19

Lo primero que vieron al entrar en el piso fue la figura inmóvil de una mujer sentada junto al piano. Era un Steinway de cola, negro y brillante, que debía de valer una fortuna. Ella estaba sobre un taburete de bar, lo bastante alto para mantener su espalda apoyada de tal modo que la caja del piano la sostuviera. La cara estaba vuelta hacia el teclado, como si escuchara arrobada una música sin sonido tocada por un músico invisible que únicamente ella podía oír y ver.

Llevaba un vestido negro de cóctel, escotado pero sobrio, y no se distinguían sus rasgos, ocultos por los cabellos largos y lacios que cubrían su rostro. Las piernas estaban cruzadas y el vestido corto dejaba entrever esa zona misteriosa, oculta por la ligera sombra del nailon, donde se superponían los muslos. A la altura de las rodillas, una sustancia brillante se extendía desde la pantorrilla ensuciando el tejido fino de las medias.

Era la imagen despiadada de una mujer en blanco y negro; la toma de un fotógrafo sin pudor, que la había sorprendido e inmortalizado en el momento íntimo de su muerte. Jordan, sin darse cuenta, habló con un tono de voz más bajo que el que habría usado normalmente, como si el macabro encanto de aquel concierto silencioso no pudiera interrumpirse.

– Igual que Lucy con Schroeder.

– ¿Quién es Schroeder?

– Es un personaje menor de Snoopy, un pequeño genio de la música, un fanático de Beethoven. Charles Schulz lo ha dibujado siempre, y solamente, ante su pequeño piano. Lucy está enamorada de él y le escucha tocar sentada exactamente en esta posición.

Se acercaron lentamente al cadáver. Burroni señaló los codos apoyados de modo que sostuvieran el cuerpo; estaban unidos a la laca negra del piano con una mancha de pegamento. La parte inferior de la espalda estaba pegada de la misma forma al respaldo del taburete. Para mantenerla en esa posición, habían unido las piernas cruzadas, a la altura de las rodillas, con una capa excesiva de sustancia adhesiva, que había chorreado hacia abajo.

– Está pegada, igual que tu sobrino. Pero esta vez nuestro dibujante lo ha hecho a lo grande.

– Así es. Y apuesto a que es de la misma marca. Ice Glue.

Jordan se puso los guantes de látex que le tendía Burroni, y luego examinó el cabello de la víctima y destapó la cara.

– Santo cielo…

En el rostro delgado y pálido los ojos muy abiertos de la víctima, fijos en el teclado, estaban vitrificados por la misma cola que su verdugo había usado para inmovilizar el resto del cuerpo. Jordan señaló a Burroni los cardenales que había alrededor del cuello, como pintadas paganas de un sacrificio humano.

– También la han estrangulado.

Jordan soltó los cabellos, que volvieron con la piedad de un telón a esconder aquellos ojos desmesuradamente abiertos en su antinatural estupor químico. Rodeó el piano para observar el cuerpo desde otro ángulo. Lo que vio entonces casi le hizo soltar una maldición pero consiguió reprimirla. La tapa del piano estaba abierta, y sobre la tablilla abatible donde suelen apoyarse las partituras había una hoja blanca con unas palabras en letra cursiva.

Era una noche oscura y tormentosa…

Sintió que le invadía el desaliento. Conocía demasiado bien el sentido pasado y futuro de esas palabras. Era una famosa frase de Snoopy, pero, al mismo tiempo, para alguien suponía una sentencia de muerte. Cuando Burroni llegó detrás de él, Jordan tuvo la sensación de que su mirada pasaba sobre sus hombros con el ruido de una flecha que se clavaba en la hoja y en su significado.

– ¡Hostia, no!

– Sí, por desgracia. Es otra advertencia. Si no encontramos a este hijoputa, pronto tendremos que ocuparnos de algún pobre tío al que él llamará Snoopy.

