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Jerry Kho, completamente desnudo, se dejó caer de rodillas sobre la enorme tela blanca que había fijado al suelo con cinta adhesiva. Luego, tras un instante de meditación, semejante al de un artista de circo antes de su actuación, hundió las manos en el gran bote de pintura roja que sostenía entre las piernas y levantó los brazos hacia el techo, dejando que el color resbalara despacio hacia sus codos. Había en ese gesto la liturgia de un rito pagano, cuando la humanidad se esconde bajo el color de una pintura sacra, en busca de otra forma y de establecer contacto con un espíritu superior. Con el mismo movimiento fluido y cargado de misticismo, siguió untándose todo el cuerpo con el color; solo dejó libre la zona del pene, la boca y los ojos. Poco a poco abandonó su cuerpo de hombre para adquirir la apariencia de aquello que significaba el color rojo sangre y que él deseaba representar: una sola, única y enorme herida doliente, que segregaba humores de los que era imposible separarse sin negar su naturaleza humana.

Alzó los ojos hacia la mujer que se hallaba de pie ante él. También ella estaba completamente desnuda, pero su cuerpo estaba teñido de otro color, esa particular tonalidad de azul intenso que suele definirse como china blue.

Jerry levantó los brazos y juntó las manos con las de la mujer, que estaban extendidas. Las palmas de ambos se unieron con un ruido sofocado por el efecto ventosa del líquido contra el líquido, y los colores comenzaron a fundirse y a mezclarse. Despacio, la guió hasta hacer que se arrodillara frente a él. La mujer, cuyo nombre había olvidado por completo, tenía algo indefinible, tanto en la edad como en el aspecto físico. En condiciones normales, Jerry habría pensado que era casi repugnante, pero en ese momento la encontraba perfecta para la obra que se proponía realizar. Es más, su mente alterada por el efecto de las pastillas que había tomado aquella noche, consideraba que la repugnancia era un componente esencial. Mientras miraba aquellos pechos un poco caídos y marchitos, que ni siquiera la máscara de ese color encendido conseguía mejorar, su pene comenzó a hincharse. No por la desnudez de la mujer, sino por el efecto sexual que siempre ejercía en él la realización de sus obras. Se tendió lentamente sobre la blancura inmaculada de la tela. Su mente estaba poseída por la huella de color que su cuerpo trazaba sobre aquello que se convertiría en una pintura enorme, subdividida en paneles de dimensiones iguales.

Para Jerry Kho, el arte era sobre todo casualidad, un acontecimiento que el artista podía provocar y descubrir pero no crear. La creación pertenecía al azar o al caos. Y por tanto a las dos únicas cosas que procedían del azar y del caos y que volvían a él; uno con su componente natural y la otra artificial: el sexo y la droga.

Jerry Kho estaba completamente loco. O al menos, en su absoluto narcisismo, le encantaba creerlo. Con un gesto, invitó a la mujer a que se le acercara. La mujer cuyo nombre no recordaba se colocó sobre él apoyando las manos en sus costados, con los ojos entornados y la respiración jadeante. Jerry notó que sus cabellos sucios de pintura le rozaban el ombligo. Le agarró la cabeza y la guió hacia su miembro, ahora completamente erecto; su blancura resaltaba sobre el color de su cuerpo. Los labios de ella se abrieron y el hombre sintió que el calor viscoso y apasionado de la boca de la mujer le envolvía por completo.

Ahora los dos, a los ojos de Jerry, eran dos manchas superpuestas, de diferente intensidad, que se reflejaban en el gran espejo del techo. El ligero movimiento de la cabeza de la mujer se perdía en la perspectiva. Lo notaba, pero no lograba verlo. Experimentó una sensación de exaltación, debida a lo que estaba haciendo y a la considerable cantidad de pastillas que se había metido en el cuerpo. Abrió los brazos y apoyó las manos, con la palma abierta, sobre el plano blanco que se extendía bajo él. Cuando volvió a poner las manos sobre la cabeza de la mujer vio la huella de color que había dejado en la tela, lo que aumentó su excitación. El espejo y jugar con el reflejo eran trucos tan viejos como el mundo, de un tiempo en el cual se solía pensar que el patético movimiento de los pinceles sobre una tela era arte. Velázquez, Norman Rockwell y otros, todos protagonistas de un pasado que sabía a moho y descomposición.

