La comisaría estaba desierta, un hecho insólito, incluso en domingo. Según el plan de los turnos de doce horas de trabajo y doce de descanso, todos los detectives no asignados a investigaciones urgentes debían ir de uniforme y estar en la calle. La última vez que se estableció ese plan fue a raíz de un grave terremoto que sacudió la ciudad en 1994. El asesinato de Elias había sido un cataclismo social más que geológico, pero su magnitud no era inferior.
Bosch transportó la caja con los expedientes de Elias sobre el caso del Black Warrior hasta lo que llamaban la mesa de homicidios, una agrupación de mesas con la que habían formado otra mucho más grande parecida a la de una sala de juntas. La sección que correspondía al equipo número uno, el de Bosch, se hallaba en un extremo, junto a unos archivadores. Bosch depositó la caja en el centro, donde estaban agrupadas las tres mesas de su equipo.
– Aquí tienes -dijo.
– Harry… -Rider estaba disgustada porque su jefe había cedido el mando a otro.
– Tú serás el patrón del barco, Kiz. Jerry y yo haremos el trabajo de campo.
Rider soltó una exclamación de protesta. Lo de patrón de barco suponía ocuparse de todos los datos referentes al caso. Tendría que familiarizarse con todas las facetas de los expedientes, convertirse en un compendio andante de todos los detalles de la investigación. Puesto que iban a comenzar examinando una caja llena de expedientes, eso representaba un montón de trabajo. También significaba que apenas participaría en los tareas a pie de calle de la investigación. A ningún detective le gusta permanecer todo el día encerrado en una oficina sin ventanas.
– Ya sé lo que piensas -dijo Bosch-. Pero tú eres la persona más indicada para ese puesto. Aquí tenemos una tonelada de material y tu ordenador es el más idóneo para almacenarlo.
– La próxima vez haré el trabajo de campo.
– Puede que no exista una próxima vez si no logramos esclarecer este caso. Veamos qué tenemos aquí.
Bosch y Rider dedicaron la hora y media siguiente a examinar los expedientes de Elias sobre el caso Harris, señalando los datos que parecían más relevantes y arrojando los expedientes de nuevo en la caja cuando éstos no ofrecían ninguna información importante.
Bosch examinó los expedientes de investigación que Elias había conseguido mediante una orden judicial del Departamento de Policía de Los Ángeles. Tenía una copia del expediente del asesinato de Stacey Kincaid facilitado por Robos y Homicidios. Al leer los informes diarios presentados por Sheehan y otros detectives de Robos y Homicidios, Bosch observó que los datos iniciales del caso eran un tanto dispersos. Stacey Kincaid había sido raptada una noche de su habitación; su secuestrador había abierto la cerradura de la ventana del dormitorio con un destornillador y había raptado a la niña cuando dormía. Los detectives, que al principio sospecharon que el criminal pertenecía al entorno de la niña, interrogaron a los jardineros, al empleado que se ocupaba de la piscina, a un electricista, a un fontanero y a los carteros que cubrían la zona en la que estaba la mansión de los Kincaid en Brentwood. Entrevistaron a maestros, conserjes e incluso compañeros de estudios de la escuela privada a la que asistía Stacey. Pero la amplia red tendida por Sheehan y sus compañeros fue desmantelada cuando el laboratorio determinó que las huellas del libro de texto de la niña pertenecían a Michael Harris. La cuestión se centró entonces en localizar a Harris, detenerlo e intentar que confesara lo que había hecho con la niña.
La segunda parte del expediente se ocupaba de la investigación de la escena del crimen y los intentos de relacionar a Harris con el cadáver mediante análisis científicos y medios tecnológicos. Pero no consiguieron nada. El cadáver de la niña había sido hallado por dos vagabundos en un solar, cuatro días después del asesinato. El cuerpo aparecía desnudo y en avanzado estado de descomposición. Al parecer el asesino lo había lavado después de matar a la niña, por lo que no presentaba pruebas microscópicas importantes que pudieran ser analizadas y relacionadas con el apartamento o el coche de Harris. Aunque todo indicaba que la niña había sido violada, no encontraron fluidos corporales pertenecientes al agresor. Tampoco habían recuperado la ropa de la niña. La cuerda utilizada para estrangularla había sido cortada por el asesino y tampoco habían logrado dar con ella. En definitiva, la única prueba que relacionaba a Harris con el crimen eran sus huellas dactilares en el libro de texto que hallaron en el dormitorio de Stacey y el hecho de que su cadáver fuera descubierto en un solar situado a menos de dos manzanas del apartamento de Harris.
