18

Fuera, en la oscuridad, llovía a cántaros.

De pie, junto a la ventana que daba a la calle Dieciséis, Jordan miraba las gotas que caían del cielo sobre aquella ciudad desde la que tan poco cielo se veía. Una lluvia que resbalaba sobre las luces y las maravillas de Nueva York sin lograr formar parte de ellas, y que acababa torpemente aprisionada en las alcantarillas como simple agua.

Una vez, vio una vieja película en la que actuaba Elliot Gould, titulada Camino recto. En los títulos de presentación, gracias a un truco cinematográfico, el protagonista andaba por una calle concurrida avanzando normalmente mientras los coches y la gente iban hacia atrás, como en una película proyectada al revés.

Así era como se sentía él en ese momento.

No sabía si su modo de andar era el adecuado, pero estaba seguro de que él y la gente que lo rodeaba no iban en la misma dirección. No podía evitar pensar en sí mismo como en un cuerpo extraño insertado a la fuerza en un lugar del que había formado parte y al que ya no pertenecía.

Cuál de los dos había rechazado al otro no tenía ninguna importancia en la dirección del viaje.

Se apartó de la ventana y se acercó a la mesita situada frente al sofá. Cogió el mando y encendió el televisor. La imagen llegó por el Eyewitness Channel, la emisora de televisión que transmitía noticias las veinticuatro horas del día. Pasaban una noticia grabada durante la tarde. En primer plano se veía a un reportero cuyo nombre no recordaba, con un micrófono en la mano. A sus espaldas, una enorme cristalera a través de la cual se entreveían aviones y un charco brillante de lluvia sobre la pista de un aeropuerto.

– Un gran número de personas ha venido al aeropuerto a recibir el féretro con el cadáver de Connor Slave, el cantante secuestrado en Roma y cruelmente asesinado hace una semana mientras se encontraba en compañía de su novia, Maureen Martini, comisario de la policía italiana. Se dispondrá una capilla ardiente para que sus admiradores, que ya sumaban centenares de miles en todo el país, puedan despedirse de él. Los funerales están previstos para…

Jordan bajó el volumen; dejó solo las imágenes y el sonido de la lluvia detrás de los cristales. Otro joven que no envejecería. Que sonreiría para siempre con un rostro sin arrugas desde una fotografía de porcelana colocada en una lápida.

y líneas en la luna, que en la palma cada una es un lugar para olvidar…

La poesía de ese desafortunado artista reflejaba la amargura de Jordan. Con ese sexto sentido que da la lluvia cuando se prolonga desde hace horas, no le sorprendió que empezara a sonar el teléfono de su casa. Se quedó mirándolo, sin decidir si responder o no. Sus dudas las resolvió Lysa, que venía en bata por el pasillo y le tendía el inalámbrico.

– Es para ti.

Jordan se acercó y apoyó la oreja en el aparato todavía tibio por el contacto con la piel de Lysa.

– Jordan, habla Burroni. Tengo malas noticias.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Temo que ya tenemos a Lucy.

– ¡Santo cielo! ¿Quién es?

– Agárrate fuerte. Chandelle Stuart. La han encontrado en su casa esta mañana.

– ¿Dónde?

– En el Stuart Building, en Central Park West.

Jordan sintió las manos sudadas, como si la humedad de la lluvia que caía sobre los cristales hubiera logrado entrar en la habitación.

– Mierda. Esperaba que ese cabrón nos dejara un poco más de tiempo.

– Yo ya salgo para allá. ¿Quieres que pase a recogerte?

– Será mejor. Con esta lluvia no me parece conveniente usar la moto.

– De acuerdo. Ya salgo. En cinco minutos estaré ahí.

– Me visto y bajo.

De pie en medio de la habitación, Lysa lo miraba mientras se ponía la chaqueta de piel.

– Lamento que te hayan despertado, Lysa. No entiendo por qué no me han llamado al móvil.

– No te preocupes, no estaba durmiendo. ¿Problemas?

– Sí, han matado a otra persona, y todo hace pensar que este crimen tiene relación con el asesinato de mi sobrino.

– Lo lamento.

– También yo. Solo ruego que esta vez podamos encontrar algo que nos ayude a detener a ese loco.

