Jordan salió del restaurante, cruzó la calle y se dirigió hacia su casa. Debido a una rehabilitación que se estaba realizando alrededor del edificio contiguo al suyo habían montado un andamio. Las telas de protección creaban una zona de sombra que envolvía la entrada amenazadoramente. Cambió de mano el casco para buscar las llaves en el bolsillo. En ese momento oyó a su espalda una música muy fuerte que se aproximaba.
Sin un motivo preciso, Jordan intuyó que esa música significaba dificultades. Se volvió y la intuición se convirtió en certeza. Vio un flamante Mercedes oscuro que estaba aparcando frente a él, en ese lado de la calle. Por la ventanilla abierta salía a todo volumen el retumbo electrónico de un tema techno. Las puertas se abrieron y bajaron dos negros que avanzaron hacia él con un andar indolente y cargado de amenaza. Los dos llevaban ropa deportiva de colores llamativos y zapatillas de jogging. Uno llevaba un gorro de lana de rapero, y el otro, un pañuelo negro. Jordan pensó que eran dos perfectos representantes de cierta juventud de color.
A uno de los dos, el del gorro, no le había visto nunca. Al otro le reconoció de inmediato. Jordan no recordaba el nombre pero todos lo conocían por el apodo de Lord. Un tiempo atrás le mandó a la cárcel por posesión y venta de heroína. Durante el arresto se resistió e hirió a dos agentes.
– Hola, Lord. ¿Cómo es que te han dejado salir?
– Me he portado bien. Me rebajaron seis meses por buena conducta, teniente.
– Ya no soy teniente, Lord. Y me gustaría no tener que repetirlo, por hoy.
– Ah, sí, ya lo sé, teniente. Te echaron a patadas. Y ahora eres un ciudadano cualquiera. Exactamente como nosotros, ¿verdad, Hardy?
El silencioso Hardy no dio respuesta ni verbal ni gestual, aunque Lord no la necesitaba. En ese momento le bastaba con sentirse respaldado.
– ¿Sabes qué son tres años encerrado en la cárcel? ¿Alguna vez has estado ahí?
No dio a Jordan la oportunidad de responder; por otra parte no le interesaba. Solo quería continuar con su actuación. Se volvió hacia su amigo con el tono sarcástico del que comparte con un compañero un chisme embarazoso.
– Ah, lo olvidaba. Qué estúpidos somos. El teniente Marsalis no va a prisión, ni siquiera cuando deja seco a un pobre tío mientras conduce borracho como una cuba. Al señor hermano del alcalde le dan, como mucho, una reprimenda y después queda libre de andar por allí para mandar a más gente al otro barrio.
– No te vayas por las ramas, Lord. ¿Qué quieres?
Era una pregunta ociosa, con la que solo pretendía ganar tiempo. Jordan sabía la respuesta. Miró a su alrededor mientras cogía fuertemente el casco para usarlo como arma.
Lord dio un paso atrás y con un movimiento rápido abrió la cremallera de la chaqueta del chándal. Se la quitó y se quedó en camiseta. La dejó caer y levantó los brazos en alto, tensando los bíceps y los músculos del tórax en una pose de culturista.
– ¿Ves esto, teniente? Los conseguí rompiéndome el culo cuatro horas al día, durante los mil y pico días que pasé en la cárcel. ¿Y sabes qué pensaba mientras levantaba pesas?
– No. Sorpréndeme.
– Pensaba en el momento en que me encontraría contigo sin que tuvieras la protección de una placa de la policía.
Jordan vio unas sombras que se recortaban en el recuadro que dibujaba en el asfalto la luz que entraba a través del cristal de la puerta, a su espalda. No tuvo tiempo de volverse. La puerta se abrió y del zaguán salieron dos sujetos, que le empujaron por detrás y le inmovilizaron los brazos a la espalda. Oyó el ruido del casco que se le caía de la mano y rodaba por el asfalto.
Lord se acercó despacio.
– Pensaba en este momento.
