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LaFayette Johnson aparcó su flamante Nissan Murano en la explanada de Peck Slip y Water Street. Quitó las llaves del contacto y se agachó para coger un pequeño paquete oculto bajo el asiento del conductor. Bajó del coche y pulsó la tecla de cierre del mando a distancia. Mientras esperaba el titilar de los cuatro intermitentes, se estiró y aspiró una gran bocanada de aire. Se había levantado una ligera brisa cálida que llegaba del sur y traía un vago olor salobre; el viento había barrido las pocas nubes que hasta el día anterior habían agrisado el cielo. Ahora, sobre su cabeza, había un azul increíble que, como todas las recompensas, encerraba una exigencia. Alzando los ojos, entre los rascacielos y en las calles estrechas como aquella, solo podía verse un pequeño recuadro de cielo. En Nueva York, el sol, el cielo y el paisaje eran un privilegio de los ricos.

Y él, al fin, empezaba a serlo, gracias a ese loco degenerado de Jerry Kho. Y a lo que era y había sido. Su llamada le despertó pero no le sorprendió. La noche anterior, al verle salir del lugar en que se hallaban en compañía de ese esperpento, supo muy bien el papel que desempeñaba aquella mujer en la mente corrupta de Jerry. Él no se habría follado a esa mujer ni con la polla de otro, pero no tenía nada que objetar si su gallina de los huevos de oro necesitaba ciertas mortificaciones para crear esos engendros que personalmente le repugnaban pero de los que el público parecía ávido. Las obras de Jerry habían despertado un nuevo interés por el arte figurativo y los artistas emergentes. Volvían a aparecer coleccionistas y comenzaba a circular mucho dinero. Como si hubieran vuelto los viejos tiempos de Basquiat y Keith Haring. Y él, tal como hizo aquel viejo zorro de Andy Warhol, había acaparado uno de los caballos ganadores. Sin embargo, debía atenderle, cuidarle y mimarle como corresponde a un animal de raza. No le importaba que las ideas de Jerry fueran el producto de consumir casi todas las drogas disponibles en el mercado. LaFayette era lo bastante listo para no tener escrúpulos, y Jerry, lo bastante adulto para elegir su medio de destrucción. El intercambio le parecía, a fin de cuentas, equitativo. Él le proporcionaba cualquier sustancia que pudiera meterse en el cuerpo y, como recompensa, obtenía el cincuenta por ciento de todo lo que saliera de su cabeza.

LaFayette Johnson se guardó el paquete en el bolsillo del chándal y avanzó junto a los edificios de ladrillo visto hasta doblar a la derecha en Water Street.

Ese tramo del puente de Brooklyn estaba iluminado por el sol, pero la luz aún no había ido a rescatar de las sombras a Water Street. Sobre el puente se veían muchos coches y ya se oían los ruidos del tráfico matinal, aunque todavía no rompían el silencio de la calle.

A sus espaldas se extendía el South Street Seaport District, completamente reestructurado y lleno de tiendas y reclamos para los turistas, como el viejo mercado de pescado y el Pier 17 que se asomaba a las aguas del East River.

Siempre había encontrado algo extraño en aquella metrópolis, desde el día que llegó. Aunque Manhattan fuera una isla y Nueva York se levantara sobre la costa, resultaba difícil verla como una ciudad marítima. El océano se volvía río y el río se confundía con el océano en una continua guerra de guerrillas, como si el mar, el verdadero, desdeñara ese rincón del mundo y apenas hiciera llegar allí sus desechos. Solo las gaviotas parecían las depositarias de ese límite en continuo conflicto. De vez en cuando, hasta en Harlem era posible encontrar alguna que iba a disputar la comida a las palomas, pero nada más.

Se volvió a mirar su flamante coche nuevo, y sonrió. Pensó en los kilómetros que había conseguido poner entre él y los harapos de su infancia. Ahora, al cabo de mucho tiempo, podía al fin permitirse todos los juguetes que habría debido tener de niño.

