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Tras su arrebato de cólera, Chandelle Stuart quedó a solas con la nada.

Sus zapatos de Prada parecían los más indicados para emprenderla a patadas con los pedazos de un jarrón chino cuyo valor ignoraba por completo, como había ignorado el valor de la vida que sistemáticamente había arrojado por la borda. Pero en ese momento, la ironía necesaria para apreciar el sentido de ese gesto estaba muy lejos de su estado de ánimo.

Parecía que la ira hubiera multiplicado sus fuerzas. Cegada por la furia, se arrancó el vestido ligero que llevaba, y arrojó los jirones con violencia contra las paredes.

Se quedó solo con el sostén y unas bragas de encaje negro, además de las medias. Su cuerpo delgado y extremadamente pálido, aunque joven, mostraba la piel envejecida de quien lleva una vida fácil pero disoluta.

Empezó a andar por la casa, retorciéndose las manos.

Todo lo que lograba recordar, la única imagen que tenía ante sí, como proyectada sobre una pantalla, era la odiosa expresión de aquellos dos supuestos abogados.

Jason McIvory y Robert Orlik, dos malditos e inútiles hijoputas nacidos de la grandísima puta de su madre. Siempre los había odiado, desde el momento en que los vio a su lado en la lectura del testamento de su padre. Odió su sonrisa solapada cuando supieron por boca del notario que ella había sido casi desheredada. Negros y funestos como dos buitres, encaramados sobre sus sillas, con el pico curvo, a la espera de abalanzarse sobre la carroña todavía caliente de ese otro hijo de la gran puta que había sido su padre.

Todavía lo veía frente a ella, con su dinero y su patética simulación de la figura paterna, y su voz tranquila que se había visto obligada a soportar durante años, mientras él jodía con todas las furcias que se le cruzaban en el camino.

Maldito también él por toda la eternidad.

Chandelle alzó la cabeza hacia el techo, hacia una figura que flotaba en su recuerdo y que solo su inestable mente podía sentir como una verdadera presencia. Inició un diálogo a gritos con la nada, una función que, de haber sido una ficción, habría resultado la mejor interpretación de su vida.

– ¿Me oyes, Avedon Lee Stuart? ¿Me oyes, puñetero de mierda? Espero que puedas oírme desde el infierno al que te he mandado. Espero que sepas que fui yo quien te mandó a la tumba. Lo deseo con todas mis fuerzas. Lo deseo tanto que me mataría para poder decírtelo en persona. Pero no tendrás esa satisfacción. ¿Me oyes? Quémate tranquilamente en el infierno mientras puedas, porque cuando yo llegue te parecerá que estabas en el paraíso.

Perdida en ese histérico delirio, Chandelle se puso a saltar por el piso, mientras seguía desnudándose con frenesí hasta que se quedó solo con las bragas. Había llegado a su habitación que, como el resto de la casa, hablaba de dinero gastado a espuertas y de una vida disipada. La desnudez no la aplacó, ni la imagen reflejada en el gran espejo que se alzaba ante ella y que le mostraba a una mujer flaca, con unos senos pequeños y un poco marchitos, delgada casi hasta la anorexia y con el pubis completamente afeitado. Había una inocencia falsa y blasfema en su cuerpo desnudo, una fragilidad que desmentía su cara trastornada, con la mirada alterada y un hilo de saliva en las comisuras de la boca.

– Querías que estuviera a la altura de nuestra familia, ¿verdad? Me pedías que viviera… ¿cómo lo decías?

Estiró las piernas, apoyó las manos en los costados y levantó la pelvis. Trató de cambiar su voz estridente por una más profunda, y su cuerpo desnudo hizo un grotesco intento de imitar a una figura masculina.

– Ah, sí… Vivir según los principios en que se basa desde siempre la imagen pública de los Stuart.

Su voz volvió a llenarse de palabras ahogadas en una carcajada histérica.

– ¿Sabes qué he hecho yo, en cambio? Me he dejado follar por todos, todos los que he querido, todos los que se me ha antojado. ¿Me oyes, gran señor Stuart? Espero que esa mirada que me lanzaste antes de morir fuera porque sabías que fui yo quien te arrojó a ese lago de mierda en el que todavía estás nadando. Yo, tu hija, soy una puta. Yo, tu hija, soy quien te ha matado.

Este último grito de Chandelle se apagó como si la energía surgida de su crisis nerviosa se hubiera agotado de golpe. Se dejó caer de espaldas sobre la cama, con los brazos y las piernas abiertos, extenuada, aplacada, crucificada por su desesperación por aquella vida que la fortuna había desplegado delante de ella como un tapete rojo y que había resultado ser una trampa sin salida.

El contacto con la superficie del cubrecama de raso hizo que se estremeciera; sintió que los pezones se contraían con esa sensación de frescor que pronto se transformó en frío. Tendió una mano, cogió un borde de la colcha y se envolvió.

Lo que era un recuerdo de su vida pasada se convirtió en su única revancha contra el presente. Cerró los párpados y, en la oscuridad de sus ojos y su alma, empezaron a sucederse las imágenes de lo que ocho años atrás le había hecho su padre.

