojos.

Maureen lo hizo.

«¡señorteloruegoseñorteloruegoseñorteloruego!»

Y seguía viendo oscuridad.

Sintió que el corazón estallaba dentro de su pecho en un latido enorme, como si hubiera querido darle una última y estruendosa señal de su presencia allí antes de dejar de latir para siempre.

Después de esa oscuridad llegó una luz inesperada y vio una figura de hombre inclinada sobre ella con las manos alzadas hacia su rostro. Un solo instante. Tal como había llegado, esa milagrosa claridad se apagó, como en la secuencia de una película proyectada al revés.

Y todo volvió a ser negro.

Maureen oyó que su voz le salía de la boca reseca sin la presión del aliento. También su muda plegaria la había engullido la noche.

– No veo.

La voz del profesor Roscoe llegó luminosa con un mensaje de calma y esperanza.

– Espere un instante. Es normal. Debe dar a sus ojos tiempo para acostumbrarse a la luz.

Maureen cerró de nuevo los párpados, molesta por un ligero ardor, como si tuviera arena en los ojos.

Cuando volvió a abrirlos vio el amanecer más hermoso del mundo. Vio una luz rosada y tenue que surgía en el hechizo de una consulta médica y un hombre con el mismo rostro de antes, inclinado sobre ella con una bata blanca y la mancha coloreada de los cuadros en la pared y una bendita lámpara encendida como un faro sobre un escritorio y una enfermera con el pelo rojo en el fondo de la sala y su madre con un conjunto azul y su padre con una colmada esperanza en la cara y la acostumbrada corbata a rayas en el cuello y al fin logró concederse, después de todo lo ocurrido, el lujo de unas pocas, preciosas lágrimas de alegría.

El hombre de la bata blanca le sonrió y le habló; al fin el profesor Roscoe, además de una voz, tenía un rostro.

– ¿Cómo se siente ahora, señorita?

Permaneció un instante en silencio antes de darse cuenta de que ese retumbo que sentía en los oídos provenía de algún lugar del interior de su pecho.

Pero también ella sonrió.

– Doctor, ¿le han dicho alguna vez que es usted un hombre guapísimo?

William Roscoe se enderezó y dio un paso atrás. Una mueca tiñó de ironía su rostro bronceado.

– Más de una vez, Maureen, más de una vez. Pero es la primera vez que una mujer lo hace después de que la haya curado. En general, en cuanto me ven bien dejan de decirlo. Discúlpeme la confianza, pero ante ciertos resultados todavía tengo tendencia a entusiasmarme un poco.

Mary Ann Levallier y Carlo Martini guardaron silencio, con la expresión del que ve pero no comprende qué está sucediendo. Cuando comprendieron el sentido de ese diálogo entre Maureen y el médico, se precipitaron a estrecharla entre los brazos, sin darse cuenta de que se estaban abrazando también entre ellos.

Maureen dejó que la emoción de sus padres la contagiara. Un cuento de hadas que esta vez se había hecho realidad. Había besado al sapo, y el sapo se había convertido en príncipe, y ella al fin lograba verlo.

– Bien, señores, después de este comprensible arrebato, ¿puedo continuar con mi trabajo?

Roscoe se hizo lugar entre los seis brazos y tendió una mano a Maureen.

– Venga, por favor. Permítame echarle una mirada un poco más a fondo. Póngase lentamente de pie. Puede que sienta un ligero vahído, después de tanto tiempo sin ver.

La ayudó a llegar hasta unas máquinas situadas en el fondo de la consulta. Hizo que se sentara en un taburete y apoyara el mentón en un soporte.

– Tranquila. Impresiona un poco pero no es doloroso.

Roscoe se sentó frente a ella y comenzó a hacer un examen concienzudo, con unas cortas luces azules e instrumentos que le rozaban los ojos dejándole un pequeño escozor y provocando un lagrimeo natural.

– Muy bien.

Se levantó y la ayudó a salir de aquellas máquinas que recordaban a las de una historia de ciencia ficción.

