Bosch aún se sentía dolido cuando media hora más tarde llegó al despacho de Elias. La puerta estaba cerrada con llave y llamó con los nudillos. Cuando se disponía a utilizar la suya para abrirla observó un movimiento tras el cristal esmerilado. Al cabo de unos instantes Carla Entrenkin abrió la puerta y le hizo pasar. Por la forma con que lo miró, Bosch dedujo que ella había reparado en su cambio de traje.
– Tenía que tomarme un pequeño respiro -dijo Bosch-. Calculo que me pasaré buena parte de la noche trabajando. ¿Dónde está la señorita Langwiser?
– Cuando terminamos la mandé a casa. Le dije que me quedaría para esperarle a usted. Se ha ido hace unos minutos.
Carla Entrenkin lo condujo de nuevo al despacho de Elias y se sentó detrás del enorme escritorio. Aunque había oscurecido, Bosch divisó a Anthony Quinn a través de la ventana. También vio seis cajas llenas de expedientes colocadas en el suelo, frente al escritorio.
– Lamento que haya tenido que esperarme -se disculpó Bosch-. Supuse que cuando terminara me localizaría a través del busca.
– Eso iba a hacer. Estaba sentada aquí pensando…
Bosch contempló las cajas.
– ¿Esto es el resto?
– Sí. Esas seis cajas contienen los expedientes de más casos cerrados. En esas otras están los expedientes de casos en curso.
Carla se giró en el sillón y señaló el suelo detrás del escritorio. Bosch se acercó y vio que había otras dos cajas llenas.
– Se trata principalmente del caso Michael Harris. Contiene el expediente de la policía y transcripciones de las declaraciones de testigos. También están los expedientes de unos casos que no prosperaron tras los cargos iniciales. Hay otro con amenazas y cartas de chalados, que no se hallan relacionadas específicamente con el caso Harris. En su mayor parte se trata de amenazas anónimas de racistas demasiado cobardes para dar la cara.
– De acuerdo. ¿Cuáles son los expedientes que no me va a dar?
– Sólo uno. El expediente de trabajo de Elias. Contiene unas notas sobre la estrategia del caso Harris. Creo que no debe verlo porque vulneraría la confidencialidad entre abogado y cliente.
– ¿Estrategia?
– Básicamente es un plano del juicio. A Howard le gustaba confeccionar gráficos de los casos que llevaba a juicio. En cierta ocasión me dijo que se sentía como un entrenador de fútbol americano que diseña la jugadas y el orden de las mismas antes del partido. Howard siempre sabía con exactitud cómo quería conducir el juicio. El plano del juicio muestra su estrategia, el orden de los testigos, de las pruebas que iba a presentar, etcétera. Ya tenía preparadas las primeras preguntas que iba a formular a cada uno de los testigos. Y el borrador de su exposición inicial.
– Bien.
– No puedo dárselo. Constituye el núcleo del caso e imagino que el abogado que lo herede querrá seguir ese plano. Era un plano brillante. Considero por tanto que el Departamento de Policía de Los Ángeles no debe verlo.
– ¿Cree usted que Elias iba a ganar el caso?
– Desde luego. ¿Usted no?
Bosch se sentó en una de las sillas frente al escritorio. Pese a haber dormido un rato, aún estaba cansado.
– No conozco los pormenores del caso -respondió-. Pero conozco a Frankie Sheehan. Harris le acusó de algunas cosas…, ya sabe, lo de la bolsa de plástico. Y sé que Frankie no lo hizo.
– ¿Cómo podemos estar seguros?
– No podemos. Pero retrocedamos. Sheehan y yo fuimos compañeros durante un tiempo. De eso hace mucho, pero lo conozco bien. Es incapaz de hacer esas cosas. Y tampoco consentiría que otros las hicieran en su presencia.
– La gente cambia.
– Es cierto -asintió Bosch-. Pero no en el fondo.
– ¿El fondo?
