10

Ahora, tan solo ahora que mi mirada envuelve el mar,

comprendo al que ha buscado a las sirenas,

al que ha podido su canto amar,

dulce en la cabeza como un día

de festejo con dátiles y miel,

y fuerte como el viento que tórnase tormento

y el corazón quebranta al hombre y el bajel,

y entonces ya no hay anhelo o gloria

que puédase beber ni masticar,

ni piedra de molino de viento

que esa roca en el alma pueda triturar.


El brazo desnudo de un hombre salió de debajo de la manta y se estiró sobre la cama como una serpiente en una rama. La mano alcanzó el tablero empotrado en la pared, donde estaba el mando del estéreo y del televisor. Con una ligera presión del dedo sobre el botón interrumpió el camino de la música hacia la ventana abierta. El melancólico sonido de antaño del acordeón y de las cuerdas se detuvo apenas un instante antes de alcanzar los tejados de Roma.

La cabeza despeinada de Maureen Martini surgió enfurruñada de entre las sábanas.

– No, déjame escucharla una vez más.

Connor Slave respondió sin asomar la cabeza de debajo de las mantas. A pesar de que estas ahogaban el sonido, su protesta sonó divertida y Maureen la recibió con infantil satisfacción.

– Amor, ¿tienes idea de cuántas veces has escuchado esta canción?

– Siempre una menos de las que quiero.

– No seas egoísta. Y sobre todo no hagas que me arrepienta de haberla escrito. Piensa cuántas veces la he escuchado…

Al fin emergió la cabellera rizada de Connor, que bostezó y se frotó los ojos exagerando adrede un movimiento que le hacía parecer un gato. Aunque era músico, poseía una gestualidad instintiva y tan sugerente que sobre el escenario le permitía aumentar la intensidad de sus interpretaciones. Por el contrario, en la vida privada a veces era un auténtico payaso. Para su sorpresa, Maureen había descubierto poco a poco la cara más alegre de ese misterioso hombre que era Connor Slave; lograba hacerla reír hasta las lágrimas cuando imitaba a un gato que se lamía el pelo.

– ¡Vamos, hazlo!

– No.

– Vamos, te lo ruego, solo un momento.

– No. Si lo hago me meteré demasiado en el papel y tendré que salir a dar una vuelta por los tejados.

Maureen sacudió la cabeza y fingió estar enfadada mientras él se levantaba de la cama y, completamente desnudo, iba a asomarse a la ventana. La joven admiró su cuerpo delgado y bien formado, un cuerpo que podría ser el de un bailarín o el de un deportista. Desde la cama vio cómo se convertía en una silueta oscura dibujada a contraluz y cómo se movían sus cabellos mientras desentumecía con gesto perezoso los músculos del cuello. La muchacha pensó que eso era en realidad Connor Slave: la personificación de una sombra. Pertenecía a ese tipo de personas que no es posible medir con la imprecisión y la subjetividad de los cánones estéticos. Formaba un todo que ejercía una fascinación que nada tenía que ver con los rasgos físicos o con los movimientos, el color y la forma del cabello.

Maureen bajó de la cama y, también desnuda, fue a abrazarle por detrás. Aspiró su perfume, que sabía a música, a hombre y a ellos dos; mientras lo hacía su olor se mezcló con el aire de aquella primavera romana tan orgullosa de sí misma. En ese momento Maureen era feliz y no pensaba en nada.

Apoyó la cabeza contra el hombro de él y se quedó admirando aquel pequeño milagro que formaban su propia piel contra la de él. Le gustaba imaginar que alguien, quizá un alquimista genial y perverso, había hecho sus epidermis con los elementos adecuados para que se compenetraran; después había esperado pacientemente que se encontraran y confirmaran el éxito de su obra. Su sonrisa triunfal se había convertido en la sonrisa de ellos. Entre ella y Cooper había palabras, respeto y admiración y a veces cierto pudor por el lugar que cada uno ocupaba en el mundo. Sin embargo, Maureen no podía evitar estremecerse de placer con cada abrazo, que encerraba esa perfección que solo puede crear la casualidad.

– Hay algo que siempre he querido preguntarte.

– Dime.

