32

Alistair Campbell estaba desnudo y aterrorizado.

Su cuerpo aterido estaba sumido en la oscuridad del maletero de un coche que olía a calcetines usados y a cloaca y que avanzaba velozmente, con la dureza de una suspensión estropeada. Después de la agresión frente a la puerta de su casa, no llegó a perder el conocimiento; le entró un extraño sopor que hacía más pesado su cuerpo, como si de pronto los huesos se hubieran transformado en plomo.

Las primeras y bruscas curvas que trazó el conductor le hicieron resbalar del asiento gastado al suelo del coche. Con el olor polvoriento del tapete bajo la nariz, circularon durante un rato que le pareció interminable; desde abajo veía las luces de la ciudad que desfilaban encima de sus ojos hasta desvanecerse casi del todo. En cierto momento se detuvieron en una zona desierta donde había poca luz.

Se veía un resplandor amarillo e intermitente a cierta distancia. Quizá fuera un faro que indicaba el camino del puerto a los marineros, o una señal de peligro para los aviones, o simplemente las lágrimas de un hombre aterrado que velaban la imagen de una estrella en la noche.

Oyó el golpe de la puerta delantera que se abría y poco después notó una ráfaga de viento que entraba por la puerta de su lado. El aire olía a herrumbre y algas, y a pesar de su embotamiento logró tener un pensamiento lúcido. Se dio cuenta de que debían de encontrarse en algún lugar cercano al agua, aunque jamás conseguiría saber o recordar cuál.

En su campo visual empañado por el narcótico y la oscuridad apareció un hombre vestido con un chándal barato de felpa y con la cara cubierta por un pasamontañas con aberturas por las que se entreveían los ojos y la boca. Lo cogió con dos manos enfundadas en guantes negros, lo levantó con la misma facilidad con la que habría cogido un paquete ligero y lo hizo sentarse en el asiento posterior, con las piernas hacia fuera. Alistair sintió que sus piernas pendían en el vacío con la lasitud antinatural de un muñeco sometido por completo al poder del ventrílocuo.

Sin otra reacción posible más que el miedo, vio que su agresor sacaba de un bolsillo un rollo de cinta adhesiva y un grueso cúter. No sabía dónde, pero en esa semioscuridad de claridades lejanas la hoja encontró luz suficiente para lanzar un centelleo amenazador; con unos gestos rápidos y precisos el hombre le tapó la boca con un pedazo de cinta y le ató las manos, con los brazos delante del cuerpo.

Lo cogió y lo sostuvo sin esfuerzo mientras lo arrastraba hacia la parte posterior del coche. Apuntaló al prisionero apoyándolo contra su cuerpo duro y macizo y lo mantuvo en esa posición sosteniéndolo con un brazo alrededor de la cintura, mientras con la mano libre abría la cerradura del maletero.

Lo metió dentro de un empujón. Alistair sintió que la mano de su secuestrador le levantaba las piernas y colocaba el resto del cuerpo en el oscuro hueco. La luz de una linterna lo deslumbró. Caía sobre él desde lo alto como algo mortal, extraterrestre, una luz sobrenatural que llegaba de ese lugar maldito donde se esconden todas las pesadillas que la locura humana decide hacer reales.

Vio que la hoja del cúter entraba en el cono de luz delante de sus ojos. Su corazón desbocado no dejó espacio para la vergüenza; su cuerpo se libró de cualquier inhibición y se orinó y defecó encima.

Finalmente emitió un alarido desesperado que el hombre no tuvo en cuenta, como tampoco dijo una palabra cuando vio la mancha oscura que se ensanchaba en sus pantalones. Con calma pero con destreza empezó a cortar las prendas livianas que llevaba su prisionero. Alistair sentía un estremecimiento, que no solo era de frío, cada vez que la hoja rozaba su piel.

Lágrimas que no despertaban ninguna piedad seguían saliendo de sus ojos. Corte tras corte, estremecimiento tras estremecimiento, gota tras gota, quedó desnudo frente a esa luz estéril, rodeado de esos trapos que olían a orina, mierda y miedo, que ahora eran su única vestimenta. El cierre de la puerta sumó oscuridad a la oscuridad y lo dejó solo en compañía de su terror y su hedor.

En el silencio, oyó ruido de puertas que se cerraban y luego el arranque del motor; entonces supo que aquel no había sido más que un alto pero no el destino final. El Dodge volvió a ponerse en marcha, y ahora él viajaba encerrado en el retumbo desquiciado del coche y de sus pensamientos.

¿Quién era ese hombre?

¿Qué quería de él?

Volvieron a su mente las palabras de Ray, que hacía poco -¿una hora?, ¿un siglo?- había oído que salían del teléfono con el ruido del hielo que se rompe bajo los pies.

