Rider estaba junto a un negro alto de pelo canoso, frente a la puerta de la estación de Angels Fligth. Ambos sonreían, como si acabaran de compartir una broma, cuando Bosch se acercó a ellos.
– Señor Peete, le presento a Harry Bosch -dijo Rider-. Está a cargo de la investigación.
Peete estrechó la mano del detective.
– Es lo peor que he visto en mi vida. Lo peor.
– Lamento que haya tenido que presenciar esto, pero celebro que esté dispuesto a ayudarnos. Entre y siéntese, estará más cómodo. Dentro de unos minutos nos reuniremos con usted.
Cuando Peete hubo entrado en la estación, Bosch miró a Rider. No tuvo que decir nada.
– Tal como dijo Garwood, no oyó nada ni vio nada que le llamara la atención hasta que subió el coche y salió para cerrarlo. Tampoco vio a nadie paseándose ahí abajo como si esperara a alguien.
– ¿Crees que se hace el sordo y el ciego?
– Yo diría que no. Creo que es un tipo legal. No vio ni oyó nada especial.
– ¿Tocó los cadáveres?
– No. ¿Te refieres al reloj y a la cartera? Lo dudo.
Bosch asintió.
– ¿Te importa que le haga un par de preguntas?
– Adelante, tú eres el jefe.
Bosch se dirigió hacia la pequeña oficina seguido por Rider. Eldrige Peete estaba sentado frente a una mesa, hablando por teléfono.
– Tengo que dejarte, cariño -dijo al ver a Bosch-. El policía quiere hablar conmigo. -Y colgó-. Era mi esposa. Quería saber cuándo voy a regresar a casa.
Bosch asintió.
– Señor Peete, ¿entró usted en el coche del funicular después de ver los cuerpos?
– No, señor. Supuse que estaban muertos. Había mucha sangre. Pensé que era mejor no tocar nada hasta que llegaran las autoridades.
– ¿Reconoció a alguna de esas personas?
– Al hombre no pude verle con claridad, pero pensé que podía ser el señor Elias, por su aspecto y por el elegante traje que llevaba. A la mujer también la reconocí, quiero decir que no sabía cómo se llamaba pero se había montado en el coche hacía unos minutos y había bajado en él.
– ¿Se refiere a que ella bajó primero?
– Sí, señor, bajó en el funicular. Era una pasajera asidua, como el señor Elias. Pero ella sólo lo tomaba una vez a la semana. Los viernes, como anoche. El señor Elias lo utilizaba más a menudo.
– ¿Por qué cree usted que la mujer bajó en el coche pero no se apeó?
Peete miró a Bosch perplejo, como asombrado de que le hiciera una pregunta tan sencilla.
– Porque la asesinaron.
Bosch estuvo a punto de soltar la carcajada, pero se contuvo. Era evidente que no se explicaba con claridad.
– No, me refiero a antes de que le dispararan. Da la impresión de que esperó sentada en el banco para subir de nuevo la colina cuando apareció el asesino del otro pasajero que se disponía a montar en el tren.
– Yo no sé lo que hizo.
– ¿Cuándo bajó la mujer exactamente?
– Bajó en el viaje anterior. Cuando hice bajar a Olivos, esa señora ya se había montado en el coche. Eso fue a las once menos cinco, miento, menos seis minutos. Hice bajar a Olivos, la dejé descansar hasta las once y la hice subir. El último viaje es a las once. Cuando subió el coche, esas personas estaban a bordo, muertas.
El hecho de que Peete se refiriera al funicular como si perteneciera al género femenino desconcertó a Bosch, que trató de recapitular.
– De modo que hizo bajar el coche con la mujer a bordo. Luego, al cabo de cinco o seis minutos, la mujer seguía a bordo del coche cuando usted lo hizo subir. ¿Correcto?
– Correcto.
– Y durante esos cinco o seis minutos en que Olivos permaneció detenida abajo, ¿usted no vio nada allí?
– No, estaba contando el dinero de la caja registradora. Luego, a las once, salí y cerré a Sinaí. Luego hice que subiera Olivos. Y fue cuando los encontré. Estaban muertos.
– Pero ¿no oyó nada allí abajo? ¿Ningún disparo?
