50

Maureen acababa de oír la sentencia sibilante de William Roscoe, cuando por encima del hombro vio que Jordan se asomaba por el umbral de la puerta de la galería. Maureen bajó de golpe la cabeza, como por el efecto de la amenaza de su carcelero. Cuando volvió a alzarla, se obligó a no desviar ni siquiera un instante la vista y continuar mirándolo a los ojos, para no traicionar la presencia de Jordan.

Sin embargo, debía indicarle de algún modo que sabía que él había llegado para ayudarla. Dijo algo que para Roscoe podía ser la continuación de lo que habían dicho antes, y elevó un poco la voz, para que lo oyera Jordan.

– Ahora que sabes que te vi, creo que también yo merezco una explicación, ¿no crees?

Jordan comprendió. Se asomó un poco, le hizo una seña con el pulgar levantado y poco después movió la mano con un gesto de rotación, para indicarle que hiciera hablar a Roscoe para distraer su atención.

El médico no se había dado cuenta de nada, pero se puso de lado, para poder controlar visualmente tanto a Maureen como la entrada del laboratorio. Era totalmente imposible, en aquella situación, que Jordan pudiera entrar, sorprenderlo por detrás y neutralizarlo.

Roscoe dirigió a Maureen una expresión condescendiente.

– Me parece justo. Hace un momento me has pedido que comenzara desde el principio. Para que puedas entenderlo, es preciso que comience justamente desde ahí.

Hizo una pequeña pausa, como si debiera prepararse antes de emprender por enésima vez un camino entre las ruinas de su vida.

– Hace muchos años, en un seminario que hacía en un hospital de Boston, conocí a una enfermera. Era una joven negra, que se llamaba Thelma Ross. Nos enamoramos enseguida, a primera vista, como si nos hubieran puesto sobre la tierra con ese único fin. Era lo más hermoso y puro que jamás había sentido en mi vida. ¿Sabes qué significa encontrarte ante una persona y darte cuenta de que a partir de entonces nadie más podrá importarte de la misma forma?

Maureen sintió que los ojos se le humedecían y las imágenes de Connor se superpusieron por un instante a las del asesino que la amenazaba con un arma que no le daba ningún miedo.

«Sí, maldito cabrón, claro que lo sé.»

Pareció que Roscoe le leía el pensamiento. Hizo una ligera seña afirmativa con la cabeza, un movimiento habitual en él.

– Sí, veo que lo sabes. Comprendes lo que quiero decir.

El médico prosiguió su relato con otro tono de voz, como si ese conocimiento hubiera creado entre ellos cierta complicidad.

– Entonces yo me encontraba en un momento delicado de mi carrera. Era el preferido y el primer ayudante del profesor Joel Thornton, que en esa época era el mayor experto mundial de mi especialidad. Todos, incluso él, me señalaban como su legítimo heredero, el astro naciente de la microcirugía ocular y de la investigación científica en el campo de la oftalmología. Además, era también mi suegro, porque hacía poco que me había casado con Greta, su hija mayor. Thelma estaba enterada de mi situación y no quería hacer nada que pudiera poner en peligro mi carrera. Me dijo que si me pedía que eligiera, ella pagaría las consecuencias, porque a la larga yo no se lo perdonaría. Thornton, en efecto, tenía el poder de arruinarme. Acarrearme su enemistad en aquel momento habría significado cerrarme todos los caminos.

Roscoe salió del recuerdo y se permitió un pequeño sarcasmo.

– Estados Unidos no es ese país tan democrático que tratamos de exportar como modelo. Un blanco que deja a la hija de un famoso barón WASP de la medicina para liarse con una mujer negra…

No terminó la frase; dejó que Maureen sacara sus conclusiones.