– Deje que le cuente una historia. Un día Frankie y yo detuvimos a un chico. Un ladrón de coches. Se lo montaba de forma que primero robaba un coche, el primer cacharro con el que se topaba, con él circulaba por las calles en busca de otro más lujoso que pudiera proporcionarle una buena suma. Cuando divisaba el coche que andaba buscando se detenía detrás de él en un semáforo y golpeaba ligeramente el parachoques trasero. El dueño del Mercedes, del Porsche o del coche que fuera se apeaba para comprobar los daños, y el ladrón aprovechaba para subir al automóvil y largarse a toda velocidad, dejando el cacharro que había robado y al dueño del segundo automóvil con un palmo de narices.
– Recuerdo que durante una época se puso muy de moda robar coches.
– Sí, menuda moda. Ese chico llevaba unos tres meses sacando un buen dinero de los robos. Pero un día embistió con demasiada fuerza a un Jaguar XJ6. La anciana que lo conducía no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Pesaba unos cuarenta kilos y se estampó contra el volante. El coche no tenía airbag. Debido al golpe la mujer se lesiona un pulmón y se parte una costilla, que le atraviesa el otro pulmón. Mientras la anciana se ahoga con su propia sangre el chico abre la puerta, la saca del coche, la deja tendida en la calzada y se larga con el Jaguar.
– Recuerdo el caso. Ocurrió hace unos diez años, ¿verdad? Todos los medios de comunicación se hicieron eco de lo ocurrido.
– En efecto. Fue uno de los primeros homicidios provocados por un ladrón de coches. Y ahí es donde intervinimos Frankie y yo. Fue un caso sonado y trabajábamos bajo una tensión enorme. Por fin conseguimos dar con el chico a través de un taller de desguace que había localizado el departamento de robos de automóviles. El chico vivía en Venice y nos vio llegar. Cuando Frankie llamó al timbre, el chico disparó tres balas del cincuenta y siete a través de la puerta.
No le dio de milagro. En aquella época Frankie llevaba el pelo largo y la bala le pasó a través del cabello. El chico huyó por la puerta trasera y nosotros le perseguimos por todo el barrio. Mientras corríamos, llamamos para pedir refuerzos. Las llamadas que hicimos por radio atrajeron a los medios de comunicación. Aquello se llenó de helicópteros, reporteros y demás.
– Pero al final lograron atraparlo, según creo recordar.
– Le perseguimos casi hasta Oakwood. Por fin dimos con él en una casa abandonada, que usaban los yonquis. Sabíamos que tenía una pistola porque ya había disparado contra nosotros. Hubiéramos podido entrar en la casa y cargárnoslo sin más problemas. Pero Frankie entró antes que yo y logró convencer al chico para que se rindiera. Allí dentro sólo estábamos Frankie, el chico y yo. Nadie se habría enterado de lo ocurrido. Pero Frankie no tenía esa mentalidad. Le dijo al chico que sabía que no había matado aposta a la ancianita del Jaguar, que aún tenía la oportunidad de salvarse. Aunque quince minutos antes el chico había tratado de matar a Frankie, éste estaba intentando salvarle la vida.
Bosch se detuvo un instante, recordando aquellos momentos dentro de la casa abandonada.
– Por fin el chico salió de un armario, con las manos en alto, sosteniendo todavía la pistola. Habría sido muy fácil… Pero la situación estaba en manos de Frankie, que casi había muerto de un balazo. Total, que Frankie se acercó al chico, le quitó la pistola y le puso las esposas. Fin de la historia.
Antes de responder, Entrenkin reflexionó unos instantes sobre lo que Bosch acababa de contarle.
– O sea que lo que pretende decir es que puesto que Frankie no mató a ese chico negro al que pudo haberse cargado sin que nadie le condenara por ello, no es lógico que diez años más tarde tratara de asfixiar a otro negro con una bolsa de plástico.
Bosch sacudió la cabeza y arrugó el ceño.