Estaban el uno frente al otro en una casa que no pertenecía a ninguno de los dos, y Lysa tenía los ojos brillantes.

– Jordan, no sé qué se dice en estos casos.

– Me lo has dicho hace un momento. No es necesario decir nada más. Cualquier cosa que se diga ya se ha dicho centenares de veces.

Salió y cerró con delicadeza la puerta, como si el ruido de la hoja pudiera hacer pedazos el sentido de aquellas palabras. El ascensor no estaba en la planta del apartamento, así que decidió bajar por la escalera. Del piso de abajo no salía música. Pasó por delante de la puerta con un pensamiento piadoso hacia Connor Slave, que de ahora en adelante cantaría solo cuando alguien pulsara el botón play en un equipo de música.

Llegó a la salida justo cuando el Ford de la policía, con Burroni al volante, se detenía al otro lado de la calle. Mientras cruzaba la calle corriendo, vio que se inclinaba para abrir la puerta de su lado. Subió al coche, que olía a moqueta húmeda y escay, y cerró la portezuela.

A través del limpiaparabrisas vio el recuadro luminoso al otro lado del cual se alzaba, inmóvil y a contraluz, la figura de Lysa. Una presencia y una ausencia al mismo tiempo. Burroni, que había seguido su mirada, vio la ventana iluminada.

– ¿Esa es tu casa?

– Sí.

Burroni no preguntó, y él no quería hablar. Mientras el coche se separaba de la acera y de la mirada de Lysa, Jordan pensó en el momento en que se despertó a la mañana siguiente de conocerla.

Abrió los ojos y olió algo a lo que no estaba acostumbrado, al menos en su casa: el aroma de un café que no se había hecho solo. Se levantó y se puso los vaqueros y una camiseta. Antes de salir miró su aspecto en el espejo del cuarto de baño y vio todo lo que esperaba encontrar. La cara de un hombre que la noche anterior había recibido un respetable número de puñetazos.

Se lavó la cara, salió de la habitación y se reunió con Lysa Guerrero en la sala de estar. De nuevo experimentó esa sensación extraña al entrar en una habitación donde se hallaba…

«¿Ella o él?»

Recordaba ahora este pensamiento con la misma incomodidad que había sentido en aquel momento. Sin embargo, en la cara de Lysa y en su voz no había rastro de su conversación de la noche anterior.

Solo una sonrisa.

– Buenos días, Jordan. Yo solo puedo ver cómo están su ojo y su nariz. Pero, ¿cómo los siente usted?

– No los siento del todo. O, mejor, los siento pero trato de no notarlos.

– Estupendo. ¿Le apetece un café?

– ¿Merezco el privilegio?

– Es el primer día de mi primera estancia en Nueva York. También yo lo merezco. ¿Cómo le gustan los huevos?

– ¿Tengo derecho también a unos huevos?

– Pues claro. Si no, ¿qué clase de desayuno sería?

Lysa llevó los platos a la mesa y tomaron el desayuno prácticamente en silencio, con el sutil equilibrio de un carámbano que se inclina sin romperse del todo, cada uno con la cabeza ocupada por sus propios pensamientos.

Lysa interrumpió ese pequeño momento de paz abriendo la puerta a lo que sucedía en el exterior.

– Hace un momento han hablado de su sobrino por la televisión.

– Lo imagino. Esta historia será un infierno.

– ¿Y usted qué hará, ahora?

Jordan respondió con un gesto vago.

– Antes de nada buscaré un lugar donde alojarme. No quiero ir a casa de mi hermano, a Gracie Mansion. Demasiado visible. Estaré a la vista de todos y yo quiero estar lo más tranquilo posible. En la Treinta y ocho hay un hotel que…

– Escuche, voy a hacerle una propuesta. Teniendo en cuenta que mi marido ya no es un problema…

Notó un calor en el estómago. Jordan rogó que no fuera seguido de otro igual en la cara. Lysa continuó como si nada.

– Acabo de llegar a la ciudad y quiero hacer un poco el turista antes de buscar empleo. Por tanto, estaré fuera la mayor parte del tiempo. En cuanto a usted, seguramente esta historia terminará tarde o temprano, y entonces podrá marcharse. Mientras tanto, puede quedarse aquí, si quiere.