Tras morir su madre, Elisabeth, en un accidente de coche en los alrededores de la casa de montaña de la familia, a su padre no se le ocurrió otra cosa que sufrir una apoplejía. No por el dolor de la pérdida, sino porque entre los hierros retorcidos del coche se encontró, además del cadáver de la mujer, el de un joven profesor de esquí de Aspen, sentado en el asiento del conductor y con los pantalones bajados. Hasta un imbécil habría sabido que el coche se salió de la carretera porque en ese momento la pasajera estaba haciéndole una mamada al conductor. Y desde luego, el periodista que acudió al lugar del accidente no era imbécil. Escribió una nota que fue su fortuna y la causa del ataque que casi acabó con el último y desprevenido representante de la dinastía de los Stuart. El mundo de las finanzas, y no solo él, dio la espalda a Avedon Lee Stuart y a sus tan invocados principios que desde siempre habían sido la base de la imagen pública de su familia.

Lo internaron de urgencia y lo salvaron in extremis, aunque quedó casi completamente paralizado del lado derecho. Cuando los médicos creyeron que estaba fuera de peligro, Stuart decidió pasar el período de convalecencia en el piso de la familia, atendido por una multitud de enfermeras demasiado bien pagadas que se afanaban por atenderlo lo mejor posible.

Chandelle vivió la muerte de la madre con absoluta indiferencia, aunque en los funerales consiguió mostrar la expresión de circunstancias que corresponde a tan triste pérdida. La enfermedad del padre, reducido a una figura torcida, casi cubista, la llenó, en cambio, de asco y repulsión. Se encontraba en la casa con esa especie de hombre, tendido en una cama, alimentado con suero porque la boca fruncida de un lado le impedía ingerir cualquier cosa, con un perenne hilo de baba que le caía por un lado.

Nunca había querido a su padre, pero ahora ese ser en el que se había transformado le daba asco. Su repulsión y su mente perversa se aliaron para urdir un plan. Chandelle no tuvo el menor dilema moral. Pensó que era algo totalmente normal, la única solución para resolver sus problemas de una vez por todas. Tras unas pocas pero escogidas investigaciones, empezó a cuidar personalmente a quien en su interior definía con mofa como «el querido convaleciente».

Se transformó de repente en una hija devota y preocupada.

Con la excusa de atender personalmente a su padre, muchas veces reemplazaba a las enfermeras, mucho más interesadas en cobrar que en velar por él. Descubrió que había una vitamina que aumentaba considerablemente la coagulación de la sangre. Cada vez que se quedaba a solas con él, aprovechando los momentos en que se adormecía, inyectaba cantidades masivas de esta vitamina en la cánula del suero que le alimentaba.

Chandelle recordaba perfectamente la noche en que, después de la enésima dosis, su padre abrió los ojos y la vio de pie junto a la cama con la jeringa en la mano. Un instante después su mirada se perdió en el vacío del que ve que llega el final y solo puede aceptarlo para poner fin al miedo a la muerte.

Fascinada, Chandelle siguió las variaciones del diagrama que mostraban los latidos del corazón del enfermo en un monitor situado a un lado de la cama. Vio cómo disminuían progresivamente, hasta que finalmente comprobó con sus propios ojos que el corazón había dejado de latir.

Con la mirada de su padre todavía en los ojos, Chandelle salió de la gran habitación y cerró la puerta con delicadeza.

– Duerme -le susurró a la enfermera que estaba sentada fuera, con una revista en la mano.

La mujer confundió su sonrisa con la de una tierna hija; no sabía que era la de una persona que finalmente se siente libre.

También ahora, tendida sobre la cama, evocando aquella noche, sin darse cuenta apareció la misma sonrisa.

Los reproches y aquel recuerdo la habían tranquilizado. Se sentía agotada, con esa languidez que sabía cultivar y apagar a su antojo, según el capricho de su deseo y su constante busqueda de placer. De McIvory y Orlik, de sus odiosos rostros y de sus discursos llenos de frías cifras, no quedaba rastro ni recuerdo.

Aún envuelta con el cubrecama se volvió sobre un costado, hacia la mesita de noche. Cogió el teléfono y marcó un número.

Cuando oyó la voz que respondía no se preocupó siquiera de aclarar su nombre a la persona a la que había llamado.

– Hola, ¿Randall? Tengo ganas de divertirme un poco. Esta noche me vendría bien una experiencia algo picante. Un coche poco llamativo sería más adecuado. Hacia medianoche, digamos.

No esperó confirmación ni esperaba objeciones, que por otra parte eran impensables en la persona con la que acababa de hablar. Todos los meses le daba una buena suma de dinero y a veces, cuando le apetecía, algo más físico y personal…

Abrió un cajón que había bajo el teléfono. Metió una mano y movió los dedos hasta encontrar una bolsita, sujeta con cinta adhesiva a la parte superior del mueble.

Despegó cuidadosamente la cinta y extrajo un pequeño envoltorio de plástico lleno de polvo blanco. Lo abrió, metió los dedos y cogió una pizca. Lo acercó directamente a las fosas nasales y aspiró con fuerza, primero por una y después por la otra. Dejó la bolsita sobre la mesa, sin molestarse en volver a guardarla en su lugar. Sabía que esa noche la necesitaría, la necesitaría mucho…

Se relajó y sonrió atontada a un techo tan blanco como el polvo que acababa de inhalar.

Se quedó esperando la descarga de lascivia de la cocaína, tan parecida a un perfecto orgasmo. En ella la droga siempre tenía un efecto erótico, y pensando en la noche que le esperaba se sintió languidecer aún más.

Muy despacio metió una mano bajo el cubrecama. Abrió las piernas mientras deslizaba los dedos desde los senos hasta el ombligo y luego aún más abajo, hasta llegar a la hendidura.

Cuando la abrió con los dedos y la encontró húmeda, cerró los ojos, imaginó lo desconocido y se estremeció de placer.

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