Jordan se apartó del piano y echó al fin una ojeada a su alrededor. Cuando se abrieron las puertas del ascensor que llegaba directamente al piso de Chandelle Stuart, lo primero que vieron fue el espectáculo espeluznante de su cadáver, dispuesto en esa especie de ikebana humano por la cruel fantasía de un loco. Ahora lograba por fin darse cuenta realmente del lugar donde se encontraban. El piso ocupaba toda la última planta del Stuart Building y, al menos por la parte que se podía ver, estaba decorado al más puro estilo minimalista, con muebles de aluminio y sillones y cortinajes hechos con telas de tenues tonalidades crema. Todo lo que los rodeaba reflejaba riqueza, heredada, indiferente, que lleva a considerar calderilla sumas que podrían cambiar la vida mísera del noventa por ciento de la población. Había cuadros y objetos de arte auténticos que reflejaban el poder de la familia Stuart. La gran pared de la derecha, que se alzaba frente a las cristaleras que daban a una enorme terraza con vistas al Central Park, estaba ocupaba únicamente por un solo cuadro, y nada hacía sospechar que no se tratara de un original. Era un estudio preliminar de La balsa de la Medusa, de Géricault, en tamaño natural, siete metros por cuatro, el mismo que el de la pintura definitiva expuesta en el Louvre.

La presencia, justamente en ese lugar, de aquel cuadro llevó a Jordan a confirmar, por enésima vez, la ironía que hay en el destino de los seres humanos.

Géricault. Jerry Kho.

Dos pintores, dos nombres con un sonido similar y unidos por la misma violenta desesperación, cada uno con su balsa personal para pintar y para navegar. Y ahora, sobre esa frágil cáscara sin esperanza también iba a la deriva el alma de Chandelle Stuart.

Se acercó al cuadro y observó un par de cosas que antes no había visto. Desparramados por el suelo, junto al ascensor, había fragmentos de un jarrón que al parecer había sido arrojado contra la puerta. El panel que cubría las puertas correderas lo mostraba con absoluta claridad. Por toda la sala, aquí y allá, había jirones de algo que parecía haber sido un vestido.

El médico forense se asomó por detrás de la pared que ocupaba el cuadro. Jordan y Burroni lo esperaron y cuando se reunió con ellos el patólogo respondió sin preámbulos a la pregunta que leía en sus miradas.

– Por ahora no puedo decir casi nada, salvo que la víctima fue estrangulada y que la muerte se puede situar aproximadamente entre las veintiuna y las veintitrés horas.

Jordan señaló al forense los fragmentos que había cerca del ascensor y los jirones de tela esparcidos por el suelo.

– Por lo visto, parece que hubo una lucha, aunque me parece que en la víctima no hay señales de ello.

El médico indicó sin mirarlo el cadáver apoyado contra el Steinway, a su derecha.

– En estas condiciones es imposible examinar mejor el cuerpo. Me pregunto cómo lo haremos para despegarlo del piano y llevárnoslo. Que Dios me perdone, pero si no fuera porque hay un cadáver diría que estamos en un gag de Mister Bean.

Aunque en el transcurso de su carrera había visto casi todas las variaciones que la muerte podía ofrecer, también él parecía bastante conmocionado por el espectáculo con que se había encontrado.

– Háganos saber los resultados de la autopsia lo antes posible.

– Desde luego. Tengo el presentimiento de que dentro de poco llegará una llamada y algún pez gordo me dirá que este caso tiene prioridad absoluta.

Los dejó y se reunió con los dos encargados de llevarse el cuerpo, que miraban el piano con una expresión de perplejidad.

– ¿Qué piensas, Jordan?

– La verdad, todavía no sé qué pensar. Y eso me preocupa.

– ¿Crees que es un asesino en serie?

– Es lo que parece; sin embargo en este asunto hay algo que no me convence. Sin duda se trata de una persona desequilibrada, y hay una simbología que nos convendría someter a un experto, pero me parece todo demasiado elaborado, demasiado rebuscado…

Burroni sabía que Jordan, como ya había hecho en casa de Gerald Marsalis, hablaba para sí mismo, como si necesitara oír el sonido de su voz para concentrarse mejor.

