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Jordan condujo a velocidad moderada la Ducati por la rampa de acceso que llevaba al puente de Brooklyn. Había poco tráfico a esa hora del día; no obstante, la moto aceptó seguir sin prisa a la fila de coches que recorrían ordenadamente esa tira de metal y asfalto suspendida en el vacío.

Por capricho de Dios, los seres humanos ya no podían abrir las aguas y ahora estaban obligados a construir puentes. Jordan lo cruzó como un símbolo, como un trayecto obligado para llegar a una orilla opuesta, cualquiera que fuera. A sus espaldas se alzaba el One Police Plaza. Poco antes, cuando pasó cerca del edificio, a su izquierda, no se dignó echar siquiera una mirada a la central de policía que durante años había sido su lugar de trabajo.

Del mismo modo dejó atrás el New York City Hall, esa imitación de la Casa Blanca a pequeña escala donde su hermano administraba y sufría el poder que la ciudad le había otorgado.

En aquel momento, justo debajo de él se extendía el pequeño cañón urbano de Water Street. Si hubiera vuelto la cabeza hacia la derecha habría visto el techo de la casa donde un joven llamado Gerald Marsalis había cambiado su vida por la nada, hasta el extremo de morir con un nombre que no era el suyo.

Y el hombre que había matado a Jerry Kho todavía estaba libre.

Jordan mantenía la vista fija delante de sí, imaginando el reflejo de la otra parte del puente sobre la visera de su casco. No lo hacía por indiferencia, sino solo porque no tenía necesidad de mirar aquellos lugares para saber que existían. En su memoria no faltaba nada. Sus recuerdos eran tan nítidos como si acabara de adquirirlos y todavía llevaran la etiqueta con el precio que le habían costado.

Hay personas que prefieren pagar las consecuencias de sus actos a tener que decir un no. Jordan Marsalis era una de ellas. Nunca se había preguntado si era un defecto o una virtud.

Simplemente era así.

Lo descubrió mucho tiempo atrás, cuando Ted Kochinscky, un amigo suyo, le pidió mil dólares prestados. Jordan los necesitaba como el aire que respiraba y también sabía que probablemente nunca se los devolvería. Sin embargo le dio el dinero, porque lo que habría sentido al decir no habría sido peor que la pérdida de los mil dólares.

Por eso, una noche, hacía tres años, ocupó el lugar de su hermano en aquel coche y asumió la culpa de un accidente en el que nada tenía que ver.

Después llegó la decepción y la amargura por el comportamiento de Christopher, pero incluso entonces Jordan confirmó la «regla Kochinscky»: no se trataba de una historia entre él y su hermano, sino de algo a lo que debería enfrentarse cada vez que se mirara en un espejo. Con ello pagó parte de una deuda que creía tener con su hermano, una deuda que contrajo por él Jakob Marsalis, su padre. Christopher creció rodeado de dinero y de desprecio por su padre; Jordan, rodeado de su amor. Por ese motivo sentía, quizá equivocadamente, que le debía algo. Mientras cada uno de ellos llevaba su vida en los distintos lugares que el azar y la vida les habían asignado, sabían la existencia del otro. Cuando se conocieron, sus caminos ya estaban trazados desde hacía tiempo. Lo único que los vinculaba eran los ojos azules y esa figura masculina que planeaba sobre ellos. Y que en el recuerdo cada uno veía con distintos ojos.

Nunca habían hablado a fondo de ello. Ambos sabían que omitirlo no significaba borrar su existencia. Sin embargo, por un acuerdo tácito, siempre lo dejaban pendiente, amenazándolos como una espada de Damocles, aunque sin saber sobre la cabeza de cuál pendía.

El mundo estaba lleno de gente que soñaba con volver al hogar. Jordan acababa de darse cuenta de que su viaje, el que creía haber aplazado, en realidad lo había iniciado hacía mucho tiempo. Su vida en Nueva York era solo una larga parada temporal, necesaria para saldar algunas cuentas antes de partir.

Y el corazón, este extraño corazón que por un arrecife ya sabe navegar…

Jordan volvió a pensar en los evocadores versos de esa canción. Connor Slave lo había comprendido; un hombre que, al contrario que Jerry Kho, se había enfrentado a la montaña por la ladera más difícil de escalar, no porque fuera la única sino porque creía que debía hacerlo por aquella.

Delante de Jordan un Volvo frenó bruscamente y el conductor se asomó por la ventanilla para insultar al del coche que le precedía. Giró hábilmente la moto hacia la izquierda y superó ese momento de estancamiento tanto en el tráfico como en sus pensamientos.

Bajó del puente, cogió Adams Street y siguió hasta pasar el cruce con Fulton, dejando a su izquierda Brooklyn Heights, un barrio nuevo para ricos, lleno de casas viejas perfectamente restauradas y con una increíble vista sobre Manhattan.

Pasó Boerum Place y siguió hacia el sur hasta llegar a la zona donde vivía James Burroni, el detective que colaboraba con él en la investigación del caso Marsalis, como ya lo llamaban los medios.