– No, no pretendo decir eso. Lo que sí digo es que ésa fue una de las ocasiones en que pude ver cómo era Frankie Sheehan. Entonces comprendí de qué pasta estaba hecho. Por eso sé que las acusaciones de Harris son puras patrañas. Frankie jamás habría plantado pruebas contra ese tío, y menos aún habría tratado de asfixiarlo metiéndole una bolsa de plástico en la cabeza.
Bosch esperó a que Entrenkin dijera algo, pero ésta no lo hizo.
– Y no dije que el ladrón de coches fuera negro. Eso no tuvo nada que ver. Es algo que ha añadido usted.
– Creo que es un aspecto que ha obviado adrede. Quizá si ese chico hubiera sido blanco, usted no habría pensado en que podían haberlo matado sin que nadie les condenara por ello.
Bosch se la quedó mirando.
– No estoy de acuerdo.
– En fin, no vale la pena discutir sobre eso. Pero además ha omitido otro aspecto relacionado con el caso.
– ¿A qué se refiere?
– Al cabo de unos años, su amigo Sheehan sí utilizó la pistola. Cosió a balazos a un negro llamado Wilbert Dobbs. También recuerdo ese caso.
– Fue una historia distinta y la reacción de Sheehan estuvo justificada. Dobbs era un asesino y disparó contra él. Sheehan fue declarado inocente de los cargos por el departamento, por el fiscal del distrito, por todo el mundo.
– Pero no por un jurado compuesto por sus conciudadanos. Fue uno de los casos de Howard. Puso un pleito a su amigo Sheehan y lo ganó.
– Es lógico. El caso fue juzgado unos meses después del asunto Rodney King. En aquel momento era prácticamente imposible que un policía blanco que había matado a un negro consiguiera un veredicto de inocencia en esta ciudad.
– Cuidado, detective, se está descubriendo demasiado.
– No digo más que la verdad. Usted sabe tan bien como yo que es cierto. Me pregunto por qué la gente recurre al tema del racismo cada vez que la verdad amenaza con levantar ampollas.
– Dejémoslo, detective Bosch. Usted cree en su amigo y yo le respeto por ello. Ya veremos qué ocurre cuando el abogado que herede este caso de Howard lo lleve ante los tribunales.
Bosch asintió, aliviado de que Entrenkin le ofreciera una tregua. La discusión le había hecho sentirse incómodo.
– ¿Qué más se reserva? -preguntó Bosch para cambiar de tema.
– Nada más. Me he pasado todo el día en este despacho pero sólo he encontrado un expediente con información comprometida.
Entrenkin soltó una bocanada de aire, como si se sintiera cansada.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Bosch.
– Sí. Me ha venido bien estar ocupada. Apenas he tenido tiempo de pensar en lo ocurrido. Esta noche no tendré más remedio que hacerlo.
Bosch asintió.
– ¿Se han presentado más periodistas?
– Un par. Les he proporcionado algunos datos y se han ido tan contentos. Todo el mundo cree que este asunto va a revolucionar la ciudad.
– ¿Y usted qué opina?
– Yo creo que si lo hizo un policía, las consecuencias son imprevisibles. Y si no lo hizo un policía, algunos no lo creerán. Pero usted eso ya lo sabe.
El detective asintió de nuevo.
– Debo decirle una cosa sobre el plano del juicio.
– ¿De qué se trata?
– Pese a lo que me contó hace un momento sobre Frankie Sheehan, Howard estaba empeñado en demostrar que Harris es inocente.
Bosch se encogió de hombros.
– Pensé que ya había sido procesado.
– Fue declarado no culpable. Howard iba a demostrar su inocencia probando quién lo hizo.
Bosch se quedó mirando a Entrenkin, sin saber exactamente por dónde tirar.
– ¿El plano del juicio incluye el nombre del culpable?
– No. Ya le he dicho que tan sólo contiene el borrador de su exposición inicial. Pero está ahí. Howard iba a decirle al jurado que él mismo les descubriría al asesino. Ésas eran sus palabras: «Yo mismo les descubriré al asesino». Pero no escribió su nombre. Habría sido una mala táctica inicial, puesto que habría descubierto su juego a la defensa y habría desperdiciado la ocasión de crear posteriormente unos instantes de tensión cuando llegara el momento de revelar la identidad del asesino.
