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El Ford Corona blanco y azul de la policía bajó despacio por la rampa del puente Williamsburg y dobló a la derecha, dejando atrás una plaza llena de autobuses dormidos sobre sus neumáticos. En esa zona vivían principalmente judíos ortodoxos, con sombrero negro, barba y largos bucles a ambos lados de la cara, pero a esa hora no se veía a casi nadie. Los carteles de las tiendas, de las carnicerías y los supermercados que vendían carne y productos kosher estaban apagados, y las persianas metálicas bajadas, como ojos que no ven y oídos que no oyen.

Manhattan, con todos sus colores, estaba muy lejos, tanto que casi parecía un lugar imaginario. Por aquella zona, en aquel momento, solo circulaban algunos automóviles y las ondas de radio de los satélites que dirigidos hacia abajo se cruzaban con las plegarias de las sinagogas que iban hacia lo alto.

La agente Serena Hitchin, una bella mujer negra de veintinueve años, iba al volante, y Lukas First, su compañero, iba sentado a su lado con el cuerpo echado hacia delante. Tenía la cabeza vuelta hacia ella, sonreía y marcaba, golpeando con las manos en el salpicadero de plástico del vehículo, el ritmo de alguna melodía.

– Tú que entiendes de esto, ¿voy bien así?

Serena había iniciado, hacía ya un tiempo, una relación con un miembro del repertorio de Stomp, un musical ya mítico, lleno de números de percusión, que se representaba desde hacía varios años en el Orfeus, un teatro de la calle Segunda, en el East Village. Lukas sabía qué importante era aquella relación para su compañera, pero no perdía la ocasión de provocarla; podía hacerlo porque se llevaban muy bien.

La mujer se rió del torpe intento de su compañero.

– Eres un desastre, Lukas. La música no es tu fuerte.

Lukas adoptó una voz y una expresión de suficiencia mientras volvía a apoyarse contra el respaldo.

– ¡Qué raro! De pequeño cantaba en el coro de la iglesia.

– Fue en ese momento cuando Dios apareció durante la función, te señaló con el dedo y dijo: «O él o yo».

Lukas se volvió hacia ella con los índices cruzados, como si Serena fuera un vampiro.

– Calla, blasfema. Si él hubiera aparecido me habría señalado y habría dicho: «Aquí tenéis mi obra maestra. Un día este hombre será grande».

Serena rió, mostrando sus perfectos dientes blancos.

– Eres un tozudo. ¿Sigues pensando lo mismo?

– Por supuesto. Ya verás como tarde o temprano sucederá. Mi nombre en Broadway en un cartel luminoso y yo iré de visita al distrito, en un coche que os dejará a todos verdes de envidia. Mira lo que le ha pasado al capitán Shimmer…

Lukas First era un hombre muy atractivo, sobre todo con el uniforme, que le sentaba de maravilla. Por amor al arte había asistido a algunos cursos de declamación y de vez en cuando obtenía pequeños papeles como actor de reparto. En el distrito todos recordaban aún el orgullo con que había anunciado su participación en una película de Woody Allen. Los arrastró a todos al cine, y cuando al fin llegó la escena en que se lo veía, de espaldas, durante apenas dos segundos, empezaron las burlas, que duraron días.

Lukas confirmó sus pensamientos asintiendo con la cabeza, mientras abría una ventanilla para encender un cigarrillo. Había llegado a un tácito acuerdo con su compañera, que le permitía hacerlo solo de esa manera y cuando nadie lo veía.

– El capitán sí que ha tenido suerte.

El capitán Shimmer, del que hablaba Lukas, era el protagonista de una especie de historia de la Cenicienta en pleno Departamento de Policía de Nueva York. Había trabajado de asesor en el cine y, cuando se jubiló, todavía bastante joven, volvió a ese ambiente; ahora interpretaba a menudo papeles de policía en películas y programas de televisión. Era una referencia para todos aquellos que soñaban con dar un golpe ganador, que cambia totalmente la vida.