– ¿Cómo es escribir una canción?

Connor respondió sin volverse; su voz pareció llegar de la soleada vista que tenía delante.

– No sabría explicártelo. Es una sensación extraña. Primero hay algo que no existe, o que quizá existe escondido en alguna parte y solo quiere que lo encuentren y lo lleven a la luz. No sé qué sienten los demás. En mi caso es algo que llega de pronto, desde dentro, y aunque todavía no lo conozca, ya sé que después no podré prescindir de ello. Hay cosas que uno cree que domina y que en cambio llegan a dominarte por completo. Es como…

Se volvió y la miró como si solo entonces, tras fijar los ojos en ella, hubiera encontrado la definición exacta. Su voz se volvió un soplo.

– Escribir una canción es como enamorarse, Maureen.

Desde el momento en que iniciaron su relación, ella siempre había sido reacia a definirla, por temor a que un sustantivo o un adjetivo pudieran dar a aquella historia una coherencia que no tenía. Ahora, su nombre mezclado con esas palabras le dio una sensación de debilidad y seguridad que al fin se decidió a definir como amor.

Permanecieron abrazados, mirando el sol que iluminaba esa postal de Roma compuesta por el rojo de los tejados y el azul del cielo. Maureen vivía en la calle della Polveriera, en la última planta de una vieja casa propiedad de su abuelo. Tras una buena remodelación, se había convertido en un espacioso y espléndido dúplex. Desde la terraza se contemplaba una increíble vista del horizonte de Roma. Por la noche se podía cenar allí sin más iluminación que el reflejo del Coliseo, rodeado de un halo de luz amarilla que lo teñía de color de oro fundido.

Connor se volvió otra vez hacia la ventana, buscando el abrazo de Maureen.

– ¿Por qué en ningún otro lugar del mundo se puede experimentar una sensación como esta?

Por un momento se quedaron en silencio, piel contra piel, mirando el día, seguros. Sentían que Italia, Estados Unidos y el resto del mundo solo podían llegar hasta la puerta de esa habitación, pero no entrar.

Maureen recordó el día en que se conocieron. Connor Slave estaba en Italia para hacer una gira de seis conciertos, tras el lanzamiento de su último álbum, Las mentiras de la oscuridad. La gira la había organizado la agencia de espectáculos Triton Communications, cuya promotora era la mejor amiga de Maureen, Marta Coneri. Cuando llegó el día de la actuación en Roma, pasó por casa de Maureen como un torbellino y la arrastró al concierto casi a la fuerza. Marta tenía el don de ponerla de buen humor y, cualidad absolutamente impagable, era una de las pocas mujeres de la vida social romana que no se dirigía a nadie llamándolo «amor».

– Maureen, creo que si tuviera una casa como esta también yo saldría poco. Pero entre poco y nunca hay una gran diferencia. Además, por este tío vale la pena hacer un viaje mucho más largo que de aquí al teatro Olímpico.

No aceptó excusas, y Maureen ya sabía que era prácticamente imposible convencer a Marta. Se encontró sentada en una butaca del teatro Olímpico, junto a una butaca vacía. En la sala se respiraba esa promiscuidad anónima de la que está compuesta cualquier público; se hallaban presentes todas las personalidades de Roma y todos aquellos que harían cualquier cosa por llegar a serlo.

Marta llegó poco antes del comienzo y se dejó caer en la butaca libre, a su derecha.

– Muy bien. El trabajo ya ha terminado. Ahora disfrutemos.

Maureen no pudo responder, porque las luces fueron apagándose despacio, acallando el rumor de fondo que suele recorrer el teatro antes del inicio de un espectáculo.

En la oscuridad, se oyó un arpegio de guitarra delicadamente sensual, un sonido suavizado por un delay que parecía hacerlo girar por las paredes de la sala. Sentada allí, en la oscuridad, Maureen tuvo la impresión de oírlo directamente en su cabeza. Luego una luz que provenía de arriba iluminó el centro del escenario y en ese haz tan blanco que parecía fluorescente apareció Connor, vestido de oscuro, con una camisa de cuello mao, de un rigor casi monástico. Inclinó la cabeza hacia el público, con los brazos flojos a los costados del cuerpo. En las manos sostenía un violín y un arco.

