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Cuando llegó la llamada de Maureen, Jordan acababa de cerrar tras de sí la puerta de su apartamento. Atendió y escuchó sus palabras con una electrizante sensación de descubrimiento, pero logró contenerse y procuró, en lo posible, transmitir a la mujer una sensación de seguridad que ni siquiera él experimentaba. Era lo mínimo que podía hacer; sabía el precio que le costaba a Maureen cada vez que ocurría eso que, para sí, definía como «contactos».

Guardó el móvil en el bolsillo y miró a su alrededor.

Lysa debía de haber alquilado algunos muebles para reemplazar los que él había dejado en la empresa guardamuebles. La casa estaba más completa, habitada, mostraba toques de su gusto, dentro de los límites en que podía expresarse con muebles que no eran suyos.

Había láminas de colores en las paredes y en el aire su perfume a vainilla, suspendido en el tiempo como la taza dejada sobre la mesa y la camiseta colgada en el respaldo de una silla. Había una sensación de espera por una persona que había salido solo unos momentos; sin embargo, ahora yacía en una cama de hospital, conectada a un monitor y a tubos que gobernaban su vida.

Exactamente en el lugar donde estaba ahora, un día que parecía de un pasado remoto Jordan firmó el recibo que le tendía un hombre con un chándal amarillo y una envidia del mismo color.

Hablaron de viajes y de libertad.

Le habría gustado que ahora ese hombre estuviera allí para consolarlo de su decepción, para poder confirmarle que la libertad en la realidad no existía, que era solo una ilusión de hábiles prestidigitadores, una palabra que llenaba demasiado las bocas de la elocuencia y muy poco la vida de los comunes mortales.

Jordan había subido al piso a buscar la póliza de seguro médico, si es que Lysa poseía una. Hasta hacía poco tiempo aquella había sido su casa, y sin embargo ahora se sentía un intruso.

Cuando era policía, había registrado decenas de viviendas, pero entonces lo justificaban la necesidad y la finalidad. Nunca se había planteado, ni siquiera por un instante, la cuestión de violar la intimidad de alguien, como le ocurría ahora. Y, para colmo, la intimidad de una persona como Lysa, que había hecho de ella una trinchera, un lugar cerrado e insonorizado, para no oír los ruidos que llegaban del exterior y para que no se oyeran sus gritos.

Jordan se preguntó dónde debía de guardar los documentos.

Decidió empezar por el dormitorio. También allí, aunque no había grandes cambios, se advertía el delicado toque de su mano. Había un nuevo cubrecama azul, en el suelo dos esteras de rafia de un color parecido y las pantallas de las lámparas estaban renovadas por una esmerada limpieza. Jordan trató de no dejarse envolver en la calma luminosa que la habitación le transmitía y volvió al motivo de su presencia en el apartamento.

En general solía realizar los registros teniendo presente que debía encontrar algo que otros habían intentado esconder por todos los medios. En este caso era bastante probable que el lugar más obvio fuera también el indicado.

Abrió el armario de pared situado frente a la cama y tuvo suerte al primer intento.

En el estante más alto, a la izquierda, junto a una pila de jerséis ligeros, había un grueso portadocumentos de piel que por el color parecía ser de Cartier. No podía distinguir si era auténtico o solo una perfecta reproducción como las que vendían en Canal Street, pero en ese momento aquello no le interesaba en absoluto.

Se sentó en la cama y lo abrió.

Estaba lleno de hojas y documentos perfectamente ordenados, tal como se podía esperar de una mujer como Lysa. Jordan se dio cuenta de que había pensado en ella como «mujer» y admitió que aquella era la definición justa.

«Suerte para ti y para esa pobre chica…»

Recordó las palabras de Annette cuando, a la salida del Saint Vincent, siguió refiriéndose a ella de esa manera, aun después de conocer la verdad. Si eso era lo que Lysa quería ser, era justo que los demás la vieran de ese modo.

Empezó a examinar los papeles uno por uno, sin sacarlos del todo, obligándose a no ser curioso para no caer en la morbosidad.

Entre dos tarjetas de cumpleaños encontró una foto en color, algo desteñida.

Pese a sus buenos propósitos, la sacó y la sostuvo con delicadeza entre los dedos, como si un movimiento brusco pudiera hacer daño a las personas de la instantánea. Un niño muy hermoso, que sonreía tímidamente, estaba de pie entre un hombre y una mujer vestidos con austeridad y que miraban al objetivo con expresión irritada. En el fondo se entreveía una construcción de madera pintada de blanco, que daba toda la impresión de ser una iglesia.