Bosch guardó silencio mientras reflexionaba sobre el asunto. No sabía qué importancia tenía lo que acababa de decirle Entrenkin. Elias era muy dado a montar un show, tanto dentro como fuera de la sala del tribunal. Revelar el nombre de un asesino ante el tribunal era bastante insólito, más propio de Perry Masón.
– Lo lamento, quizá no debí decírselo -dijo Entrenkin.
– ¿Por qué lo ha hecho?
– Porque si otros averiguan que ésa era la estrategia que iba a emplear Elias, podrían interpretarlo como un motivo.
– O sea que el asesino de esa chica decidió matar a Elias.
– Es una posibilidad.
Bosch asintió.
– ¿Ha leído las declaraciones de los testigos? -preguntó.
– No he tenido tiempo. Le entregaré todas las declaraciones porque de todos modos la defensa (en este caso la oficina del fiscal) habría mandado hacer copias. De modo que no le entrego un material al que usted no habría tenido acceso.
– ¿Y el ordenador?
– Lo examiné apresuradamente. Contiene declaraciones y datos pertenecientes al expediente público. Nada confidencial.
– De acuerdo.
Bosch hizo ademán de levantarse. Pensaba en el número de viajes que tendría que hacer para trasladar todas las cajas al coche.
– Ah, otra cosa.
Entrenkin sacó una carpeta de una caja que descansaba en el suelo y la abrió sobre el escritorio. Bosch vio que contenía dos sobres.
– Esto estaba en el expediente del caso Harris. No sé lo que significa -dijo Entrenkin.
Los dos sobres iban dirigidos a Elias, a su despacho. No llevaban remite. Habían sido echados al correo en Hollywood, uno hacía cinco semanas y el otro tres.
– Cada uno contiene una sola hoja con una línea impresa. No tiene sentido.
Entrenkin empezó a abrir uno de los sobres.
– Esto… -dijo Bosch.
Entrenkin se detuvo, sosteniendo el sobre en la mano.
– ¿Qué ocurre?
– No sé. Pensaba en las huellas dactilares.
– Ya me he ocupado de eso. Lo siento -respondió Entrenkin.
– De acuerdo, ábralo.
Entrenkin abrió el sobre, desdobló la hoja sobre el escritorio y la giró para que Bosch pudiera leer la línea impresa que aparecía en la parte superior:
pon el punto sobre la i humbert humbert
– Humbert humbert… -dijo Bosch.
– Es el nombre de un personaje de la literatura, o lo que algunos consideran literatura -aclaró Entrenkin-. Lolita, de Nabokov.
– Así es.
Bosch vio una anotación a lápiz en la parte inferior de la hoja:
#2 – 3/12
– Seguramente lo anotó Howard -comentó Entrenkin-. O un empleado de su oficina.
Abrió el segundo sobre, el que habían enviado con posterioridad al otro, y desdobló la hoja. Bosch se inclinó para examinarla.
las matrículas demuestran su inosencia
– Parece escrito por la misma persona -dijo Entrenkin-. Fíjese que la palabra «inocencia» está mal escrita.
– En efecto.
En la parte inferior de la hoja aparecía también una nota escrita a lápiz:
#3 – 4/5
Bosch se colocó el maletín sobre las rodillas y lo abrió. Seguidamente sacó el sobre con la carta que llevaba Elias en el bolsillo interior de la chaqueta cuando lo asesinaron.
– Elias llevaba esta carta cuando… cuando subió al funicular de Angels Flight. Olvidé que los policías que examinaron la escena del crimen me la habían entregado. Prefiero abrirla aquí, en su presencia. Lleva también el matasellos de Hollywood. Fue echada al correo el miércoles. Quiero conservarla para que analicen las huellas.