Bosch sabía que eso solía ser suficiente para condenar a un presunto culpable. Había trabajado en casos en los que se había obtenido una condena basándose en pruebas menos contundentes. Pero eso había sido antes del caso O. J. Simpson, antes de que los jurados escrutaran a la policía de Los Ángeles con mirada crítica y recelosa.
Bosch estaba escribiendo una lista de cosas que debía hacer y de personas a las que debía entrevistar cuando Edgar exclamó de pronto:
– ¡Caramba!
Bosch y Rider lo miraron, esperando una explicación.
– ¿Recordáis las notas misteriosas? -preguntó Edgar-. ¿Recordáis que en la segunda o tercera se decía que las matrículas demostrarían su inocencia?
– Un segundo -respondió Bosch.
Abrió su maletín y sacó el expediente que contenía las notas.
– Es la tercera. «Las matrículas demuestran su inosencia.» Se recibió el 5 de abril. La palabra inocencia está mal escrita.
– Bien, pues aquí tengo el expediente de Elias sobre los informes del caso Harris facilitados por Robos y Homicidios. Aquí hay uno fechado el 15 de abril referente a Hollywood Wax and Shine, la empresa donde trabajaba Harris antes de que le arrestaran. Elias exige que le faciliten, y cito textualmente, «copias de todos los documentos, recibos de encargos de clientes y facturas que contengan los números de matrículas de dichos clientes entre el primero de abril y el 15 de junio del año pasado». La nota debía referirse a eso.
Bosch se acomodó en su silla.
– Son informes conseguidos mediante una orden judicial, ¿no?
– Exacto.
– Bien, entre el primero de abril y el 15 de junio hay setenta y cinco días. Hay…
– Setenta y seis -le corrigió Rider.
– Setenta y seis días. Eso generaría muchos recibos. Aquí no tenemos ninguno, y tampoco he visto ninguno en el despacho. Debería haber cajas llenas de recibos.
– Puede que Elias los devolviera -observó Edgar.
– Pero tú dijiste que consiguió unas copias mediante una orden judicial.
Edgar se encogió de hombros.
– Otra cosa, ¿por qué precisamente esas fechas? -inquirió Bosch-. La niña fue asesinada el 12 de julio. ¿Por qué no pidió Elias que le entregaran los recibos hasta esa fecha?
– Porque sabía lo que andaba buscando -contestó Rider-. O sabía que se hallaba dentro de los parámetros de esas fechas.
– ¿Qué es lo que sabía?
Todos guardaron silencio. Por más vueltas que Bosch le daba a ese enigma, no lograba encontrar la solución. La pista de las matrículas seguía siendo tan misteriosa como la del Ama Regina. De golpe, al unir los dos misterios, se le ocurrió una idea.
– Pelfry -dijo Bosch-. Debemos hablar en seguida con él. -Se levantó apresuradamente y añadió-: Jerry, trata de localizar a Pelfry por teléfono y concierta una entrevista con él lo antes posible. Voy a ausentarme unos minutos.
Por lo general, cuando Bosch les decía a sus compañeros que iba a ausentarse, lo que en realidad les estaba diciendo era que salía a fumarse un cigarrillo.
– No lo hagas, Harry -le aconsejó Rider cuando Bosch se dirigió hacia la puerta trasera.
Bosch agitó la mano sin volverse.
– Descuida, no lo haré.
Al llegar al aparcamiento se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. Sabía que algunas de sus mejores ideas, fruto de un concienzudo análisis, se le habían ocurrido mientras se fumaba un cigarrillo frente al edificio. Esta vez confiaba en conseguirlo sin la ayuda del tabaco. Al contemplar el recipiente de arena que utilizaban los fumadores de la comisaría, Bosch vio una colilla que asomaba entre la arena. Estaba manchada de carmín. Decidió controlarse.