– Thelma y yo seguimos viéndonos a escondidas, hasta que ella se quedó embarazada. De común acuerdo decidimos tener el niño, y así llegó Lewis. Yo le había encontrado un empleo como primera ayudante de quirófano en el hospital Samaritan, en Troy, una pequeña población cerca de Albany. Era el lugar perfecto. Lo bastante cercano para permitirme verlos, a ella y al niño, siempre que me era posible, y lo bastante apartado para pasar inadvertidos. En todo caso, todo se hizo con mucha discreción, tanta que ninguno de sus amigos me ha visto nunca ni ha sabido de mi existencia. Para todos, Thelma era una joven divorciada, que había vivido una mala experiencia de la que no quería hablar. Para Lewis, yo era una especie de tío que los quería y que llegaba de vez en cuando cargado de juguetes. Les había alquilado una casa aislada, y cuando iba a verlos no nos arriesgábamos nunca a que nos vieran juntos. Pasaron cinco años. Thornton murió y las cosas entre Greta y yo habían empeorado tanto que ella me pidió el divorcio. Se lo concedí de buena gana y ese día, ese día maldito fui a Troy a anunciar a Thelma que pronto sería libre y que podríamos vivir juntos.

Maureen vio que Roscoe, absorto en la historia, ya no estaba allí, con ella, sino reviviendo en su mente la secuencia de imágenes evocadas por su relato.

– Lewis jugaba en el jardín, y Thelma y yo estábamos en la casa. Mientras le explicaba lo que había pasado, oímos que Lewis gritaba y poco después entró en la casa llorando y tendiendo hacia mí un brazo, en el que había muchas picaduras. Por el tamaño de los habones, parecían ser de avispas. Yo sabía que la picadura simultánea de muchos de estos insectos puede provocar un choque anafiláctico muy grave. Mientras observaba a Lewis, pedí a Thelma que sacara el coche para llevarlo enseguida a urgencias. Mientras se dirigía hacia el pasillo oímos el timbre. Thelma abrió la puerta y allí estaban ellos.

Maureen vio que las mandíbulas de Roscoe se contraían y el odio, un odio puro, destilado con el cuidado meticuloso del tiempo, desfiguró sus facciones.

– Eran cuatro personas vestidas con camisetas y pantalones oscuros, tres hombres y una mujer, que llevaban en la cara las máscaras de otros tantos personajes de Snoopy. Linus, Lucy, Snoopy y Pig Pen, para ser exactos. Uno de ellos, no sé cuál, la empujó violentamente hacia dentro. Thelma cayó al suelo y ellos entraron apuntándonos con las pistolas. Nos juntaron a los tres en la habitación y nos ordenaron que no nos moviéramos. Intuimos lo que iba a pasar, porque poco después un coche de la policía se detuvo frente a la casa y dos agentes llamaron a la puerta. El de la máscara de Pig Pen, que parecía el jefe, apuntó la pistola a la cabeza de Lewis y ordenó a Thelma que abriera y los echara como fuera.

Roscoe levantó la cabeza hacia el techo blanco y aspiró hondo, como si buscara en sus pulmones más aire para poder proseguir su relato.

– No sé cómo lo hizo Thelma para resultar creíble en semejante situación, pero lo cierto es que los policías se convencieron de que allí no sucedía nada raro. Volvieron a su coche y se marcharon. Mientras, Lewis había empeorado y le costaba respirar. Yo sabía lo que ocurría: las picaduras de las avispas le habían provocado un espasmo laríngeo que poco a poco obstruía las vías respiratorias. Les imploré que dejaran que nos fuéramos, les dije que yo era médico. Les expliqué lo que le estaba pasando a Lewis, y que necesitaba ayuda. Les juré con lágrimas en los ojos que no los denunciaríamos, me arrodillé ante el de la máscara de Pig Pen. No sirvió de nada. Todavía recuerdo su voz indiferente, sus palabras a través de la máscara. Me dijo: «Si eres médico, ya sabes qué hacer». Me permitió moverme libremente, pero para evitar sorpresas ordenó a Lucy y a Snoopy que cogieran a Thelma y la llevaran a otra habitación mientras yo me encargaba de mi hijo. Lewis, a esas alturas, se había desmayado y ya no podía respirar. Para evitar que se asfixiara, cogí un bisturí de mi maletín y allí, sin anestesia, sin instrumentos, como un carnicero, apuntado por dos pistolas, me vi forzado a practicar una traqueotomía a mi hijo y tratar de darle aire metiéndole en la abertura de la garganta el canuto de un bolígrafo.