¿Por qué perder el tiempo pintando un cuerpo en una tela cuando podía pintarse él solo? Y, yendo todavía más lejos, ¿por qué derrochar una tela cuando el propio cuerpo podía convertirse en una?

Vio en el espejo y sintió en la piel cómo las manos azules de la mujer sin nombre subían a lo largo de sus costados y dejaban en el cuerpo rojo dos rayas azules.

Vio y sintió la voz que le llegaba como un soplo a sus oídos a través del reflejo.

– Oh, Jerry, estoy tan…

– Chis…

Jerry la hizo callar apoyando un dedo sobre sus labios. Levantó la cabeza para mirarla. Su dedo había dejado una huella roja en la boca. Rojo sobre pintalabios. Sangre y vanidad. El derrumbe y la destrucción de todo mito contemporáneo.

Su voz fue un susurro en la luz difusa del loft, alterada por momentos por una hilera de pantallas televisivas sin audio, conectadas entre sí y programadas por un ordenador para que mostraran una secuencia de salvapantallas con diversas mezclas de colores aparentemente fortuitos y sin solución de continuidad. Solo de vez en cuando aquel delirio cromático se interrumpía con un fundido que reducía la imagen a fragmentos y la recomponía en otra, una reproducción fotográfica de catástrofes que habían marcado momentos horribles de la vida del planeta. Imágenes de millares de cuerpos que flotaban llevados por la corriente del río durante la limpieza étnica de los tutsi en los enfrentamientos con los hutu, o imágenes del Holocausto o el hongo atómico de Hiroshima que se alternaban con escenas explícitas de sexo en las más audaces variedades e interpretaciones.

– Silencio. No puedo hablar. No debo hablar…

Jerry se recostó; obligó a la mujer sin nombre a que se echara a su lado y le señaló las figuras de ambos en el espejo del techo.

– Ahora debo pensar. Ahora debo ver

De algún modo, Jerry notó cómo la emoción y la excitación de la mujer sin nombre la cubrían como un aura. Se volvió de repente, le abrió las piernas y la penetró casi en un solo movimiento. En el ímpetu de ese rudo gesto volcó el bote de color con que se había pintado, que había quedado en el suelo, junto a ellos. El rojo de la pintura se abrió como una estúpida boca sobre la blancura de la tela.

Desde su posición, boca arriba, la mujer vio cómo se extendía la mancha, como si de golpe se derramara toda la sangre que contenía su cuerpo. En ese momento se hizo enteramente partícipe del fin casi litúrgico de aquella unión. Su deseo se volvió furia y comenzó a gemir cada vez más fuerte, en perfecta sincronía con los violentos embates del hombre que tenía dentro. Iniciaron un frenético ballet horizontal que el color dibujaba sobre la tela como un graffiti, testimonio de un movimiento ancestral que tenía el doble propósito de satisfacer el deseo y de que esa satisfacción no llegara nunca.

Aunque la mujer sin nombre lo ignoraba, Jerry estaba convencido de la inutilidad de aquel patético rebotar de nalgas que alguien había comparado con el batir de alas de una mariposa sobre la seda. Tenía la certeza de que cualquier artista, por el simple hecho de serlo, llevaba dentro de sí el germen de su propia aniquilación, todo aquello que era al mismo tiempo némesis y bendición del arte.

Eran todos unos fracasados.

Por cada mujer sin nombre que se hubiera follado sobre una tela tendida en el suelo, por cada pincel con el que hubiera recorrido una superficie dispuesta a acogerlo, y por cada color mezclado o esparcido, habría siempre una obra anhelada que se esfumaba de la mente sin dejar rastro tras una fugaz aparición; el relámpago subliminal de una idea que pronto oscurecían las imágenes falsas y reales que la vida obligaba a observar con los ojos. El ser humano no podía existir en el círculo y en el cuadrado, porque ni el círculo ni el cuadrado existían, pero sobre todo no existía el ser humano…

Con un largo gemido sibilante la mujer sin nombre alcanzó el orgasmo e intentó en vano aferrarse a la tela tendida sobre el suelo. En la mente de Jerry los efectos de la droga y del sexo ya habían alcanzado ese grado justo de fusión que no le permitía resistir más. Se puso de pie y, masturbándose frenéticamente, derramó su semen sobre las huellas trazadas por los movimientos de ambos, como si quisiera, de algún modo antinatural y blasfemo, inseminar la tela o manifestarle su absoluta repulsión.