El recuerdo, en su cabeza, estaba envuelto en humo, como si una parte de él hiciera lo imposible por borrarlo definitivamente de la memoria. Tenía dieciséis años cuando huyó del pequeño pueblo de Luisiana en el que había nacido, un lugar perdido donde la espera parecía formar parte del ADN de los habitantes. Estaban todos tan ocupados en dormitar que no lograban siquiera dormir como es debido. Solo esperaban. El verano, el invierno, la lluvia, el sol, el paso del tren, la llegada del autobús. Esperaban lo que no llegaría jamás: la vida. Three Farmers, unas cuantas casas decrépitas alrededor de una encrucijada, donde el único producto digno de mención eran los mosquitos, y la única aspiración de la gente del lugar era conseguir una jarra de limonada fresca. Acudió a su mente una frase que había oído en una película, de la cual se había apropiado: «Si fuera Dios y quisiera aplicarle una lavativa al mundo, le metería el tubo en Three Farmers…».

Recordó a su madre, envejecida antes de tiempo e impregnada del fuerte olor de la cocina cajun, con sus medias llenas de carreras, y recordó a su padre, para quien la familia solo era un lugar en el que desahogar las frustraciones y la rabia cuando había bebido demasiado. LaFayette Johnson se hartó de comer patatas y de recibir golpes; una noche en que su padre volvió a intentar levantarle la mano, le rompió los dientes con un viejo bate de béisbol y se marchó, tras robar todo el dinero que encontró en aquella hedionda pocilga que nunca había conseguido llamar «casa».

Adiós, Luisiana.

Había sido un viaje lento y largo, pero al final del camino le esperaba Nueva York.

Si hubiera obtenido la licencia se habría convertido en uno de tantos taxistas de paso por la ciudad, entre indios, paquistaníes y etnias varias. Se vio obligado a ganarse la vida, pero también él tropezó con su mina de oro. Encontró trabajo de recadero en una galería de arte de la zona de Chelsea, dirigida por un marchante llamado Jeffrey McEwan, un tipo maduro, esnob y algo afeminado, que se vestía siempre a la inglesa. Cuando le conoció, LaFayette logró a duras penas sofocar una carcajada mientras se preguntaba si aquel hombre usaba el papel higiénico como fular cada vez que iba a cagar.

La sonrisa de LaFayette Johnson se convirtió en una mueca de conmiseración mientras se dirigía, con los bolsillos llenos de droga, hacia la casa de Jerry Kho.

«Joder, qué hipócrita de mierda eras, Jeffrey McEwan.»

Aunque estaba casado, ese marica de Jeff tenía un culo en el que habría cabido un tren eléctrico, y una piel tan blanca y flácida que siempre que la tocó se estremeció de asco. Pero era rico y le gustaban los chicos guapos, jóvenes y de piel oscura. A LaFayette le gustaban las mujeres, pero poseía todos los requisitos que interesaban a su vicioso empleador. Supo enseguida que aquello podía significar un giro decisivo en su vida. Tenía una oportunidad al alcance de su mano, y debía estar atento para no desperdiciarla. Inició un juego de miradas y silencios; daba un paso adelante y retrocedía con astucia cuando parecía que podía ocurrir algo. Al cabo de unos meses, el viejo Jeffrey McEwan estaba a punto. El golpe de gracia se lo asestó LaFayette cuando, por casualidad, se dejó sorprender desnudo bajo la ducha en el cuarto de baño de la galería. El viejo maricón se volvió literalmente loco. Cayó de rodillas ante él, se abrazó a sus piernas y llorando le declaró su amor y masculló mil promesas y juramentos.

LaFayette le levantó la cabeza, le metió la polla en la boca y después le dio violentamente por el culo, obligándole a doblarse sobre el lavabo; lo mantuvo apretado con una mano sobre la espalda y le tiró de los pelos finos y rojizos con la otra para obligarle a mirar la imagen de ambos en el espejo.

El viejo McEwan, indiferente a las posibles consecuencias, dejó a su mujer y fueron a vivir en el mismo apartamento. Se hicieron socios y empezaron a trabajar juntos, al menos hasta el momento en que Jeff abandonó la escena a lo grande, tras sufrir un infarto en el vernissage de un pintor bastante cotizado, al cual representaban en exclusiva.