De los ojos de Roscoe caían lágrimas de rabia y de dolor. Maureen sabía, por experiencia propia, qué difícil era saber cuáles quemaban más.

– Fue inútil. No logré salvarlo. Cuando sentí que el corazón ya no latía, levanté los brazos y me puse a gritar, mientras la sangre de mi hijo resbalaba por mis manos.

De pronto Maureen descubrió otro detalle de las imágenes desgranadas de sus visiones.

«Era él al que vi de espaldas, no a Julius. Lo que confundí con un cuchillo era en realidad un bisturí.»

– Poco después uno de ellos, no sé cuál, me pegó en la cabeza y me desvanecí. Cuando volví en mí, se habían ido. Habían cogido nuestro coche y habían huido, dejando tras de sí el cadáver de mi hijo tendido sobre la mesa, y a Thelma atada a una silla en la otra habitación. Cuando la desaté y vio lo que había ocurrido, se precipitó sobre la mesa y se abrazó al cuerpo de Lewis con tanta fuerza como si quisiera metérselo en su propio cuerpo para devolverle la vida. Fue una visión que no he olvidado nunca, que me ha mantenido en pie, como una droga, todos los años siguientes: las lágrimas de mi mujer mezcladas con la sangre de mi hijo.

– ¿Por qué no los denunciaste?

– Fue Thelma quien lo decidió. Fue ella quien me convenció de que me marchara, de que no dejara que me encontraran allí. De pronto, después del dolor, se volvió fría como el hielo, mientras me explicaba por qué quería que actuara así. Me dijo que si los cogían pasarían un tiempo en la cárcel y después quedarían de nuevo libres para hacer más daño. Me hizo jurar que los encontraría y los mataría con mis propias manos. Si eso significaba que no nos viéramos más, sería un precio que pagaría de buena gana. Por eso decidimos declarar que la traqueotomía la había hecho ella.

A causa del nerviosismo, Roscoe abría y cerraba rítmicamente la mano libre, como para calmar un calambre.

– He vivido con el único fin de vengarme, mientras veía cómo Thelma perdía poco a poco la razón y se hundía en un limbo donde su mente se había refugiado para no sufrir. Ahora está internada en una clínica para enfermos mentales. Hace años que no la veo…

La voz cambió de tono y se perdió en los meandros de la amargura. Por un instante Maureen sintió compasión por ese hombre que había sacrificado su presente y su futuro por un pasado que ninguna venganza podría borrar.

– Dediqué casi diez años de esfuerzos, tiempo y dinero, sin obtener nada. Nada de nada. Aquellos malditos parecían haberse disuelto en el aire, no haber existido nunca. Después, un día, el azar se puso de mi lado. Chandelle Stuart, por consejo de un colega mío que era su médico de cabecera, vino a mi consulta para que la operara. Le eliminé una miopía con una operación láser, una intervención casi de rutina pero que, en su megalomanía, quería que realizara el mejor profesional de la especialidad. Durante una visita de control cometió un error…

Hizo una pausa, con los ojos perdidos en el vacío.

– ¿Qué error?

Roscoe volvió bruscamente la cabeza hacia ella, como si la voz de Maureen lo hubiera despertado de un momento de trance extático.