A las notas de la guitarra se sumó de pronto un sonido electrónico bajo y cenagoso, una vibración que llegaba hasta el vientre de los espectadores.

Después de ese giro armónico, Connor Slave comenzó a cantar y a alzar lentamente la cara. La fascinación que ejercía su voz ronca dejó en un segundo plano a la música. Era como frotar dos hojas de papel de lija sobre una capa de miel. La delicadeza y la solidez con que ese hombre sabía comunicar hicieron que Maureen tuviera la absurda sensación de que aquella canción estaba dedicada exclusivamente a ella. Luego paseó la mirada por la sala en penumbra y se dio cuenta, por las expresiones de los espectadores, de que quizá todos los presentes pensaban lo mismo.

Era una canción titulada «El cielo sepultado», una música suave con una letra llena de dolor que algún crítico inepto había estigmatizado y definido como cercana a la blasfemia. Hablaba de Lucifer, el ángel rebelde que en la oscuridad de los infiernos llora por él y por las consecuencias de su culpa, no tanto por haberse rebelado contra Dios sino por haber tenido la osadía de pensar.

Maureen escuchó la canción y aquellas palabras y se preguntó qué debía de agitarse en el ánimo del que la había escrito.

Extraño me resulta señalar uno cualquiera

y decir sí, el día es ese, aquel, allá;

que un día es solo un parpadeo

en el rostro inmóvil de la eternidad,

el día en que, llena mi alma de mal amor,

cambié las reglas de todo error.

Extraño me resulta ser yo el mejor

para decir «El cielo no es ya para mí»,

con su horizonte que devora el sol

y las sombras arrastra tras de sí,

el día en que, confiado en un dios más humano,

con el perdón las tinieblas confundí.

En el estribillo se sumó a la de Connor Slave la voz pura como el cristal de una bella vocalista, que salió de la penumbra del escenario para compartir con él la luz y la atención del público. El timbre y el color de las dos voces eran completamente diferentes; sin embargo se fundían en una armonización tan perfecta y delicada que parecían una sola. Esa unión vocal sincronizada sílaba por sílaba expresaba perfectamente el sentido de lo que estaban cantando: la luz y la sombra, la añoranza y el orgullo, la sensación desesperada del adiós tras una elección sin posibilidad de vuelta atrás.

El ángel que a tu lado volaba,

el ángel ha volado lejos,

ha volado lejos de aquí.

Expresaba el dolor del mal y el alivio de su cura.

Sin saber por qué, Maureen sintió instintivamente algo de lo que enseguida se avergonzó. Tuvo una estúpida y aguda sensación de celos por la mujer de la voz límpida que estaba compartiendo unos instantes de vida y de música con ese hombre sobre el escenario, con una entrega que difícilmente podía ser fingida.

Tal como llegó, ese momento pronto desapareció, porque en ese mismo instante Connor Slave dejó de cantar y se llevó el violín al hombro. Cuando comenzó a sonar, Maureen vio que aparecía la música y que el cuerpo de Connor Slave desaparecía. Su cuerpo estaba allí, delante de todos, pero él sin duda se hallaba en otra parte, en algún universo paralelo, aunque mantenía abierta una brecha de modo que pudiera entrar cualquiera que fuera capaz de seguirle. Quizá a causa de la letra de la canción que acababa de oír y de ese talento sobrenatural, Maureen pensó que, si el diablo existía, en ese momento estaba frente a ella tocando el violín. El concierto continuó y terminó, pero durante todo ese tiempo Maureen no consiguió, ni siquiera por un instante, librarse de la fascinación provocada por ese artista que tenía el don de estar en todas partes. Estaba con el público que le escuchaba, con la orquesta que le acompañaba, con la música que sonaba, y con cualquiera que quisiera ir con él, pero al mismo tiempo no estaba en ninguna parte y no pertenecía a nadie.

Mientras observaba cómo recibía la recompensa de los aplausos, Maureen pensó, por la expresión de su cara, que para él el trabajo no había terminado sino que comenzaba en aquel momento. Era como si para Connor Slave el verdadero trabajo fuera la vida diaria, y la verdadera vida solo se encontrara en esas pocas horas de música bajo las luces condescendientes de un escenario.