Pensó en las notas misteriosas. Por el matasellos y las anotaciones hechas por Elias sabía que eran la dos, tres y cuatro, pero faltaba la primera. El significado de la cuarta nota -la advertencia que llevaba Elias en el bolsillo cuando lo asesinaron- era evidente. Con respecto a la tercera, tenían ciertos indicios gracias a los informes obtenidos por Elias mediante una orden judicial. Pero la segunda nota -pon el punto sobre la i humbert humbert- no tenía ningún sentido para Bosch.
El detective observó de nuevo la colilla que asomaba entre la arena pero volvió a reprimirse. De todos modos, no llevaba cerillas ni encendedor.
De pronto se le ocurrió que la otra pieza del rompecabezas que no parecía tener ningún sentido, al menos hasta ese momento, era la posible relación de Elias con el Ama Regina.
Bosch se volvió y entró apresuradamente en la comisaría. Edgar y Rider estaban examinando el montón de informes y documentos. Bosch se acercó a la mesa.
– ¿Quién tiene el expediente del Ama Regina? -preguntó.
– Está ahí -respondió Edgar.
El detective entregó el expediente a Bosch, quien extrajo la foto del Ama Regina. Acto seguido la colocó junto a una de las notas misteriosas y comparó lo que aparecía escrito en la parte inferior de la nota con lo que estaba escrito debajo de la foto, la dirección de la página web. Le resultaba imposible determinar si ambas notas habían sido escritas por la misma mano. Él no era un experto en el tema y no apreció ninguna anomalía que le facilitara la tarea.
Cuando Bosch retiró la mano de la foto, los bordes superiores e inferiores se alzaron levemente, lo que indicaba que la hoja había sido doblada por arriba y por abajo, como para introducirla en un sobre.
– Creo que ésta es la primera nota -dijo.
Bosch había constatado a menudo que llegar a una conclusión lógica era como desatascar una cañería. Tan pronto como ésta quedaba desatascada, todo fluía. Bosch se percató de algo que quizá debería haber visto desde un principio.
– Llama a la secretaria de Elias, Jerry. Ahora mismo. Pregúntale si Elias tenía una impresora en color en el despacho. Hubiéramos debido reparar en esto. Tenía que haberme fijado.
– ¿A qué te refieres?
– Llama a la secretaria.
Edgar buscó el número de teléfono en la agenda. Rider se acercó a Bosch y contempló la foto impresa en la hoja. De pronto captó lo que estaba pensando Bosch, adonde quería ir a parar.
– Esta es la primera nota -dijo Bosch-. Pero Elias no conservó el sobre porque supuso que se la había enviado un chiflado.
– Y seguramente así fue -apostilló Edgar, sosteniendo el auricular junto a la oreja-. Nosotros estuvimos allí, esa mujer no lo conocía y no sabía por qué…
De pronto se detuvo y preguntó a través del auricular:
– ¿La señora Quimby? Soy el detective Edgar. Ayer hablé con usted. Quisiera hacerle otra pregunta. ¿Sabe si en el despacho había una impresora en color?
Edgar esperó en silencio sin apartar la vista de Bosch y de Rider.
– Gracias, señora Quimby.
Tras despedirse de la secretaria colgó.
– No hay una impresora en color.
Bosch contempló la foto del Ama Regina.
– Deberíamos habernos percatado de esto ayer -observó Rider.
Cuando Bosch se disponía a preguntar a Edgar si había logrado localizar a Pelfry, el investigador privado, sonó su busca. Bosch comprobó que era el número de su casa. Eleanor.
– Sí, he hablado con él -respondió Edgar-. Nos recibirá esta tarde en su oficina. No le dije nada sobre los recibos ni sobre Regina. Sólo le comenté que queríamos hablar con él.
– De acuerdo.
Bosch descolgó el teléfono y marcó el número de su casa. Eleanor atendió la llamada al cabo de tres tonos. Su voz denotaba que tenía sueño o que estaba triste.
– Eleanor.
– Harry.
– ¿Estás bien?
Bosch se sentó de nuevo en su silla, y Rider hizo lo propio.
– Perfectamente… Acabo de…
– ¿Cuándo has llegado?
– Hace un rato.
– ¿Has ganado?