Miró el interior del portadocumentos. No había ninguna otra foto. Todo el pasado de una persona estaba encerrado en ese rectángulo de papel fotográfico que el tiempo desteñiría cada vez más. Volvió a pensar en lo que Lysa le dijo en el restaurante sobre el río, cuando habló de su familia.

«Cuando me fui de casa, no tuve ni siquiera que tocar la puerta para ver cómo se cerraba a mis espaldas…»

Y, a la luz reveladora de lo que ocurrió después, en el rostro de ese niño de belleza antinatural estaba ya el inicio de esa historia que terminaría con el golpe de una puerta que se cerraba.

Volvió a dejar la foto donde la había encontrado y otra vez revisó los documentos. Al fin, en un sobrecito de plástico transparente encontró la tarjeta de la Seguridad Social y un contrato de un seguro médico con el nombre de nacimiento de Lysa.

Cogió la envoltura brillante entre los dedos; cuando la sacó del portadocumentos, cayó sobre el cubrecama un sobre, sin sello, simplemente cerrado con la solapa metida en el interior.

Le dio la vuelta para mirarlo por delante. Era un simple sobre blanco, sin nada escrito, igual que todos los sobres que en ese momento se apilaban en estantes o en cajones de miles de tiendas de todo el país.

Sin embargo, mientras lo abría, Jordan intuía qué iba a encontrar.

Levantó la lengüeta, abrió el sobre y lanzó una ojeada al interior. Luego, sujetándolo por los bordes, hizo caer el contenido sobre la cama.

Sobre el tejido azul, ante sus ojos, había cuatro talones de color, cortados por la mitad con un decidido corte diagonal; alguien los había juntado como las piezas de un rompecabezas, uniéndolos con una tira de cinta adhesiva transparente. Con las manos un poco temblorosas, alineó los cuatro frente a él. Eran órdenes de pago por el importe de veinticinco mil dólares cada una, emitidas por el Chase Manhattan Bank y totalmente iguales a la que había encontrado en el bolsillo del difunto DeRay Lonard, alias Lord.

Solo que estas estaban extendidas a nombre de Alexander Guerrero.

Sin darse cuenta, Jordan se puso de pie y dio un paso atrás. Pasmado, se quedó mirando aquellos rectángulos de papel de color dispuestos ordenadamente ante su mirada. Si alguna vez en su vida había experimentado una sensación de sorpresa, lo que sentía en ese momento no podía compararse ni por asomo con ella.

Metió una mano en el bolsillo y sacó el móvil. Recorrió la lista de nombres hasta ver en el visor el de Burroni.

El detective atendió al segundo timbrazo.

– James, soy Jordan.

– Hola. Me he enterado de que anoche estuviste jugando a policías y ladrones.

– Ni más ni menos. A un hijoputa al que mandé a la cárcel se le ocurrió vengarse. Sin embargo, hirió a una persona que no tenía nada que ver.

– Sí, lo sé. Lo lamento. ¿Cómo está?

– Estacionaria. Hasta ahora los médicos no han dado ningún pronóstico.

Jordan no dijo nada más, y Burroni no preguntó.

– James, voy al motivo de mi llamada. Necesito que me hagas un favor.

– Lo que quieras.

– Te mandaré un fax con la copia de un trozo de una orden de pago emitida por el Chase Manhattan Bank. El nombre del beneficiario no está completo pero se trata de DeRay Lonard, el tío que me disparó anoche. Intenta descubrir quién la ha extendido.

Por el momento prefirió no hablar de los cheques que había encontrado allí y que estaban a nombre de Lysa. Ni siquiera se tomó el trabajo de inventar una excusa. Lo hizo y punto.

– Cuenta con ello. ¿Algo más?

– Por mi parte, no.

– Entonces te daré algunas novedades sobre Julius Whong. Están saliendo a la luz cosas que ni siquiera imaginas. Quizá tu sobrino tuviera la locura del genio, pero este es un monstruo psicópata que merece estar encerrado en un manicomio de por vida. Sigue sin hablar, pero hemos investigado y hemos descubierto algunas extrañas coincidencias.

– ¿Por ejemplo?

– El 14 de septiembre de 1993, en Troy, una pequeña población cercana a Albany, en la filial de un banco local, el Troy Savings Bank, cuatro personas enmascaradas entraron a robar y se llevaron casi treinta mil dólares. ¿Y adivina qué máscaras llevaban?

– Máscaras de plástico que reproducían las caras de los personajes de Snoopy. Para ser más precisos, Linus, Lucy, Snoopy y Pig Pen.

Burroni se quedó unos instantes sin palabras.

– Jordan, si te haces la cirugía plástica y aceptas andar por ahí con mi cara, te cedo con gusto mi puesto en la policía. Es absurdo que un talento como el tuyo se desperdicie. Pero espera, hay más.