Gerald Marsalis y Chandelle Stuart habían muerto.

Aquellos a los que en otros tiempos conocía como Linus y Lucy habían sido asesinados por alguien que los había buscado y encontrado. Y ahora él estaba encerrado, atado y desnudo en el maletero de un coche que tal vez lo llevaba hacia el mismo destino.

Sintió que, bajo la cinta adhesiva que le cubría la boca, sus dientes comenzaban a castañetear con el ritmo incontrolable del miedo. Por algo sucedido mucho tiempo atrás, su alma de cobarde había programado el remordimiento del mismo modo que él programaba el móvil para que le recordara cuándo debía tomar sus píldoras.

Le bastaba con despertarse para encontrar un recuerdo claro y vivo en su mente, como si todo aquello estuviera sucediendo en ese preciso instante frente a sus ojos. Durante años había querido contarlo, pero no encontraba el valor. Indirectamente, había tratado de hacerlo en sus libros, a través de las palabras, un confíteor literario oculto en la metáfora; pero sabía que esos signos no significaban la liberación de la confesión y menos aún una posibilidad de absolución ante el tribunal del espejo.

Al cabo de un rato -¿una hora?, ¿un siglo?-, Alistair oyó que el coche se detenía con una sacudida, como si hubiera subido a un bordillo. A causa del brusco movimiento, sus manos atadas chocaron dolorosamente contra los testículos.

Sobre el ronquido del motor al ralentí, oyó el sonido de una puerta que se abría. Poco después, un ruido metálico seco y luego otro, como de una cadena de ancla que se deslizara y luego el chirrido de una verja al abrirse sobre un quicio al que le hacía falta aceite.

Otra vez la puerta del coche que se cerraba y otra vez el movimiento, mientras el Dodge recorría lentamente un camino bastante largo y lleno de baches. Tras un breve trayecto, se detuvo al fin y el motor se apagó.

Alistair oyó de nuevo el chirrido de la portezuela abierta y luego un rumor de pasos sobre la grava; cada paso iba acompañado de un golpe sordo de su corazón. Se abrió el maletero y la luz de la linterna, esta vez apuntada hacia abajo, le permitió entrever la silueta del hombre, que sostenía en la mano derecha unos largos alicates para cortar metal y los apoyaba en el hombro. Echó una breve ojeada a su pasajero, mientras iluminaba por un instante el hueco del maletero; luego, como si estuviera satisfecho con lo que había visto, volvió a cerrarlo, dejando en los ojos de Alistair una mancha amarilla como único recuerdo de la luz.

Todos los sonidos del exterior llegaban al prisionero a través de las pulsaciones que sentía en los oídos. Los latidos bajo las costillas y después una serie interminable de extrasístoles, se convirtieron de golpe en el paroxismo de la fibrilación, que con el tiempo Alistair había aprendido a reconocer y a temer. Sintió que se le cortaba el aliento, y a partir de ese momento parecía que la respiración no podía llevar a los pulmones su indispensable carga de oxígeno.

En condiciones normales respiraría por la boca, aspirando con avidez el aire que necesitaba para sobrevivir, pero en esa situación, con la cinta adhesiva que se lo impedía, solo disponía de las fosas nasales para aferrarse a la vida. El polvo y el olor de sus propios excrementos eran como una película que poco a poco contribuía a cerrar los agujeros a través de los cuales aquel aire estancado y viciado podía dirigirse al interior de su caja torácica.

El corazón ya solo era una sucesión de contracciones cortas y desesperadas, sin el familiar consuelo del latido sistólico

«pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc»

un sudor ácido le empezó a bajar por la frente hasta llegar a los ojos. Trató de alzar los brazos para enjugarse la cara, pero la posición en que se encontraba y la cinta adhesiva que le apretaba las muñecas le impedían realizar tal movimiento.

De fuera llegó un nuevo ruido seco y metálico, como el de un candado cortado, y luego el rechinar de una puerta corredera.

Esta vez, los pasos sobre la grava que se acercaban tendrían que haber sido una carrera muy veloz para ganar a los desenfrenados latidos del corazón

«pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc»

oyó saltar la cerradura del maletero y la puerta se abrió de golpe. Justo en el momento en que un hilo de luz penetraba en el interior, Alistair oyó un grito sofocado y vio que su agresor hacía un movimiento con el brazo izquierdo para sostener el derecho, como si la tapa del maletero, al abrirse, lo hubiera herido.

A la luz de la linterna que había apoyado en el techo del coche para tener las manos libres, el hombre se subió instintivamente la manga del chándal para ver la gravedad de la herida. Una marca roja de sangre surcaba la piel a lo largo de la muñeca y…

Desde su lugar de observación, Alistair abrió mucho los ojos a causa de la sorpresa.