Bosch extrajo unos guantes de un estuche de cartón que llevaba en el maletín y se los puso. Luego sacó la carta del sobre. Se trataba de una hoja semejante a las otras dos, con una sola línea impresa:
él sabe que tú lo sabes
Al observar la hoja, Bosch sintió que se le aceleraba el pulso y que un torrente de adrenalina fluía por sus venas.
– ¿Qué significa esto, detective Bosch?
– No lo sé. Pero lamento no haber abierto el sobre antes.
En la parte inferior de la tercera hoja no aparecía ninguna anotación a lápiz. Quizás Elias no había tenido tiempo de hacerla.
– Creo que nos falta una -dijo Bosch-. Esas hojas están señaladas con los números dos y tres, y ésta llegó después…, ésta sería la cuarta.
– Lo sé. Pero no he encontrado nada que pueda clasificarse como la número uno, al menos en los archivos. Quizás Elias no pensó que fuera importante hasta que llegó la segunda nota, y la arrojó a la papelera.
– Es posible.
Bosch pensó unos instantes en las cartas. Se dejaba guiar sobre todo por su intuición, pero seguía sintiendo el torrente de adrenalina en su sangre. Había hallado el factor en el que centrarse. Esto le satisfizo pero al mismo tiempo se sintió como un idiota por haber guardado una pieza clave del caso en su maletín durante unas doce horas.
– ¿Le comentó Howard algo sobre este caso? -preguntó Bosch.
– No, nunca hablábamos de nuestros respectivos trabajos -contestó Entrenkin-. Por norma. Sabíamos que lo que hacíamos era… algo que nadie comprendería…, la inspectora general con uno de los más encarnizados críticos del departamento.
– Sin olvidar que estaba casado.
La expresión del rostro de Entrenkin se endureció.
– ¿Qué le ocurre, detective? Hace unos minutos hablábamos cordialmente y habíamos empezado a hacer progresos en el caso, y de pronto se pone en este plan.
– Guárdese el discursito de sabíamos-que-lo-que-hacíamos-estaba-mal para otra persona. Me cuesta creer que usted y Elias no hablaran del Departamento de Policía de Los Ángeles cuando estaban a solas en su apartamento.
Entrenkin lo fulminó con la mirada.
– Me importa un pimiento lo que crea o deje de creer, detective.
– Oiga, hicimos un trato. No se lo contaré a nadie. Si yo le causo problemas, usted me los causará a mí. ¿Sabe lo que dirían mis compañeros si les contara lo de usted y Elias? Que estoy loco por no tratarla como a una sospechosa. Eso es lo que debería hacer, pero no lo hago. Me dejo guiar por mi intuición, lo cual es muy arriesgado. De modo que permita que lo compense buscando algún detalle o elemento que pueda ayudarme en la investigación.
Entrenkin guardó un momento de silencio antes de responder.
– Le agradezco ese gesto, detective. Pero no le miento. Howard y yo nunca comentábamos con detalle sus casos ni mi trabajo en el departamento. Jamás. Lo único que recuerdo que me dijo sobre el caso Harris es tan vago que ni siquiera sé cómo interpretarlo. Pero si se empeña usted se lo contaré. Howard me dijo que me preparara porque este caso iba a suponer un duro golpe para el departamento y para varios peces gordos de la ciudad. No le pregunté a qué se refería.
– ¿Cuándo ocurrió eso?
– El martes por la noche.
– Gracias, inspectora.
Bosch se levantó y dio unas vueltas por la habitación. Se detuvo ante la ventana y contempló a Anthony Quinn en sombras. Consultó su reloj y vio que eran casi las seis. Había quedado en reunirse a las siete con Edgar y Rider en la comisaría de Hollywood.
– Usted sabe lo que eso significa, ¿no? -preguntó a Entrenkin sin volverse.
– ¿Qué significa?
Bosch se volvió hacia ella.
– Que si Elias había averiguado la identidad del asesino, el auténtico asesino, e iba a revelarla, no fue un policía quien lo mató.
– Contempla el caso bajo un solo prisma -dijo Entrenkin tras reflexionar unos instantes.
– ¿Cuál es el otro?