– A ver si me sorprendes.

– Lo intentaré. Entre otras cosas, hemos peinado a fondo los alrededores de Poughkeepsie, en un radio de diez kilómetros. El propietario de un bar ha reconocido a Julius Whong por las fotos que le hemos mostrado, y afirma que presenció en su local, más o menos diez días después del robo, una acalorada discusión entre él y otras tres personas, dos hombres y una mujer. No acabó en pelea porque los echó amenazándolos con un bate de béisbol. Además, está seguro de que una de esas tres personas era tu sobrino.

– Entonces, aparte de todo lo que inculpa aWhong, este podría ser el rastro para llegar a lo único que hasta ahora nos faltaba: el móvil. Eres un as, James.

– Si hay un as, no soy yo, Jordan. Quisiera tener para todas las investigaciones la cantidad de hombres que he tenido para esta. Te garantizo que en ese caso el peor delincuente que habría en esta ciudad dentro de un mes sería un crío que se mete el dedo en la nariz.

– Te creo. Lástima que las cosas no sean así.

– Las cosas no son nunca así. De todos modos, a pesar de mis problemas, no envidio a tu hermano o a Cesar Whong, no sé si me entiendes…

Jordan lo entendía muy bien. Por un momento volvió a ver a Burroni poniéndole la gorra de béisbol a su hijo.

«Hasta pronto, campeón.»

Mientras hablaba con el detective, Jordan fue hacia la sala, donde había más cobertura. Por la ventana vio que se detenía un taxi junto al bordillo. Maureen pagó, bajó y levantó la cabeza para mirar el edificio a través de las gafas oscuras. Jordan se asomó y le hizo señas con los dedos para indicarle que tocara el timbre de la tercera planta. Luego se acercó al portero automático para abrirle la puerta de entrada.

– James, ahora estoy ocupado. Mantenme informado de todo lo que pase.

– De acuerdo. Hasta luego.

Jordan cortó la comunicación y cuando oyó el ruido del ascensor que subía abrió la puerta que daba al rellano. Poco después se abrió la puerta automática y apareció Maureen.

Jordan se apartó para dejarla pasar. Caminaba con los hombros un poco encorvados, e incluso a pesar de las gafas se notaba que debajo había unos ojos cansados de ver algo que no deseaban ver.

Jordan le sonrió, no por cordialidad sino por solidaridad.

– Hola, Maureen. Quisiera desearte un buen día pero temo que no lo es.

– En absoluto. Pero tratemos de que al menos sea útil.

Jordan le señaló el sofá.

– Siéntate y hablemos.

Se dio cuenta de que Maureen deseaba librarse de lo que cargaba sobre la espalda y que solo se lo podía confiar a él. En cuanto se sentó en el sofá, empezó a contar los nuevos fragmentos que le habían llegado desde la vida de otro.

Mientras hablaba mantenía los ojos bajos; no advertía que a medida que avanzaban sus palabras provocaban sobresaltos en Jordan, que estaba de pie y en silencio escuchando atentamente su relato.

Cuando vio que había terminado, se sentó en el sillón situado junto al de ella y le cogió una mano. Trató de transmitirle su entusiasmo, para que le aportara energía y fuera una barrera contra el miedo.

– Maureen, acabo de recibir una llamada de Burroni que concuerda a la perfección con lo que acabas de decir. Lo que has visto es un robo, en el que participaron mi sobrino, Julius Whong, Chandelle Stuart y Alistair Campbell. Lo único que debemos descubrir es la identidad de esa mujer. Si ellos iban vestidos del mismo modo, debe de estar relacionada con el asesinato que viste la otra vez. Si Julius Whong es el responsable, quiero añadir también esto a la lista de sus crímenes.

Maureen se quitó las gafas y lo miró a los ojos, aunque Jordan sabía cuánto le molestaba la luz.

– Esto creará un nuevo trastorno en mi vida.

– ¿Cómo?

Jordan habría preferido no ver esa mueca en el rostro de Maureen Martini.

– Mary Ann Levallier acaba de ser contratada por Cesar Whong como abogada defensora de su hijo. Y, por si no lo recuerdas, esa mujer es mi madre.

Jordan le sonrió de nuevo con solidaridad y complicidad.

– Cuando mi hermano se entere, también le trastornará la vida. Aunque estoy dispuesto a apostar a que ya lo sabe. En todo caso, pronto lo descubriremos.

– ¿Qué piensas hacer?

Jordan se levantó del sillón y le tendió la mano para ayudarla a ponerse en pie.

– Mi hermano está en Gracie Mansion en estos momentos. Y es justo el lugar adonde iremos nosotros ahora.

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