La mujer sin nombre entendió lo que estaba haciendo y saberse parte de esa creación la llevó a un nuevo orgasmo, todavía más intenso que el anterior, que la obligó a acurrucarse en posición fetal.

De pronto vacío de toda motivación, Jerry se dejó caer y se quedó acostado con la cara vuelta hacia los grandes ventanales que iluminaban la pared de la casa que daba al East River. Aunque estaban en la séptima planta, alcanzaba a entrever el reflejo de la luna llena en la sucia agua del río, que solo esa luz podía ennoblecer en parte. Volvió lentamente la cabeza y la encontró, un disco luminoso en el centro de la ventana del extremo izquierdo.

La noche anterior, la radio había anunciado que habría un eclipse y que podría verse desde aquella parte de la costa. En ese momento un sutil borde negro comenzó a roer el impasible círculo de la luna.

Jerry empezó a temblar de emoción.

Volvió a su mente aquel día que había sido fatídico para Estados Unidos, el 11 de septiembre de 2001, el día que en su país las pocas certezas se convirtieron en miedo. Después del impacto del primer avión, el ruido llegó hasta sus ventanas abiertas; un barullo de gritos y sirenas y ese inconfundible rumor generado por el pánico de gente que huye.

Salió al tejado de su casa, al final de Water Street, y contempló desde allí, sereno, el impacto del segundo avión y aquella obra maestra de destrucción de las torres gemelas. Lo consideró simple y perfecto en su catastrófica enormidad, un ejemplo de cómo la civilización solo podía salvarse tras su eliminación. Y si esto valía para la civilización, tanto más válido era para el arte, que representa la vanguardia más avanzada de la civilización en territorio enemigo. El hecho de que miles de personas hubieran muerto en el derrumbe no le conmovía demasiado. Todo tenía un precio y, según él, esos muertos no eran nada en comparación con lo que el mundo había ganado con el polvoriento estruendo de esa experiencia.

Aquel día decidió cambiar su nombre por el de Jerry Kho, un fácil juego de palabras con Jericó, la ciudad bíblica cuyos inexpugnables muros cayeron con el simple sonido de una trompeta. Decidió que haría caer los muros y que caería con ellos.

En cuanto a su verdadero nombre, prefería olvidarlo, como toda su vida anterior. En sus vivencias nada había que valiera la pena conservar, y menos aún su recuerdo. Si el arte era casualidad, su destrucción era tan programable como la destrucción de su propia vida.

Percibió un movimiento cerca. El cuerpo de la mujer sin nombre se arrastraba hacia él, entorpecido por la pintura que empezaba a secarse. Notó que una mano le tocaba el hombro y oyó la voz de ella, con el aliento todavía caliente de placer, junto a la oreja.

– Jerry, ha sido fant…

Jerry levantó los brazos y dio una palmada. El sensor apagó todas las luces y los dejó en una penumbra iluminada solo por la ambigua luz de las pantallas de televisión.

Apoyó una mano en el hombro de la mujer y la apartó de sí con un gesto brusco.

«Ahora no», pensó.

– Ahora no -dijo.

– Pero yo…

La voz de la mujer se perdió en un gemido indistinto cuando Jerry, con un nuevo empujón, la apartó aún más.

– Calla y no te muevas -le ordenó secamente.

La mujer sin nombre permaneció inmóvil y Jerry volvió a fijar la mirada en el circuló le la luna, del que la oscuridad ya se había apoderado hasta la mitad. No le importaba que lo que observaba tuviera una sencilla explicación científica. Solo era importante el sentido de lo que veía, solo contaban la alegoría y la mistificación.

Se quedó mirando el eclipse, sintiendo que se hundía en los efectos de la droga y el cansancio físico, hasta que la luna se convirtió en un disco negro ribeteado de luz y colgado en el cielo del infierno.

Entonces cerró los ojos y, mientras se deslizaba en el sueño, Jerry Kho deseó que no volviera nunca.

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