– No, ya le he dicho a la señorita «a la señorita Kizmin», que me pongo tapones en los oídos por el ruido que hace el generador debajo de la estación. Además, estaba contando el dinero. Casi todo son monedas de veinticinco centavos, y yo las meto en ese aparato.
Junto a la caja registradora había un mostrador de acero inoxidable para el cambio. El hombre señaló un aparato que introducía monedas de veinticinco centavos en unos rollos de papel que contenían diez dólares. A continuación el hombre propinó una patada en el suelo para señalar el generador instalado abajo. Bosch asintió para demostrar que lo había entendido.
– Hábleme de la mujer. ¿Dice que era una pasajera asidua?
– Sí, viajaba en el funicular una vez por semana. Supongo que trabajaría de asistenta en los apartamentos. El autobús baja por Hill Street. Creo que subía allí.
– ¿Y qué me dice de Howard Elias?
– También era un pasajero asiduo. Tomaba el funicular dos o tres veces a la semana, en días y horas diferentes, a veces muy tarde, como anoche. Una vez yo estaba cerrando y él me llamó desde abajo. Hice una excepción. Lo subí en Sinaí. Para hacerle un favor. En Navidad solía entregarme un pequeño sobre. Un detalle que tenía conmigo. Era un hombre muy amable.
– ¿Montaba siempre solo en el funicular?
El anciano cruzó los brazos y reflexionó unos instantes.
– La mayoría de las veces, sí.
– ¿Recuerda haberle visto con otra persona?
– Creo recordar que en una o dos ocasiones le vi con otra persona, pero no recuerdo quién era.
– ¿Era un hombre o una mujer?
– No lo sé. Me parece que se trataba de una señora, pero no recuerdo su cara.
Bosch miró a Rider y arqueó las cejas, para saber si quería formular más preguntas al hombre. Ella dijo que no con la cabeza.
– Antes de marcharse, señor Peete, ¿podría conectar el funicular para que podamos bajar en él?
– Desde luego. Estoy a la disposición de usted y de la señorita Kizmin.
El hombre miró a Rider e inclinó la cabeza, sonriendo.
– Gracias -dijo Bosch-. Pues en marcha.
Peete se dirigió al ordenador y tecleó una orden. De inmediato el suelo empezó a vibrar y se oyó un ruido como el de una máquina que comienza a girar. Peete se volvió hacia ellos.
– Si necesitan algo, no tienen más que pedírmelo -dijo el hombre alzando la voz para dejarse oír.
Bosch se despidió de él con la mano y se dirigió hacia el coche del funicular. Chastain y Baker, el hombre de Asuntos Internos a quien Bosch había emparejado con Rider, estaban junto a la balaustrada, contemplando la vía.
– Vamos a bajar -dijo Bosch-. ¿Queréis venir?
Echaron a andar detrás de Rider sin decir una palabra. Los cuatro detectives subieron al coche llamado Olivos. Hacía un buen rato que se habían llevado los cadáveres y las pruebas que habían recogido los técnicos, pero la sangre derramada seguía manchando el suelo de madera y el banco donde se había sentado Catalina Pérez. Bosch subió los escalones, procurando no pisar la sangre que había emanado del cuerpo de Howard Elias. Se sentó en el lado derecho.
Los otros lo hicieron en unos bancos situados más arriba, lejos de donde habían sido abatidas las víctimas. Bosch alzó la vista hacia la ventana de la estación y agitó la mano. De inmediato el coche arrancó bruscamente y comenzó el descenso. Bosch recordó de nuevo cuando viajaba de niño en el funicular. El asiento seguía siendo tan incómodo como en aquellos tiempos.
Bosch no miró a sus compañeros mientras descendían en el funicular. Observó la puerta inferior y la vía que discurría debajo del coche. El trayecto no duró más de un minuto. Cuando llegaron abajo, Bosch fue el primero en apearse. Al volverse vio la cabeza de Peete recortada en la ventana de la estación, iluminada por la luz del techo.
Bosch no pasó a través del torniquete porque estaba cubierto por el polvo negro que se utiliza para recoger las huellas dactilares y no quería mancharse el traje: el departamento se negaba a abonar la factura de la tintorería. Bosch señaló el polvo negro a sus compañeros y saltó sobre el torniquete.