– En general, los asesinos en serie, en el momento que entran en contacto con la víctima, son más nerviosos, caóticos, menos fríos. No sé. Quizá sea mejor que mientras tanto vayamos a hablar con el guardaespaldas.

Burroni hizo una seña al agente que lo había recibido en el vestíbulo y acompañado hasta el piso, que permanecía de pie junto a la puerta del ascensor. El policía, un negro con un gran bigote y un físico robusto apenas suavizado por el uniforme azul oscuro, dejó su puesto para ir hacia él.

– ¿Dónde está la persona que encontró el cadáver?

– Por aquí.

Abriéndose paso entre los expertos de la Científica que estaban terminando su tarea, lo siguieron durante un rato, lo que no hacía más que confirmar el gran tamaño y la riqueza de aquella casa, hasta un amplio espacio que podía considerarse una especie de estudio. En las paredes de la derecha y la izquierda había estanterías altas, llenas de libros a los que se llegaba por medio de dos escaleras metálicas que se deslizaban sobre rieles. Una gran cristalera que había frente a la entrada daba a una terraza que con toda probabilidad continuaba la de la sala.

Detrás de un escritorio de estilo high-tech, ocupado en parte por una pantalla y el teclado de un ordenador, estaba sentado un hombre que se puso de pie cuando los vio entrar. Era un individuo alto, con el pelo entrecano peinado hacia atrás, un físico atlético y facciones angulosas. Una pequeña cicatriz junto al ojo derecho se lo estiraba ligeramente hacia arriba, lo que daba a su rostro una asimetría inquietante.

– Soy el detective Burroni, y este es un asesor de la policía, Jordan Marsalis.

En otro tiempo Jordan habría sonreído por esa definición, que podía significar cualquier cosa. Ahora hacía que se sintiera un intruso y estuvo tentado de mirar hacia otro lado. Su posición actual lo obligaba, en situaciones como aquella, a permanecer un paso por detrás y dejar a Burroni la parte oficial de la investigación.

– Supongo que he hablado con usted por teléfono, ¿señor…?

– Me llamo Haze. Randall Haze. Sí, soy yo quien los llamó cuando descubrí el cuerpo.

El hombre salió de detrás del escritorio, y Burroni y Jordan le estrecharon la mano que les tendía. Era un hombre fuerte, y se notaba. Resultaba evidente en la elasticidad de sus movimientos y en todo su cuerpo; esa dureza provenía de una larga experiencia en las calles y no de frecuentar falsos dojos donde se enseñan artes marciales o gimnasios donde se inflan los músculos con esteroides.

– Ante todo hay algo que quiero decirles. Creo que han estado tomando huellas por toda la casa…

– Evidentemente.

– También están las mías. Se lo digo antes de que lo descubran ustedes mismos. Estuve en la cárcel, hace un tiempo. Me cayeron cinco años, por agresión e intento de homicidio. No es una justificación, sino una simple explicación. Era un chaval un poco conflictivo, me equivoqué y lo pagué. Desde entonces he ido derecho.

– Muy bien, he tomado nota. Siéntese, señor Haze.

El hombre se dirigió hacia uno de los dos sillones de atrevido diseño situados frente al escritorio. Antes de sentarse estiró los pliegues de los pantalones del elegante traje gris oscuro que llevaba. Burroni fue hasta la puerta corredera y se quedó un instante de espaldas, mirando la oscuridad del otro lado de los cristales.

– ¿Desde cuándo trabajaba para la señorita Stuart?

– Alrededor de cinco años, meses más o menos.

– ¿Y sus tareas…?

– Guardaespaldas y secretario particular.

– ¿En qué consistía ese trabajo?

– Acompañaba a la señorita Stuart en situaciones personales, que no deseaba hacer… digamos… públicas.

Por el momento Burroni no consideró oportuno profundizar en esa cuestión.

– Anoche me llamó Chand… la señorita Stuart.

– ¿A qué hora?

– A eso de las ocho y media, me parece. De todos modos, me llamó por el móvil; los registros de la compañía telefónica lo confirmarán.