– No he jugado. Después de que me llamaras allí anoche… Me marché.
Bosch se inclinó hacia adelante, apoyó un codo en la mesa y la frente en la mano.
– ¿Dónde… fuiste?
– A un hotel… He vuelto para recoger mi ropa y algunas cosas. Yo…
– ¿Eleanor?
Se produjo un largo silencio a través del teléfono. Bosch oyó decir a Edgar que iba a tomarse un café en la sala de guardia. Rider también se apuntó, aunque Bosch sabía que no tomaba café. Era aficionada a una serie de infusiones de hierbas que guardaba en un cajón de su mesa.
– Esto no va bien, Harry -dijo Eleanor.
– ¿A qué te refieres?
Se produjo otro largo silencio antes de que Eleanor respondiera.
– He estado pensando en la película que vimos el año pasado. Titanic.
– La recuerdo.
– Y la chica de la película. Se enamoró del chico, al que había conocido en el barco. Y fue… Estaba tan enamorada de él que al final no quiso abandonar el barco. Ella se negó a subirse en el bote salvavidas para permanecer con él.
– Lo recuerdo, Eleanor.
Bosch recordó que su mujer no había dejado de llorar y que él había sonreído, incapaz de comprender que una película la afectara tanto.
– Lloraste como una Magdalena.
– Sí, porque a todos nos gustaría tener un amor como ése. Tú mereces que yo te ame así, Harry, pero…
– No, Eleanor, lo que tú me das es más de lo que…
– La chica abandona el bote salvavidas para subir de nuevo a bordo del Titanic, Harry. -Eleanor se rió, pero era una risa triste-. Nadie puede superar eso.
– Tienes razón. Pero es una película. Escucha…, tú eres lo que más quiero en el mundo, Eleanor. No tienes que hacer nada por mí.
– Sí, sí… Te amo, Harry. Pero no lo suficiente. Tú mereces más que eso.
– No, Eleanor… Por favor, yo…
– Me marcho durante un tiempo. Para reflexionar.
– Espérame en casa. Dentro de quince minutos estoy ahí. Hablemos con calma…
– No, no. Por eso te he llamado al busca. No puedo despedirme de ti cara a cara.
Bosch se dio cuenta de que Eleanor estaba llorando.
– Voy para casa.
– No me encontrarás aquí -insistió ella-. Antes de llamarte he metido el equipaje en el coche. Sabía que querrías venir para disuadirme.
Bosch se cubrió los ojos con la mano. Deseaba estar a oscuras.
– ¿Adonde irás?
– No lo he decidido.
– ¿Me llamarás?
– Sí.
– ¿Te sientes bien?
– Sí…, muy bien.
– Te quiero, Eleanor. Sé que no te lo he dicho las suficientes veces pero yo…
Eleanor hizo un ruidito como para indicar que se callara, y Bosch se detuvo.
– Te quiero, Harry. Pero tengo que hacerlo.
Bosch sintió como si se hubiera roto algo en su interior.
– De acuerdo, Eleanor -dijo.
A continuación se produjo un silencio oscuro como el interior de un ataúd. El de Bosch.
– Adiós, Harry -dijo ella-. Nos veremos.
Eleanor colgó el teléfono. Bosch retiró la mano de su rostro y el auricular del oído. En su mente vio una piscina con la superficie lisa como una manta sobre un lecho. Recordó un episodio ocurrido hacía muchos años, cuando le dijeron que su madre había muerto y que se había quedado solo en el mundo. Él echó a correr hacia la piscina y se tiró de cabeza, sumergiéndose debajo de aquella superficie en calma, en el agua templada. Al llegar al fondo comenzó a gritar hasta que se quedó sin aire y sintió un dolor agudo en el pecho. Al final tuvo que elegir entre quedarse allí abajo y morir, o subir hacia la superficie y salvar la vida.
Bosch hubiera dado cualquier cosa por sumergirse otra vez en aquella piscina de agua templada.
Sentía deseos de gritar hasta que le estallaran los pulmones.
– ¿Todo bien?
Eran Rider y Edgar. Edgar sostenía en la mano una humeante taza de café. Rider parecía preocupada o tal vez asustada por la expresión del rostro de Bosch.
– Sí -respondió Bosch-. De maravilla.