Examinó el suelo, confiando en descubrir algo que le llamara la atención, pero no vio nada insólito. Estaba convencido de que los detectives de Robos y Homicidios habían registrado la zona a fondo. Bosch había ido sobre todo para echar una ojeada y obtener una impresión de primera mano. A la izquierda de la arcada había una escalera de hormigón que utilizaba la gente que temía viajar en el funicular o cuando éste estaba fuera de servicio. También hacían uso de ella los entusiastas del ejercicio físico, que la subían y bajaban a la carrera. Hacía un año Bosch había leído en el Times un artículo sobre la célebre escalera. Junto a ella, construida en la ladera de la colina, había una parada de autobús iluminada. El largo banco, con capacidad para varias personas, estaba protegido por un techo de fibra de vidrio. Las mamparas laterales servían para anunciar el estreno de películas. Bosch vio el póster de una de Eastwood titulada Blood Work. La cinta estaba basada en una historia verídica sobre un antiguo agente del FBI a quien Bosch conocía.
Bosch pensó en la posibilidad de que el asesino hubiera aguardado en la parada del autobús hasta que Elias se acercara al torniquete de Angels Flight, pero la descartó.
La parada estaba iluminada por una luz instalada en el techo. Al dirigirse hacia el funicular, Elias habría visto a cualquiera que se hallara sentado en el banco. Dado que Bosch sospechaba que Elias conocía a su asesino, no era lógico que éste le aguardara sentado en el banco, allí donde Elias pudiera verle.
Bosch contempló el otro lado de la arcada, donde había un espacio de unos cien metros, entre la entrada del funicular y un pequeño edificio de oficinas, cubierto de arbustos artísticamente dispuestos en torno a una acacia. Bosch lamentó haberse dejado el maletín arriba, en la estación del funicular.
– ¿Alguno de vosotros tiene una linterna? -preguntó.
Rider sacó del bolso una linterna. Bosch se dirigió hacia los arbustos, iluminando el suelo con la pequeña linterna.
No encontró ninguna prueba de que el asesino hubiera esperado allí. El suelo entre los arbustos estaba sembrado de basura y otros desperdicios, pero ninguno de ellos había sido arrojado recientemente. Bosch dedujo que era un lugar que los sin techo utilizaban para examinar las bolsas de basura que habían hallado en otro sitio.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó Rider, que había seguido a Bosch.
– Nada de interés. Estoy tratando de imaginar dónde pudo ocultarse ese tipo para que Elias no lo descubriera. Este podía haber sido un buen lugar. El asesino habría salido de su escondrijo cuando Elias pasara frente a él, sin que éste lo viera, y lo habría seguido hasta el funicular.
– Quizá no tuviera que ocultarse. Quizá llegaron aquí juntos.
Bosch miró a Rider y asintió.
– Una posibilidad como cualquier otra.
– ¿Y el banco de la parada?
– No, es un lugar abierto y bien iluminado. Si el asesino es alguien a quien Elias tenía motivos para temer, lo habría visto.
– Quizás utilizara un disfraz. A lo mejor se sentó disfrazado en la parada del autobús para que nadie lo reconociera.
– Quién sabe.
– Supongo que ya has pensado en todas esas posibilidades, pero dejas que siga hablando como una tonta.
Bosch no dijo nada. Devolvió la linterna a Rider y salió de entre los arbustos. Echó otro vistazo a la parada del autobús, convencido de que no andaba errado en sus hipótesis. El asesino no había utilizado la parada.
– ¿Conoces a un tal Terry McCaleb que trabaja en el FBI? -preguntó Rider, acercándose a Bosch.
– Sí, colaboramos en un caso. ¿Por qué lo preguntas? ¿Tú lo conoces?
– Personalmente, no. Pero lo he visto en la televisión. No se parece a Clint Eastwood.
– Estoy de acuerdo.
Bosch vio que Chastain y Baker habían cruzado la calle y se hallaban de pie en el hueco que formaba la puerta cerrada con la verja de hierro en la entrada del gigantesco Mercado Central. Examinaban algo que había en el suelo.
Bosch y Rider se acercaron a ellos.
– ¿Habéis encontrado algo? -preguntó la detective.
– Quizá sí y quizá no -respondió Chastain, señalando las baldosas sucias y desgastadas del suelo.
– Cinco colillas -observó Baker-. De la misma marca de cigarrillos. Eso significa que alguien estuvo esperando aquí un buen rato.
– Quizá fuera un vagabundo -dijo Rider.