– Me preguntó el nombre de un cirujano plástico que pudiera quitarle un tatuaje de la ingle. Me dijo que era un recuerdo de una persona que había sido muy importante para ella, pero que ahora quería borrar de su vida. Se bajó los pantalones y cuando me lo mostró me quedé de piedra. El día que murió Lewis, en un momento de nerviosismo, Pig Pen se levantó la manga de la camiseta negra que llevaba. Fue un instante, pero pude ver que en el antebrazo llevaba un gran tatuaje, un demonio con alas de mariposa. El que me mostraba Chandelle Stuart era exactamente igual. Ella no podía saber que yo había visto el de Pig Pen, porque en ese momento Lucy estaba en la otra habitación con Snoopy y Thelma. Entonces, sin intuir en absoluto lo que pasaba por mi cabeza, y confundiendo mi expresión con una manifestación de libidinosidad, esa puta de Chandelle Stuart, de pie frente a mí con los pantalones bajados, tuvo el valor de cogerme la mano y pasársela entre las piernas.

Roscoe tenía las mandíbulas apretadas y una expresión de desprecio en la cara. Su mano era un puño apretado con fuerza, con los nudillos blancos por la tensión.

– A partir de entonces mi vida cambió. Vivía frenético, como si cientos de voces me hablaran al oído al mismo tiempo. Tenía una pista, tan débil que era casi inexistente, pero era mi única esperanza. Dedicaba todo mi tiempo libre a investigar, destinaba a esa busca todo el dinero que ganaba. Contraté a detectives extranjeros, pagué cifras exorbitantes para no verme obligado a salir al descubierto. Me remonté al momento de los hechos y descubrí que en esa época Chandelle estudiaba en el Vassar College de Poughkeepsie. Uno por uno, identifiqué a Gerald Marsalis y a Alistair Campbell. Julius Whong fue más difícil, porque no asistía al college, pero conseguí darle una cara y un nombre también a él, el más decidido y feroz. A medida que los veía en persona, los conectaba con la máscara que llevaba cada uno aquel día.

Ahora Roscoe sonreía. Tal vez estaba reviviendo el emocionante momento que forma parte de la vida de todo investigador, el del descubrimiento después de años de vanos intentos. Solo que esta vez el fin no era derrotar a la muerte, sino infligirla.

– Cuando me enteré de que Julius Whong era Pig Pen, sentí el deseo de ir directamente a por él, golpear a su puerta y meterle un balazo en su cara de depravado. Pero después conseguí calmarme; reflexioné y tomé una decisión. Decidí matarlos a todos, uno por uno, y hacerlo de manera que la culpa recayera en Julius Whong. A Chandelle Stuart, Gerald Marsalis y Alistair Campbell les concedí morir; a él no. Él debía pagar más que todos los otros, debía pasar el resto de su vida en el corredor de la muerte, sabiendo que cada día que transcurría le acercaba al momento en que alguien le metería una aguja en la vena y empujaría el émbolo de una jeringa llena de veneno.

Maureen decidió actuar, al menos en lo que podía. Aprovechando la distracción de Roscoe, que estaba concentrado en su relato, apoyó los pies en el suelo y cautelosamente empezó a desplazar el sillón con ruedas al que estaba atada, de modo que si quería mirarla a la cara debería volverse y dar la espalda a la puerta detrás de la cual estaba oculto Jordan.

– Empecé a organizarme. La suerte que durante tanto tiempo me había vuelto la espalda ahora me favorecía. A Julius Whong lo habían operado hacía poco del menisco y de los ligamentos, y durante un tiempo anduvo con muletas. Cuando las dejó, le quedó una ligera cojera. Duraría poco, pero a mí me bastaba.

Un centímetro.

Otro.

Otro más.