Cuando ingresó en la policía, Jordan sabía que a veces un representante de la ley debía enfrentarse a momentos difíciles. Ahora la ironía de la vida lo ponía en una de esas situaciones cuando ya no era policía. Apoyándose en los hombres que lo tenían cogido por detrás, arqueó la pelvis y golpeó con los pies la cara de Lord. Oyó con claridad el sonido seco del cartílago de la nariz al romperse, y lo vio desaparecer de su campo visual. Mientras él trataba de liberarse de las manos que lo inmovilizaban, el silencioso Hardy cobró vida de pronto. Se colocó en la clásica postura de en guardia de boxeo y le asestó un puñetazo en el plexo solar. Jordan sintió que le salía por la boca la regurgitación ácida de la comida y poco después vio, como en cámara lenta, que el veloz puño de Hardy se dirigía hacia su cara. Cuando le pegó, antes incluso de sentir el dolor, sus ojos vieron un relámpago cegador de luz amarilla. El golpe lo empujó hacia atrás, y el apretón de los dos que lo sujetaban hizo de palanca. Al dolor de la cara respondió casi de inmediato el dolor del hombro derecho, que se le había dislocado.
Lord, mientras tanto, se había levantado y se acercaba, amenazador y sibilante; la sangre que bajaba por la nariz rota teñía de rojo sus dientes.
– Cabrón hijo de la gran puta, ahora te…
No llegó a decir qué se proponía hacer. Al otro lado de la calle, un poco más allá de la esquina, un coche de la policía se había detenido ante el restaurante y un agente se disponía a entrar en el local. Jordan oyó una voz alarmada a sus espaldas.
– Eh, ahí vienen los maderos. Mejor que nos larguemos.
Lord se acercó tanto que sus palabras llenas de rabia salpicaron de saliva y sangre su cara.
– Por ahora lo dejaremos. Pero esto no termina aquí, cabrón de mierda.
Le asestó un revés que movió hacia arriba la cabeza de Jordan, como si sintiera curiosidad por seguir con la mirada la mano que le había pegado. Notó que los de atrás aflojaban el apretón y cayó de rodillas, mientras los cuatro volvían velozmente al coche y desaparecían entre el golpear de puertas, el ruido de motores y el chirriar de neumáticos sobre el asfalto.
Notaba un zumbido en los oídos, por el golpe, y un dolor agudo en el hombro. Vio manchas de sangre en la piedra de los escalones; era suya. Se puso en pie y fue a coger el casco, con la mano izquierda. Luego entró en el vestíbulo y se acercó a una columna. Se colocó contra la pared y buscó un lugar de apoyo donde hacer palanca. Aspiró hondo y dio un golpe seco; ahogó un gemido de dolor cuando la articulación del hombro volvió a su lugar. Vio que unas gotas de sangre le caían en el pecho, ensuciándole la cazadora y la camisa. Sacó un pañuelo de papel y se taponó las fosas nasales. Llamó el ascensor y subió, intentando no ver su imagen maltrecha en el espejo.
Llegó ante la puerta, entró y encendió la luz. Vio que le esperaba su vieja casa y, sentada en el sofá, su vieja vida. Dejó el casco y fue al cuarto de baño. Vio una línea de luz que se filtraba por debajo de la puerta. Quizá se la había dejado encendida aquella mañana. En este momento tenía otras cosas en que pensar, más allá de sus pequeños despistes.
Empujó la puerta y a la luz ambarina del cuarto de baño se encontró ante una mujer completamente desnuda. Era la mujer más hermosa que había visto en su vida.
Estaba de espaldas y se reflejaba en el espejo que tenía enfrente. Se estaba frotando el pelo con una toalla; cuando lo vio entrar se quedó inmóvil. No tuvo ninguna reacción, ni de sorpresa ni de miedo, y tampoco hizo el menor intento de cubrirse.
– ¿Debo considerar un peligro su presencia en mi cuarto de baño?
Su voz era dulce y tranquila; Jordan se quedó sin palabras. Esa aparición imprevista, pero sobre todo esa belleza intemporal, lo habían dejado totalmente indefenso. Lo único que podía hacer era seguir allí, de pie en el umbral, viendo a esas dos figuras que se reflejaban en el espejo, mientras apretaba contra su nariz un absurdo pañuelo manchado de sangre.
– No, perdone, yo…
– Entonces, ¿le molestaría cerrar la puerta y esperar fuera mientras me visto?