Luego, como ocurre siempre, la magia terminó cuando bajó el telón. Se encendieron las luces que suelen iluminar el mundo normal y los espectadores salieron de aquella hipnosis colectiva para recuperar su identidad en medio de un enredo de chaquetas, corbatas y prendas de colores.

Marta se volvió hacia ella con una expresión triunfal.

– ¿Qué te decía yo? ¿Es grandioso o no?

– Absolutamente extraordinario.

– Y hay más. Una pequeña sorpresa. Por eso quería que vinieras. Adivina adónde iremos a cenar.

– Marta, no creo que…

Marta la interrumpió con la expresión de alguien que ha llegado a una conclusión obvia.

– ¿Dónde, si no? Tu padre es el dueño de uno de los mejores restaurantes de Roma, por no decir de Italia. Es tan famoso que hasta tiene uno en Nueva York. Tú eres amiga mía y, por una conjunción astral increíble, esta noche he logrado convencerte de que salieras. Según tú, ¿adónde puedo llevar a un estadounidense genial y famoso, en todos los sentidos?

Marta no aceptó objeciones y cogió con firmeza las riendas de la velada.

Esperaron fuera del camerino hasta que Connor acabó de cambiarse y después de las presentaciones le llevaron hasta un Lancia Thesis oscuro que aguardaba en la entrada. Marta se sentó al lado del chófer, para que Maureen y Connor pudieran estar juntos en la penumbra de la parte posterior. Los dos empezaron a conversar mientras se metían en el tráfico de Roma rumbo al restaurante del padre de ella, en la calle dei Gracchi.

– ¿Cómo es que hablas un inglés tan perfecto? Pareces más estadounidense que yo.

– Mi madre es de Nueva York.

– ¿Y tiene la suerte de tenerte como hija y además vivir aquí, en Roma?

– Ya no. Prácticamente ninguna de las dos cosas. Mis padres se han divorciado y ella ha vuelto a Estados Unidos.

Desde el asiento delantero, Marta se metió en la conversación con su peculiar inglés con acento romano.

– Tal vez la conozcas; es una abogada muy famosa. Se llama Mary Ann Levallier.

Connor se volvió hacia ella; la sombra ocultó su rostro, lo que destacó su tono de voz.

– ¿Esa Mary Ann Levallier?

– Sí, esa…

Por su lacónica respuesta, Connor se dio cuenta de que era mejor no profundizar en ese tema. Abrió un poco la ventanilla del coche como si quisiera echar aquel momento de ligera incomodidad. Su sensibilidad hizo que subiera un escalón más en la escala de valores de Maureen. Había conocido a gente del espectáculo, en particular a músicos, pero nunca se había sentido atraída por ninguno de ellos. Desgraciadamente, había constatado que ciertos hombres no son tan grandes como su música.

Connor sonrió.

– Bien, me parece que lo que hago yo es más que evidente. ¿Qué haces tú en la vida?

El imparable entusiasmo de Marta trató de responder por ella.

– Pues… Maureen es…

Desde el asiento de atrás, esta la frenó con una mirada, antes de que se lanzara a una de sus amistosas promociones.

– Maureen es… una mujer fantástica.

La llegada al restaurante puso fin a esa parte de la conversación. Tras entrar, Maureen y sus acompañantes fueron acogidos por la simpatía y la profesionalidad de Alfredo, el histórico maître del local, que la conocía desde pequeña. Siguiendo una vieja broma de ambos, la abrazó y la saludó pronunciando su nombre según la costumbre del habla romana.

– Hola, Maurinne. Qué sorpresa. Tenerte aquí es un acontecimiento digno de salir en televisión. Por lo visto no te gusta nuestra comida… Es una pena que tu padre no esté; creo que está en Francia, eligiendo vinos. Espero que pueda serte útil este pobre anciano…

Marta revoloteaba entre ellos, zumbando como una abeja entre las flores.

– Alfredo, la historia del pobre anciano no cuela. Aunque ha traído dos hijas al mundo, mi tía Ágata todavía suspira por ti y jura que nunca te ha olvidado.