– Me di cuenta de que Julius y yo teníamos la misma complexión y, salvo los rasgos asiáticos, un físico parecido. Maté primero a Linus, es decir, a Gerald Marsalis. Cuando llegué me reconoció enseguida. Lo obligué a sentarse en una silla, le até las muñecas y los tobillos con cinta adhesiva y lo estrangulé, de manera que sufriera lo más posible. Mientras moría le preguntaba si ahora entendía qué había sentido mi hijo cuando el aire ya no llegaba a sus pulmones. Después lo puse contra la pared con una manta pegada a la oreja, como Schulz dibujaba a Linus en las tiras, y escribí ese estúpido mensaje. Sabía que lo descifrarían enseguida, pero necesitaba que creyeran que el asesinato era obra de un psicópata. Tenía intención de hacerme notar de algún modo cuando me marchara renqueando, pero mientras estaba escondido en la escalera, del piso de Gerald salió una mujer que dejó la puerta entreabierta. Desde el rellano oí que telefoneaba a alguien y lo citaba en su casa. Eso significaba que tenía menos tiempo del previsto, pero también era una buena ocasión para dejar un indicio. Cuando la persona llegó y llamó al timbre, cogí el ascensor y me lo crucé en la entrada. Me coloqué detrás, para hacerme notar pero con cuidado de que no se me viera la cara.

– Pero ¿no pensaste que los otros, sabiendo cómo habían matado a Gerald, podían sospechar?

Roscoe respondió a la pregunta de Maureen con un encogimiento de hombros.

– Gerald era el hijo del alcalde. Pensé que al tratarse de una investigación tan particular los detalles se mantendrían en la más rigurosa reserva, como en efecto sucedió. Decidí usar los personajes de Snoopy porque sabía que tarde o temprano se remontarían a muchos años atrás. Eso podía ofrecer un móvil. Julius quería vengarse de un abandono o algo así.

Un centímetro más.

Aprovechando la mirada ausente de Roscoe, que por un instante se dirigió hacia abajo, hizo otro pequeño desplazamiento.

Cuando volvió a mirarla a los ojos, Maureen vio una expresión dura y complacida.

– Después le tocó a Chandelle. Y no me avergüenza decir que matar a ese ser inútil fue un verdadero placer e incluso un pequeño lujo. Llegué a su casa después de haber atravesado el vestíbulo del Stuart Building con el mismo chándal y con la cojera con que me había hecho notar en casa de Gerald. Intenté andar, en lo posible, de forma furtiva, escondiéndome detrás de alguna persona, pero en realidad traté de que me captaran las cámaras, porque sabía que sería lo primero que iban a comprobar. Le dije a Chandelle que quería hablarle de una novedad referente a su operación, y me hizo subir a su casa. ¡Cómo se sorprendió esa furcia cuando me vio frente a ella con la pistola en la mano! Con Linus tuve que darme prisa, pero con Chandelle tenía mucho más tiempo a mi disposición. La hice hablar; le dejé creer que le perdonaría la vida. Descubrí muchas cosas. Me confesó que había tenido una relación con ese maníaco sexual de Julius y que habían involucrado a los otros dos en el proyecto del robo. A Gerald por su locura, a Alistair Campbell por su debilidad y su dependencia psicológica de Julius. Al final me reveló el absurdo motivo por el que ocurrió todo. Esos condenados cometieron el robo solo como un juego, para sentir emociones fuertes. ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo? Mi hijo murió porque ellos, por aburrimiento, habían decidido sentir algo diferente. Además, esa puta me reconoció en cuanto entró en mi consulta, y estuvo a mi lado disfrutando con la enferma sensación de saber lo que yo ignoraba, quizá hasta se excitó al pensar en lo que me había hecho. Cuando me acerqué a ella y le apreté el cuello con las manos, mientras me rogaba que no la matara, le susurré al oído las mismas palabras que me dijo Julius: «Soy médico; sé lo que hago». Después la pegué al piano como un dibujo de Lucy, dejé la nota que daba la pista de la víctima siguiente y me fui.

Al fin Roscoe se desplazó. Con un movimiento casi distraído, giró y apoyó la pelvis en el largo mostrador de trabajo, como si estuviera cansado de permanecer de pie y necesitara reclinarse en algo. La pistola, sin embargo, parecía un bloque inmóvil y el cañón seguía apuntando a la cabeza de Maureen.