Burroni se volvió y en su cara se leía la impaciencia del que tiene que soportar que pretendan enseñarle su oficio.

– Bien. Si es necesario lo haremos. ¿Y qué quería?

– Me citó hacia la medianoche porque se proponía salir. Llegué aquí a las doce menos cuarto; subí al piso y encontré el cuerpo. Entonces cogí el teléfono y llamé a la policía.

– ¿Era normal que lo llamara a usted para salir a esa hora?

– En algunos casos sí. La señorita era una persona…

Randall Haze se interrumpió, inclinó la cabeza y se quedó mirando el suelo como si entre sus lustrosos zapatos de pronto se hubiera abierto un agujero. En ese momento Jordan decidió intervenir; fue a sentarse en el otro sillón.

– Señor Haze, escúcheme. Aquí hay algo que no entiendo, y cuando pasa eso me siento estúpido. A menos que sea la persona que tengo delante la que es estúpida, y no me parece que sea el caso. O sea, ¿hay algo que debamos saber?

Haze dejó escapar un suspiro. A Jordan le pasó por la cabeza la curiosa imagen de una válvula de seguridad que libera un exceso de presión.

– Verán, la señorita Stuart estaba enferma.

– ¿Qué entiende usted por «enferma»?

– No consigo encontrar otra palabra. Estaba enferma de la cabeza. Tenía gustos muy peligrosos, y la parte principal de mi trabajo era protegerla mientras los satisfacía.

– ¿Es decir…?

– Chandelle Stuart era una ninfómana, y le gustaba que la violaran.

Jordan y Burroni se miraron. Lo que Randall Haze acababa de decir significaba grandes complicaciones, y esa mirada entre ellos significaba que ambos lo sabían.

El guardaespaldas continuó su relato sin necesidad de más preguntas. Podía leerse en su cara el alivio de quien ha mantenido abierto durante demasiado tiempo un cubo de basura y ahora por fin puede taparlo.

– La he acompañado y protegido en situaciones que para la mayoría de las mujeres serían la más atroz de las pesadillas. En ciertos barrios, en ciertas noches, Chandelle quería que se la follaran diez, hasta doce hombres. Indigentes, vagabundos, gente de todas las razas…, daba asco solo mirarlos. Y eran relaciones muy peligrosas, con cualquiera, sin ninguna precaución contra toda esta mierda del sida que anda por ahí. Otras veces, yo debía permanecer oculto durante sus encuentros para evitar que a los sádicos con los que se entretenía se les fuera un poco la mano y le hicieran daño de verdad. Y además estaban las filmaciones.

– ¿Qué filmaciones?

– Las que hacía yo. Todo lo que sucedía aquí o donde fuera debía grabarlo con una cámara digital. Ella lo pasaba a DVD y después lo miraba. Se excitaba volviendo a verse en esas situaciones degradantes. Los discos deben de estar aquí, en algún lugar.

Hizo un gesto que indicaba la habitación o la casa o algún otro horrible lugar del mundo. Burroni y Jordan se miraron de nuevo.

– Supongo que la señorita Stuart le pagaba muy bien por estos servicios.

– Pues sí, claro. En lo que respecta al dinero, Chandelle Stuart era muy generosa. Cuando quería, sabía ser generosa en todo…

Esos puntos suspensivos significaban muchas cosas, y no todas podían contarse mirando a los ojos al interlocutor. Randall Haze inclinó otra vez la cabeza hacia abajo. El agujero entre sus zapatos quizá se había convertido en un abismo y ahora veía un cielo limpio al otro lado.

– Unas preguntas más y le dejamos libre. ¿Le parece que en la casa falta algo?

Burroni lo preguntó solo por costumbre. Tanto él como Jordan sabían muy bien que las probabilidades de que el móvil del homicidio fuera el robo eran casi nulas. Era más que nada una forma de salir de ese momento difícil.

– A primera vista, diría que no. Me parece que está todo en su lugar.

– ¿Y en los últimos tiempos ha notado algo, o a alguien, en particular que le haya hecho sospechar? ¿Algo extraño?