– Y tú has tenido suerte al entrar en la policía, Luke. Apuesto a que nunca dejarás este trabajo. Te gusta demasiado.

Lukas arrojó el cigarrillo por la ventanilla y echó la última bocanada de humo. Luego se giró hacia la mujer y adoptó una actitud intencionadamente pomposa.

– Es cierto. Yo he nacido para ser policía. Pero también me gusta la idea de haber nacido para ganar un Oscar algún día. Y entonces aprovecharé para agradecer a mi ex compañera, Serena Hitchin, que su confianza y su apoyo me ayudaron a alcanzar mi objetivo.

Era una noche tranquila, estaban satisfechos y contentos con su vida y con lo que hacían, y no había ningún motivo para no bromear.

Pero, como siempre sucede, el motivo para no hacerlo se presentó enseguida.

La radio comenzó a graznar y poco después salió de ella una voz que, pese al deficiente sonido de los altavoces, tenía un tono oficial.

– Atención. Comunicado para todos los coches patrulla. Hay un aviso de alerta máxima del One Police Plaza. Se trata de un secuestro. La víctima es un hombre de raza blanca, de alrededor de treinta años, un metro ochenta de estatura, delgado, pelo castaño. Se llama Alistair Campbell. Es posible que el hombre que lo ha secuestrado sea el responsable de los asesinatos de Gerald Marsalis y Chandelle Stuart. El secuestrador se ha escapado al volante de un Dodge Nova muy viejo y con evidentes marcas de masilla en la carrocería. Repito: alerta máxima.

Lukas lanzó un silbido.

– ¡Coño! Con toda la reserva que rodea a este caso, hacer un comunicado así, por la frecuencia normal y con el riesgo de ser interceptado por los medios, significa que los peces gordos deben de estar desesperados.

– También tú lo estarías si fueras el alcalde de Nueva York y hubieran matado a tu hijo de esa forma.

– Ya, supongo que sí.

El momento de relajación había pasado. Ya había sucedido otras veces, y lo haría otras muchas. Siempre surgía algo que llegaba sin avisar para recordarles qué significaba recorrer las calles con un uniforme azul y en un coche con las siglas NYPD. Pero lo habían aceptado y debían vivir con ello, al igual que lo habían hecho tantos otros colegas que ya no podían contarlo.

Mientras hablaban, al comienzo de la calle Robling, doblaron a la derecha por la calle que bajaba hacia el río East. Cruzaron la avenida White y se encontraban en la calle Clymer, ante el cartel del Brooklyn Navy Yard.

Del otro lado de la alambrada oxidada que delimitaba el terreno, distinguieron la silueta de unos viejos vagones de metro, que esperaban a que los destruyeran. En la oscuridad, unas construcciones altas de ladrillos oscuros, muchas de ellas en ruinas y abandonadas, se alzaban sobre la calle y la miraban desde unas ventanas con los cristales rotos; también ellas esperaban convertirse en una rehabilitada zona residencial o en un ejemplo de arqueología industrial.

Serena dobló a la izquierda y el coche avanzó lentamente por la avenida Kent, en dirección al sur, hacia Brooklyn Heights. Bordearon el almacén donde se aparcaban los coches abandonados, que luego se subastarían en lotes.

Lukas se distrajo un instante mientras miraba absorto todos esos vehículos que esperaban a un nuevo propietario después de haber sido en cierta forma traicionados por el anterior.

– Santo cielo. ¿Qué coño es aquello?

Al oír la voz alarmada de Serena, el agente volvió de golpe la cabeza hacia la calle.

A la escasa luz de las farolas, se veía a un hombre que había salido por una abertura de la alambrada y se dirigía corriendo hacia ellos con las manos alzadas. Salvo por unos jirones de ropa que bailaban sobre sus hombros, estaba completamente desnudo y se movía como si cada paso le costara un enorme esfuerzo. Cuando vio que se trataba de un coche de la policía, se detuvo de repente, con una expresión a la vez de alivio y de sufrimiento. Se llevó las manos al pecho y cayó lentamente de rodillas. Quedó inmóvil, como una imagen congelada, en medio de la calle.