Jordan cerró la puerta con delicadeza; se sentía como un crío al que han sorprendido espiando por el ojo de la cerradura. Se refugió en el baño de la habitación de huéspedes. Encendió la luz y esta vez se encontró solo ante el implacable espejo. Observó su cara y confirmó que Lord y Hardy habían hecho un buen trabajo. El ojo se estaba hinchando, y la boca y la nariz estaban manchadas de sangre coagulada. Abrió el grifo y se lavó, disfrutando del placer del contacto del agua fría con el rostro tumefacto.
Se quitó la camisa y se secó con la parte limpia. Mientras iba por el pasillo para volver a la sala, oyó que del interior del otro baño llegaba el zumbido apagado de un secador de pelo. Jordan abrió el armario empotrado donde por la mañana había dejado su bolsa de viaje. La cogió y sacó una camisa limpia. Mientras se cambiaba, no lograba dejar de pensar en la mujer que acababa de ver en el cuarto de baño. Por mucho que buscara en su memoria y en sus experiencias, no conseguía encontrar a una mujer que pudiera, ni siquiera de lejos, compararse a aquella fascinante criatura. Cogió su bolsa y fue a dejarla en el sofá, al lado del casco.
Cuando apareció, ella llevaba un albornoz de microfibra azul. El pelo oscuro, todavía húmedo, destacaba el rostro, que era de una belleza tan peculiar que escapaba a cualquier canon. Los ojos grandes y líquidos que lo miraban eran de una increíble tonalidad entre avellana y dorado. Jordan pensó que el oro, para ser verdaderamente precioso, debería tener ese color.
– Bien, ¿puedo saber a qué debo el honor de su presencia?
– Vivo aquí.
– Qué extraño. Creía que acababa de alquilarlo. Quizá se me ha pasado por alto algún detalle.
Jordan volvió a experimentar la sensación de incomodidad que poco antes había sentido en el cuarto de baño.
– Creo que me he expresado mal. Yo vivía en este piso.
– ¿Usted es Jordan Marsalis?
– Sí. Y supongo que usted es la señora Guerrero…
– No exactamente, aunque esa definición me atañe en cierto modo. Me llamo Lysa.
Jordan le estrechó la mano que ella le tendía. Era tibia y suave. Le llegó un delicado aroma a vainilla que intensificó la agradable sensación táctil.
– Me habían dicho que llegaría usted dentro de tres días.
– Sí, así era en un principio, pero decidí adelantar el viaje porque en la agencia me avisaron que usted se iba hoy.
– Así debería haber sido, pero…
Jordan hizo con la mano un gesto que expresaba de manera concluyente la impotencia de un hombre contra lo imponderable.
– Como ve, los planes se hacen para cambiarlos. Le pido disculpas por haberla asustado. Me siento muy incómodo.
– ¿Siempre pierde sangre por la nariz cuando se siente incómodo?
Jordan se llevó una mano a la cara y la retiró manchada de rojo. La herida volvía a sangrar. Se dirigió hacia la cocina, buscando con la mirada algo con que detener la hemorragia.
– Disculpe. Hoy he tenido un mal día.
– No quisiera parecerle presuntuosa, pero ya me había dado cuenta. Siéntese en el sofá. Enseguida vuelvo.
Lo dejó solo; cuando volvió sostenía en la mano un neceser que tenía todo el aspecto de ser un botiquín de primeros auxilios. Lo apoyó en el sofá, junto a Jordan, y sacó algodón de un color amarillento.
– No se preocupe. Entre otras muchas cosas que he hecho en mi vida, también he sido enfermera. En todo caso, no creo que pueda empeorarlo.
Se colocó frente a él. De nuevo olió su perfume, que sabía a vainilla y a buenos pensamientos. Le palpó con delicadeza la nariz y el ojo; después le puso una mano bajo el mentón y le levantó la cabeza.
– A ver, eche la cabeza hacia atrás. Esto le arderá.
El perfume de Lysa desapareció bajo un olor penetrante y un ligero ardor cuando aplicó el hemostático. Poco después retrocedió unos pasos y le echó una mirada profesional.
– Muy bien, ya ha dejado de sangrar. Por si le interesa, la nariz no está rota. Sería un pecado, porque es una bonita nariz. Esta parte de la cara se le pondrá morada, pero no desentonará con el azul de sus ojos.
Jordan sintió que la mirada de Lysa penetraba hasta ese lugar secreto donde los hombres esconden las lágrimas.
– Tiene usted el aspecto de un hombre que ha tenido algo más que un simple mal día.