No existía ninguna tía Ágata ni había allí ningún anciano, sino solo la alegría del que es joven y ha sabido mantenerse así. De pronto Maureen se sintió feliz por haber decidido salir con Marta aquella noche.

Alfredo los acompañó a la mesa; Maureen y Connor se sentaron el uno frente al otro. Él la miró con una expresión interrogante que daba a entender que no había entendido nada de la conversación en italiano.

– ¿Maurinne?

– Para Alfredo, tanto el inglés como yo somos algo muy particular.

Llegó la comida, y durante la cena continuaron hablando. Sus sonrisas eran cada vez más amplias y más frecuentes. Marta, la inigualable e irreductible Marta, supo poco a poco volverse invisible y muda. Maureen recordaba el momento exacto en que Connor la conquistó definitivamente. Fue cuando, por curiosidad, le preguntó qué tipo de música solía escuchar habitualmente.

– La mía.

– ¿Solamente?

– Sí.

En ese monosílabo había una gran serenidad. Maureen lo miró buscando vanidad y presunción en sus ojos. Pero encontró la mirada sincera de un hombre que sabe que posee todo lo que necesita.

– Sin embargo no es una música fácil.

– Nada es fácil. Quizá tampoco yo lo sea.

– Entonces tu éxito demuestra que la gente no es tan estúpida como algunos creen.

Connor sonrió divertido, como si aquella fuera una broma que se prolongaba desde hacía mucho tiempo.

– No es tan estúpida como creen algunos, ni tan inteligente como quisiéramos.

Maureen aceptó e hizo suyas la luz y la diversión de su sonrisa, y a partir de ese momento, aunque no siempre estuvieron juntos, ya no se separaron.

Como ahora, en que abrazados contemplaban Roma desde lo alto. El teléfono los sorprendió y los obligó a recordar que, bajo esos tejados que parecían no terminar nunca, todavía había un mundo que estaba vivo. De mala gana, Maureen se soltó del abrazo y fue a coger el teléfono sin hilos de la mesita de noche. Pulsó el botón que activaba la comunicación.

– ¿Diga?

– Hola, Maureen, soy Franco.

Maureen suspiró. El mundo no podía dejarse al margen durante mucho tiempo. En ese preciso momento, con esa llamada, el mundo acababa de romper la barrera de la ventana y al fin conseguía entrar.

– Hola, Franco. Dime.

– Ya han fijado la audiencia. Es para el jueves por la mañana.

– ¿Tan pronto?

– Temo que tu caso ha aparecido demasiado en las primeras planas y no se puede postergar más. Mientras tanto, ¿te han suspendido?

– Oficialmente no. Pero me han destinado a la Academia de la calle Piero della Francesca con funciones de asesora. En la práctica soy una especie de ordenanza.

– Ya sé que es difícil, Maureen. Pero, si puedes, hoy deberías pasar por mi casa. Hay unos papeles que necesito que firmes.

– ¿Te va bien dentro de una hora?

– Perfecto. Te espero y…

En el otro extremo de la línea hubo un instante de silencio. Maureen esperó durante lo que le pareció una eternidad.

– En fin… que no te preocupes.

– No estoy preocupada.

– Todo saldrá bien, Maureen.

– Sí, todo saldrá bien.

Dejó con suavidad el aparato sobre la mesita, aunque tenía ganas de hacerlo pedazos contra el cristal.

«Todo saldrá bien.»

Sin embargo, nada estaba saliendo bien.

No estaba saliendo bien lo que siempre había hecho con pasión a pesar de las noches de sueño interrumpido por una llamada telefónica. No estaba saliendo bien la actitud de ciertas personas que en el pasado le habían declarado su total confianza y que ahora se escondían en un silencio incrédulo. Nada estaba saliendo bien para aquel hombre maravilloso que estaba con ella, para su paciente espera hasta que una persona así llegara por fin a su vida.

Tampoco estaba saliendo bien para ella como mujer ni para la comisario Maureen Martini, a cargo de la Comisaría de Casilino de la Jefatura de Policía de Roma, que apenas quince días atrás había matado a un hombre.

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