Serena detuvo el automóvil y ella y Lukas bajaron, dejando las puertas abiertas. Mientras se acercaban, la mujer vio por el rabillo del ojo que su compañero había sacado la pistola.

Llegaron frente al hombre que estaba de rodillas; respiraba con dificultad y los miraba con los ojos llenos de lágrimas, como si aquello fuera un milagro. A la luz de los faros lograron distinguir al fin con claridad sus facciones.

– Serena, los rasgos corresponden a los del hombre que acaban de describir por la radio.

– Está bien, quédate vigilando, Luke.

Mientras Lukas controlaba los alrededores con la pistola preparada, la mujer se arrodilló en el suelo junto al hombre, que la miraba en silencio con las dos manos apretadas contra el pecho. Su respiración era una especie de estertor, y había un fuerte olor a excrementos. Serena Hitchin dirigió la mirada hacia el interior de los muslos, donde había algo que por la consistencia y el hedor podía ser de naturaleza fecal.

– ¿Es usted Alistair Campbell?

El hombre hizo un cansado gesto de afirmación con la cabeza; luego cerró los ojos y se dejó caer lentamente sobre el suelo. Venciendo el asco por aquel penetrante olor y tratando de contener las náuseas, Serena se apresuró a sujetarle la cabeza para evitar que se golpeara contra el asfalto.

Apoyó los dedos en su cuello. Los latidos eran los de un corazón desbocado.

– Está sufriendo un ataque cardíaco. Su corazón late muy deprisa. Debe de estar fibrilando. Llama a una ambulancia.

Sin abandonar su actitud vigilante, Lukas fue hacia el coche. Poco después Serena oyó que se ponía en contacto con la central y pedía asistencia médica y refuerzos.

Volvió a fijar su atención en aquel pobre hombre lleno de miedo, vergüenza y dolor en que alguien había transformado a Alistair Campbell.

El hombre alzó los párpados. Su voz era un soplo enfermo que salía con dificultad del cuerpo, tras pasar junto al tambor de un corazón en plena crisis.

Serena oyó que susurraba unas palabras, pero demasiado bajo para poder descifrarlas.

– ¿Qué ha dicho? No le he entendido.

La persona identificada como Alistair Campbell levantó un poco la cabeza, y ese gesto pareció costarle un esfuerzo enorme. Serena colocó una mano bajo su cabeza para sostenerlo y se agachó para acercar la oreja a su boca.

Sus palabras débiles casi se perdieron en el ruido de los pasos de Lukas, que se acercaba corriendo.

– Dentro de poco llegará la amb…

Serena hizo un gesto con la mano.

– Calla un momento.

Enseguida volvió a inclinarse sobre el hombre tendido en el suelo, pero vio que sus ojos se contagiaban poco a poco de la oscuridad que se extendía más allá de la alambrada del otro lado de la calle; la negrura se apoderaba lentamente de él, como en invierno la niebla del río. Por la boca medio abierta, sus palabras salieron con el último aliento, junto con la vida.

La agente supo que cualquier ayuda era inútil. Vio que los latidos rápidos y fragmentados del corazón se volvían más lentos, se debilitaban y desaparecían. Un instante después tenía bajo los dedos la carne tibia de un cuerpo donde la sangre ya no correría.

Serena Hitchin, como cada vez que se veía obligada a presenciar una vida que se extinguía, experimentó una sensación de pérdida que sabía que los años de servicio no conseguirían atenuar. Levantó una mano, cerró los ojos del muerto y rogó que alguna de las plegarias que se elevaban en aquel momento en algún lugar tuvieran suficiente fuerza para acompañar el alma de aquel desdichado.

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