– No, salvo que consideremos extrañas las situaciones para las cuales se me llamaba.

Jordan introdujo una pregunta que le preocupaba particularmente.

– ¿Sabe usted si la señorita Stuart frecuentaba o trataba a un tal Gerald Marsalis? También se le conocía con el nombre de Jerry Kho.

– ¿Quién, el hijo del alcalde, el que mataron hace poco? He visto su foto en los periódicos. Por lo que sé, me parece que no. O mejor dicho, una vez que la acompañé al Pangya, una discoteca de la Lafayette, él estaba ahí. Se cruzaron e intercambiaron un saludo con la mano. Eso significaba que se conocían, pero durante todo el tiempo que yo trabajé para ella nunca la oí pronunciar su nombre ni puedo decir que se hayan tratado de ningún modo.

Jordan hizo una imperceptible seña de asentimiento a Burroni. El detective metió una mano en el bolsillo, extrajo una tarjeta y la tendió al hombre sentado en el sillón.

– Muy bien, señor Haze, creo que por ahora hemos terminado. Me gustaría continuar esta charla por la tarde, en el One Police Plaza. Cuando llegue, pregunte por mí.

Randall Haze cogió la tarjeta y se la guardó en un bolsillo de la chaqueta. Se levantó con un movimiento ágil y se despidió deseándoles una buena noche que Jordan y Burroni sabían que no tendrían.

El detective esperó el tiempo necesario para que se marchara el ahora desocupado guardaespaldas de Chandelle Stuart, y luego cogió el walkie-talkie que llevaba sujeto a la cintura.

– Habla Burroni. Está bajando un hombre. Pelo canoso y traje oscuro. Se llama Randall Haze. Mantenedlo vigilado, las veinticuatro horas. Pero os recomiendo la máxima discreción; el tío en cuestión sabe lo que hace.

Se quedaron a solas y volvieron a recorrer en silencio el camino que los había llevado hasta el estudio. Caminaron y pensaron hasta que llegaron a la sala, de donde ya habían retirado el cuerpo. En la laca brillante del piano habían quedado rastros de la cola y las líneas trazadas por la Científica para indicar los puntos donde habían estado apoyados los codos de la víctima.

– ¿Qué me dices, Jordan?

– Digo que estamos en un buen lío. Tenemos dos víctimas. Dos personajes muy discutibles desde ciertos puntos de vista pero pertenecientes a familias muy conocidas. También tenemos la misma forma de ejecución que las relaciona. Por ahora hemos logrado, por milagro, que no se filtre nada. Pero ¿cuánto tiempo crees que pasará hasta que toda esta historia salga a la luz, incluida mi participación en las investigaciones?

– Creo que eso significa que debemos actuar condenadamente deprisa.

– Así es. Y por muchos motivos. El más importante es que, si no nos apresuramos, dentro de poco tendremos tres víctimas.

– Y a propósito de ese Randall Haze, ¿qué te ha parecido?

– Has hecho bien en ponerlo bajo vigilancia, pero no sacaremos nada. También para él son válidas las conclusiones que sacamos de LaFayette Johnson.

– ¡Joder! Qué asunto… Lo que se llega a hacer por dinero.

Jordan meneó la cabeza. Miró un instante el piano, que no conservaba ningún recuerdo del concierto mortal del que acababa de ser testigo y protagonista.

– No es solo un asunto de dinero. Es más: diría que en este caso no tiene importancia. La vida es extraña, James. De veras, muy extraña…

Burroni tuvo otra vez la impresión de que Jordan Marsalis hablaba para sí mismo.

– Podrá parecerte increíble después de lo que nos ha contado, pero estoy convencido de que Randall Haze amaba a Chandelle Stuart.

El detective se volvió y miró a Jordan.

Se hallaba en medio de la estancia, frente al enorme cuadro colgado en la pared y miraba La balsa de la Medusa como si en ese preciso momento se hubiera dado cuenta de la presencia a bordo de un nuevo pasajero.

Загрузка...