Le había telefoneado después de la enésima conversación con Christopher, en Gracie Mansion. Jordan siempre había pensado que los políticos vivían en un mundo aparte, privado y blindado y en el cual, pese a todas sus declaraciones, las necesidades de la gente no lograban influir en el principal objetivo de su trabajo: seguir siendo políticos.

Ahora, tras hablar con su hermano, se preguntaba por primera vez si realmente era un buen alcalde o si simplemente había sido el más hábil para lograrlo.

Desde el momento en que vio el cadáver de su hijo sentado grotescamente en el suelo del loft donde vivía, Christopher parecía una fiera enjaulada. Jordan no sabía si ello se debía a la desesperación de un padre o a la sensación de impotencia que estaba dando como primer ciudadano de Nueva York.

En todo caso, al cabo de quince días, las frenéticas investigaciones en torno a la muerte de Gerald llegaron a un punto muerto. Analizaron minuciosamente toda su vida y sacaron a la luz todo tipo de cosas, pero no hallaron ninguna pista útil. Los periódicos y los canales de televisión se lanzaron con avidez sobre cada novedad que aparecía. Incluso desenterraron la vieja historia del accidente automovilístico del pariente de Jerry Kho, el peintre maudit.

Después, cuando ya no hubo más noticias, simplemente las inventaron.

Por suerte lograron taparle la boca a LaFayette Johnson que, gracias a la imprevista popularidad de la que gozaba podía haber hecho mucho daño. Christopher consiguió convencerlo de que no hablara con los medios, con el único incentivo que le interesaba: el dinero. Gracias a esto y a las consecuencias que podía sufrir quien cometiera alguna indiscreción, no hubo ninguna filtración de información y todo quedó en meras conjeturas.

Lamentablemente, también para ellos.

Jordan aparcó la moto frente a la casa de Burroni, la primera de una fila de chalets con jardín que flanqueaban una calle sin salida en una zona popular. Apagó el motor de la Ducati y se quedó un instante mirando la construcción desde el otro lado de la calle. Se quedó sorprendido de lo que veía. Se había hecho otra idea, no de algo mejor, pero sí distinto.

Frente a la casa se veía un Cherokee blanco, de un modelo bastante antiguo. En ese momento se abrió la puerta y salió una mujer que llevaba de la mano a un niño de unos diez años. Era rubia, alta, con un rostro que aunque no era hermoso era expresivo y dulce. El niño era la copia exacta de Burroni, tanto que Jordan pensó que si tuviera que pedir una prueba de ADN el médico pensaría que era una broma.

Sin embargo, al cabo de un instante lamentó la ligereza de su pensamiento. El niño llevaba en la pierna derecha una férula metálica y cojeaba ligeramente mientras hablaba entusiasmado con su madre. Burroni salió detrás de ellos llevando dos maletas.

Alzó la cabeza y vio al hombre con el casco, sentado en la moto, al otro lado de la calle. Se detuvo un instante en medio del jardín. Jordan vio que le había reconocido. Mientras, la mujer y el niño habían llegado al coche y habían abierto la puerta posterior.

Burroni guardó las dos maletas en el maletero. Jordan esperó a que se despidiera de la mujer y se agachara para colocar en la cabeza del niño una gorra de béisbol. Oyó que le decía: «Hasta pronto, campeón»; mientras lo abrazaba vio que miraba hacia él.

Madre e hijo partieron en el coche y el niño se asomó por la ventanilla para saludar una última vez a su padre, que estaba de pie sobre la hierba del jardín. Jordan siguió el coche con la vista hasta el cruce. Cuando vio que se encendían los intermitentes para coger la curva de la derecha, aparcó la moto, se quitó el casco y cruzó la calle.

Mientras se acercaba al detective James Burroni, vio incomodidad en su cara, y Jordan la sintió a su vez. Pensó que le había sorprendido en un momento privado de debilidad y que con su presencia lo obligaba a compartirlo.

– Hola, Jordan. ¿Qué necesitas?

La actitud era circunspecta; el tono de voz no era brusco pero tampoco cordial. Pese a todo, Burroni no solía llamarle Jordan. Su relación no había mejorado ni empeorado en el curso de la investigación; sencillamente no podía definirse como una relación. Para ambos seguía siendo una situación temporal e impuesta.

Jordan decidió que, como había arrojado la primera piedra, podía también dar el primer paso.

– Hola, James. Quería hablarte. A solas y en privado. ¿Tienes un momento?

El detective hizo una seña hacia donde había partido el Cherokee.

– Mi mujer y mi hijo se han ido de vacaciones a casa de mi cuñada, en la costa, hacia Port Chester. Tengo quince días.

Jordan meneó la cabeza.

– Temo que no tenemos tanto… quince días. Ni tú ni yo.

– ¿Tan mal están las cosas?

– Pues sí.

En ese momento, Burroni pareció darse cuenta de que todavía estaban en medio del jardín.

– ¿Te apetece entrar y tomar algo?

Sin esperar respuesta, se volvió y se dirigió hacia la casa. Una vez dentro, echó una mirada a su alrededor. Era la típica casa de un norteamericano de clase media. Debía de saludar a los vecinos al ir y volver del trabajo; probablemente tendría una piscina inflable en el patio de atrás y seguramente los domingos hacían una barbacoa.

