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Cuando Bosch entró en la sala de patrullas se encontró a Edgar y a Rider contemplando las noticias en el televisor que habían trasladado del despacho de la teniente. Ni siquiera levantaron la vista para saludarlo.

– ¿Qué hay? -preguntó.

– Da la impresión de que a la gente no le ha gustado que soltáramos a Sheehan -respondió Edgar.

– Saqueos y robos esporádicos -dijo Rider-. La situación no es tan grave como la última vez. Creo que pasaremos la noche tranquilos. Las patrullas tienen orden de detener a cualquier bicho viviente que se mueva.

– Sin contemplaciones, no como la otra vez -apostilló Edgar.

Bosch fijó la vista en la televisión. La pantalla mostraba bomberos apuntando unas gruesas mangueras hacia las llamas que surgían del tejado de un edificio en otra zona comercial. Era demasiado tarde para salvarlo. Casi parecía un espectáculo montado para los medios de comunicación.

– Demoler esas zonas comerciales de los barrios modestos -comentó Edgar- forma parte del proyecto de reurbanización.

– Lo malo es que vuelven a construirlas -replicó Rider.

– Pero tienen mejor aspecto que antes -dijo Edgar-. El problema son las tiendas de bebidas. Desde que hemos puesto a una patrulla frente a cada uno de estos establecimientos, se acabó la jarana.

– ¿Y qué me dices de las órdenes de registro? -preguntó Bosch.

– Están listas -contestó Rider-. Sólo tenemos que llevárselas al juez.

– ¿Has pensado en alguien?

– Terry Baker. La llamé y dijo que estaría allí.

– Bien. Enséñamelas.

Rider se dirigió a la mesa de homicidios, mientras Edgar seguía viendo la televisión. Las órdenes de registro se hallaban apiladas en la sección de la mesa que le correspondía a ella. Rider se las entregó a Bosch.

– Hemos mencionado los dos domicilios, todos los coches y todas las oficinas. También hemos incluido el coche que utilizaba Richter por la época del asesinato y su apartamento -añadió Rider.

Cada solicitud constaba de varias páginas grapadas. Las dos primeras contenían una serie de disposiciones legales de rigor, de modo que Bosch las pasó por alto y se centró en las causas probables indicadas en cada solicitud. Edgar había hecho un buen trabajo, aunque Bosch supuso que seguramente era obra de Rider. Ella era la que estaba más versada en tecnicismos legales. Incluso las causas probables aducidas en la solicitud de registro del apartamento de Richter eran impecables. En el documento, redactado en los términos adecuados, se exponían algunos de los hechos descubiertos en el curso de la investigación y se afirmaba que todas las pruebas indicaban que dos sospechosos se habían encargado de desembarazarse del cadáver de Stacey Kincaid. Y en virtud de la estrecha relación existente en aquella época entre Sam Kincaid y D. C. Richter -patrono y empleado respectivamente-, consideraban que este último podía ser el segundo sospechoso. El documento solicitaba autorización para registrar todos los vehículos que los dos hombres habían utilizado o a los que habían tenido acceso por la época en que se había cometido el crimen.

Bosch vio que todo estaba con alfileres, pero funcionaría. La precisión de todos los vehículos «a los que habían tenido acceso» los dos sospechosos era un auténtico hallazgo por parte de Rider. Si la jueza lo aceptaba, ello les permitiría registrar todos los coches que hubiera en los concesionarios de Kincaid, dado que éste tenía acceso a todos ellos.

– Me parece bien -dijo Bosch, devolviendo a Rider las solicitudes después de haberlas leído con atención-. Procurad que la jueza las firme esta misma noche para que mañana podamos iniciar los registros.

Después de haber sido firmada por el juez, una orden de registro tenía una vigencia de veinticuatro horas. En la mayoría de los casos bastaba una simple llamada al juez que la había autorizado para prorrogar su vigencia otras veinticuatro horas.

– ¿Qué sabemos de ese Richter? -preguntó Bosch a sus compañeros-. ¿Habéis podido averiguar algo?

– Muy poco -contestó Edgar.

Se levantó para bajar el volumen del televisor y se acercó a la mesa.

– El tío fracasó en la academia. De eso hace mucho, en el otoño del ochenta y uno. Luego asistió a una de esas academias privadas en el valle de San Fernando y consiguió su licencia estatal en el ochenta y cuatro. Poco después entró a trabajar para los Kincaid y fue escalando puestos hasta llegar a jefe de seguridad.

– ¿Por qué dices que fracasó?

– No lo sabemos con certeza. Es domingo por la noche, Harry. No hay nadie en la academia. Mañana investigaremos su expediente.

Bosch asintió.

– ¿Habéis comprobado en el ordenador si tiene licencia de armas?

– Sí, y lleva una pistola oculta debajo de la chaqueta.

– Dime que es una del nueve.

– Lo siento, Harry. El ATF estaba cerrado esta noche -dijo Edgar refiriéndose a la agencia federal de control del alcohol, tabaco y armas de fuego-. Mañana comprobaremos también ese dato. De momento lo único que sabemos es que tiene una licencia para llevar un arma oculta.

– De acuerdo. Tenedlo presente. Recordad la puntería del asesino de Angels Flight.

Rider y Edgar asintieron.

– ¿Así que crees que Richter hace todo lo que le ordena Kincaid? -dijo Rider.

– Probablemente. Los ricos nunca no se ensucian las manos. Dan las órdenes, pero no las ejecutan. Ahora mismo me inclino por Richter.

Bosch observó a sus compañeros durante unos instantes. Tenía el convencimiento de que estaban a punto de resolver el caso. Dentro de veinticuatro horas lo sabrían. Bosch confiaba en que la ciudad resistiera hasta entonces.

– ¿Qué más? -preguntó.

– ¿Tienes a Sheehan bien arropado en la camita? -preguntó Rider.

Bosch se percató del tono burlón.

– Sí. Por cierto, lamento lo de la rueda de prensa. Irving se empeñó en que estuvierais presentes pero supongo que yo hubiera podido impedirlo. Pero no lo hice. Me equivoqué. Os pido disculpas.

– Vale, Harry -dijo Rider.

Edgar asintió.

– ¿Algo más?

Edgar negó con la cabeza, pero luego dijo:

– Se me olvidaba. Esta mañana han llamado los de balística para darnos un informe. Examinaron la pistola de Harris esta mañana y parece que está limpia. Han dicho que a juzgar por el polvo acumulado en el cañón parece que no ha sido disparada ni limpiada desde hace meses. De modo que parece que ese tipo es inocente.

– Pero ¿van a analizarla?

– Por eso han llamado. Han recibido una orden urgente de analizar la pistola de Sheehan mañana por la mañana, tan pronto como consigan las balas extraídas en la autopsia. Les interesaba saber si querías que analizaran la pistola de Harris. Les he dicho que también la analicen.

– Bien. ¿Qué más?

Edgar y Rider menearon la cabeza para indicar que no había más asuntos.

– Bueno -prosiguió Bosch-. Vamos a ver a la jueza Baker y luego nos iremos a casa. Tengo la impresión de que mañana será un día muy largo.

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