– Pero antes dejé un nuevo indicio, el decisivo. Hice creer que el asesino había violado a Chandelle después de haberla matado. Y para eso utilicé un pene de caucho que encontré en un cajón de ella. Le puse un preservativo lleno de líquido seminal de Julius Whong. Elegí uno de esos que retrasan el placer del hombre y estimulan el de la mujer, en primer lugar porque deja un residuo químico muy evidente y en segundo lugar porque el uso de un profiláctico así en un cadáver se adecuaba a la perfección con el perfil psicológico de un psicópata. Lo agujereé para que dejara un pequeño residuo de esperma y pareciera que había utilizado un preservativo defectuoso.

– ¿Y cómo lo conseguiste?

– Esa fue la parte más difícil. Julius Whong, después de un inicio juvenil de sexo y violencia, se volvió muy particular. Las mujeres ya no le interesaban; necesitaba situaciones extrañas, emociones fuertes. El alcohol, las drogas y su cerebro enfermo lo llevaron a convertirse… cómo expresarlo… en un refinado. Y recordé a una persona a la que había conocido tiempo atrás.

Jordan salió de su escondite y comenzó con cuidado a bajar la corta escalera. Maureen vio que no movía el brazo derecho y que le colgaba flojo al costado, de una manera extraña, como si estuviera roto.

Un escalón.

Dos escalones.

Tres escalones.

Conteniendo el aliento, Maureen seguía el descenso de Jordan y la narración de Roscoe.

– De vez en cuando solía salir de gira por el país a dar seminarios. En un hospital de Siracusa conocí a una enfermera. Era una mujer de una belleza increíble, tal vez una de las más hermosas que he visto nunca, que ejercía una fascinación sutil, distinta. Tenía una carga de sensualidad que casi se podía tocar. Se llamaba Lysa y poseía una característica bastante singular: en realidad era un hombre. Nos hicimos amigos, y ella empezó a confiar en mí. Era una persona dulce, melancólica, reservada. Y sobre todo honesta, nada que ver con esos transexuales mercenarios que se encuentran en internet. Nos mantuvimos en contacto, incluso cuando ella dejó de trabajar en el hospital. Luego, cuando se me presentó aquella necesidad, pensé que un pervertido como Julius Whong no resistiría la tentación de acostarse con una rareza sexual así. Aproveché la debilidad de Lysa; estaba cansada de luchar en una batalla que ya tenía perdida de antemano. La contraté anónimamente y le ofrecí cien mil dólares para que tuviera una relación con Julius Whong y me consiguiera un preservativo lleno de su líquido seminal.

– ¿Y no pensaste que esa tal Lysa podía denunciarte, cuando descubriera que habían acusado a Julius Whong? Sobre todo sabiendo que lo que lo incriminaba definitivamente era la prueba de ADN.

Maureen vio que Roscoe iba dejando atrás todo resto de humanidad. El doctor Jekyll había perdido el control y se transformaba ante sus ojos en el señor Hyde.

– Pues sí. Existía esa posibilidad. Pero también ese es un problema que he resuelto. Sin imaginar nada, fue ella misma la que me escribió para decirme que se mudaba a Nueva York, comunicarme el día de su llegada y la dirección del piso que había alquilado. ¿Y quieres saber lo más divertido? Era el apartamento de Jordan Marsalis, el hermano del alcalde, el tío de Gerald…

Roscoe se quedó un momento pensando en cómo el destino se reía con sarcasmo de los humanos. Después apartó ese pensamiento con un gesto de la mano, como se hace con una mosca molesta.

– En todo caso, como te he dicho, ya no es un problema. Leí en el periódico que ha tenido un accidente…

Maureen se horrorizó por el espantoso significado de aquellas palabras.

– Eres un maldito loco asesino.

– Es probable. Pero ¿acaso no hace falta estar loco y ser un asesino para poder eliminar a otro?