– Como le dije, durante un tiempo deberá usar gafas oscuras. La sensación de molestia que experimenta se atenuará gradualmente. La señora Wilson le dará un antibiótico en gotas y un colirio que deberá aplicarse tal como he escrito en la receta. Nada de ordenador y poca televisión. Trate de no cansarse demasiado, duerma todo lo que pueda y vuelva a verme dentro de una semana, para un control. Según vaya la recuperación decidiremos cuándo insertar las otras células.

Tendió las manos en un gesto de artista de circo tras un doble salto mortal.

– Bien, señores, esto es todo. Por mí, pueden marcharse.

Mientras se desarrollaba el ritual de los saludos y los agradecimientos, Maureen se tomó unos instantes para fijar definitivamente en su memoria la figura del profesor William F. Roscoe. Era unos diez centímetros más alto que ella y su cara era la de hombre no hermoso pero sí atractivo; tenía las sienes algo canosas y el color sano del que hace mucha vida al aire libre. No le sorprendería verlo, con su físico enjuto, al timón de un velero. Además tenía una sonrisa contagiosa y una capacidad natural para comunicarse.

Salieron de la consulta. El camino de regreso a casa fue para Maureen un espectáculo fantástico. Las baldosas de color verde claro del hospital Holy Faith le parecieron los mosaicos de piazza Armerina, el sol que la esperaba fuera tenía la luz de las Maldivas, y el chófer de la limusina que la había llevado solo era un inofensivo hombre de cierta edad con un curioso acento ruso.

Despidió con un abrazo a su padre, que ahora podía regresar a Roma en un estado de ánimo totalmente distinto al del viaje a Nueva York. Durante el trayecto hacia Park Avenue los ojos de Maureen se tomaron la revancha. Mary Ann Levallier iba en silencio, mientras su hija absorbía los colores y las imágenes junto a cualquier estímulo externo a través de ese sentido durante tanto tiempo anulado. Le parecía ver los ruidos del tráfico, los olores y los perfumes de la ciudad mientras recorrían el Bowery. El reloj electrónico de Virgin, en Union Square, parecía una obra de arte y no un simple monumento al tiempo que pasa, y la Grand Central Station era un lugar mágico con trenes que partían quién sabía hacia dónde.

Cuando entraron en el piso las recibieron la alegría y la emoción de Estrella, que la siguió aprensiva hasta su habitación, como si todavía necesitara una guía. Maureen le pidió que la dejara sola y que bajara un poco las persianas antes de salir.

Aunque no compartía los gustos de su madre en cuanto a decoración, esa habitación en penumbras le pareció maravillosa. Tras toda aquella tensión, ahora se sentía agotada. Se sentó en la cama y comenzó a quitarse los zapatos. Se acostó y decidió concederse una pequeña y breve transgresión, después de un período de oír voces sin cara por la radio.

Cogió el mando a distancia, encendió el televisor y lo sintonizó en el Eyewitness Channel.

– Continúan las investigaciones en torno al misterioso homicidio de Chandelle Stuart, única heredera de la fortuna de los magnates del acero, a quien encontraron muerta hace dos días en su piso del Stuart Building, en Central Park West…

En la pantalla aparecía la imagen de una mujer con el pelo oscuro y un rostro afilado. La boca era un pliegue duro que le daba un aspecto lascivo.

– A pesar de la extrema reserva que mantienen las autoridades, fuentes fidedignas vinculan este crimen con el de Gerald Marsalis, más conocido como Jerry Kho, el pintor que era hijo del alcalde y al que se encontró asesinado en su estudio hace tres semanas. Una conferencia de prensa…

Las palabras del locutor se perdieron en el limbo del que Maureen acababa de salir. En el televisor había aparecido el rostro de un hombre, y ese rostro anuló de golpe todas las buenas sensaciones que le habían regalado los últimos instantes vividos.

Maureen conocía ese rostro.

Lo había visto aquella misma mañana, durante lo que ella había tomado por una alucinación.

Era el hombre que le había hecho vivir la sensación antinatural de poseer un pene y le había impuesto su sonrisa cruel en un espejo asomado a un mundo sin más allá, con el semblante de un color rojo demoníaco, como si estuviera cubierto con la sangre de mil heridas.

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