Por desgracia para LaFayette, el maldito marica nunca se había divorciado, y la gilipollas de la mujer se quedó con todo lo que Jeff no le había dejado expresamente en herencia a él, lo que llegaba casi al cincuenta por ciento.

Pero a fin de cuentas, no le había ido mal.

Había otra cosa que Jeff había dejado en herencia y que en su trabajo valía más que todo el dinero del mundo: le había enseñado el valor de la cultura. LaFayette Johnson se dio cuenta de que el conocimiento era su herramienta de trabajo, y se dedicó a ello. Cuando la mujer de su amante le echó de la galería de Chelsea, ya se hallaba en condiciones de arreglárselas por su cuenta. Siguió la corriente que poco a poco desplazaba el centro de interés por el arte figurativo al barrio del Soho. Adquirió un gran local en la segunda planta de un elegante edificio en proceso de rehabilitación en Greene Street, una calle pequeña y empedrada que casi hacía esquina con Spring. Abrió la L &J Gallery con el firme propósito de ser solo socio de sí mismo. Al final, apenas le quedó el pequeño piso en el que vivía y el loft en la séptima planta de Water Street donde había instalado a Jerry.

Siguió andando a buen paso, calzado con sus Nike, hacia el portal de la casa.

Pasó ante un steakhouse, cerrado a aquella hora, y se miró en el reflejo de los escaparates; vio a un negro guapo, de unos cuarenta años, que vestía un chándal Ralph Lauren, un tío al que se le notaba que había tenido éxito. Dijo a su imagen la frase que con frecuencia le decía Jerry Kho: «Todo según los planes, LaFayette, todo según los planes…».

Pasó ante una verja medio oxidada, cerrada con cadena y candado. Del otro lado de la reja, en un patio al fondo del callejón, se entreveían unos coches maltrechos. Un cartel colgado entre el óxido invitaba a ponerles la correa a los perros.

Llegó ante el portal de Jerry, un edificio con adornos de piedra arenisca descolorida y con una escalera exterior de incendios, sobre la fachada. Buscó las llaves en el bolsillo y recordó que las había olvidado en el cuatro por cuatro. Pulsó el timbre, para asegurarse de que el idiota de Jerry le oyera, por si todavía estaba bajo los efectos de la droga.

Llamó dos veces, pero no obtuvo respuesta.

Estaba a punto de volver al coche, a por las llaves, cuando de la penumbra del zaguán emergió una figura que abrió la puerta. Era un hombre vestido con un chándal gris con la capucha puesta, que escondía su rostro y que llevaba gafas de sol.

Tenía la cabeza levemente inclinada hacia delante, y durante el breve encuentro se movió de modo que LaFayette no lograra verle la cara. Salió como si tuviera prisa, y se lo llevó por delante con cierta violencia, pero sin el menor indicio de querer disculparse. En cuanto salió por la puerta enderezó la cabeza y los hombros y echó a correr.

LaFayette lo siguió con la mirada mientras se alejaba. Notó que corría de un modo extraño, como si tuviera un problema en la pierna derecha y se viera obligado a medir el peso al apoyar el pie en el suelo.

«Loco de mierda.»

Ese fue el lapidario comentario de LaFayette Johnson contra todos los corredores, y ante aquel en particular, mientras entraba en el vestíbulo y pulsaba el botón del ascensor. La puerta se abrió de inmediato, lo que significaba que la cabina se hallaba en la planta baja. Probablemente la había utilizado el discutible atleta que acababa de salir. Deportista, sí, pero no hasta el punto de usar la escalera. O quizá el problema en la pierna le impedía bajar los escalones con agilidad…

LaFayette se encogió de hombros. Tenía muchas otras cosas en que pensar como para perder el tiempo con un vulgar y cojo aspirante a corredor de maratón. Por ejemplo Jerry, a quien debía abastecer y estimular para que trabajara a la mayor velocidad posible. Planeaba organizar una exposición en otoño y quería tener una amplia gama de opciones. Pocas cosas, pero muy representativas. Ya había organizado la visita de algunos de los coleccionistas a los que se consideraba creadores de opinión y había movido sus hilos para tener el apoyo de la prensa especializada, la que realmente contaba.