La tranquilidad, si no la felicidad.

Sobre un mueble bajo, junto a la puerta, había una foto de Burroni con su hijo. El niño blandía hacia el objetivo un bate de béisbol. Jordan pensó que a veces bastaban los hierros de una férula metálica para aprisionar a alguien.

«Hasta pronto, campeón.»

Burroni vio la dirección de su mirada. Jordan preferiría no haber oído esa sutil grieta en su voz.

– Mi hijo está loco por el béisbol.

– ¿Los Yankees?

– ¿Quiénes, si no?

El dueño de casa señaló un sofá de la sala.

– Siéntate. ¿Qué te apetece beber?

– Una Coca estará bien.

– De acuerdo.

Se marchó y volvió poco después con una bandeja, dos latas de Diet Coke y dos vasos. La dejó sobre la mesita, frente a Jordan, y se sentó en un sillón de piel situado a su izquierda, un poco gastado pero que parecía cómodo.

– Dime.

– ¿Hay novedades? -preguntó Jordan.

El detective meneó la cabeza mientras abría su lata.

– Nada. He intentado incluso con nuestros informadores, esos que frecuentan los ambientes intelectuales por los que se movía tu sobrino. Pero nada. Un montón de…

Hizo una pausa para beber y pensar lo que iba a decir. Jordan lo sacó del apuro.

– Ya. Lo imagino. Un montón de basura bajo la alfombra, pero nada que pueda sernos útil.

– Exacto. Los resultados de la autopsia ya los conoces. Y los de la Científica siguen sin ofrecer nada nuevo. Ya sabes cómo funciona. Muchos rastros pero ninguna pista.

También Jordan se vio obligado a reconocer su fracaso.

– Yo tampoco he logrado mucho. He hecho todo tipo de investigaciones y conjeturas sobre Snoopy, he tratado de descubrir qué relación puede haber entre mi sobrino, Linus y la mujer que el mensaje que encontramos en la pared señala como Lucy. Pero no he averiguado absolutamente nada. Además me estoy preguntando cuándo descubrirán los periodistas lo que milagrosamente hasta ahora hemos logrado mantener en secreto. Incluida mi participación en esta historia.

– ¿Y el alcalde qué dice?

– No puede decir nada, porque ha sido él quien ha querido que me ocupe yo, aunque sea extraoficialmente. Pero creo que está sometido a muchas presiones. Aparte de los sentimientos personales, su posición no es envidiable. La pregunta es evidente: ¿cómo puede defender a nuestros hijos si no ha sido capaz de defender al suyo? La política es una mierda, James.

– Siempre lo he pensado. Por eso todavía estoy en esto, en vez de trabajar detrás de un escritorio en una oficina.

Esta vez fue Jordan quien tomó un sorbo de su bebida mientras buscaba la mejor manera de decir lo que tenía que decir. Aquel no era el motivo principal por el que había ido allí, pero ahora había pasado a serlo.

– Hay algo que quisiera decirte, James. En lo que respecta a esta situación y a tu participación en ella, quiero que sepas que me encargaré de que lo que te han prometido se cumpla, sea cual sea el resultado de la investigación.

Burroni guardó silencio. Miraba su lata como si en ella estuvieran escritas las palabras que iba a decir.

– Lo que te dije la otra noche en el restaurante de debajo de tu casa, yo…

– No te preocupes. Tampoco yo me quedé corto. Ocurre de vez en cuando. Uno dice cosas de las que después se arrepiente.

La mirada de Burroni se detuvo una fracción de segundo en la foto de su hijo, listo para recibir una pelota que jamás le arrojarían. Fue un instante, pero Jordan lo vio.

«Hasta pronto, campeón.»

– ¿Sabes? A veces la vida no es tan fácil como parece -dijo Burroni.

– Te he dicho que no hay problema. No tienes por qué darme explicaciones.

Se miraron. Cuando Burroni habló, lo hizo como un hombre que entendía a otro que a su vez lo había comprendido.

– Debe de haber sido duro para ti, Jordan.

Jordan se encogió de hombros.

– Es duro para todos.

Cogió el casco del sofá y se levantó. Burroni lo imitó. Era más bajo que Jordan, aunque más robusto; sin embargo, en su casa, sin la eterna gorra en la cabeza, parecía extrañamente vulnerable y frágil.

– Ya nos veremos, James.

– Sí, supongo que sí -respondió, lacónico, el detective.

Pese a sus palabras, Jordan notó, por la voz, que no lo decía a la defensiva.

Poco después, mientras ponía la moto en marcha y miraba a través de la visera la figura de James Burroni de pie ante la puerta de su casa, se dijo que tal vez había hecho bien en ir a verlo.

Lo que acababa de decirle era cierto.

Había sido duro. Era duro para todos. Para Burroni, para Christopher, para él.

Pero si no se esforzaban, lo sería aún más para una mujer que tenía una cara y un nombre que ellos desconocían pero que en aquel momento era un blanco en los pensamientos de alguien que la llamaba Lucy.

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