Hizo una pausa y ladeó un poco la cabeza. Un destello de desafío divertido estuvo a punto de fundir el oro de sus ojos.

– Salvo que para usted sea un problema…

– Por supuesto que no.

Jordan respondió demasiado deprisa y enseguida se sintió un idiota.

– Bien, entonces creo que ya podríamos empezar a tutearnos.

Jordan se dio cuenta de que no era una propuesta sino una decisión. Lysa se puso de pie y comenzó a recoger la mesa.

– ¿Te echo una mano?

– Por el amor de Dios, no. Creo que tienes cosas mucho más importantes que hacer.

Jordan miró el reloj.

– La verdad es que sí. Iré a darme una ducha y luego me pondré en marcha.

Se dirigió hacia la habitación, pero lo detuvo la voz de Lysa.

– También han hablado de ti, en ese noticiario que he visto en la televisión. Han dicho que fuiste uno de los mejores policías que Nueva York ha tenido jamás.

– Se dicen tantas cosas…

– Han dicho también el motivo por el cual ya no lo eres.

Se volvió y Lysa le miró con esos ojos que parecían el lugar en el que se cumplían todos los deseos. La respuesta de Jordan voló por la habitación como una toalla sucia de sangre en medio de un ring.

– Un motivo u otro, ¿qué más da?

– … esta noche el guardaespaldas.

La voz de Burroni le devolvió al coche que, golpeado por la lluvia, circulaba entre las luces de las farolas y sus reflejos en el asfalto.

– Discúlpame, James; estaba distraído. ¿Podrías repetir lo que estabas diciendo?

– He dicho que el crimen lo ha descubierto esta noche el guardaespaldas. Ha llamado a la central y lo he atendido yo. Por lo que me ha contado brevemente, y por el modo como estaba colocado el cadáver, podría ser lo que te he dicho.

– ¿Mi hermano lo sabe?

– Por supuesto. Se le ha avisado de inmediato, tal como había pedido. Ha dicho que le informemos si es lo que parece.

– Lo veremos muy pronto.

No dijeron más durante el resto del viaje, cada uno inmerso en unos pensamientos que habrían preferido dejar en casa.

Jordan conocía el Stuart Building, un edificio algo siniestro, de unas sesenta plantas; la parte superior estaba decorada con gárgolas que recordaban mucho al edificio Chrysler. Ocupaba toda la manzana entre la Noventa y dos y la Noventa y tres, sobre Central Park West, y daba al Central Park a la altura del Jackie Onassis Reservoir. El apellido Stuart significaba dinero, dinero de verdad. El viejo Arnold J. Stuart había acumulado una gran fortuna gracias al acero y a su falta de escrúpulos en los tiempos de los Frick y los Carnegie. A continuación los intereses de la familia se ampliaron y los Stuart invirtieron un poco en todas las ramas hasta convertirlas en auténticos troncos. Tras morir sus padres, primero uno y después el otro, unos años atrás, Chandelle Stuart fue la única heredera de una fortuna que tenía muchos, muchos ceros.

Y ahora, a pesar de todo su dinero, también ella había pasado a formar parte de esos ceros.

Cuando llegaron al lugar, Burroni aparcó el coche detrás del furgón de la brigada científica. Apagó el motor pero no dio señales de querer bajar enseguida. Los limpiaparabrisas dejaron de limpiar el cristal y el agua empezó a deslizarse por él.

– Jordan, hay algo que creo que debes saber. Después de lo que me has dicho hoy, me parece justo.

Jordan aguardó en silencio. No sabía qué estaba a punto de decirle Burroni, pero intuía que no debía de ser fácil.

– Es por ese tema del Departamento de Asuntos Internos. Yo lo acepté, aquel dinero. Me hacía falta. Kenny, mi hijo, tiene…

– Vale, James. Creo que también para ti ha sido duro.

Se miraron un momento y vieron las caras espectrales por la luz anaranjada de los faroles y los reflejos de las gotas del cristal en el interior del coche.

Luego Jordan cogió el tirador de la puerta.

– Anda, vamos a pisotear un poco esta mierda.

Abrieron las puertas casi al mismo tiempo y bajaron a la calle. Fueron corriendo hasta la entrada del rascacielos, dejando en la acera la marca de sus pasos, que la lluvia trataba en vano de limpiar.

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