– Pero con Alistair Campbell te salió mal. Él consiguió escapar.

La sonrisa que le dirigió William Roscoe era de nuevo la del demonio.

– ¿Tú crees?

Trastornada, Maureen escuchó lo que Roscoe acababa de meterle en el cerebro.

– Muy bien, Maureen, veo que lo has entendido. Estaba todo previsto. Lo hice de modo que pudiera escapar. Me era más útil vivo; tenía que ser el que aportara la prueba definitiva contra Julius Whong. Elegí a ese desdichado porque en el fondo era el menos culpable. Aquel fatídico día, lo único que hizo fue rogar que se marcharan y nos dejaran en paz.

Mientras tanto, Jordan había alcanzado el lado opuesto del mostrador central, se había agachado y desaparecido detrás de la protección del borde. Maureen supuso que quería rodearlo manteniéndose a cubierto, para llegar junto a Roscoe y cogerlo por sorpresa.

Sin saber lo que sucedía, Roscoe continuó el macabro relato de sus actos.

– Sabía que se había refugiado a escribir en su casa de Saint Croix. Por suerte, gracias a mi trabajo sé cómo utilizar un ordenador. Entré en la base de datos de la compañía aérea y por las reservas descubrí el día que volvería. Lo esperé en un coche robado y lo secuestré delante de su casa, de manera que el sastre del negocio de enfrente me viera y pudiera describir a la policía al individuo que llevaba un chándal y cojeaba un poco de la pierna derecha. Le llevé a ese almacén de Williamsburg para hacer creer que quería colocar su cuerpo como uno de los personajes de Snoopy, en este caso, el propio Snoopy pegado al avión. Me había hecho dibujar con colores solubles un tatuaje en el antebrazo. Tal vez no era idéntico, pero sí muy parecido al demonio con alas de mariposa de Julius Whong. En ese lugar había poca luz, y podía contar con que Alistair estaría aterrado y no se fijaría en los detalles. Lo que no sabía es que estaba enfermo del corazón. Murió, pero de todos modos llevó a cabo la tarea que le había asignado: poner a la policía sobre la pista de Julius Whong.

– Hay algo que no entiendo. ¿Cómo podías estar seguro de que Julius Whong no tenía una coartada para las noches en que se cometieron los asesinatos?

Roscoe señaló con la mano unas bombonas de tamaño mediano apiladas en un compartimiento, a su derecha.

– Protóxido de nitrógeno. Incoloro, insípido, inodoro.

– No comprendo.

– Julius Whong vive en un ático, en la calle Catorce. Es un edificio bajo, de dos plantas, con un techo plano de fácil acceso desde la escalera contra incendios de la parte de atrás. Bastó conectar una de esas bombonas al sistema de ventilación para hacerle dormir hasta el día siguiente.

Roscoe se encogió de hombros con despreocupación, como si acabara de contar un viaje de placer con una amiga.

– ¿Qué más queda por decir? Nada, me parece.

Maureen advirtió que en su actitud no había narcisismo ni orgullo por el maquiavélico plan que había orquestado. Solo la actitud natural de una persona que cree que ha hecho lo justo.

Y aunque en su interior Maureen se maldijo por pensar así, no conseguía culparlo del todo.

– Ahora lo sabes todo. He esperado años para llegar a esto, y no puedo permitir que tú me lo arruines.

– Has pasado algo por alto. ¿No has pensado que, si alguien te descubriera, habrías hecho todo esto por nada? Julius Whong quedaría libre y tú irías a la cárcel en su lugar.

El doctor William Roscoe sonrió con mucha dulzura y bajó la voz para volverla un suspiro casi incomprensible.

– No, querida mía. También he pensado en ello. Si eso sucediera, habrá un hombre muy profesional que se encargará de Julius Wh…

Roscoe no pudo terminar la frase, porque en ese preciso momento Jordan salió de pronto de detrás del mostrador y se abalanzó sobre él.

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