– Decir que iba a presentarse ante el tribunal y sacarse al asesino del sombrero. De forma concluyeme. Eso desmentiría las pruebas de la policía, ¿no? Al demostrar que Harris era inocente, al mismo tiempo demostraría que los policías le habían preparado una encerrona. Si el auténtico asesino sabía que Howard había descubierto su identidad, habría tratado de matarlo. Pero si un policía sabía que Howard iba a demostrar que ese policía había preparado una encerrona a Harris, también era posible que fuera también a por él.
Bosch meneó la cabeza.
– Usted siempre sospecha de los policías. Quizas alguien le había tendido la trampa antes de que los polis entraran en escena.
Bosch meneó de nuevo la cabeza, con más fuerza, como si quisiera desterrar un pensamiento que le agobiaba.
– No sé lo que digo. No hubo tal encerrona. Es una conjetura disparatada.
Entrenkin lo observó unos instantes.
– Lo que usted diga, detective. Pero no se queje de que no le avisé. -Bosch no hizo caso del comentario. Miró las cajas que había en el suelo. Por primera vez observó una carretilla de dos ruedas apoyada en la pared, cerca de la puerta. Entrenkin se dio cuenta de que lo estaba mirando.
– Llamé al agente de seguridad para decirle que teníamos que trasladar unas cajas -dijo-. Las subió él.
Bosch se acercó a la carretilla. De pronto se acordó de algo y se volvió hacia Entrenkin.
– ¿Y la carpeta que estábamos revisando esta mañana cuando apareció usted? La de la fotografía.
– Nada, está en esa caja.
– Quiero decir… esto…, ¿qué opina usted?
– No sé qué pensar. Si lo que me pregunta es si creo que Howard Elias estaba liado con esa mujer, la respuesta es no.
– Cuando hoy hemos entrevistado a su esposa, le hemos preguntado si creía posible que Howard tuviera una historia con otra mujer, y ha dicho que no, que era imposible.
– Ya sé adónde quiere ir a parar, detective. Pero sigo pensando que es imposible. Howard era un hombre muy conocido en esta ciudad. En primer lugar, no necesitaba pagar para tener sexo con una mujer. Y en segundo, era lo suficientemente inteligente para saber que si esa gente lo reconocía, estaba expuesto a que lo chantajearan.
– ¿Qué hacía entonces esa carpeta en su escritorio?
– Ya le he dicho que no lo sé. Supongo que formaba parte de un caso, pero no sé cuál. He examinado todos los expedientes que hay en su despacho y no he encontrado ninguno relacionado con eso.
Bosch asintió distraídamente. Estaba pensando en las cartas misteriosas, sobre todo en la última. Su intuición le decía que era una advertencia dirigida a Elias. Alguien había descubierto que el abogado poseía una información peligrosa.
Bosch estaba cada vez más convencido de que la investigación, la auténtica investigación, partiría de esa nota.
– ¿Le importa que encienda la televisión? -preguntó Entrenkin-. Quiero ver las noticias de las seis.
La pregunta de la inspectora arrancó a Bosch de sus reflexiones.
– A mí no me molesta -se apresuró a responder-. Enciéndala si quiere.
Entrenkin se dirigió hacia un armario de roble adosado a la pared, frente al escritorio, y abrió la puerta. En el interior había dos estantes, cada uno de ellos con un televisor. Por lo visto a Elias le gustaba mirar más de una cadena a la vez.
De este modo, según dedujo Bosch, podía contemplar todas sus apariciones en los informativos.
Entrenkin pulsó el botón de encendido de los dos televisores. Cuando apareció la imagen en la pantalla superior, Bosch vio a un reportero en una zona donde había varios clubes de striptease. Tres o cuatro locales estaban en llamas.
Detrás del reportero, a pocos metros de él, los bomberos trabajaban denodadamente para contener el fuego, pero todo indicaba que no lograrían salvar los edificios, que parecían a punto de derrumbarse.
– Ya ha empezado -comentó Bosch.
– Otra vez no -dijo Entrenkin, horrorizada.