En el antebrazo derecho de su secuestrador había un gran tatuaje que representaba un demonio con cuerpo masculino y etéreas y multicolores alas de mariposa.

Alistair conocía ese tatuaje y conocía al que lo llevaba. Sabía cuándo y dónde se lo había hecho y quién tenía uno igual.

El efecto del líquido que había aspirado ya había pasado por completo. Con los ojos reducidos a dos grandes e inútiles monedas que no podían pagar el precio de su vida, empezó a gemir, dar tirones y patalear en un ataque histérico mientras el corazón

«pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc»

era ya un latir ininterrumpido que le clavaba espinas en la garganta y el pecho.

Como si lo hubiera sorprendido su propio gesto, el hombre se bajó deprisa la manga del chándal y cerró en parte el maletero, apoyándose en el coche con el cuerpo. A través de la rendija que quedaba abierta, Alistair vio cómo se inclinaba, y se sujetaba el brazo como si el dolor fuera muy fuerte, mientras una mancha roja de sangre aumentaba y empapaba la manga del chándal.

En ese momento, desde un lugar indefinido de la oscuridad del lugar en que se hallaban, llegó una voz.

– ¡Eh! ¿Qué sucede aquí? ¿Quiénes sois? ¿Cómo habéis entrado?

El peso sobre el maletero se aligeró y la chapa se elevó un poco, liberada del cuerpo del hombre. Ese movimiento hizo que la linterna cayera del techo del coche y se apagara.

Alistair oyó los pasos de alguien que se acercaba deprisa, seguidos por el ruido sobre la grava de las pisadas de su secuestrador, que se alejaba del coche.

– Eh, tú, ¡alto ahí!

Por un lado del Dodge pasó velozmente un hombre que corría tras su agresor, que huía. El eco de los pasos de los dos hombres se hizo más débil y se desvaneció a lo lejos.

Silencio.

Una breve espera y, al cabo de siglos, aún silencio.

Alistair alzó la cabeza y empujó con la frente la tapa del maletero. La puerta se abrió del todo y le permitió mirar el lugar donde se encontraba. Era un terreno enorme, iluminado solo por unas pocas luces lejanas. A su izquierda, a mucha distancia, quizá del otro lado del río, las luces familiares de Nueva York. A su derecha, al límite de donde alcanzaba su mirada, se divisaban unas farolas, y unas casas y un camino que bordeaba una zona señalada por una alambrada.

Esas luces y esas casas significaban que había coches, gente, ayuda.

Que había vida.

Apoyando las piernas contra los laterales del maletero, logró con esfuerzo girar y sentarse. Levantó las manos atadas y como pudo se arrancó la cinta que le tapaba la boca. Sin hacer caso del ardor de los labios, bebió como si fuera de un seno materno el aire húmedo de la noche mientras el corazón todavía latía su danza guerrera en el pecho. Le parecía que de un momento a otro estallaría y transformaría su cuerpo desnudo en una lluvia de fragmentos ensangrentados que alimentarían a los pocos y enclenques arbustos que había cerca del coche

«pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc»

tratando de no golpearse la cabeza contra la tapa de chapa que se balanceaba sobre él, Alistair se volvió y se arrodilló. Apoyó las manos en el borde del maletero y consiguió salir del hueco, dejando atrás la ropa sucia y rota como testimonio de su miserable humanidad ante la presencia de la muerte.

Dio unos pasos vacilantes hacia las luces lejanas, sin prestar atención a la dureza del camino de tierra que debía recorrer. No se detuvo a observar el gran almacén industrial ante el cual se había detenido el coche, un Nova de quince años de antigüedad, con la carrocería toscamente reparada, con restos de masilla. Dejó a sus espaldas aquella puerta abierta a la oscuridad del interior de la construcción y, atraído como una mariposa nocturna por la ilusión de claridad que tenía delante, se dirigió hacia lo que en ese momento representaba la única esperanza de sobrevivir.

Volvió a ver como un relámpago el tatuaje ensangrentado bajo la débil luz de la linterna y la figura amenazadora del hombre que lo llevaba. Alistair sabía quién era y sabía qué sería capaz de hacer si regresaba, aunque ignoraba sus motivos.

Este pensamiento lo aterrorizó y su cerebro buscó la energía necesaria para ordenar a sus piernas entumecidas que se movieran.

Echó a correr hacia esas luces del fin del mundo movido por el pánico y con un dolor sordo en los oídos y en el pecho

«pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc»

sin preocuparse por sus pies descalzos que, como en un cuento de terror, empezaron casi enseguida a dejar manchas de sangre tras de sí, como un rastro sobre la grava.

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