– Mucho más, creo. Hoy han asesinado a una persona a la que conocía.
– Hace un rato he visto en la televisión un noticiario en el que hablaban de la muerte de Gerald Marsalis, el hijo del alcalde. ¿Era pariente suyo?
«Gerald es historia. Es un nombre que ya no me pertenece.»
– Era mi sobrino. Christopher Marsalis es mi hermano.
Jordan no conseguía entender cómo aquella mujer había logrado extraer cosas de su interior de forma tan natural.
– Lo lamento mucho.
– Era un chico difícil, que llevaba una vida igualmente difícil. No es casual que haya tenido ese final.
Lysa se dio cuenta de que detrás de aquellas cínicas palabras se escondía mucho más, de modo que no preguntó nada. Jordan se puso de pie y cogió la bolsa y el casco.
– Bien, creo que ya la he importunado demasiado. Buenas noches, y discúlpeme otra vez.
Se dirigió hacia la puerta pero la voz cálida y sosegada de Lysa lo detuvo.
– Escuche, lamento que se vaya en este estado. Si quiere puede quedarse aquí esta noche. Ya conoce el piso. Hay dos dormitorios y dos cuartos de baño, así que no nos molestaremos. Ya decidirá mañana qué hacer.
– ¿Su marido no se lo tomará a mal si me quedo a dormir aquí?
Jordan siempre miraba a la gente a los ojos. Podía saber cuándo una persona mentía o decía la verdad, cuándo estaba dispuesta a mostrar su estado de ánimo o trataba de ocultarlo. Sin embargo, no logró dar un nombre a lo que veía ahora en los de Lysa.
– Teniendo en cuenta que me ha visto casi desnuda, creo que una visión completa podría servir para aclarar definitivamente cualquier equívoco entre nosotros.
Lysa se abrió el albornoz y esta vez se le mostró entera. El tiempo era como un pedazo de plástico transparente. Jordan tuvo la impresión de que si Lysa hubiera dejado caer al suelo el albornoz, este habría quedado suspendido en el aire, como por arte de magia, junto con su aliento. Ese momento terminó con la descortesía que solo el tiempo puede tener. Un instante, y Lysa volvió a desaparecer dentro de los pliegues de aquella prenda. Su voz reflejaba la misma expresión de desafío que había en su rostro.
– Como ha podido comprobar personalmente, soy al mismo tiempo la señora y el señor Guerrero.
Jordan buscó con frenesí las palabras adecuadas para aquella situación. Lysa pareció leerle el pensamiento.
– No hace falta que diga nada. Cualquier cosa que pueda decir ya la he oído por lo menos cien veces.
Lysa se ató el cinturón del albornoz y con un simple y ligero nudo hizo pedazos ese momento de debilidad. Se inclinó para coger del neceser un frasco de píldoras y se apoyó en el mostrador de granito de la cocina.
– Buenas noches, Jordan. Si siente dolor, tome un par de estas píldoras.
Sin decir más, desapareció por el pasillo hacia los dormitorios. Jordan se quedó solo y la sala donde habían estado ambos volvió a ser una simple habitación. Se acercó a la ventana, y del otro lado de los cristales encontró lo que había habido siempre. La noche, las luces, los coches y esa pulsación casi sobrenatural de humeantes alcantarillas.
Y, mezclado con todo eso, la gente que se hallaba en la ciudad o que llegaba a ella en busca de algo, sin saber que no estaba allí, que no estaba en ninguna otra parte. Simplemente, que había más lugares donde buscar.
En el fondo, lo que todos perseguían no era más que una ilusión.
En la planta de abajo, un estéreo a todo volumen hizo que entrara por la ventana abierta una canción llena de añoranza. A Jordan le pareció una perfecta banda sonora para aquel momento. Mientras escuchaba con renovado interés el sentido de las palabras, se preguntó cuántas veces habría mirado Lysa el mar sintiéndose morir por dentro por algo que le había sido negado.
Ahora, tan solo ahora
que mi mirada abraza el mar,
hago añicos el silencio
que me prohíbe imaginar
filas de mástiles erguidos y miles, miles de nudos marineros,
y huellas de serpientes frías e indolentes
con su lento andar antinatural,
y líneas en la luna, que en la palma cada una
es un lugar para olvidar;
y el corazón, este extraño corazón
que por un arrecife ya sabe navegar.