Había llegado el momento de dar el gran paso, el que le llevaría de Nueva York a todo el país y al resto del mundo. El ascensor se abrió con un crujido metálico en el rellano de la séptima planta, que ocupaba en su totalidad el apartamento de Jerry.

La puerta estaba entreabierta.

De pronto, y sin razón alguna, LaFayette Johnson sintió que un extraño sabor a óxido le llenaba la boca. Si existía un sexto sentido, probablemente se activó en aquel preciso instante.

Empujó la puerta, con la pintura descascarada, y entró en el loft en el que vivía y trabajaba Jerry. Le recibió el caos de costumbre, formado por botes de pintura, desorden y suciedad a partes iguales; aquel parecía ser el único ambiente en el que podía vivir su artista.

– ¿Jerry?

Silencio.

LaFayette avanzó lentamente en aquel delirio de telas, platos y latas de cerveza, restos de comida, libros y sábanas descoloridas por el exceso de uso y falta de lavado. A la izquierda, en diagonal con respecto a la puerta de entrada, había una estantería metálica en la que Jerry guardaba los botes de pintura y todo el material que usaba para realizar sus obras. Ante él, en el suelo, una tela blanca llena de huellas de color.

En el aire había un fuerte olor a pintura.

– Eh, Jerry, no debes dejar la puerta abierta. Sabes que si entrara un ladrón podría convertirse de pronto en propietario de un montón de obras maestras de arte contemp…

Mientras decía estas palabras superó el obstáculo que representaba la estantería. Lo que vio le hizo perder la palabra y cualquier resto de consideración por el body art.

Jerry Kho, completamente desnudo y cubierto de pintura roja seca, estaba sentado contra la pared, en una posición tan ridícula que solo la muerte podía transformarla en trágica. Tenía el pulgar de la mano derecha metido en la boca. La mano izquierda sostenía una manta junto a la cara, de tal modo que le cubría la oreja. Los ojos de Jerry, abiertos de par en par sobre la nada, parecían llenos de horror y estupor por el modo sarcástico en que alguien había colocado su cuerpo.

A su espalda, dibujado en la pared blanca con pintura azul en aerosol, a la altura de la cabeza del cadáver, había un globo con forma de nube, como los que suelen usarse en los cómics para indicar los pensamientos de los personajes. En el bocadillo, con la misma pintura, la misma mano había escrito un número:

El sabor que LaFayette tenía en la boca se convirtió en náusea y la náusea se convirtió en una garra de frío acero en el estomago. De pronto se dio cuenta de dos cosas. La primera, que su gallina jamás volvería a poner huevos de oro. La segunda, que tenía un serio problema. Y había un solo modo de salir del apuro. Aunque fuera una vez, debía actuar según las reglas.

Sacó el móvil del bolsillo del chándal y marcó nerviosamente el 911. Cuando la operadora respondió con voz cortés e impersonal, dijo que había habido un homicidio. Dio su nombre y la dirección y prometió que se quedaría allí, a la espera de la llegada de la policía.

Inmediatamente después, con la Panasonic, empezó a hacer fotos del cadáver, desde todos los ángulos. Sin duda habría más de un periódico dispuesto a pagar a precio de oro aquellas instantáneas, aunque no fueran de excelente calidad. Poco después entró en el cuarto de baño y echó al váter las píldoras que tenía en el bolsillo. Pulsó el botón que accionaba la descarga de la cisterna y, mientras el flujo de agua se las llevaba dibujando un pequeño remolino, LaFayette se preguntó de qué modo podría sacar de aquel tugurio todas las telas de Jerry Kho, otro estúpido artista maldito que en aquel momento, que en paz descansara, ya debía de haber empezado a pintar las paredes del infierno.

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