– Es posible -contestó Baker-. Y es posible también que fuera el asesino.
Bosch no parecía impresionado.
– ¿Alguno de vosotros fuma? -inquirió.
– ¿Por qué? -preguntó Baker.
– Porque entonces comprenderíais el asunto. ¿Qué veis cuando entráis por la puerta principal del Mercado Central?
Chastain y Baker lo miraron perplejos.
– ¿Policías?
– Sí, pero ¿qué hacen?
– Fumar -contestó Rider.
– Exacto. Está prohibido fumar en los edificios públicos, de modo que los fumadores se congregan frente a la puerta. Este mercado es un edificio público.
Bosch señaló las colillas aplastadas sobre las baldosas.
– Eso no significa necesariamente que alguien estuviera esperando aquí un buen rato. Yo más bien pienso que un empleado del mercado salió cinco veces a lo largo del día para fumar.
Baker asintió, pero Chastain se opuso a esa deducción.
– Sigo pensando que podría ser el tipo que buscamos -dijo-. ¿En qué otro sitio pudo esperar a Elias, entre los arbustos de ahí enfrente?
– Es posible. O tal vez no tuvo que esperarlo, como piensa Kiz. Quizá se dirigió hacia el funicular junto con Elias. Quizás Elias lo consideraba un amigo.
Bosch metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una bolsa de plástico.
– O quizá yo esté equivocado y vosotros tengáis razón -dijo entregando la bolsa a Chastain-. Mete las colillas en la bolsa y ponles una etiqueta. Encárgate de que lleguen al laboratorio.
Unos minutos después Bosch concluyó su examen de la parte inferior de la escena del crimen. Subió al funicular, recogió su maletín donde lo había dejado y se dejó caer en uno de los asientos situados junto a la puerta superior.
Comenzaba a sentirse fatigado y lamentó no haber conseguido dormir un rato, antes de la llamada de Irving. La emoción y la adrenalina que generaba cada nuevo caso producían una falsa sensación de euforia que no tardaba en disiparse. Bosch hubiera dado cualquier cosa por fumarse un cigarrillo y echar un sueñecito. Pero en aquellos momentos sólo podía hacer una de las dos cosas, lo que suponía buscar un establecimiento que permaneciera abierto toda la noche para encontrar tabaco. Bosch decidió no hacerlo. Curiosamente, le parecía que su ayuno de nicotina formaba parte de su vigilia por Eleanor. Pensaba que si se fumaba un cigarrillo lo perdería todo, que no volvería a saber nada de ella.
– ¿En qué piensas, Harry?
Bosch alzó la vista. Rider estaba junto a la puerta del funicular, a punto de subir.
– En nada. En todo. No hemos hecho más que empezar a investigar este caso. Queda aún mucho por hacer.
– Hay que seguir adelante.
– Por supuesto.
Cuando sonó el busca del detective, éste se lo quitó del cinturón tan rápidamente como si el aparato se hubiera puesto a sonar en un cine. Bosch reconoció el número pero no recordó dónde lo había visto con anterioridad. Sacó el móvil del maletín y pulsó el número. Era el teléfono del domicilio de Irvin Irving.
– He hablado con el jefe -dijo Irving-. Él hablará con el reverendo Tuggins. Dice que no se preocupe por el asunto.
Irving pronunció la palabra reverendo con evidente desdén.
– De acuerdo.
– ¿Cómo van las cosas?
– Estamos todavía en la escena del crimen, pero casi hemos terminado. Nos marcharemos en cuanto hayamos visitado el edificio de apartamentos para comprobar si hay testigos. Elias tenía un apartamento en el centro de la ciudad. Se dirigía allí cuando fue asesinado. Iremos a echar un vistazo a su apartamento y a su despacho en cuanto el juez firme las órdenes de registro.
– ¿Han comunicado la muerte de la mujer a su familia?
– Sí, he enviado a dos detectives para que informen a la familia de Catalina Pérez sobre su muerte.
– Cuénteme qué ocurrió cuando se presentaron en casa de Elias.
Puesto que Irving no se lo había preguntado antes, Bosch dedujo que si lo hacía en ese momento era porque el jefe de la policía quería saberlo. Bosch le explicó brevemente lo ocurrido, e Irving le hizo algunas preguntas sobre la reacción de la esposa y el hijo de Elias. Bosch se dio cuenta de que las formulaba desde el punto de vista del departamento de relaciones públicas. Sabía que, al igual que ocurriría con Preston Tuggins, la forma en que la familia de Elias reaccionara ante su asesinato incidiría directamente en la reacción de la comunidad.
– ¿De modo que no cree que en estos momentos podamos contar con la ayuda de la viuda y el hijo para contener la indignación popular?
– Así es. Pero cuando hayan superado el golpe inicial, es posible que accedan a ello. Pienso que quizá sería conveniente que el jefe llamara personalmente a la viuda. Vi una foto de él junto a Elias en el vestíbulo de la casa del abogado. Si el jefe va a hablar con Tuggins, convendría que también hablara con la viuda para que nos eche una mano.
– Es posible.
Irving cambió de tema e informó a Bosch de que la sala de conferencias de su despacho, en la sexta planta del Parker Center, estaba preparada para que la utilizaran los investigadores. Dijo que la puerta de la sala estaba abierta, pero que por la mañana entregarían a Bosch las llaves. Cuando los investigadores se instalaran en ella, la sala de conferencias debería permanecer cerrada en todo momento. Irving aseguró a Bosch que llegaría a las diez y que esperaba obtener un informe más amplio sobre el caso durante la reunión del equipo de investigadores.
– Tomo nota, jefe -respondió Bosch-. A esa hora calculo que habremos terminado de entrevistar a los posibles testigos y de registrar el apartamento y despacho de Elias, y estaremos de regreso.
– Eso espero. Nos veremos a las diez.
– De acuerdo.
Cuando Bosch se disponía a cerrar el móvil oyó que Irving añadía algo.
– ¿Cómo dice, jefe?
– Otra cosa. Teniendo en cuenta la identidad de una de las víctimas del caso, supuse que me correspondía a mí informar a la inspectora general. Cuando le expliqué los datos que habíamos recabado hasta el momento, la inspectora general se mostró… no sé cómo expresarlo…, se mostró profundamente interesada en el caso. Quizá me haya quedado corto al decir que se mostró profundamente interesada.
Carla Entrenkin. Bosch estuvo a punto de soltar un taco pero se contuvo. La inspectora general constituía una entidad nueva en el departamento: una ciudadana nombrada por la Comisión de Policía en calidad de supervisora civil autónoma dotada de autoridad plena para investigar o supervisar una investigación. Otra muestra de la politización del departamento. La inspectora general respondía de sus actos ante la Comisión de Policía, la cual a su vez respondía ante el ayuntamiento y el alcalde. Aparte de eso, existían otras razones que irritaban a Bosch. El hecho de hallar el nombre y el número de teléfono privado de Entrenkin en la agenda telefónica de Elias era preocupante, pues abría una serie de posibilidades y complicaciones.
– ¿Va a personarse la inspectora general en la escena del crimen?
– No lo creo -respondió Irving-. Tardé un rato en llamarla para poder decirle que ustedes ya habían terminado su trabajo allí. Así le ahorro otro quebradero de cabeza, detective. Pero no se sorprenda si en algún momento del día le llama.
– ¿Puede hacerlo? Me refiero a si puede hablar conmigo sin hacerlo a través de usted. A fin de cuentas no es policía.
– Por desgracia, esa señora puede hacer lo que quiera porque la Comisión de Policía le ha concedido plena autoridad. De modo que esta investigación debe ser impecable, ¿entendido, detective Bosch? En caso contrario, Carla Entrenkin no dudará en llamarnos a capítulo.
– Entendido.
– Bien, pues entonces lo único que necesitamos es detener al asesino y todo irá sobre ruedas.
– Vale, jefe.
Irving colgó sin despedirse. Bosch alzó la vista. Chastain y Baker acababan de subir al funicular.
– Sólo existe una cosa peor que trabajar en esto con los de Asuntos Internos -dijo Bosch a Rider-. Que la inspectora general controle todos nuestros movimientos.
– ¿Estás bromeando? -preguntó Rider, volviéndose hacia él-. ¿Que Carla Entrenkin participa en la investigación?
La incorporación de la inspectora general, que solía criticar las acciones de los miembros del departamento ante la Comisión de Policía complicaba más el caso.
– Así es -respondió Bosch-. Vamos a tener que bregar también con ella.